VI

Nos acuclillamos a la sombra de un lebbekh y Nayland Smith escudriñó la puerta de la tapia con los prismáticos.

Los dos afganos se habían acercado y a la sazón se hallaban de pie ante la puerta. La noche era tan silenciosa que oímos con toda claridad que golpeaban el entrepaño. Llamaron siete veces…

Vi la puerta abierta. A mis oídos llegó el débil sonido de una palabra extraña. Otra voz la repitió y los asesinos asiáticos entraron. La puerta se cerró de nuevo.

—Ya han llegado representantes de, al menos, dos asociaciones criminales —dijo Smith, bajando los prismáticos y dándose vuelta—. Nos hemos enterado de algo, pero no de todo. En suma, ¿cómo diablos vamos a colarnos en esa casa?

Se produjo un breve silencio, al final roto por Petrie:

—Yo, en particular, creo que sería un suicidio intentarlo. No hemos notificado a los agentes de Al Jarya nuestra presencia ni nuestras intenciones, y dado que el grupo criminal más peligroso del mundo se reúne aquí esta noche, ¿qué podemos hacer nosotros y qué probabilidades de éxito tenemos?

—¡Muy sensato, Petrie, muy sensato! —reconoció Nayland Smith. Sin embargo, el temblor de su voz traicionaba la impaciencia del hombre, su vitalidad desbordante—. He metido la pata hasta el fondo… pero ¿cómo iba a saberlo? Me he basado fundamentalmente en suposiciones.

Se levantó y empezó a caminar de un lado a otro de la zona en sombras, evitando exponerse a los rayos de luna.

—Sí, debemos ponernos en contacto con Al Jarya —reflexionó—. ¡Maldición! Eso significa dividir las fuerzas. ¡Vaya…!

Apareció un grupo de tres personas, siluetas recortadas contra la tapia alta; la luna quedaba a nuestra espalda. Nayland Smith se tendió boca abajo otra vez y enfocó con los prismáticos.

—Birmanos —dijo—. Los dacoits han llegado.

En silencio tenso, observamos que aquel segundo grupo era admitido al igual que el primero. Entonces reconocí la palabra: ¡Si-Fan! De nuevo la gran puerta reforzada se cerró.

—No sabemos cuántos habrá dentro —dijo Petrie—. Con seguridad los que hemos visto en el café…

—¡Silencio! —soltó Nayland Smith.

Mientras hablaba, un hombre alto con atuendo europeo, aunque sin sombrero, rodeó la esquina de la tapia y se acercó a la puerta. Llevaba un paso ágil y saltarín.

—Este viene solo —murmuró Nayland Smith. Lo observó a través de los prismáticos—. No logro situarlo, pero diría que es turco…

Hicieron pasar al hombre alto y la puerta de hierro se cerró una vez más.

Nayland Smith se puso de nuevo en pie y empezó a golpearse la palma de la mano izquierda con el puño, mientras iba y venía presa de un tremendo nerviosismo.

—¡Debemos hacer algo! —masculló—. ¡Debemos hacer algo! Los diablos van a campar a sus anchas por el mundo. Esta noche, podríamos cortar de raíz esa plaga si… —calló por un momento y después ordenó—: Weymouth, usted posee prerrogativas oficiales. Vuelva a Al Jarya, dése a conocer al mudir y oblíguelo a formar un pelotón lo bastante grande como para rodear esta casa. Usted no puede ir solo, así que el doctor Petrie lo acompañará.

—¡Pero, Smith…!

—Mi querido amigo —dijo Nayland Smith en un tono muy alterado—, ¡no es momento de sentimentalismos! Esta noche no somos individuos, sino representantes de la cordura en pugna con una terrible locura. Greville posee profundos conocimientos de la vida árabe. Habla la lengua mejor que cualquiera de nosotros, ambos lo admiten, ¿no? Debe quedarse conmigo, porque mi tarea va a ser la más difícil. ¡Váyase, Weymouth! Yo estoy al mando. Bajen por la pendiente que hay detrás de nosotros y den un rodeo para no pasar por donde hemos venido. ¡No pierdan ni un momento!

La discusión entre aquellos dos viejos amigos se alargó unos instantes, pero al fin la personalidad dominante de Nayland Smith se impuso, y Weymouth y el doctor Petrie partieron.

Cuando desaparecieron en la oscuridad, Nayland Smith me aferró el brazo con fuerza.

—¡Dios quiera que no haya metido la pata! —dijo—. No obstante, he manejado el asunto como un aficionado. ¡Sólo un golpe de suerte puede salvarnos ahora!

Se volvió a un lado y enfocó con los prismáticos una esquina de la tapia, la más alejada. Transcurrió un minuto… dos… tres… cuatro. A continuación oímos una súbita exclamación, amortiguada pero inconfundible.

—¡Dios mío! —profirió Smith con voz acongojada—. ¡Han topado con otro grupo! ¡Vamos, Greville!

Salimos como una centella a la luz de la luna. Sin importarnos la posibilidad de que hubiera algún vigía oculto detrás de aquella puerta tachonada de hierro, corrimos junto a la tapia, hacia la esquina.

Yo estaba en plena forma pero, aunque parezca raro, tuve que esforzarme a fondo para que Nayland Smith no me dejara atrás. Era como si por las venas de aquel hombre no circulase sangre normal y corriente, sino electricidad.

Doblamos la esquina a toda prisa… ¡Y estuvimos a punto de caer de bruces sobre una maraña de figuras que forcejeaban!

—¡Petrie! —gritó Nayland Smith—. ¿Está usted ahí?

—Sí, gracias a Dios —dijo una voz jadeante.

—¿Weymouth?

—¡Todo va bien!

Una sombra densa enmascaraba a los combatientes y, arriesgándolo todo, extraje la linterna y encendí la luz.

El doctor Petrie, con el cabello revuelto y sin el fez, estaba poniéndose de pie. Una figura imponente, envuelta en una prenda holgada de pelo de camello, yacía junto a él. Weymouth apoyaba todo su peso en una segunda silueta que se resistía.

—¡Apague la luz! —ordenó Nayland Smith.

Obedecí. Oí la voz del superintendente en la oscuridad.

—¿Recuerda, sir Denis, aquella otra reunión en Londres? Allí sólo había un lama. ¡Aquí hay dos!

Aquellas palabras aclararon el misterio. ¡Eran monjes tibetanos!

—Deben de habernos oído cuando nos acercábamos —siguió diciendo Petrie—. Estaban ocultos en las sombras y, mientras subíamos hacia el camino, nos han atacado. Hay que reconocer que son grandes como moles. Por lo que a mí respecta, si he conseguido reducirlo y no he sufrido ningún daño ha sido por pura suerte.

—¡Creo que he estrangulado a este! —dijo Weymouth en tono sombrío—. Quería sacarme un ojo —añadió.

—¡Petrie! —dijo Nayland Smith—. ¡Vamos a ganar! ¡La Providencia así lo ha querido!

Por un instante, ninguno de nosotros entendió a qué se refería.

—¡Cielos, no! —exclamó Weymouth entonces—. Es demasiado peligroso. ¡Por el amor de Dios, no corra ese riesgo!

—¡Voy a correrlo! —afirmó Smith—. Hay demasiado en juego para andarse con remilgos. Si ellos estuvieran en nuestro lugar, nos ejecutarían sin dudarlo un momento, pero no nos rebajaremos a eso. Podemos improvisar unas mordazas, pero ¿cómo demonios vamos a atarlos?

En aquel momento, el hombre sobre el cual estaba arrodillado Weymouth emitió un fuerte grito, que cesó con una brusquedad muy elocuente.

—Tenemos dos turbantes —dijo Weymouth—, lo que significa tres metros y medio de lino muy resistente. ¿Qué más queremos?

Amordazamos y atamos a los recios tibetanos, usando la linterna con prudencia. Uno forcejeó mucho, pero el otro permaneció inmóvil. Por lo visto, Petrie lo había dejado fuera de combate. Después arrastramos a los prisioneros a la zanja en sombras, y Nayland Smith y yo nos pusimos aquellas prendas de pelo de camello, calientes y pesadas.

—Recuerde la contraseña —me dijo—. ¡Si-Fan! Y a continuación, el saludo formal musulmán.

—¡Muy bien! Pero es probable que esos tipos hablen chino…

—¡Yo también lo hablo! —respondió—. Eso déjemelo a mí.

Se volvió hacia Weymouth.

—Su tarea consistirá en efectuar una redada dentro de media hora. ¡Váyanse! Buena suerte, Petrie. Cuento con usted, Weymouth.

Pese a que se han borrado de mi memoria mil y un detalles —incluida aquella difícil despedida—, siempre recordaré el momento en que Nayland Smith y yo, ataviados con las prendas de los monjes, nos acercamos a la puerta reforzada.

Mi compañero estaba en su mejor momento pues veía su espléndida audacia estimulada. Mientras él levantaba el puño y golpeaba siete veces la madera pardusca, pensé que aunque aquella aventura pusiera fin a mi breve historia, mi vida habría valido la pena, pues había conocido a sir Denis Nayland Smith, y este me había considerado digno de trabajar a su lado.