El atardecer derramaba sus innumerables velos sobre el desierto. Las colinas y los uadis de aquellas extensiones desoladas perdieron su fulgor dorado y se tiñeron de toda la gama de rojos. Vimos riscos amarilleados bajo un cielo verdoso; contemplamos un desierto violeta, a través del cual discurría la vieja ruta de los mercaderes de esclavos como una cicatriz antigua. En algunos momentos, todo cuanto abarcaba la vista parecía el corazón de un tulipán. No obstante, al fin llegó la auténtica oscuridad, con batallones de estrellas dispersas como perlas en un cofre hondo, forrado de terciopelo.
Aunque parezca increíble, logramos obligar al fatigado Buick a cubrir kilómetros y kilómetros a campo través hacia el suroeste de la carretera, encontrar un camino entre las colinas y tomar la ruta de las caravanas de Darfur a unos treinta kilómetros de Al Jarya. Una vez allí, pese a que el paisaje no había variado, el aire fresco y limpio delató la proximidad de un oasis.
—¡Hay una luz allí delante! —exclamó Weymouth, mientras descendíamos por una suave pendiente.
Hice frenar a Said y todos nos levantamos a mirar.
—Aquello debe de ser Bulaq —señaló Nayland Smith—. La casa del jeque está entre ese lugar y Al Jarya.
—A partir de ahora, el camino avanza en línea recta —apuntó Petrie—. Gracias a Dios, hay mucha luz. Propongo cruzar este pueblo a toda velocidad y después buscar aparcamiento en las afueras de la ciudad.
—Ruego a Dios que el cacharro lo soporte —murmuró Weymouth con devoción.
Y así, partimos en dirección norte. La carretera era abominable, pero bastante ancha por la parte que cruzaba el pueblo. Nayland Smith había relevado a Said al volante, y nunca olvidaré la escena que presencié cuando se abrió paso por aquel bazar en miniatura. Todos los hombres, mujeres, niños y perros habían salido a la calle…
—Quizá la noticia llegue a Al Jarya —dijo Smith cuando por fin nos sacudimos a los últimos niños árabes que corrían en pos del coche observándonos fijamente—, pero tendremos que arriesgarnos.
Aparcamos el aguerrido Buick en una arboleda de palmeras datileras, justo al sur de la ciudad. Al parecer, Weymouth preveía problemas con Said, pero yo lo conocía bien y nunca había dudado que se avendría a permanecer al margen. Le dejamos un rifle de repetición cargado y cartuchos de repuesto, y había suficiente comida en el coche para que aguantara todo el tiempo que durara la guardia. Acordamos una hora a la que, si no habíamos regresado, tendría que dirigirse a toda velocidad a la oficina de correos de Al Jarya para ponerse en contacto con Fletcher. Más tarde nos enteraríamos de cómo llevó a cabo aquellas órdenes.
—¡Hacía un montón de años que no me disfrazaba! —comentó Weymouth mientras dejábamos atrás el palmeral.
Lo miré a la luz de la luna y pensé que presentaba todo el aspecto de un jeque imponente. Es cierto que no dominaba el árabe, pero, por lo que respecta a su apariencia, no había crítica posible. La apariencia del doctor Petrie era convincente; en cuanto a sir Denis, como yo ya sabía, podría haberse paseado por La Meca sin llamar la atención. Yo, por mi parte, estaba bastante tranquilo, pues conocía las costumbres de los árabes del desierto tan bien como para que me tomasen por uno de ellos.
—Quizá lleguemos demasiado tarde —dijo Nayland Smith—, pero propongo que pasemos primero por la ciudad; si no, corremos el riesgo de perdernos. Allí, dado que es usted quien mejor habla el árabe, se encargará de preguntar la dirección.
—De acuerdo —respondí.
Así quedó acordado.