IV

¡El doctor Fu-Manchú! No podría hablar por Forester, pero concluida la alucinante historia que Weymouth desveló en la cabaña del uadi, yo apenas daba crédito a mis oídos.

El dulce rostro de Rima, allí sentada, medio en sombras, constituía una imagen fascinante. Había cabalgado desde Qurna con Ali Mahmoud. Cuando la había abrazado en la tienda aún llevaba puesto el traje de montar; luego se lo había cambiado por un vestido sencillo e incluso había intentado peinar la maraña de su pelo alborotado. La cabalgada nocturna había arrancado un rojo encendido a sus atezadas mejillas; sus graves ojos irlandeses parecían incluso más brillantes que de costumbre mientras escuchaba embelesada.

Algunas de las cosas que nos contó Weymouth despertaron ecos en mi memoria. En la época a la que se refería el relato, yo era demasiado joven para relacionar aquellos sucesos entre sí, pero recordaba haber oído hablar de ellos. Estaba contemplando las ventajas de dedicarme al derecho cuando la guerra había interrumpido mi prometedora carrera. Las actividades de aquel hombre brillante y malvado, parte de cuya historia me fue desvelada aquella madrugada, habían llegado hasta mí como meros rumores, cuando me ocupaban asuntos de índole más personal.

Sin embargo, en aquellos momentos comprendí que si aquellos dos hombres, inteligentes y experimentados, estaban en lo cierto, una auténtica plaga estaba a punto de asolar el mundo.

¡El doctor Fu-Manchú!

—Sir Lionel y yo —dijo el doctor Petrie—, y también Nayland Smith, fuimos los últimos en verlo con vida. Es posible que sobreviviera, pero me resisto a creerlo. Lo que sí creo es que alguien ha tomado el relevo. ¿Qué hacía un dacoit (seguramente birmano), un ladrón profesional y un asesino, en mi casa de El Cairo ayer por la noche? Ahora sabemos, Greville, que lo seguía a usted. Sin embargo, el grito sugiere la existencia de un cómplice. ¡No estaba solo! ¡La vieja red, Weymouth —se volvió hacia este último—, se cierra de nuevo en torno a nosotros! Por lo tanto… este campamento está vigilado.

—Ya lo he dicho —declaró Weymouth—, pero volveré a decirlo: ¡ojalá Nayland Smith se reuniera con nosotros!

—Se refiere, claro, a sir Denis Nayland Smith —intervino Forester—, subinspector jefe de Scotland Yard, ¿no? Lo conozco de oídas. Era un alto mando de la policía en Birmania, ¿no?

—Así es —contestó Petrie—. También salvó al Imperio británico, dicho sea de paso. No obstante, aunque tengamos enemigos desconocidos, contamos con un amigo igualmente desconocido.

—¿De quién se trata? —pregunté.

—Del extraño bien informado que me mandó un telegrama a El Cairo —respondió Petrie— y que envió otro a Weymouth. Quienquiera que sea, sabe lo que se hace. El doctor Fu-Manchú conocía una técnica para provocar catalepsia artificial. Era una de las armas más peligrosas de su arsenal. Sólo yo, según creo, poseo una gota del antídoto. ¡El hombre que envió el telegrama lo sabía!

—También los enemigos están bien informados —señaló Weymouth—: o hay un dacoit entre sus trabajadores o ayer por la noche había un intruso en el campamento.

—¡Ha encontrado una pista! —exclamó Rima.

—Así es, señorita Barton. Sólo me queda un detalle por confirmar. Si me he equivocado en esto, quizá se venga abajo toda mi teoría.

—¿Qué detalle? —preguntó Forester, cuyo tono entusiasta delató una gran emoción.

—Enseguida lo sabrá —afirmó Weymouth. Me dirigió una mirada penetrante—. ¿Se había desvestido sir Lionel cuando lo encontró?

—No —contesté al momento—. Habíamos quedado en levantarnos a las cuatro para seguir trabajando.

—¿Entonces estaba completamente vestido?

—No del todo.

—¿Llevaba encima la llave de la cabaña?

—Llevaba todas las llaves en un llavero.

—¿Tenía el llavero cuando lo encontró?

—Sí.

—¿Se lo quitó?

—No. Lo tendimos aquí tal como lo encontramos.

—¿Medio vestido?

—Sí.

Weymouth caminó despacio hacia el sarcófago que había al fondo de la cabaña. Estaba abierto y la tapa descansaba contra la pared, junto a la caja.

—¿Tanto usted, Greville —prosiguió mientras se volvía—, como Forester estaban presentes cuando el cuerpo de sir Lionel fue trasladado aquí?

—Ali y yo lo trajimos —respondió Forester con laconismo—. Greville lo supervisó.

—¿Ali se marchó con ustedes?

—Sí.

—Bien —continuó Weymouth con voz pausada—; sin embargo, juraría que ninguno de ustedes miró detrás de la tapa del sarcófago.

Contemplé a Forester de hito en hito. Él sacudió la cabeza.

—No se nos ocurrió —reconoció.

—Claro que no —dijo Weymouth—. Miren lo que he encontrado allí.

Sobre la mesa alargada había una lámpara. El superintendente extrajo una envoltura de papel de su bolsillo y, tras abrirla bajo la lámpara, nos enseñó una pasta rojiza y fibrosa. Rima dio un respingo y, al igual que Forester y yo mismo, se inclinó intrigada hacia aquella sustancia. El médico nos observaba.

—Parece un trozo de tabaco mascado por alguien a quien le sangraban las encías —dijo Forester.

Petrie se agachó entre nosotros y colocó una lupa en la mesa.

—Lo he examinado —dijo—. Déme su opinión, señor Forester. Como químico que es, lo reconocerá.

Forester estudió la pasta y todos lo miramos en silencio. Recuerdo que oí toser a Ali Mahmoud, fuera, en el uadi, y comprendí que permanecía tan cerca de la compañía humana como sus deberes de centinela le permitían.

Encogiéndose de hombros, Forester me pasó la lupa. Escudriñé la sustancia a mi vez, pero casi de inmediato dejé la lente de aumento.

Petrie miró a Forester.

—¡No llego a tanto! —admitió este—. Es un vegetal, pero en cuanto a si se trata o no de un fruto tropical, alego ignorancia.

—Sí, es tropical —dijo Petrie—: buyo.

Weymouth intervino con voz queda.

—Alguien que mascaba buyo estaba escondido detrás de la tapa del sarcófago cuando ustedes metieron el cuerpo de sir Lionel en la cabaña. Veamos, supongo que me dirán que antes de eso la puerta no estaba cerrada con llave, ¿verdad?

—En efecto —asentí—; no lo estaba. Echamos la llave después de traer el cuerpo.

—Tal como pensaba. —Weymouth guardó silencio por un instante y después continuó—: El tipo que mascaba buyo debía de estar escuchando junto a la tienda de sir Lionel cuando decidieron trasladar el cadáver a la cabaña. Llegó antes que ustedes, se escondió y, en el momento oportuno, con la llave que sir Lionel llevaba en el llavero, abrió la puerta y sacó el cuerpo.

—Estoy completamente de acuerdo —dijo Forester, que observaba al otro fijamente— y lo felicito de corazón, pero… ¿buyo?

—Es muy sencillo —contestó Petrie—. Muchos dacoits mascan buyo.

En aquel momento, de manera totalmente inesperada, la tranquila voz de Rima los interrumpió.

—¡Quizá yo pueda mostrarles a ese hombre!

—¿Qué? —exclamé.

—Creo que tengo su fotografía… ¡y la de alguien más!