V

Weymouth asintió con circunspección.

—Nos enfrentamos a una diablesa —dijo—, y supongo que ha acudido en busca de su sirviente.

Iluminó el rostro vuelto hacia arriba del hombre que habíamos encontrado en la cámara menor. Era una cara maliciosa, surcada de arrugas, y el hecho de que el hombre hubiera muerto estrangulado la hacía aún más espantosa. Entre las cejas tenía una pinta de color, muy peculiar; no tengo idea de cómo se la había hecho, pero parecía como si le hubiesen cauterizado aquella piel oscura y después se la hubiesen esmaltado de algún modo.

—Un birmano —siguió diciendo Weymouth—, un dacoit religioso.

Tocó la marca con el dedo y después se quedó inmóvil, atento. Los tres prestamos atención, sin aliento, aunque me atrevería a jurar que ninguno sabía qué esperaba oír.

Mirando aquella cara desencajada, pensé que, con los ojos abiertos, el tipo habría podido pasar por el hermano gemelo del granuja que me había seguido a El Cairo.

—¿Qué significa todo esto? —pregunté.

—Significa que nuestras peores sospechas se confirman —contestó Weymouth—. ¡Que me aspen si no tenemos delante a un sirviente del doctor Fu-Manchú! Esto me trae a la memoria, Greville, un suceso acaecido en casa de sir Lionel a finales de 1913: la muerte del chino Kui. Tal vez sea una coincidencia, pero resulta curioso. Kui fue asesinado cuando se proponía llevar a cabo la misma tarea que, si mis suposiciones son ciertas, ha traído aquí a este demonio amarillo.

—¿El asesinato de Barton?

Weymouth asintió.

—Precisamente. Es de lo más raro… Y escalofriante.

—Entonces, aún queda esperanza —dije nervioso—. Este hombre pertenecía al bando enemigo y ha sido estrangulado. Es posible que…

—¡Cielos! ¡Claro! —exclamó captando la idea al vuelo—. Al fin y al cabo, no ha muerto a manos de sus amigos.

—Una cosa está clara —aseguré—; ha entrado por el mismo camino que la mujer: por el pozo de Lafleur. Lo que no sabemos es cuándo abrieron el agujero.

—Ni tampoco por qué lo abrieron —añadió Weymouth—. ¿Qué diablos andaban buscando? Es posible… —bajó la voz y se quedó mirando la procesión de monos enormes y espantosos que marchaban eternamente por los muros de la cámara— que hubiera algo más en esta tumba aparte de… —Señaló el sarcófago con la cabeza.

—Es muy posible —respondí—; pero a menos que contase con una información especial que aconsejase lo contrario, lo primero que haría cualquier arqueólogo sería abrir la caja de la momia.

—Esta parece abierta.

—¿Qué? —solté—. ¿Qué dice?

—Mírelo usted mismo —sugirió Weymouth con una inflexión extraña en la voz.

Enfocó con el rayo de la linterna un extremo del sarcófago.

—¡Dios mío! —exclamé.

¡Alguien había extraído los roblones de madera, había levantado la tapa y después la había repuesto en su lugar! Dos cuñas evitaban que la tapa recuperase su posición original, dejando un resquicio de dos centímetros o más a lo largo de todo el contorno…

La observé estupefacto.

—¿Se le ocurre por qué pueden haber hecho esto? —preguntó Weymouth.

Negué con la cabeza.

—A menos que quisieran poder abrirla con facilidad… —aventuré.

—Si lo hicieron con ese fin —continuó Weymouth sin perder un instante—, lo aprovecharemos. —Se volvió hacia Ali—. Sujete la luz; así. Muy bien, Greville, ayúdeme a asirla, por ahí. No toque ninguna otra parte de la tapa si puede evitarlo; quizás haya huellas dactilares. Ahora… a ver si conseguimos levantarla.

Más nervioso de lo que soy capaz de expresar, obedecí. Hicimos fuerza a la vez, con firmeza, y la tapa cedió. Era más ligera de lo que yo había supuesto…

Dirigí una mirada temerosa a las sombras del interior de la caja.

Al parecer, contenía una masa gris y opaca de silueta irregular. Para mi desasosiego, me resultaba familiar, aunque al principio, en aquel instante dramático, me resultó imposible identificarla. Lo inesperado del hallazgo había anulado mis facultades de raciocinio y la posibilidad de reconocer cosa alguna.

Cuando hubimos levantado la tapa hasta un ángulo de cuarenta y cinco grados, grité:

—Sujétela. La asiré por el otro lado.

—Bien —accedió Weymouth.

—¡Ahora!

Alzamos la tapa a pulso y la depositamos en el suelo.

Jamás habría creído que aquella noche terrorífica y misteriosa tuviera reservada aún otra emoción para mis nervios agotados. Sin embargo, así era, y me asaltó en aquel momento una impresión que superaba a todas las demás, provocada por algo que ningún hombre cuerdo habría sido capaz de imaginar ni siquiera en sus más desbocadas fantasías…

Demasiado sorprendido para articular palabra, ahogué un grito sin poder apartar la vista del sarcófago.

Tal vez la tensión excesiva y el insufrible ambiente del lugar contribuyesen a ello, pero debo confesar que la procesión de monos empezó a moverse en torno a mí al tiempo que las paredes de la tumba oscilaban.

La cabeza me daba vueltas mientras seguía allí con la vista clavada en el rostro grisáceo de sir Lionel Barton, que estaba tendido en el antiguo ataúd, envuelto en su manta del ejército.