40. LA CAPILLA NEGRA

Sólo los dioses que nos dieron fuerzas para recorrer aquellos doce o quince metros por debajo del lecho rocoso del río tienen constancia de cómo lo conseguimos. Jadeando para tomar aire, calado hasta los huesos y casi resignado a un final que me había parecido inminente en algunos momentos, fui a parar al pie de un tramo empinado de escaleras talladas en roca viva.

A mi lado, con la lámpara apagada aún en la mano, estaba Kennedy, resoplando fatigado y apoyado en el muro desigual. Sir Lionel Barton se sentó en el último peldaño y Nayland Smith permaneció de pie junto a él, mirando las escaleras. Del umbral arqueado que había en lo alto de las mismas salía luz.

Justo detrás de mí, en el pozo negro donde rugían las aguas, se abría una fisura en la roca por la que caía la catarata en miniatura; comprendí el fenómeno de los remolinos menores que daba fama al pequeño río. Estas fueron las impresiones que recibí mientras nos tomábamos el breve respiro.

—¡Preparen las pistolas! —exclamó Smith—. Deje la lámpara, Kennedy. Ya no nos sirve.

Haciendo acopio de todas las fuerzas que nos quedaban, remontamos la vieja escalera sin orden ni concierto y nos precipitamos hacia la habitación de arriba.

Nos bastó una mirada para comprobar que, en efecto, se trataba de la capilla de Asmodeo, el santuario de Satán donde se habían cantado misas negras en la Edad Media. El altar de piedra seguía allí, junto con ciertas inscripciones latinas talladas en la pared. El último hogar de Fu-Manchú en Inglaterra había sido un templo consagrado a su único señor.

Excepto por algunos desechos sin importancia, prueba de que sus ocupantes habían partido con precipitación, y de una linterna de barco encendida en el altar, la capilla estaba vacía. Nada nos amenazaba, salvo el trueno que resonaba hueco en lo alto. Para cubrir su retirada, Fu-Manchú había confiado en los huéspedes nocivos del pasadizo y en la cortina de agua. En silencio, inmóviles, los cuatro nos quedamos mirando lo que yacía en el suelo de aquel lugar maldito.

La muchacha euroasiática, Zarmi, estaba tendida en un charco de sangre. Sus galas pintorescas estaban hechas jirones, y ella tenía la garganta y los brazos desnudos llenos de verdugones y magulladuras como si unos dedos crueles se los hubieran apretado con fuerza. En cuanto al rostro de la joven, que en vida había destacado por esa especie de belleza malvada, prefiero no describirlo; era el semblante espantoso de alguien que ha muerto estrangulado.

Junta a ella, con un kris malayo en el corazón —un arma pequeña y enjoyada que a menudo había visto en la mano de Zarmi— estaba despatarrado el obeso griego Samarkan, antiguo director del hotel New Louvre.

Era una tragedia espantosa, infinitamente horrible, de la que la historia nunca hablará, que nunca quedará escrita, una lucha a muerte en la capilla negra de Asmodeo.

—¡Hemos llegado tarde! —dijo Nayland Smith—. ¡Por la escalera de detrás del altar!

Agarró la linterna. Justo detrás del altar de piedra había una entrada estrecha, de arco apuntado. De las profundidades con las que comunicaba salía un sonido lejano, imponente, como el de olas al romper en una vasta caverna…

Habíamos bajado más de la mitad de la escalera cuando, por encima del fragor amortiguado del trueno, oí con toda claridad la voz del doctor Fu-Manchú.

—¡Dios mío! —gritó Smith—. ¡Quizás estén atrapados! ¡La caverna sólo es navegable cuando la marea está baja y el mar en calma!

Nos abalanzamos literalmente por los peldaños restantes… ¡y casi caímos al agua!

La luz de la linterna reveló una caverna de techo alto que se estrechaba en el extremo más alejado, como una pera. Llegaron a nuestros oídos el rugido de un motor y el zumbido de una hélice. Percibimos un olor a petróleo.

—¡Disparen! ¡Disparen! —Aquella voz desesperada era la de sir Lionel—. ¡Miren! ¡Aún pueden escapar!

¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!

El Browning de Nayland Smith escupió muerte a través de la caverna. A continuación se oyó el estampido de la pistola de Barton; después detonaron la mía y la de Kennedy.

Una pequeña motora pasaba con precaución por debajo de un arco natural que sin duda comunicaba con el mar abierto. Como la marea estaba subiendo, unos pocos minutos de retraso habrían hecho impracticable la salida de la caverna…

La barca desapareció.

—¡No está todo perdido! —exclamó Nayland Smith—. ¡Detendrán al Chanak Kampa en el canal!

—Antes había escalones en la pared del pozo que da nombre a este lugar —afirmó Nayland Smith desanimado—. Este era el camino de entrada a la capilla secreta que utilizaban los adoradores del diablo.

—La boca del pozo (se supone que el más hondo de Inglaterra) —dijo sir Lionel— está oculta entre una maraña de hierbajos cerca de las ruinas de la torre.

Smith, tras remontar tres peldaños de piedra, iluminó con la linterna la parte del pozo que continuaba por abajo; a continuación estuvo mirando hacia arriba un buen rato.

Tanto los truenos como la lluvia habían cesado; pero incluso en aquellas tétricas profundidades alcanzábamos a oír, a lo lejos, la tempestad que seguiría a aquella tormenta memorable.

—Los escalones están ahí —informó Smith—, pero sin la ayuda de una cuerda desde arriba, dudo que podamos escalarlos.

—¡La alternativa es regresar por donde hemos venido, señor! —espetó Kennedy—. Pasé cinco años en un velero. Deje que trepe y vaya a buscar una cuerda a la casa.

—¿Podrá hacerlo? —preguntó Smith—. ¡Venga y mire!

Kennedy se asomó a la abertura y la miró de arriba abajo.

—Puedo hacerlo, señor —aseguró en voz baja.

Se quitó las botas y los calcetines, se encaramó a la pared del pozo y desapareció.

La historia de Fu-Manchú y de la organización denominada Si-Fan que él empleó para impulsar sus vastos proyectos casi ha llegado a su fin.

Kennedy culminó la peligrosa escalada, llegó a la boca del pozo y corrió descalzo a Greywater Park en busca de cuerdas. Con ayuda de estas todos escapamos de la extraña capilla de los adoradores del diablo. No detallaré cómo nos las arreglamos para sacar los cadáveres que yacían en el lugar. Mi relato se salta las veinticuatro horas siguientes.

La gran tormenta que se desencadenó sobre Inglaterra la inolvidable primavera en que Fu-Manchú huyó de nuestras costas ha pasado a la historia. Se produjeron nada menos que veinte naufragios durante el día y la noche que nos azotó.

Apresados por los elementos en Greywater Park, escuchamos el viento ulular con la voz de un millón de demonios alrededor de la antigua mansión, disonancia infame a la que contribuyeron los animales de la colección de sir Lionel. Entonces llegó la noticia de que había un gran barco en las Pinion Rocks… y de que la lancha de salvamento no podía llegar a él.

Recuerdo la escena como si hubiera sucedido ayer mismo, sir Lionel Barton, Nayland Smith y yo corriendo hacia la pequeña cala que resguardaba el pueblo de pescadores, abriéndonos paso contra la fuerza de la tempestad…

Tres veces vimos que los cohetes hendían la cortina negra de la tormenta; tres veces vimos a la aguerrida tripulación de la barca de salvamento intentando hacerse a la mar en su frágil embarcación… y tres veces las poderosas olas los empujaron hacia atrás con desdén…

La luz del alba —un alba gris y misteriosa— se deslizaba fantasmagórica por la costa cuando la corriente empezó a arrojar a la playa los fragmentos de los naufragios. Las corrientes de aquellas costas son tan fuertes que rara vez se recuperan los cuerpos de hombres que hubiesen naufragado en las crueles Pinion Rocks.

A la claridad incipiente me incliné sobre un montón de maderos destrozados que habían formado parte de la proa de un barco, y en letras negras y doradas leí: S. Y. Chanak Kampa.