Como recordaba vagamente, Al Jarya, aunque es una ciudad bastante grande, de siete u ocho mil habitantes, se compone, en su mayor parte, de una especie de laberinto de calles estrechas techadas con troncos de palmera, semejantes a túneles a la luz de la luna. Nos internamos en las callejuelas y por fin llegamos al centro. Una mezquita y dos edificios públicos me hicieron recordar algo.
—Por aquí abajo hay un café donde podemos informarnos —dije.
Dos minutos más tarde nos sentamos alrededor de una mesa en una sala pequeña repleta de humo.
—Miren a su alrededor —indicó Nayland Smith—. Kismet está con nosotros. Todo lo que está sucediendo en Al Jarya se comenta aquí esta noche.
—Ya les he dicho que este era el lugar ideal —apunté.
No obstante, miré en derredor tal como Smith había sugerido. Sin duda, habíamos dado con el único local de ocio de Al Jarya… ¡Qué poco sospechaba, mientras observaba a mis vecinos, dónde acontecería mi siguiente despertar!
Saltaba a la vista que allí acudía la gente del lugar: prósperos mercaderes de dátiles, plantadores de arroz, funcionarios de baja estofa y otros. Fumaban sus pipas con la satisfacción de la jornada concluida. Un claro olor a hachís inundaba el café, pero la escena parecía de lo más típica.
—Tengo la impresión de que aquellos tipos de la esquina están fuera de lugar —dijo Weymouth entonces.
Miré en la dirección indicada y vi a dos hombres inclinados sobre una mesita redonda. Fumaban cigarrillos, y había una cafetera entre ambos. Su aspecto llamaba la atención, en el sentido de que uno no esperaría encontrarlos en un pueblo perdido de Egipto. En El Cairo, tal vez habrían pasado inadvertidos, pero su presencia en Al Jarya resultaba extraña. Me volví hacia Nayland Smith, que los miraba con disimulo.
—¿De qué nacionalidad son? —pregunté.
—Afganos —contestó—. La gran hermandad de Kali está bien representada aquí.
—Es curioso —dije—. No creo que Afganistán guarde mucha relación con este lugar remoto.
—¡Ninguna en absoluto! —terció Weymouth—. Y ahora, Greville, mire hacia donde estoy apuntando con el cigarrillo.
Disimulando lo más posible, hice lo que me pedía.
—Un grupo de tres —añadió para orientarme.
Localicé al trío. En otras circunstancias, tal vez no los habría identificado, pero el recuerdo de aquel hombre muerto en la tumba del Mono Negro seguía demasiado fresco en mi memoria. Se habían colocado el turbante de modo que ocultase la marca de la frente. Pese a todo, supe que eran birmanos, y no dudé ni por un instante que pertenecían a la misteriosa fraternidad de los dacoits.
—No se vuelvan hasta que se lo indique —ordenó Nayland Smith en aquel momento—; detrás de nosotros…
Vi que echaba un vistazo alrededor, aparentando que buscaba al camarero. A continuación advertí su señal. Miré rápidamente hacia un reservado situado debajo de las escaleras… Y aparté la vista enseguida, pues unos ojos fieros y salvajes se fijaron en los míos. Llegó el camarero, y Nayland Smith pidió más café.
—¡Thugs! —susurró inclinándose sobre la mesa cuando el camarero se hubo alejado—. Esta noche, en este lugar, hay representantes de al menos tres sectas de fanáticos religiosos. Los dacoits están presentes y también los thugs. Los dos caballeros de Qandahar son phansigars o estranguladores religiosos. —Clavó la mirada en Weymouth—. ¿Todo esto le sugiere algo?
Weymouth se quedó mirándome.
—Confieso, Greville —dijo—, que me encuentro en la misma situación que usted… Y veo que está perplejo.
—Lo estoy —reconocí.
Nayland Smith levantó la mano con gesto irritado y se pellizcó el lóbulo de la oreja izquierda.
—¿Usted lo entiende, Petrie? —gruñó.
Miré al doctor Petrie y comprendí que no precisaba responder. Lo entendía.
—Cualquier duda que me quedaba, Smith, en cuanto al objeto de esta expedición, está aclarada —dijo—. ¡Como por arte de magia, nos ha traído usted a un lugar que parece ser el centro de reunión de los fanáticos más peligrosos del mundo oriental!
—El mérito no es sólo mío —contestó Smith—; pero admito que los hechos confirman mi teoría.
—¿Y cuál era su teoría?
—Mi teoría —respondió—, basada en los últimos informes disponibles (que, como Weymouth sabe, me envían casi cada hora desde los cuarteles de policía de lugares tan dispares como Pekín y Berlín) era la siguiente: había en marcha un intento de coordinar las sectas religiosas más peligrosas de Oriente con sus simpatizantes de Occidente. En resumen, que la organización antes conocida como Si-Fan (sólo usted, Greville desconoce de qué estoy hablando) se halla en proceso de reconstrucción. Algo de vital importancia para la conspiración estaba escondido en la tumba del Mono Negro y fue extraído en mis propias narices. De esto, sólo yo tengo la culpa. El pilar de la conspiración es Fah Lo Suee, la hija del doctor Fu-Manchú, cuyo cuartel general se encuentra aquí provisionalmente. Esta noche, al menos, he dado en el clavo. Miren a su alrededor.
Se agachó hacia la mesa y todos lo imitamos, de modo que las cuatro cabezas quedaron muy juntas.
—No es demasiado tarde —aseguró con gran seriedad—. Se ha convocado una reunión… ¡Y debemos estar presentes!