IV

Un asiático pequeño y arrugado, que o bien era sordomudo o tenía órdenes de guardar silencio, me llevó un cuenco de sopa humeante y un vaso de un Borgoña ligero. La sopa era de verduras, pero tan exquisita como el vino.

De nuevo estaba solo.

Agucé el oído, intentando distinguir algún sonido que me permitiera ubicar la increíble habitación verde y dorada en la que había despertado. Cualquier intento de fuga era impensable. Estaba demasiado débil para moverme del diván.

¿Me hallaba en la casa del jeque Ismail o me habían trasladado clandestinamente a algún otro lugar del oasis? Empezó a invadirme una somnolencia abrumadora. En algún momento desperté sobresaltado, con el corazón latiendo a toda velocidad.

¡Me parecía haber oído la sirena de un vapor!

Deduje que sin duda había vuelto a soñar. De repente, la ira y el rencor se agitaron en mi interior. Estaba pensando en mis compañeros. Gemí debido a mi gran debilidad… Me dormí.

¡Cielos! ¿Qué era eso?

Con el corazón desbocado, intenté incorporarme. ¡La bocina de un coche! Permanecí allí tendido, sudando del esfuerzo.

Cerré los ojos. Apenas era capaz de mantenerlos abiertos.

Más que advertir, presentí que la puerta situada a mis espaldas se abría. No levanté los párpados, pero miré.

Un leve perfume, que después atribuiría más a un aura que a una sustancia tangible, llegó hasta mí. Lo conocía. Era el anuncio de otra visión inquietante: la aparición de la diosa Kali encarnada.

Se quedó de pie a mi lado.

No llevaba puestas las ropas míticas (aunque siempre hubieran sido producto del delirio). Lucía una túnica china dorada, semejante a un camisón, y unas babuchas pequeñas del mismo color. El vestido estaba hecho de una seda tan delicada que, al mirarla a contraluz, distinguía la silueta de su cuerpo marfileño como si flotara en la neblina del alba.

Una mano suave me tocó la frente. Alcé los párpados despacio y miré aquellos ojos verde jade. Sonrió y se sentó en la silla. ¡De modo que había sido madame Ingomar quien me había salvado!

—Sí —respondió dulcemente con aquella voz extraña y argentina—. Te salvé la vida a riesgo de perder la mía.

¡Yo no había dicho una palabra!

—Sé lo que piensas —dijo—. Llevo mucho tiempo escuchando tus pensamientos. Cuando recuperes las fuerzas, ya no podré hacerlo, pero por el momento sí.

Su voz y su contacto resultaban balsámicos, magnéticos. Descubrí que mi mente era incapaz de albergar el menor resentimiento. Aquella mujer, pariente del gran diablo Fu-Manchú, mi enemigo, enemigo de todo aquello en lo que yo creía… ¡me mimaba como una madre a su hijo!

En ese instante, el sentimiento se enfrió —aunque seguía siendo incapaz de resistirme al hechizo—, pues comprendí que si ella no deseaba que la odiase, sino que la amara, estaba obligado a obedecer. ¡No podía negarme!

Con gran esfuerzo, aparté la mirada. Irresistibles incitaciones emanaron entonces de aquellos ojos maravillosos, que poseían el brillo de las gemas pulidas.

Se inclinó y deslizó las manos por debajo de mi cabeza.

—Has estado muy enfermo —susurró. Sus labios casi me rozaban—. Lo siento mucho, y por eso te he cuidado. Eres muy joven, y la vida es bella. Quiero que vivas, que ames y que seas feliz…

Me debatía como un pájaro hipnotizado por una serpiente. Me dije que el tintineo de su voz sonaba falso, como el de una campana rajada; que aquellos ojos eran horribles, debido a su inconmensurable maldad; que esos labios rojos debían de dar besos envenenados; que su esbeltez no era la del sauce, sino la de la serpiente venenosa. Así, como el devoto recurre a sus dioses, recurrí a Rima, evocando sus ojos dulces y graves.

—La pequeña irlandesa es encantadora —dijo aquella voz cristalina—. Nadie le hará el menor daño. Si te hace feliz, estarás con ella… No debes enfadarte, ni ponerte nervioso. Hablarás conmigo un rato y después te dormirás…