39. EL EJÉRCITO DE LAS TINIEBLAS

La escena de nuestro regreso a Greywater Park perdurará para siempre en mi memoria. La tormenta, anunciada por el fuerte chaparrón de antes, se cernía lóbrega sobre las colinas. Unos nubarrones nos amenazaban mientras avanzábamos hacia las puertas. Pronto el gran coche tomó el camino de los carruajes en la quietud sepulcral de una naturaleza indeciblemente tétrica y amenazadora. He hablado de la quietud de la naturaleza; pero mientras Kennedy se apeaba del coche y subía a toda prisa la escalinata de la entrada, se oyó, procedente de las jaulas lejanas donde sir Lionel guardaba su colección de bestias salvajes, el gañido airado de los leopardos y una serie de rugidos tan violentos de la leona africana que miré a nuestro excéntrico anfitrión con ademán interrogativo.

—Es por la tormenta en ciernes —explicó—. Estos animales son especialmente sensibles a los cambios atmosféricos.

Las puertas se abrieron y, de pie en el vestíbulo iluminado, estaba Karamaneh, una imagen deliciosa con su exquisito quimono y sus pequeñas zapatillas rojas de tacón.

No tardé un segundo en llegar junto a ella, pues su rostro encantador estaba pálido, y la expresión frenética de los ojos que me asustó.

—¡Anda por aquí cerca! —musitó aferrándose a mí—. Nos acecha un gran peligro. ¿Dónde has estado? ¿Qué ha ocurrido?

¡Cómo adoraba aquel acento pintoresco y musical! ¡Cuánto ansiaba estrecharla entre mis brazos!

—A Smith lo han atacado al regresar de Londres —le contesté—, pero, como ves, ya está recuperado. No corremos ningún peligro, e insisto en que vuelvas a la cama. Te lo contaremos todo por la mañana.

Una chispa de rebeldía asomó a aquellos ojos maravillosos, pero se desvaneció al instante, dejando en ellos un brillo exquisito. Dos lágrimas, como perlas gemelas, se prendieron a sus pestañas negras y curvadas. La sangre me corría más rápida por las venas cuando veía a aquella encantadora muchacha oriental vencer los impulsos bárbaros que a veces la acometían, sólo porque sabía que yo así lo deseaba; realmente, era un milagro que nunca me cansaba de presenciar.

La señora Oram, el ama de llaves de cabello blanco, pasó el brazo por la esbelta cintura de la joven con gesto maternal.

—Quiere quedarse en mi habitación hasta que todo haya pasado —dijo con aquella voz dulce y educada.

—Es usted muy buena, señora Oram —respondí—. Cuide de ella.

Miré a Karamaneh por unos instantes con expresión tranquilizadora; a continuación me di la vuelta y seguí a Smith y a sir Lionel por la escalera de roble. Kennedy iba pegado a mis talones con uno de los faros de acetileno del coche.

—¡Escuche a la leona, señor! —susurró—. No es la tormenta en ciernes lo que la pone tan nerviosa. Los animales de la selva suelen quedarse callados cuando truena.

El gruñido de la gran bestia se oía con toda claridad aunque estábamos lejos de la jaula.

—¡Por su habitación, Barton! —ordenó Nayland Smith cuando llegamos al pasillo de arriba.

Había recobrado las maneras autoritarias de siempre, y su voz vibraba con aquel timbre de emoción contenida que yo tan bien conocía. Entramos a toda prisa en el dormitorio desordenado del baronet y Smith se dirigió hacia el hueco situado junto a la cama que ocultaba la puerta secreta entre los paneles.

—¡Con cuidado! —indicó Smith—. Avance justo detrás de mí, Kennedy, e ilumine el camino por delante. Sostenga la lámpara bien a la izquierda.

Entramos en fila en aquel antiguo pasadizo que tantas atrocidades había presenciado pero que jamás había servido a los fines de un conspirador tan malvado como el temible chino que hacía poco lo había redescubierto.

Bajamos cada vez más, pero no llegamos a la base de la torre, como yo había creído. En un punto que calculé que debía de estar a la altura del primer piso de la casa, Smith, que había contado los peldaños en voz alta, se detuvo y empezó a examinar la mampostería, al parecer intacta.

—No debemos olvidar —murmuró— que este pasadizo podría estar obstruido o, por alguna razón, impracticable y que Fu-Manchú quizá conozca otra entrada. Además, como el plano se ha perdido, sólo cuento con mi memoria para dar con la posición exacta de la puerta.

Iba palpando los resquicios que quedaban entre los bloques de piedra de la pared.

—Veintiún escalones —musitó—. Estoy seguro.

De repente, encontró lo que buscaba.

—¡Ah! —exclamó—. ¡La anilla!

Vi que había sacado una gran anilla de hierro de la hendidura donde estaba oculta.

—¡Atrás, Kennedy! —advirtió.

Kennedy bajó un escalón… y Smith, apoyando todo el peso en la anilla, hizo girar el enorme bloque de piedra en su pivote oculto, haciéndolo caer sobre la escalera con estrépito.

Todos nos apretujamos para asomarnos a la cavidad negra. Cuando Kennedy enfocó el fondo con la linterna, apareció un pozo cuadrado de menos de un metro de ancho. En la pared del fondo había huecos excavados a intervalos.

—¡Hum! —dijo Smith—. No me esperaba esto. El único método que se me ocurre para bajar consiste en utilizar los huecos como punto de apoyo y hacer contrapeso con el cuerpo. En el plano aparecía un pozo, esto sí lo recuerdo, pero no me había planteado el sistema para bajar. Incline la lámpara hacia delante, Kennedy. ¡Bien! Ahora veo el suelo del pasadizo de abajo; sólo hay que bajar unos cuatro o cinco metros.

Alargó la pierna, metió el pie en el nicho y empezó a descender.

—¡Ahora Kennedy con la lámpara! —lo oímos gritar desde abajo—. La luz permitirá a los demás ver el camino.

Kennedy empezó a descender con decisión, la lámpara colgada de su brazo derecho.

—Yo iré el último —dijo sir Lionel Barton.

De modo que yo bajé a mi vez. Había llegado a la mitad del camino cuando oí un fuerte grito procedente de abajo, como una refriega y una exclamación airada de Smith.

—¡Estamos bien, Petrie! ¡Fu-Manchú ha usado este pasadizo hace poco!

Llegué al fondo del pozo y me encontré con la entrada de un pasaje arqueado. Kennedy iluminaba el suelo con la linterna.

—Ya ve, la puerta estaba vigilada —dijo Nayland Smith—. ¿Qué?

—¡Una víbora bufadora! —exclamó, y señaló la pequeña serpiente cuya cabeza había aplastado con el talón.

Sir Lionel se reunió entonces con nosotros, y todos nos quedamos mirando el reptil muerto en aquel túnel húmedo y apestoso, como un cuarteto silencioso. Un fragor distante retumbó por el pasadizo, despertando ecos siniestros.

—Por el amor de Dios, ¿qué ha sido eso? —murmuró Kennedy.

—Un trueno —contestó Nayland Smith.

—La tormenta ha estallado en las colinas. Cuidado con la lámpara, muchacho.

Habíamos avanzado unos trescientos metros y, según mis cálculos, habíamos dejado atrás el huerto de Greywater Park y nos hallábamos cerca de la hilera de árboles de detrás; estaba fijándome en el curioso enladrillado del pasaje cuando Kennedy gritó:

—¡Atención, señor! —La luz empezó a bailar como enloquecida—. ¡A sus pies! ¡Ahora ha subido por la pared! ¡Cuidado con su mano, doctor Petrie…!

Dirigió la lámpara hacia mí. La luz me dio en la cara de lleno y me cegó por unos instantes.

—¡En el techo, encima de su cabeza, Barton! —dijo Nayland Smith esta vez—. ¿Con qué podríamos matarlo?

Ya había recuperado la visión y, al volverme, descubrí al escorpión más grande que he visto jamás encaramado a una irregularidad de la pared mohosa. Era tan largo como mi mano abierta.

Kennedy y Nayland Smith retrocedían con sigilo, el primero sin dejar de enfocar con la luz de la lámpara al espantoso insecto, que empezó a corretear con esos movimientos ansiosos y horribles característicos de la especie. De repente se oyó un estampido seco y entrecortado… Sir Lionel había disparado su Browning y había dado en el blanco.

En oleadas de sonido, el estruendo atronó por el pasaje. La lámpara, como ya he dicho, iluminaba el camino que habíamos dejado atrás, y el túnel, ante nosotros, sólo era una boca negra, un auténtico averno, custodiado por guardias infernales. Contemplé aquella caverna oscura, presa de una fascinación melancólica ante el fragor de la tormenta que resonaba por el pasadizo; escudriñé la negrura… y se me pusieron los pelos de punta al descubrir el horror supremo de nuestra espantosa excursión.

¡Ojos como diamantes destellaban en la oscuridad!; minúsculos ojos de insectos que pululaban por el suelo, por las paredes, por el techo. Un grito ahogado acudió a mis labios.

—¡Smith! ¡Barton! ¡Por el amor de Dios, miren! ¡El lugar está infestado de escorpiones!

Todos nos volvimos con el pánico latiendo en nuestros corazones. El haz de la gran lámpara iluminó lo que nos rodeaba… y allí, retrocediendo para ocultarse de la luz, ¡apareció un auténtico ejército de bichos venenosos! Conté al menos tres de aquellos gigantescos ciempiés rojos cuyo venenoso contacto, llamado «el beso Zayat», significa una muerte segura; estaban representadas varias especies de escorpiones; asimismo, algunos tipos de arañas, abotargadas y torpes, de cuerpo tan gordo que las patas cortas y peludas apenas las sostenían, se arrastraban, horrendas, casi a mis pies.

No sé qué otras monstruosidades pertenecientes al reino de los insectos incluía aquella horda obscena. Me picaba la piel de la cabeza a los pies. Tenía la sensación de que un millón de bichos venenosos reptaba ya por mi cuerpo, seres infectos criados en las selvas de Birmania, donde abunda la malaria; en el lodo de los ríos chinos, contaminados por los cadáveres; en los lugares más pestilentes y oscuros de Oriente, donde Fu-Manchú reclutaba a su ejército de las tinieblas.

Me hallaba a un paso de perder los estribos cuando el timbre seco e incisivo de la voz de Nayland Smith me despabiló como una ducha fría.

—Este derroche de horrores gratuito no augura nada bueno. Barra las paredes con la luz, Kennedy; todas estas criaturas inmundas son nocturnas y se alejarán de nosotros conforme avancemos.

Tenía razón. Con un ruido parecido al crujido de hojas secas —un sonido sibilante indescriptiblemente repugnante—, aquellos seres negros, grises y rojos salían disparados a nuestro paso. Uno a uno, conforme avanzábamos, se ocultaban en agujeros y grietas del antiguo muro, a veces en solitario, a veces a pares; las parejas fundidas en un abrazo mortal.

—No vivirán mucho tiempo en este ambiente tan frío —gritó Smith—. Muchos se matarán entre ellos, y el resto se lo confiaremos al clima inglés. No obstante, observen que ninguno cae sobre ustedes al pasar.

Así, proseguimos aquella marcha de pesadilla por ese valle de terror. El ambiente era cada vez más frío. De nuevo el trueno retumbó encima de nosotros y pareció sacudir el techo del túnel con fuerza, como con manos de titán. El rumor de agua que escuchábamos desde hacía un rato se volvió tan alto que casi no oíamos a los demás. Todos los insectos habían desaparecido.

—¡Nos acercamos al río Starn! —gritó sir Lionel—. ¿Lo ven? ¡El pasadizo desciende y las paredes están mojadas!

—¡Y fíjense en el enladrillado!

Más que nada para paliar la agitación febril que me consumía, me obligué a observar la estructura del túnel y reparé en un hecho sorprendente. Una parte de los muros ora natural, una caverna angosta que atravesaba la roca de fondo, pero otra parte, si mis escasos conocimientos de arqueología no me inducían a engaño, ¡eran fenicia!

—Este tramo del pasaje —volvió a gritar sir Lionel— es de la época romana o incluso anterior. ¡Dios mío! ¡Es casi increíble!

En aquellos momentos, Smith y Kennedy, que abrían la marcha, estaban hundidos hasta las rodillas en una corriente de agua. De arriba caía una ducha helada, y ante nosotros se erguía un muro de agua. Una vez, más próximo y más alto, el trueno retumbó, su fuerte voz casi se perdió en el fragor de aquella catarata subterránea. Nayland Smith, con las manos a manera de megáfono, gritó:

—¡Como no estamos seguros de que otros hayan pasado por aquí, no sé si arriesgarme! ¡Sin embargo, el río no mide más de doce metros de ancho a la altura de Monkswell! ¡En el peor de los casos, con una docena de pasos nos plantaremos en el otro lado!

No me molesté en replicar. Confieso que la idea me horrorizaba. Smith, no obstante, tras prepararse como alguien que se dispone a zambullirse desde gran altura, le hizo un gesto a Kennedy de seguir adelante y penetró en la catarata…