Me dirigí a la habitación del jefe, abrí la puerta sin hacer ruido y me asomé. Yacía como la última vez que lo había visto, demacrado y pálido pese al bronceado. Sin embargo, su expresión seguía siendo plácida, y sus manos fuertes y morenas descansaban cruzadas sobre la sábana. Rima leía sentada junto a la ventana abierta. Cuando entré, alzó la vista, sacudió la cabeza y sonrió con tristeza. Me acerqué a ella.
—¿No hay cambios, querida?
—Ni el más mínimo. Shan, pareces nervioso. ¿Qué pasa? ¿Es por algo que te ha contado ese hombre tan extraordinario, Nayland Smith?
—Sí, cariño. Ha descubierto lo que queríamos saber. Partiremos dentro de una hora.
Rima me sujetó del brazo. Abrió unos ojos como platos y su semblante reflejó preocupación.
—¿Te refieres… a ella?
Asentí.
—¿Sabéis dónde está?
—Sí.
—¡Oh, esa mujer me pone los pelos de punta! No me hace ninguna gracia que te vayas.
Le rodeé los hombros con el brazo.
—No te habrán vuelto a asaltar las dudas de antes, ¿verdad? —pregunté.
Sacudió la cabeza y se acurrucó contra mí.
—Es que esa mujer me da miedo —explicó—, me aterroriza. Es mala, perversa a más no poder. ¿Dónde está ese sitio?
—En el oasis de Jarya.
—¿Eh? ¡Pero si eso está a muchos kilómetros de aquí, en pleno desierto! ¿Cómo llegaréis hasta allí?
Le expuse a grandes rasgos el plan de Nayland Smith, y cuando se enteró de que este, al igual que Weymouth y Petrie, me acompañarían, pareció tranquilizarse. Sin embargo, advertí que estaba muy preocupada, y desde entonces a menudo me he preguntado si tuvo alguna clase de premonición, si presintió, aunque fuera de manera vaga, el terrible peligro que me aguardaba en el oasis.
«Esta noche… los poderes del infierno se congregarán…»
Las extrañas palabras de Nayland Smith resonaban en mis oídos.
Unos pasos en la grava del jardín de abajo me hicieron pensar en peligros más inminentes. Fui al balcón y me asomé. Bastó un vistazo para tranquilizarme. ¡Claro, debí haberlo supuesto!
Fletcher, con la pipa en la boca, paseaba despacio de un lado a otro, no se podía contar con un centinela más seguro.
—Se queda ahí todo el día, hasta que se cierran las ventanas —me explicó Rima—. Entonces sube y monta guardia en el pasillo.
Me incliné por unos instantes sobre el jefe, preguntándome qué secretos guardaba aquella mente poderosa; pensando qué habría sucedido en realidad en la tumba del Mono Negro y hasta qué punto conocía el contenido del sarcófago, ahora desaparecido. Rima se acercó a mí.
—Debes de estar agotada, querida —comenté.
—Oh, he dormido mucho —respondió—, a ratos. La enfermera y yo nos turnamos para velarlo. No estaría tranquila si no lo hiciera.
Alzó la vista hacia mí con aquella expresión grave que siempre me hacía sentirme avergonzado de mí mismo. Cuando me miraba así, yo tenía la sensación de que, en espíritu, era infinitamente inferior a ella. Acercó sus labios a los míos, y la estreché entre mis brazos…
Puesto que no tenía que hacer muchos preparativos, no me habría apartado de ella tan pronto de no haber sido por la llegada de la enfermera, una escocesa robusta y competente a quien la dirección consideraba de toda confianza.
Quizá fuera mejor así. Rima se aferró a mí con ademán casi suplicante… ¡Sí! Creo que alguna premonición celta debió de advertirla.
Abajo, Petrie me esperaba. Nayland Smith había desaparecido.
—Nos reuniremos con él en Isna —me explicó Petrie—, y por alguna razón que consideraría absurda de no habérsele ocurrido a Nayland Smith, tenemos que disfrazarnos de nativos.
—¿Qué?
—Nos ha dejado preparado el atuendo completo en su habitación. Tiene un armario lleno. Weymouth ya está allí arriba, y Said nos espera para guiarnos al punto de encuentro.
Nos miramos con fijeza, pero ninguno de los dos estaba para bromas.
—Ruego a Dios que todos regresemos sanos y salvos —se limitó a decir Petrie.