—Muy listos —comentó Nayland Smith con circunspección—. Tendríamos que haberlo supuesto. Debería haber imaginado que no la pillaríamos desprevenida. No obstante, esto confirma mi teoría.
—¿Qué teoría? —preguntó Petrie.
—¡Que esta noche se celebra algo muy especial en casa del jeque Ismail!
—Nos dirigimos de cabeza a una trampa —opinó Weymouth—. Ahora que sabemos, sin ningún género de dudas, que nos esperan, ¿qué probabilidades de éxito tenemos? Es verdad que el ferrocarril llega hasta aquí, pero casi nunca funciona. La gente de los oasis jamás ha sido de fiar… ¡Así que la posibilidad de ayuda más próxima está a doscientos cincuenta kilómetros de aquí!
Smith asintió. Salió del coche y se situó junto a mí, a un lado del vehículo, donde procedió a llenar y encender su pipa. Arrancó a caminar de un lado a otro, mirándonos a mí, a Weymouth y al doctor Petrie alternativamente. Yo sabía en qué estaba pensando y no lo interrumpí. Cavilaba si valía la pena arriesgar nuestra integridad en una empresa tan temeraria y calibraba la importancia de nuestra misión para el mundo y las probabilidades de salir con vida.
De repente se quedó mirando a Weymouth.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? —le espetó.
—No se me ocurre ninguna.
—¿Qué dice usted, Petrie?
Petrie se encogió de hombros.
—No había previsto esto —reconoció—, pero ya que ha sucedido… —No terminó la frase.
—Saque el mapa, Greville —me ordenó Nayland Smith—. Despliéguelo aquí, en el suelo.
Me asomé al interior del coche y extraje el gran plano. Lo abrimos sobre el sendero pedregoso y lo sujetamos colocando piedras en las esquinas. Weymouth y Petrie se apearon del vehículo, y los cuatro nos inclinamos sobre el papel.
—¡Ah! —exclamó Nayland Smith y apoyó el dedo en un punto concreto—. Esta es la zona peligrosa, ¿verdad, Greville? ¿Es aquí donde podríamos sufrir un accidente?
—¡Exacto! —respondí ceñudo—. Hay una sucesión de curvas cerradas y precipicios, en algunos lugares con una caída superior a ciento veinte metros.
—¡Allí nos esperarán! —dijo Nayland Smith.
—¡Dios mío! —exclamó Petrie.
Intercambié una mirada con Weymouth. Había una expresión enigmática en sus ojos azules.
—¿Piensan lo mismo que yo? —preguntó Smith.
—Desde luego.
—En resumen, caballeros —prosiguió—, si seguimos por esta ruta, no cabe duda de que nunca llegaremos a Al Jarya.
Hubo un breve silencio.
—Podríamos tener una avería antes de llegar a las colinas —sugerí despacio, a continuación—. Nadie que esté al otro lado caerá en la cuenta de que es un truco; no entraremos en la zona peligrosa. Ahora bien —me agaché y desplacé el dedo por el mapa—, desde aquí, como ven, el viejo camino de caravanas que va de Dongola a Egipto queda a sólo cincuenta kilómetros. Se trata de la Ruta de los Cuarenta, usada antiguamente por las caravanas de esclavos procedentes de África central. Si conseguimos llegar hasta ella, nos acercaríamos a Jarya por el sur, pasando por este pueblo, Bulaq. Supondrá un desvío de sesenta o setenta kilómetros, si lo logramos, pero…
Nayland Smith me dio una palmada en el hombro.
—Ha resuelto el problema, Greville —dijo—. No hay nada como conocer la geografía de la zona cuando se presentan problemas. Tendremos suerte si llegamos a nuestro destino antes del ocaso. Pero ¿cómo reconoceremos la Ruta de los Cuarenta?
—Por los huesos pelados —contesté.