III

—Sabe Dios que ya tenemos problemas de sobra —gruñó Petrie mientras subíamos en ascensor al tercer piso—. Sólo faltaba la aparición de un diplomático desconocido. No conozco al señor Fletcher. ¿Se le ocurre por qué me habrá pedido que vaya con usted?

—No —admití, y rompí a reír, aunque sin demasiada alegría.

Cuando llegamos al tercer piso, el ascensorista nubio nos condujo a la puerta 36, tocó el timbre y regresó al ascensor.

La puerta se abrió de repente y vi a un hombre fornido y bien afeitado al otro lado, vestido con un traje de corte impecable. De cejas negras y mandíbula prominente, su imagen concordaba más con la de un boxeador retirado que con la idea que yo tenía de un diplomático.

Petrie lo observó con una expresión extraña.

—Me llamo Fletcher —se presentó el otro—. El doctor Petrie, ¿verdad? —Se volvió hacia mí—. ¿Señor Greville? Por favor, entren.

Con la mano todavía en el pomo, se echó a un lado. Petrie y yo nos miramos y entramos en un reducido vestíbulo. Era una suite pequeña con una salita a la izquierda. ¿Por qué el señor Fletcher abría la puerta en persona cuando contaba con un criado árabe? Mis recelos aumentaron, pues todo aquel asunto resultaba cada vez más misterioso.

—Pasen —gritó una voz desde la salita.

Al oírla, Petrie me apretó el brazo con fuerza, lo que no hizo sino intensificar mi malestar. Traspasó el umbral y yo lo seguí, pegado a sus talones.

Vi una ventana que daba un balcón y un escritorio situado a la derecha de la misma. ¡Sentado a la mesa, de espaldas a nosotros, estaba el árabe alto por quien habíamos preguntado!

Advertí sorprendido que se había quitado el turbante y que no llevaba la cabeza afeitada, como yo habría supuesto, sino cubierta de un cabello espeso y ondulado, de color gris hierro.

Fletcher había desaparecido.

Cuando entramos, el hombre se levantó y se volvió hacia nosotros. El tono oscuro de su piel, sin el turbante, tenía algo de incongruente. Me fijé de nuevo en los ojos acerados que recordaba de la otra vez; en el rostro enjuto y ansioso; una cara difícil de olvidar.

No obstante, si yo estaba perplejo, mi compañero se había quedado momentáneamente paralizado. Oí un suspiro entrecortado. Me volví y vi al doctor Petrie rígido de la sorpresa, fulminando con la mirada al árabe alto que estaba plantado junto al escritorio.

—¡Usted! —dijo al fin, casi en un susurro—. ¡Es usted, viejo amigo! ¿Le parece bien hacer esto?

El árabe se abalanzó hacia Petrie y le estrechó la mano. De repente, al ver la expresión de aquellos ojos grises, me sentí un intruso. Quise apartar la vista, pero escuché:

—No, y me duele oírselo decir, pero no había más remedio, Petrie. ¡Cielos, sea como sea, me alegro de volver a verlo!

Dirigió una inquisitiva mirada hacia mí.

—Señor Greville, perdóneme por esta comedia, pero hay mucho en juego —se disculpó.

—Greville —dijo Petrie, cuya vista seguía clavada en el otro con expresión de incredulidad—, este es sir Denis Nayland Smith.