La tumba del Mono Negro era asombrosa.
Pese a que su estructura nada tenía de particular, llamaba la atención la profusión de frescos que representaban enormes monos negros. No había inscripciones. El rastrillo combado, visto desde el interior de la cámara, constituía un singular paréntesis en la, por lo demás, ininterrumpida marcha de los monos.
En la esquina inferior de la pared del fondo había una abertura cuadrada que, si mis suposiciones eran correctas, debía de conducir a una cámara menor. A primera vista, el lugar estaba completamente vacío salvo por un sarcófago de piedra, cuya tapa descansaba al lado, en el suelo. En el interior había un ataúd de madera totalmente liso que parecía de sicomoro, con la tapa puesta.
Estaba desconcertado. O bien la caja de la momia era el objeto menos valioso de la cámara funeraria y habían saqueado todo lo demás, o bien los ladrones se habían visto interrumpidos justo en el instante en que creían alcanzar sus propósitos.
Espero haber descrito la escena con claridad: Ali de pie, inmóvil como una estatua, sujetando la linterna en alto; Weymouth, una figura borrosa a un lado del sarcófago; yo, al otro, de cara a este; y los monos negros desfilando para siempre alrededor de nosotros… porque en aquel momento, allí, en las profundidades del suelo egipcio, llegó a nuestros oídos un sonido misterioso…
—¿Qué es eso? —musitó Weymouth.
Permanecimos atentos, sumidos en aquel estado de ánimo que hace creer en fantasmas a un hombre cuerdo.
Mientras permanecíamos a la escucha, el sonido se oyó más cerca. Eran unos pasos quedos…
Weymouth fue el primero en reaccionar.
—¡Por la abertura, rápido! —le susurró a Ali.
Señaló el agujero cuadrado antes mencionado, el cual, según mis suposiciones, comunicaba con la cámara menor.
—¡Silencio! —añadió—. ¡No hagan el menor ruido!
Guiados por Ali, atravesamos la cámara y, cuando el capataz se agachó y desapareció por el agujero, sólo tuvimos un reflejo de luz lúgubre para orientarnos.
—¡Adelante! —me apremió Weymouth.
Me agaché y pasé al otro lado. Weymouth me siguió.
—Tape la luz.
Ali se puso a farfullar en árabe.
—Tape la luz —repitió Weymouth enfadado—. ¡Cállese!
Ali colocó algo sobre la linterna, y al instante nos envolvió la más absoluta oscuridad.
El capataz se puso a hablar de nuevo, esta vez en voz baja.
—¡Silencio! —ordenó el otro.
Ali Mahmoud calló al fin. Es uno de los hombres más valientes que he conocido, pero su tono entrecortado evidenciaba que estaba aterrorizado. Yo había descifrado parte de su parloteo, lo que no hizo sino aumentar mi espanto.
El rumor de pasos había cesado. El aire estaba increíblemente cargado, como es habitual en tales lugares. Me arrodillé y apoyé el hombro contra el costado de la abertura, con la esperanza de atisbar la cámara mayor si entraba alguien con una luz.
Una fuerte respiración en el oído me indicó que Weymouth se encontraba pegado a mí. De momento, no me había formado una idea de la configuración o tamaño del lugar donde nos habíamos ocultado.
Entonces sonaron de nuevo: unos pasos suaves.
—¡Quienquiera que entre, no muevan ni un dedo! —susurró Weymouth.
Después, el silencio fue completo. Me sorprendí escuchando el tictac de mi reloj de pulsera. Transcurrió un minuto hasta que una luz débil perfiló la abertura triangular del rastrillo.
La luz aumentó e identifiqué el haz de una linterna. Aquel descubrimiento, aunque parezca extraño, me alivió. Supongo que sin darme cuenta había caído presa de miedos supersticiosos. ¡Sabe Dios qué esperaba ver! No obstante, la amenaza que se aproximaba adquirió un tinte menos siniestro en cuanto advertí que empleaba aparatos modernos.
La respiración de Weymouth ya no era audible.
Una figura se asomó por el orificio, y un haz de luz blanca se proyectó en el suelo.
La figura se agachó y entró. Vi a una mujer árabe vestida con una túnica suelta que se movía con aire furtivo. Llevaba una linterna en la mano y recorría con el rayo la cámara funeraria. Si bien aquello me extrañó, no me inquietó tanto como la mano que sostenía la linterna…
Se trataba de una mano delicada, criada en la indolencia; una mano inolvidable, deliciosa y repelente a un tiempo, de uñas ahusadas, esmaltadas; una mano cuidada, con un pulgar masculino, indicio de carácter dominante; una mano cruel pese a su infinita suavidad, como la garra aterciopelada de una tigresa.
Me costaba respirar. Los dedos de Weymouth me apretaron el hombro. ¿Había visto lo mismo que yo? ¿Había comprendido?
La mujer avanzó hacia el sarcófago. Distinguí que llevaba babuchas y que sus tobillos eran del mismo tono marfileño que aquella mano sobria y sensual.
Desapareció de mi vista. Sólo gracias a las sombras que arrojaba la linterna alcanzaba a adivinar sus movimientos. Se desplazaba en completo silencio con aquellas babuchas blandas, pero me pareció que se agachaba para examinar el sarcófago. Por lo que vi, no hizo ademán de levantar la tapa de madera. La luz se hizo más intensa… cada vez más intensa.
¡Se acercaba a la entrada de la cámara donde estábamos acuclillados!
Justo en el umbral, se detuvo.
La luz de su linterna pintaba un haz blanco que se extendía hasta pocos centímetros de mis rodillas, sin iluminar nada salvo ese suelo desigual. Por pura casualidad —o eso pensé entonces—, el rayo no llegó a enfocarnos.
El haz se trasladó y alumbró directamente la abertura triangular que había junto al rastrillo. Veía el cuerpo de la mujer, apenas un contorno borroso. Se agachó y salió. Oí el movimiento de los escombros bajo sus pies mientras ella remontaba la cuesta del pasaje. Volví a notar la respiración de Weymouth en el oído. El rumor fue alejándose y cesó.
—¡Silencio! —musitó Weymouth—. No se muevan hasta que yo lo diga.
Me dolían las piernas debido a la incomodidad de la postura, pero permanecí inmóvil, escuchando con atención.
Silencio absoluto…
—Ali —ordenó Weymouth—. Destape la luz.
Al retirar Ali Mahmoud la tela de la linterna, una luz débil y amarillenta iluminó la cámara de techo bajo y talla tosca donde nos habíamos ocultado.
—¡Efendis! —exclamó Ali con voz temblorosa—. Lo he visto cuando hemos entrado. ¡Mire!
Boca abajo sobre un montón de escombros, en una esquina alejada de la entrada, había un hombre de piel oscura, desnudo salvo por el taparrabos y el turbante que llevaba enrollado en torno a la cabeza.
—Está frío —prosiguió Ali—, y cuando me he arrodillado en la oscuridad he tenido que apoyarme en su cuerpo muerto…