II

—¿Qué es el pozo de Lafleur? —preguntó Weymouth—. ¿Y cómo se comunica con la tumba de Lafleur?

—No se comunica —repuse—. La tumba de Lafleur, también conocida como la tumba del Mono Negro, fue descubierta por el egiptólogo francés Lafleur alrededor de 1908. Debería decir más bien que fue entonces cuando sospechó que existía. Por casualidad, desenterró una pequeña capilla votiva. Todos los fragmentos de ofrendas que halló en el interior llevaban grabada la figura de lo que parecía un enorme mono negro, o quizás un hombre mono. Se ha especulado mucho al respecto. Algunos expertos, sobre todo Maspero, defienden la teoría de que la extraña mascota de un faraón desconocido recibió una sepultura insólita.

»Lafleur abrió un pozo hasta un largo pasaje en zigzag perteneciente a otra cámara funeraria y pensó que, desde allí, podría pasar a la tumba del Mono Negro. Sin embargo, la cámara no tenía salida. La abandonó en 1909. Sir Lionel emprendió la búsqueda desde un punto totalmente distinto y parece ser que dio con la entrada.

—¡Ah! —exclamó Weymouth—. En ese caso, el siguiente paso está claro.

—¿Cuál es?

—Quiero que me lleve a la excavación.

—Muy bien —accedí—. ¿Nos ponemos en marcha ahora mismo?

—¿Por qué no? —Se volvió hacia Forester—. Greville me hará de guía. Quiero que usted y Petrie se queden aquí para cuidar de la señorita Barton en nuestra ausencia.

—Necesitaremos a Ali para que vaya delante con las luces —dije yo.

—Muy bien. ¿Puede encargarse de los preparativos, por favor?

En consecuencia, dispensé a Ali Mahmoud de sus deberes de centinela y encendimos las linternas, que guardábamos en la cabaña pequeña. Poco después, Weymouth y yo bajábamos por la escalera de mano…

La primera parte de la excursión nos llevó a la entrada de un pozo de profundidad considerable, que iba a parar a un pasaje en pendiente: la entrada original a la tumba que tanto nos había costado descubrir.

Yo estaba muy familiarizado con el lugar, pero no sé qué impresión le causó a Weymouth atisbarlo por primera vez. La noche era negra como boca de lobo, pese a que casi alboreaba. Contorneado por las luces de las linternas que llevaba Ali, aquel hueco desigual, cuyo hallazgo había requerido varios meses de trabajo, presentaba todo el aspecto de ser el umbral de acceso a corredores siniestros.

Un olor indescriptible, característico de las tumbas del Alto Egipto, llegaba hasta nosotros como miasma caliente. Nuestras escalas constituían un decorado permanente del escenario y descendían en suave pendiente de un nivel a otro. Unas vallas impedían el paso a la excavación. Cuando nos metimos en el interior, observé al árabe bajar de una plataforma a otra, dejando una linterna en cada nivel. Un mal presagio me atenazó la garganta.

Esta sensación no estaba justificada, o al menos eso me pareció entonces, pero acontecimientos posteriores demostraron que era fundada. Dirigí una mirada a Weymouth, quien observaba las escalerillas con recelo.

—Son seguras, incluso para alguien de su tamaño —afirmé—. El jefe pesa tanto como usted. Yo iré delante.

Nos pusimos en marcha, descendiendo despacio. Cuando por fin hicimos pie en el suelo del túnel, que estaba lleno de escombros, Weymouth se detuvo y respiró profundamente.

—Este camino conduce a la entrada original —le informé, señalándoselo—, situada más arriba, en la ladera; pero unos quince metros más adelante está obstruido. Detrás, debe de haber una curva, o una serie de curvas, porque sólo Dios sabe dónde termina. Sea como fuere, nosotros iremos por aquí.

Me volví hacia el otro lado, donde la figura de Ali aguardaba con una linterna en cada mano. La luz que iluminaba su rostro barbudo le confería un aire misterioso, como si llevara una máscara. Hice un gesto de asentimiento y empezamos a descender por el sinuoso túnel en declive. Justo antes de llegar a la última curva, Ali se detuvo y alzó una linterna en señal de advertencia.

—Hay un hoyo justo delante de nosotros, Weymouth —lo previne—. No lleva a ninguna parte, pero si cae puede partirse el cuello. Pase por la izquierda.

Rodeamos con cuidado el borde de aquel misterioso pozo, seguramente excavado allí como trampa para saqueadores de tumbas incautos. A continuación venía una curva muy cerrada, y Ali dejó una linterna en aquel punto para que nos guiase en el camino de regreso. La pendiente se hizo mucho más pronunciada.

—Habíamos empezado a trabajar en una especie de rastrillo de piedra que, según el jefe, es la entrada a la auténtica cámara funeraria —expliqué, mientras avanzábamos a trompicones en pos de la oscilante estela de la linterna—. Él poseía un sistema propio para abrirse paso a través de estas imponentes barreras. Seguramente, con unas cuantas horas de trabajo habríamos logrado entrar. ¡Hemos llegado!

Ali se detuvo, alzó la linterna… y, al hacerlo, profirió un fuerte grito.

Aparté a Weymouth y avancé por el estrecho pasaje hasta llegar a la altura del capataz. Se volvió hacia mí y vi su rostro lívido a la luz de la linterna.

—¡Dios mío! —Aferré el brazo del árabe.

¡Un boquete triangular, tan grande como para que pasase un hombre, se abría junto al rastrillo, en la esquina inferior izquierda!

Ali levantó aún más la linterna y vi un agujero desigual en la esquina superior derecha…

—¿Qué significa esto? —preguntó Weymouth con voz ronca.

—Significa —respondí con una voz tan cavernosa como la suya— que alguien ha terminado el trabajo… ¡tal como sir Lionel había planeado!