La puerta se abrió casi de inmediato.
Consciente de que las capuchas constituían nuestro único disfraz y de que ninguno de los dos poseía rasgos mongoles, agaché la cabeza con aprensión y vi que unos ojos penetrantes se fijaban en mi compañero y después en mí.
El guardián de la puerta era un chino alto y descarnado.
—Si-Fan —dijo Nayland Smith, y ejecutó el saludo.
—Si-Fan —contestó el guardián y le indicó que entrase.
—Si-Fan —repetí yo; fui admitido a mi vez.
El chino cerró la puerta y echó el cerrojo. Descubrí que me hallaba en un pequeño cenador construido en el interior del pórtico. La sombra de la tapia se extendía alrededor de nosotros como un paño de terciopelo, pero más lejos vi un jardín y pabellones bañados por la luna, y aún más al fondo, un patio de naranjos. La casa circundaba aquel patio, y al otro lado de las ventanas de mushrabiyeh brillaban luces tenues. Sin embargo, no divisé movimiento por ninguna parte. No había sirvientes a la vista, aparte del chino alto y escuálido que nos había abierto la puerta. Palpé la túnica y me sentí más seguro al notar el revólver que llevaba sujeto al cinturón.
Con un gesto de su mano esquelética, el guardián nos indicó que cruzáramos el jardín y entráramos en la casa.
Creía haber agotado mi cupo de suerte, pues mi vida había sido de todo menos tranquila. No obstante, mientras estaba allí, mirando el patio de naranjos junto a Nayland Smith, me asaltó la idea de que aquella era la aventura más arriesgada en la que me había embarcado jamás.
¡Sólo nuestro ingenio podía salvarnos!
En primer lugar, me parecía que nuestra supervivencia dependía de una cuestión muy precaria: ¿los monjes mongoles conocían en persona a alguien de la casa? ¡De ser así, estábamos perdidos! Sabía que los distintos grupos reunidos en el café de Al Jarya no se relacionaban entre sí, pero tal vez hubiese alguien —tenía que ser así—, una figura central que los conociese a todos.
Habíamos registrado a los tibetanos en busca de documentación, pero no llevaban nada. De repente, horrorizado, recordé algo.
—¡Sir Denis! —Cruzábamos despacio el jardín—. ¡Estamos perdidos!
—¿Por qué? —gruñó.
—El monje de más edad llevaba un curioso anillo de plata en el dedo índice. Me he fijado mientras lo atábamos.
La mano de Nayland Smith asomó por la manga holgada de aquella prenda de pelo de camello. ¡Vi el destello de una esmeralda en su dedo índice!
—¿La prueba de su identidad? —sugirió—. ¡Aquí está!
Atravesamos el patio y llegamos a una puerta abierta. Comunicaba con un vestíbulo iluminado por una lámpara de bronce calada, que colgaba de unas cadenas. A derecha e izquierda, había sendas puertas, ambas cerradas.
Nos recibió un chino muy viejo sentado en un diván. Iba tocado con un pequeño gorro coronado por una bola de coral. Llevaba gafas de carey, que conferían a su rostro marchito un aire solemne. Un manto forrado de pieles envolvía su cuerpo frágil, y las etéreas manos descansaban sobre las rodillas. ¡Advertí que en el dedo índice llevaba un anillo idéntico al que Nayland Smith le había quitado al monje tibetano! Junto a él, en el diván, había un cuenco de rapé.
—Si-Fan —dijo con una voz aguda y débil cuando entramos.
Nayland Smith y yo ejecutamos la fórmula consabida. A continuación, el chino habló rápidamente a mi compañero en lo que supuse que era chino y tendió la mano derecha.
Nayland Smith se agachó, tomó esa mano descarnada y con el anillo del otro se tocó la frente, los labios y el pecho.
Aquella voz aguda y sibilante habló de nuevo y sir Denis extendió la mano. Nuestro curioso anfitrión repitió el ritual a la inversa. Para mi gran alivio, comprendí que no había puesto en duda mi identidad. Yo era el mero compañero de viaje de mi distinguido compatriota.
El anciano chino levantó un pequeño mazo y golpeó el gong que había a su lado. Lo tocó dos veces. La puerta situada a la derecha del diván se abrió.
Inclinó la cabeza, ambos respondimos a la reverencia y, primero Smith y luego yo, echamos a andar hacia la puerta abierta. Mientras cruzábamos el umbral, mi compañero retrocedió un paso y me susurró al oído:
—¡El mandarín Ki Ming! ¡Ruego a Dios que no me haya reconocido!
Pasamos a un gran salón, apenas amueblado, como el vestíbulo. En el extremo más alejado, precedidas de tres peldaños alfombrados, habías unas puertas dobles muy hermosas, talladas con gusto y adornadas con piedras semipreciosas al estilo árabe, paciente y concienzudo. Una especie de candelabro colgado del centro del techo y compuesto de siete lámparas iluminaba la estancia. A lo largo de las paredes había divanes, y dos huecos profundos, al fondo de los cuales aprecié otras tantas ventanas talladas con exquisitez.
Vi siete almohadones negros colocados encima de colchones cubiertos de seda y dispuestos en forma de media luna sobre el suelo lustroso, los cuernos de cara a las puertas dobles. Junto a cada colchón había una mesilla de café.
Cuatro colchones estaban ocupados en el siguiente orden:
En el extremo más alejado de la media luna estaba sentado el hombre alto y de aspecto distinguido al que Nayland Smith había atribuido nacionalidad turca; los dos birmanos que habíamos visto en el café ocupaban el segundo. A continuación, en el centro del semicírculo, había tres sitios libres. En el siguiente colchón descansaban los afganos, y en el cuerno derecho los terribles thugs.
Cuatro de los Siete se hallaban presentes. A nosotros, los quintos en llegar, sólo nos habían anunciado con dos golpes de gong.
¿En cuál de aquellos tres sitios libres se suponía que debíamos sentarnos?
El hasta entonces invisible cancerbero, que resultó ser un negro gigantesco, resolvió el problema. Tras hacer una reverencia, nos condujo al colchón situado junto a los afganos. Cuando nos disponíamos a ocupar nuestro lugar, los cuatro grupos se pusieron en pie, todos a la vez, y los líderes levantaron la mano derecha con un destello de esmeraldas.
—¡Si-Fan! —exclamaron a coro.
—¡Si-Fan! —contestó Nayland Smith.
Nos sentamos.