III

—¿Sabe qué, Greville? —dijo Forester—. Este trabajo siempre me ha dado mala espina. La tumba de Lafleur no tiene buena fama.

Caminábamos de regreso a la cabaña.

—¿A qué se refiere?

—Bueno, usted sabe tanto como yo. Nadie ha intentado abrirla desde tiempos de Lafleur, pero el viejo Zeitland planeaba venir hacia aquí.

—Murió hace poco en Londres.

—¡Ya lo sé! ¿Y qué me dice del francés…?

—¿Se refiere a Lafleur?

—Sí, hacia 1908 o 1909, ¿no? Bueno, quizá me equivoque —Forester se detuvo pues habíamos llegado a la cabaña—, pero ¿no desapareció?

Forcé la memoria por unos instantes. Lafleur era anterior a mi época, por lo que mis recuerdos de los hechos eran nebulosos.

—Sí —contesté por fin, despacio—, creo que hubo algún misterio, Forester, pero aunque parezca extraño hasta ahora no lo había relacionado con esta tragedia.

—Yo tampoco, hasta los increíbles acontecimientos de esta noche. ¿Por qué íbamos a pensarlo? Pero en vista de lo que ha pasado, es de lo más curioso, ¿no cree?

—Debemos contárselo a Weymouth.

Entramos en la cabaña. El superintendente seguía sentado en el mismo sitio, con el ceño todavía fruncido y el semblante pensativo. El doctor Petrie se paseaba con paso lento de un lado a otro. Cuando entramos, Weymouth alzó sus ojos azules y amables hacia Forester.

—¿Han capturado al perro? —preguntó.

—No —dijo el químico mirándolo fijamente—. ¿A usted le ha parecido un perro?

—No era un perro —respondió Weymouth tajante—. ¡Este campamento está vigilado! ¿Ha sucedido algo que explique la emisión de esta señal?

—¡Sí! —tercié—. Ali Mahmoud ha vuelto… Y Rima Barton está con él.

—¡Ah! —murmuró el superintendente—. Me alegro de oírlo.

—Greville y yo estábamos pensando… —empezó a decir Forester.

—¡Un momento! —Weymouth levantó la mano—. Vamos a armarnos un lío. Será de más ayuda, Forester, si me deja conducir la investigación a mi modo. Estoy al corriente de lo sucedido hasta el momento en que el señor Greville se marchó ayer por la noche; ahora quiero saber qué ocurrió después.

—Nada especial —contestó Forester—. Sacamos de aquí todo lo que podíamos necesitar, como es natural, así que nadie tuvo motivos para entrar en la cabaña. No obstante, debido al clima de la zona, había que notificar la muerte y hacer los trámites necesarios cuanto antes.

Weymouth asintió con la cabeza.

—Greville me convenció de que guardáramos silencio de momento, y nadie más sabía lo del jefe, salvo Ali.

—¿Está seguro de que nadie lo sabía? ¿Y los hombres?

—Viven en Qurna. No había ninguno en el campamento. Trasladamos al jefe en la oscuridad, ¿verdad, Greville? Y a la mañana siguiente les dije que se había ido a Luxor con Greville y que estaba camino de El Cairo. Suspendí los trabajos, como es natural.

—Sí, ya veo.

—Esta noche hacia el ocaso (¿debería decir ayer por la noche?), me pareció conveniente… ejem… examinar el cuerpo.

—¡Claro!

—Abrí la puerta, me asomé y… La cabaña estaba tal como la ve ahora.

—¿Y la manta?

—La manta había desaparecido, al igual que el cuerpo.

—¿Está seguro de que la puerta estaba cerrada con llave?

—Completamente. Tuve que abrirla.

—¿Y la ventana?

—Con el cerrojo echado por dentro, como usted la ha encontrado.

—Gracias —murmuró Weymouth.

Se quedó mirando al doctor Petrie y hubo un silencio de varios segundos; un silencio muy raro, durante el cual noté una comunión mental entre aquellos dos hombres, basada en una idea compartida que Forester y yo desconocíamos. Por fin, el doctor Petrie habló.

—¡Tan misterioso como siempre!

Empezaba a estar bastante harto. Pensaba que había llegado el momento de poner sobre la mesa toda la información. Me disponía a decirlo cuando Weymouth me cortó.

—¿Alguien solía visitar el campamento? —preguntó.

—No —dijo Forester—, el jefe no habría permitido a nadie cruzar las barreras. —Me lanzó una mirada—. Excepto a madame Ingomar —añadió—, pero Greville sabe más que yo acerca de ella.

—¿A qué viene eso? —protesté enfadado.

—Obviamente, él así lo cree —dijo Weymouth con severidad—. Caballeros, no es el momento de discutir asuntos personales. Están colaborando en una investigación oficial.

—Lo siento —contestó Forester—; mi comentario estaba del todo fuera de lugar. La verdad, superintendente, es que ni Greville ni yo sabemos mucho de madame Ingomar, pero ella parecía preferir la compañía de Greville, y a menudo le tomábamos el pelo con eso…

Mi pensamiento empezó a vagar de nuevo. ¿Acaso había estado ciego y Rima había visto lo que yo no alcanzaba a vislumbrar?

—¿Quién es esa mujer?

La pregunta directa de Weymouth me devolvió al tema que nos ocupaba.

—Es una pregunta que a menudo le he hecho a Greville —respondió Forester riendo con sorna—, pero, por lo que sé, él es tan incapaz de responderla como cualquiera, salvo el jefe.

—Ah, ya veo. ¿Una amiga de sir Lionel?

Asentí. El superintendente me miraba.

—¿De qué nacionalidad?

Sacudí la cabeza en señal de ignorancia.

—Yo pensaba que era húngara —declaró Forester—, por el nombre. Greville creía que era japonesa.

—¡Japonesa! —El doctor Petrie pronunció la palabra con un ímpetu que nos sobresaltó—. ¿Por qué japonesa?

—Bueno —dijo el químico—, no es una suposición descabellada, puesto que tenía los ojos un poco rasgados.

Weymouth intercambió una rápida mirada con el médico y se levantó.

—¿Una mujer joven, atractiva? —Nos desafió, puesto que pronunció las palabras como un desafío.

—Desde luego —contesté—. Inteligente, educada y sin duda de buena posición.

—¿Morena?

—Muy morena.

—¿Color de ojos?

—Verde jade —dijo Forester.

De nuevo advertí un rápido cruce de miradas entre Petrie y Weymouth.

—¿Alta? —preguntó el primero.

—Sí, más alta de lo normal.

—¿Una vieja amiga de sir Lionel?

—Nos dio a entender que era la viuda de un tal doctor Ingomar, a quien el jefe había tratado bastante en el pasado —explicó Forester.

—¿Se hospedaba en un hotel de Luxor? —preguntó Weymouth.

—Me temo que no lo sé —contesté—. No se hospedaba en el Winter Palace.

—O sea que ninguno de ustedes lo sabe. ¿Y la señorita Barton?

—Nunca se lo he preguntado.

—¿Cuándo vino por última vez?

—El lunes —respondió Forester de inmediato—; el día que el jefe trasladó el campamento y levantó barricadas.

—Pero ¿sir Lionel nunca hablaba de ella? —inquirió el doctor Petrie.

—No —dije yo—. Era poco dado a las confidencias, como ya sabe.

—¿Algo hacía suponer que existiera intimidad entre ellos? —Fue Weymouth quien hizo la pregunta—. ¿Sir Lionel dio muestras de celos, por ejemplo?

—Yo no noté nada —contestó Forester—. La trataba igual que a todo el mundo, con tolerancia y buen humor. ¡Al fin y al cabo, el jefe ya había dejado atrás los sesenta, Weymouth!

—Cosas más raras se han visto —comentó Petrie con sorna—. Me parece, Weymouth, que nuestro siguiente paso será confirmar la identidad de la tal madame Ingomar. ¿Está de acuerdo?

—Sí —dijo el otro—. Desde luego.

Se había puesto muy serio. Me miró y después a Forester.

—Veo que empiezan a irritarse —observó—. Se han percatado de que el doctor y yo tenemos una teoría de la que no son partícipes. Muy bien, los pondremos al corriente. Vayan a buscar a Rima Barton y denle un arma a Ali Mahmoud. ¡Díganle que monte guardia y que dispare contra todo lo que se mueva!

—¿Qué demonios significa eso? —preguntó Forester.

—Significa —respondió Petrie— que nos estamos enfrentando a agentes del doctor Fu-Manchú.