Justo delante del Shepheard’s, me apeé.
La sensación de que a uno lo están siguiendo, si no me equivoco, se considera síntoma de un trastorno nervioso, pero siempre que yo la había experimentado había resultado fundada.
Sin duda, lo sucedido habría bastado para crispar los nervios más templados. Perder a un viejo y muy respetado amigo y en el mismo instante de la pérdida enfrentarse a un misterio que, en apariencia, desafía las leyes naturales supone una prueba de aguante que haría flaquear al más pintado.
Había salido hacia El Cairo sumido en una melancolía que no intentaré describir, pero aquella maldita sensación de que me espiaban, de que me seguían, cobró consistencia por primera vez en el tren.
Mis pensamientos continuaban en el campamento, junto al cuerpo de mi querido jefe, cuando de repente reparé en los extraños viajeros que había en el pasillo. Sobre todo, me fijé en un rostro cetrino vuelto hacia mí. Poseía una malignidad tan terrible y fuera de lo común que, justo antes de llegar a Bani Swaif, recorrí el tren de un extremo a otro dispuesto a convencerme de que aquellos ojos sesgados y bizcos no eran producto de mi imaginación. La verdad es que había estado dormitando a ratos, pues llevaba cuarenta y ocho horas sin descansar como es debido.
No logré encontrar a aquella pesadilla amarilla. A pesar de que la circunstancia me perturbó, pues empecé a desconfiar de mí mismo, me sirvió para ahuyentar la somnolencia. Con ayuda de un whisky con soda bien cargado, permanecí despierto mientras el tren recorría el valle del Nilo, estación tras estación, y se acercaba a El Cairo.
No volví a ver aquellos ojos bizcos.
Más tarde, después de tomar un taxi en la estación, advertí de repente, sin ningún género de dudas, que el espía volvía a seguirme. Me apeé delante del Shepheard’s, despedí al taxi y subí los peldaños que conducían a la terraza.
Ya habían preparado las mesas para el té, pero sólo unas cuantas estaban ocupadas. No vi a ningún conocido y, la verdad, lo prefería así.
De pie junto a uno de los grandes jarrones que había en lo alto de la escalinata estiré el cuello y miré hacia la derecha de Sharia Kamel. Justo a tiempo. El truco dio resultado. Una limusina conducida por un chófer árabe pasó como una exhalación. No obstante, los ojos sesgados y estrábicos del pasajero se fijaron en la terraza. Era el individuo del tren. No lo había soñado.
Creo que me vio, pero no me atrevería a asegurarlo. El coche no redujo la velocidad, y lo perdí de vista en la esquina de los jardines de Isbikiya.
Se acercó un camarero vestido de blanco y tocado con un gorro rojo. Tras reflexionar sobre mi estado y mis necesidades, pedí una jarra de café árabe. Fumé una pipa, me tomé el café y partí a pie hacia el club, donde me proporcionaron la dirección que necesitaba.
En una calle tranquila, una placa de bronce colgada junto a un patio de entrada me confirmó que las señas eran correctas. En respuesta a mi timbrazo, un criado nubio me franqueó el paso. Me condujo al piso superior y, sin ningún protocolo, me hizo pasar a un estudio amplio y magníficamente amueblado.
Las ventanas daban a un balcón lleno de flores moradas que asomaba a un patio donde crecían naranjos. Había muchos libros y la estancia estaba atestada de flores. En la distribución de los objetos, las alfombras del suelo, los adornos, incluso en la colocación del gran escritorio, reconocí la mano de una mujer y comprendí con claridad meridiana lo que se pierde un soltero y el precio que paga por una libertad sin duda sobrevalorada.
Mis pensamientos se detuvieron por un instante en Rima. Como tantas otras veces, me pregunté qué habría hecho yo para ofenderla. Volví a la realidad con cierta brusquedad cuando me topé con la mirada fija de alguien que me contemplaba desde el otro lado del gran escritorio.
El hombre a quien había ido a ver estaba allí, de pie, con una sonrisa de bienvenida en los labios. Era un individuo atractivo y bien plantado, de sienes algo canosas. Su porte transmitía una rara sensación de seguridad. De hecho, aquella primera impresión bastó y sobró para explicar muchas cosas que había oído decir acerca de él.
—¿El doctor Petrie? —pregunté.
Tendió la mano desde el otro lado de la mesa y se la estreché.
—Me alegro de que haya venido, señor Greville —contestó—. He recibido el mensaje que me envió desde el club. —Su sonrisa se esfumó y adoptó una expresión muy seria—. Por favor, acomódese en la butaca. Hay cigarros en la caja de madera y cigarrillos en la otra. Si lo prefiere, aquí tiene una picadura de pipa que no está mal —añadió, empujando la petaca hacia mí sobre la mesa.
—Gracias —dije—. Creo que prefiero la pipa.
—Parece usted muy impresionado —prosiguió—, como es natural. ¿Quiere que le recete algo?
Sonreí, quizá con algo de arrepentimiento.
—De momento, no. Me parece que me he pasado de la raya en el tren, al empeñarme en permanecer despierto.
Llené la pipa, al tiempo que intentaba ordenar mis ideas, y al alzar la vista me topé con la mirada fija del médico.
—La noticia me ha producido una fuerte conmoción —dijo—. Ya sé que Barton era para usted uno de sus mejores amigos, también lo era para mí. Cuénteme… Estoy ansioso por enterarme de lo sucedido.
Al oír esto, procedí a narrarle los acontecimientos:
—Como quizá ya sepa, doctor Petrie, estamos excavando en un lugar conocido como la tumba de Lafleur, en la cabecera del valle de los Reyes. Es un trabajo misterioso y la reticencia de mi querido jefe a hablar de sus objetivos ponía los pelos de punta. Era muy generoso cuando el trabajo había concluido y compartía los honores de un modo más que equitativo. Sin embargo, su tendencia al histrionismo hacía de él una persona complicada. En consecuencia, no estoy muy al tanto del asunto. El caso es que hace dos días trasladó el campamento y cerró todos los accesos a la excavación, un comportamiento que, como yo bien sabía por experiencia, indicaba que estábamos a punto de hacer un descubrimiento importante.
»Disponemos de dos cabañas, pero nadie las ocupa. Somos un grupo reducido y dormimos en tiendas. Bueno, ya lo comprobará usted mismo… si es que podemos contar con usted, como espero. Debemos partir cuanto antes.
—Iré —contestó el doctor Petrie con voz queda—. Todo está arreglado. Sabe Dios de qué utilidad puedo ser ya, pero puesto que él lo deseaba…
—Anoche, no sé exactamente a qué hora —continué—, oí, o creí oír, al jefe que me llamaba: «¡Greville! ¡Greville!» No sé por qué, su voz me sonó extraña. Me caí de la cama (era una noche oscura como boca de lobo), me calcé las zapatillas y avancé a tientas hacia su tienda. —Me interrumpí. El horror de la escena presenciada la noche anterior me impedía continuar, pero al fin dije—: Estaba muerto. Muerto en la cama. Se le había caído un lápiz de los dedos y su cuaderno de notas yacía en el suelo, junto a él.
—Un momento —me cortó Petrie—; dice que estaba muerto. ¿Su impresión fue confirmada posteriormente?
—Forester, nuestro químico, es miembro del Colegio de Médicos, aunque no ejerce —contesté apesadumbrado—. El jefe estaba muerto: sir Lionel Barton, el mayor orientalista que ha existido en nuestro país, doctor Petrie. Era una persona tan vital, tan inteligente y entusiasta…
—¡Dios mío! —murmuró el doctor Petrie—. Según Forester, ¿a qué se debió la muerte?
—A un fallo cardíaco; una dolencia totalmente inesperada.
—¡Quién lo hubiera dicho! Habría jurado que el hombre tenía un corazón de hierro. No obstante, cada vez estoy más confundido, señor Greville. Si Forester dictaminó que había muerto de un ataque cardíaco, ¿quién me envió esto?
Me tendió un telegrama por encima de la mesa. Al leerlo, mi perplejidad aumentó:
Sir Lionel Barton sufre catalepsia. Por favor, acuda en el primer tren y, si le queda algo de antídoto, llévelo consigo.
Fijé la vista en Petrie.
—¡Nadie del campamento ha enviado esto! —afirmé.
—¿Qué?
—Se lo aseguro. Ningún miembro de nuestro equipo envió este mensaje.
Me fijé en que el telegrama, recibido aquella misma mañana, había sido despachado en Luxor a las seis de la madrugada. Me puse a leerlo en voz alta, aturdido, y al momento oí un misterioso grito apagado procedente del patio. Yo me detuve sobresaltado, pero el médico tuvo una reacción sorprendente. Se levantó de un salto, como si hubiera sonado un disparo en la habitación, y se abalanzó hacia la ventana abierta.