II

Uno de los hombres de aspecto más terrorífico que he visto en mi vida entró precedido de tres gongs. Cuando el saludo de «Si-Fan» se extinguió, tomó asiento a un colchón de distancia del nuestro. Era sirio, pensé, de edad indefinida. El perfil de la nariz, exageradamente aquilina, era afilado como una cuchilla, y bajo las cejas blancas y tupidas unos ojos de halcón inspeccionaron a los congregados con expresión autoritaria y asesina.

Sin duda aquel era el jeque Ismail, sucesor directo del jeque diabólico alJebal y señor de los hasisin.

Tuve la sensación de que aquella mirada feroz se detenía en nosotros más que en el resto. Había electricidad en el ambiente; aquella sala contenía, creo yo, suficiente energía maligna para destruir a todo un batallón. No me atrevía a pensar qué sería de nosotros si llegaban a descubrirnos. ¡Nuestras vidas estaban en manos de Weymouth y Petrie!

Quedaba un sitio libre: el del centro de la media luna.

Volví a oír el gong: un tañido.

El mandarín Ki Ming entró y se sentó en el colchón vacío…

Advertí que, tras la entrada del mandarín, el cancerbero negro se había retirado y había cerrado la puerta. Se impuso un silencio expectante. A continuación, alguien tocó una campana de plata fuera del salón; siete veces. Las hermosas puertas se abrieron.

Apareció una mujer en lo alto de las escaleras, de cara a nosotros pero envuelta en sombras…

Un tocado opulento cubría su cabello, y llevaba los brazos, esbeltos y desnudos, repletos de joyas. El pesado cinturón en el que relucían piedras preciosas ceñía una prenda grotesca, cargada de esmeraldas cosidas a la tela. Desde la barbilla alzada con gesto altivo hasta las caderas, delgadas y sinuosas, semejaba la estatua de marfil de alguna deidad hindú. Así, mientras la miraba, comprendí que representaba a Kali, esposa de Siva y patrona de thugs y dacoits, pues ella es quien les concede el derecho a matar.

Todas las cabezas se agacharon, y una palabra que sonó como un suspiro de estremecimiento, ininteligible para mí, recorrió la asamblea.

Yo estaba fascinado, hipnotizado, atrapado, observando fijamente, desde el refugio de mi capucha, los brillantes ojos de color verde jade de Kali… ¡Madame Ingomar!

Nos habíamos colocado en la misma postura que los otros grupos: Nayland Smith acodado en el almohadón negro, y yo acuclillado ante él. En aquel momento, resultaba imposible cualquier intercambio de palabras.

En un silencio tal que se habría oído el vuelo de una mosca, Fah Lo Suee empezó a hablar. Primero habló en chino y después en turco, idioma del que poseo algunas nociones. Tenía al público hechizado. Su voz cristalina producía un efecto hipnótico que yo jamás había experimentado anteriormente. Apenas gesticulaba, y su respiración no se advertía a simple vista. Aquel cuerpo esbelto reforzaba la ilusión del marfil. El hechizo radicaba en la voz… y en los ojos.

Pronunció una frase en árabe.

Sonaron dos toques de gong a mi espalda.

El mandarín Ki Ming se levantó. Fah Lo Suee dejó de hablar y oí la voz aguda y sibilante del chino.

El jeque Ismail se puso en pie de un salto como la vieja pantera que era. Vi sus ojos inyectados en sangre fijos en los míos.

¡Nos habían descubierto! ¡Dos tañidos de gong!

Los auténticos tibetanos habían escapado… ¡Estaban allí!

Un perfume exótico y dulzón invadió mis fosas nasales. Noté una sensación de opresión súbita…