—¡Escuchen! —dijo sir Lionel Barton.
Estaba de pie en la alfombra negra, delante de la repisa tallada de la enorme chimenea, un hombre descomunal en un escenario a su medida.
Me guardé lo que iba a decir y escuché con atención. En el interior de Greywater Park reinaba el silencio, pues era tarde. Fuera diluviaba, y el estruendo constante de la lluvia ahogaba cualquier otro sonido. Entonces, por encima del chaparrón, oí un ruido que al principio me costó identificar.
—¡El rugido de los leopardos! —aventuré.
Sir Lionel sacudió su cabeza leonada con impaciencia. Enseguida el ruido aumentó de volumen, y de repente supe de qué se trataba.
—¡Alguien grita! —exclamé—. ¡Alguien que monta un caballo al galope!
—¡Viene hacia aquí! —añadió sir Lionel—. ¡Escuchen! ¡Ha llegado a la puerta!
La campana sonó con estridencia, una y otra vez, y su repique insolente resonó por las grandes dependencias y pasillos de Greywater.
—Kennedy ha ido a abrir.
Por encima del fragor sibilante de la lluvia oí que alguien abría los pesados cerrojos y trancas. Los criados se habían retirado hacía rato, al igual que Karamaneh, pero el secretario de sir Lionel había permanecido despierto y alerta.
Sir Lionel se dirigió hacia la puerta, y me había levantado para seguirlo cuando apareció Kennedy con un mozo empapado detrás de él, sin sombrero y de una palidez cadavérica. Paseó una mirada asustada de rostro en rostro.
—¿Doctor Petrie? —jadeó con tono inseguro.
—¡Sí! —dije, y un miedo súbito se apoderó de mí—. ¿Qué sucede?
—¡Cáspita! ¡Es el secretario de Hamilton! —señaló Barton.
—El señor Nayland Smith, señor —siguió diciendo el mozo con voz entrecortada, y todos mis miedos se hicieron realidad—. Lo han atacado, señor, en la carretera de la estación, y lo han llevado a casa del doctor Hamilton…
—¡Kennedy —gritó sir Lionel—, saca el Rolls Royce! ¡Deje aquí su caballo, muchacho, y venga con nosotros!
Se dio la vuelta bruscamente… y el mozo, que resollaba apoyado en la pared, se desplomó en el suelo.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Qué le pasa?
Me incliné sobre el hombre inconsciente y lo sometí a un rápido examen.
—¡La cabeza! ¡Tiene un golpe muy feo! Écheme una mano, sir Lionel. Hay que tenderlo en el sofá.
Colocamos al hombre en el Chesterfield y, con la ayuda experta del explorador, que estaba acostumbrado a tratar aquel tipo de lesiones, lo atendí lo mejor que pude. Uno de los criados se había despertado y, justo cuando apareció por la puerta, tuve la satisfacción de ver que el mozo del doctor Hamilton abría los ojos y miraba alrededor, aturdido.
—Rápido —dije—. Cuénteme, ¿cómo se ha lastimado?
El hombre se llevó la mano a la cabeza y gimió con debilidad.
—Algo ha llegado zumbando, señor —contestó—. Sin previo aviso. No he visto nada. No sé qué puede haber sido.
—¿Dónde se ha producido el ataque?
—Entre esta casa y el pueblo, señor, justo a la altura del bosquecillo, en el cruce de caminos de la cima de Raddon Hill.
—Será mejor que se quede aquí de momento —recomendé, y di algunas instrucciones al criado que se había levantado.
—Por aquí —nos llamó Barton, que había salido corriendo de la habitación y había reaparecido en el umbral con toda su corpulencia—; el coche está listo.
Con la mente llena de temores lúgubres, me dirigí hacia el vehículo. Sir Lionel ya estaba al volante.
—Suba, Kennedy —indicó cuando me hube sentado a su lado, y este entró en el coche.
Nos pusimos en marcha, remontando la estrecha avenida, dimos un fuerte bandazo en la curva y aceleramos hacia las colinas, donde nos aguardaba una larga cuesta.
Los faros delanteros iluminaban la carretera recta y Barton aumentó la marcha, indiferente a las normas, hasta que la subida se hizo notar y perdimos velocidad; por encima de la vibración del motor, oía la lluvia batir la copa de los árboles.
Escudriñé la oscuridad, carretera arriba, preguntándome si nos hallábamos cerca del lugar donde el mozo del doctor Hamilton había sufrido el ataque. Deduje que debíamos de estar muy cerca y, como para confirmar mi idea, en aquel momento sir Lionel hizo girar el coche de repente y se internó en la boca negra de un camino estrecho.
Hasta ahí, las carreteras eran aceptables, pero al tomar el camino secundario las sacudidas y los vaivenes empezaron a resultar molestos.
—¡Malditos caminos! —gritó Barton—; ¡y vaya cuesta!
Asentí.
La parte del camino que se extendía ante nosotros no era más que una catarata lodosa por la cual teníamos que abrirnos paso.
Entonces, tan de repente como se había desatado, la lluvia cesó; y casi en el mismo momento oímos una exclamación de enojo procedente de atrás.
El capó de lona me impedía ver con claridad el interior del coche pero, cuando me volví con presteza, vi que Kennedy se había quitado la gorra y se frotaba el pelo, cortado a cepillo. Maldecía con locuacidad.
—¿Qué ocurre, Kennedy?
—¡Alguien me ha tirado algo! —chilló el hombre—. ¡Suerte que llevaba la gorra puesta!
—¿Eh? ¿Le han tirado algo? —dijo Barton mirando por encima del hombro—. ¿A qué se refiere? ¿Una piedra?
—No, señor —repuso Kennedy—. No sé lo que era, pero no era una piedra.
—¿Le ha hecho daño? —pregunté.
—¡No, señor! Nada. —Pero la voz del hombre contenía un matiz de miedo; miedo a lo desconocido.
Algo golpeó el capó como un tambor.
—¡Otra vez, señor! —gritó Kennedy—. ¡Alguien nos sigue!
—¿Ve a alguien? —inquirió Barton con sequedad.
—No lo sé, señor —fue la respuesta—. Me ha parecido ver a alguien antes, unos veinte metros detrás de nosotros. Está muy oscuro.
—¡Dispare! —dije, tendiéndole mi Browning a Kennedy.
Al cabo de un instante, la detonación de la pequeña arma resonó en la noche, y me pareció oír un grito a lo lejos.
—¿Ven algo? —preguntó Barton.
Ni Kennedy ni yo contestamos, pues ambos estábamos mirando colina abajo. Por un instante, la luna había asomado entre las nubes, y en un punto donde los árboles raleaban a orillas de la carretera, unos trescientos metros atrás, un rayo de luz tenue bañó el camino lodoso; después la negrura lo engulló de nuevo.
Sin embargo, en aquel lapso breve, habíamos atisbado tres figuras, sólo por un momento, pero el tiempo suficiente para que ambos advirtiésemos que eran tres hombres delgados, medio desnudos. No me imaginaba qué clase de armas empleaban; ¡pero nos perseguían tres de los dacoits de Fu-Manchú!
Barton masculló algo y en cuanto divisamos las puertas de la casa del doctor Hamilton llevó el coche a la izquierda del camino.
Allí nos aguardaba un criado, listo para abrirlas. Sir Lionel torció para entrar en la casa y se internó en la avenida de olmos. La luz salía a raudales por la puerta abierta y daba de lleno en la grava húmeda. La casa era un derroche de luces; todas las ventanas visibles estaban iluminadas. La señora Hamilton había salido al porche a recibirnos.
—¿Doctor Petrie? —preguntó nerviosa cuando nos apeamos.
—Soy yo —dije—. ¿Cómo está el señor Smith?
—Sigue inconsciente —fue la respuesta.
Pasando junto a un puñado de criados plantados al pie de las escaleras como un pequeño rebaño de ovejas asustadas, nos dirigimos hacia la habitación donde yacía mi pobre amigo.
El doctor Hamilton, un hombre de cabello cano y porte militar, saludó a sir Lionel, y este me presentó a mi colega, que me estrechó la mano y se dirigió directamente hacia la cama del paciente. Encendió la lámpara de la mesilla para que viésemos al enfermo.
Nayland Smith yacía con los brazos fuera del cobertor y los puños apretados con fuerza. Su rostro delgado y moreno había adquirido un tono grisáceo, y llevaba un vendaje blanco alrededor de la cabeza. Respiraba con dificultad.
—Sólo nos queda esperar —aseveró el doctor Hamilton— y confiar en que no surjan complicaciones.
Cerré las manos con gesto involuntario pero, sin pronunciar una palabra, me di la vuelta y salí de la habitación.
Abajo, en el despacho del doctor Hamilton, estaba el hombre que había encontrado a Nayland Smith.
—No sabemos cuándo ha sido, señor —dijo en respuesta a mi primera pregunta—. Staples y yo nos hemos tropezado con él al ocaso, junto a la gran haya, a casi medio kilómetro del pueblo. No sé cuánto tiempo llevaba allí, pero debía de hacer un buen rato, porque el último tren había llegado hacía una hora. No, señor, no ha sido un robo: no le habían quitado el dinero ni el reloj, pero tenía la agenda abierta al lado y, aunque parezca raro, había tres billetes de cinco libras dentro.
—¿Lo entiende, Petrie? —exclamó sir Lionel—. Está claro que Smith ha conseguido una copia del viejo plano de los pasadizos secretos de Greywater y Monkswell antes de lo que esperaba y ha decidido regresar esta noche. Le han robado los planos y lo han dado por muerto.
—¿Y el ataque al secretario del doctor Hamilton?
—¡Sin duda Fu-Manchú intentaba impedir que nadie se comunicase con nosotros esta noche! Actúa contra reloj. Depende del tiempo, Petrie. La hora de su partida se acerca y tiene miedo de que lo capturen en el último momento.
Se puso a recorrer la sala a grandes zancadas, con un porte que recordaba poderosamente a un león enjaulado.
—Y pensar —dije con amargura— que todos nuestros esfuerzos por descubrir el secreto han sido en vano…
—¡El secreto de mi propia casa! —rugió Barton—, ¡y ese diablo chino, astuto y malvado, lo conoce!
—Es muy probable que Smith también lo conozca…
—¡Pero Smith no puede hablar…!
—¿Quién no puede hablar? —preguntó alguien con voz ronca.
Me volví al instante, incapaz de dar crédito a mis oídos… y allí, apoyado en la jamba de la puerta con debilidad, ¡estaba Nayland Smith!
—¡Smith —le reproché—, no debería haber salido de la habitación!
Se sentó en un sillón con la ayuda del doctor Hamilton.
—¡Por suerte, tengo la cabeza dura! —contestó, y una sonrisa apagada le bailó en la comisura de los labios—, y me resultaba físicamente imposible permanecer inmóvil sabiendo que el doctor Fu-Manchú se propone abandonar Inglaterra esta noche.