36. LA MAZMORRA

Ya habíamos salido al pasillo, y Smith iluminaba el camino con su linterna de bolsillo. Tenía la cabeza despejada pero me sentía débil como un niño.

—Tiene un aspecto espantoso, amigo —comentó Smith—, y no me extraña. Aún no me explico cómo es posible que no esté inconsciente o muerto después de tomar el vino con narcótico. Cuando he oído que alguien se movía por su habitación, no se me ha ocurrido que pudiera tratarse de usted.

—Smith —dije—, en la casa hay un silencio de muerte.

—Usted, Karamaneh y yo somos los únicos ocupantes del ala este. Homopoulo se ha encargado de ello.

—Entonces él…

—Es un miembro del Si-Fan, una criatura del doctor Fu-Manchú… sí, sin ninguna duda. Sir Lionel ha tenido mala pata (como siempre) al elegir a sus criados. He sido un completo estúpido, Petrie, y ruego no haber dado con la explicación demasiado tarde.

—¿De qué está hablando? ¿De qué se ha enterado?

—Cuidado con esos tres peldaños —me previno Smith mirando hacia atrás—. No paraba de darle vueltas al asunto de ese extraño golpeteo, Petrie, y he recordado la situación del dormitorio de sir Lionel, en la fachada sureste. Tras una breve inspección, he comprobado que, con ayuda de una buena rama de hiedra, podía llegar al tejado de la torre del este desde mi ventana.

—¿Y?

—Desde allí, es posible andar por el tejado de la fachada sureste y, tumbado boca abajo en el lugar donde sobresale por encima de la entrada principal, asomarse a la habitación de sir Lionel.

—¡Lo he visto!

—Temía que alguien estuviera mirándome, pero no se me había ocurrido que pudiera ser usted. ¡Ni Barton ni su criado personal están en ese dormitorio, Petrie! ¡Han desaparecido como por arte de magia! Esta es la puerta de Karamaneh.

Me sujetó del brazo y, al mismo tiempo, dirigió el rayo de luz hacia la puerta cerrada. Levanté la mano y golpeé la madera; a continuación, con todos los músculos en tensión y el corazón palpitando con fuerza, aguardé a oír la voz de la joven.

Ni un sonido interrumpió aquel silencio sepulcral, salvo los latidos de mi corazón, que debían de ser audibles para mi compañero, o esto pensé. Frenético, me lancé contra el roble macizo, pero Smith me obligó a retroceder.

—Es inútil, Petrie —dijo—, inútil. La habitación está en la base de la torre este, la suya queda encima y la mía arriba de todo. Los pasillos de acceso engañan, pero es así. No dispongo de pruebas concretas, pero apostaría todo lo que tengo a que hay una escalera en el interior de la pared y puertas ocultas en el revestimiento de madera de los tres dormitorios. La banda amarilla, de algún modo, se ha agenciado un plano de los pasadizos y cámaras secretas de Greywater Park. Homopoulo es el espía infiltrado en la casa; y se han llevado a sir Lionel, junto con su secretario, Kennedy, justo después de que nos enviase la invitación. A estas alturas, la banda ya sabrá que los hemos burlado, pero Karamaneh…

—¡Smith! —gemí—. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué le ha sucedido?

—¡Por aquí! —exclamó—. ¡Todavía no está todo perdido!

—¡Hay que despertar a los criados!

—¿Por qué? Perderíamos un tiempo precioso. Sólo hay tres hombres que duermen en la casa (exceptuando a Homopoulo) y están en el ala noroeste. No, Petrie; debemos arreglárnoslas solos.

Corría con imprudencia por los tortuosos pasillos y remontó a toda velocidad las escaleras extravagantes de aquel edificio vetusto. La ansiedad había reforzado la atropina que había empleado como antídoto del narcótico, y en aquellos momentos mi sangre, que hasta entonces había circulado con lentitud por mis venas, corría como el fuego mientras que yo ardía de ira.

Irrumpimos en un dormitorio grande y revuelto. Había libros y papeles esparcidos por el suelo; curiosidades, que iban desde gatos e ibis momificados a ataganes turcos y a zagayas zulúes, sumían el lugar en un desorden terrible. Sin duda era la habitación de sir Lionel Barton. Sobre una mesilla, junto a la cama deshecha, ardía una lámpara, y una estatuilla griega descolorida de Orfeo yacía volcada en la alfombra de al lado.

—Homopoulo estaba a punto de salir de esta habitación cuando he mirado por la ventana —dijo Smith, recuperando el aliento—. Por aquí hay otra entrada a los pasadizos secretos. Tenga la pistola a punto.

Cruzó la habitación desordenada hacia una pequeña alcoba situada cerca de los pies de la cama y enfocó con el rayo de la linterna los paneles pequeños y cuadrados.

—¡Ah! —exclamó triunfante—, ¡ha dejado la puerta entornada! ¡No se esperaban una inspección esta noche, Petrie! Demos gracias a Dios por un hígado indio y una mente suspicaz.

Desapareció en la cavidad que se abría en la pared y en la que yo reparé entonces. Corrí tras él y fui a parar a los peldaños toscos de piedra de un pasaje en pendiente, estrecho y muy bajo.

—Fíjese en la dirección que toman —me indicó Smith sin aliento, por encima del hombro—. En este momento debemos de estar en la base del torreón del este.

Descendimos cada vez más. El rayo de la linterna eléctrica sólo revelaba más peldaños ante nosotros, hasta que por fin llegamos a un pasaje llano y arqueado que torcía a la derecha con brusquedad. Dos pasos más lejos había una entrada, de poco más de un metro de alto, precedida de dos peldaños amplios. En el hueco descubrimos una puerta ennegrecida que poseía una cerradura de lo más engorrosa.

Nayland Smith se agachó y examinó el mecanismo a conciencia.

—¡Está recién engrasada! —aseveró—. ¿Sabe a qué habitación va a parar?

Lo sabía de sobra y, al notar aquel perfume delicado que evocaba la personalidad exquisita de Karamaneh, volvió a encenderse mi ira. Se oyó un chirrido metálico y Smith tiró de la puerta, que se abría hacia fuera, y se asomó al vano, barriendo con el rayo de la linterna la habitación del otro lado.

—¡Vacía, como era de esperar! —musitó—. Ahora, vayamos hacia la base de estas condenadas maniobras nocturnas.

Bajó los peldaños y recorrió todo el pasaje con la luz.

—El comedor actual de Greywater Park queda casi exactamente al sur de este lugar —murmuró—. Supongo que más vale retroceder.

Desanduvimos el camino hasta llegar al fondo de la escalera. En la pared de la izquierda había una abertura, casi pegada al suelo y de poco menos de un metro de alto; me recordó la entrada de uno de aquellos pasadizos, aparentemente interminables, que conducen a las cámaras sepulcrales de las pirámides egipcias.

—¡Vamos allá! —exclamó Smith—. Sígame de cerca.

Se agachó y, con la lámpara por delante, echó a gatear por el túnel. Cuando sus talones desaparecieron y sólo una luz débil perfilaba la abertura, me puse a cuatro patas a mi vez y empecé a arrastrarme con dificultad detrás de él. El ambiente era húmedo, frío, hediondo; en consecuencia, cuando llevábamos recorridos diez o doce metros de aquel túnel sinuoso y vi que Smith, delante de mí, se ponía de pie, reprimí a duras penas una exclamación de alivio. La sola idea de que hubieran arrastrado a Karamaneh por aquel agujero maloliente me ponía los pelos de punta.

Descubrí un pasaje ascendente, largo y estrecho, cuyo final no se divisaba desde mi posición. Smith empezó a remontarlo. Durante los primeros treinta o cuarenta pasos el techo estaba hecho de grandes bloques de piedra; después cambió, se volvió más bajo y uno se veía forzado a agachar la cabeza con frecuencia para esquivar las vigas de roble que lo atravesaban.

—Ahora estamos pasando por debajo del comedor —me informó Smith—. ¡De aquí procedían los golpes!

—¿Cómo lo sabe?

—He elaborado una teoría que aún está por demostrar, Petrie. En mi opinión, un prisionero de la banda amarilla ha escapado esta noche y ha pedido ayuda, pero ha sido descubierto y reducido al silencio.

—¿Sir Lionel?

—Sir Lionel o Kennedy… Sí, eso creo.

Entonces lo vi todo con claridad y comprendí el estado lamentable en que el fenómeno de los golpes fantasmales había sumido al mayordomo griego. No obstante, Smith seguía avanzando a toda prisa y de repente noté que el pasaje descendía con un declive brusco. A partir de ahí, tanto el techo como las paredes estaban hechos de ladrillos medio desmoronados. Smith se paró y echó la mano hacia atrás para detenerme.

—¡Chist! —siseó, y me aferró del brazo.

Permanecimos inmóviles, en silencio, y escuchamos. Distinguimos con toda claridad el sonido de una voz gutural que hablaba muy cerca de donde nos encontrábamos.

Smith apagó la linterna. Un resplandor tenue apareció delante de nosotros. Sin soltarme el brazo, Smith empezó a avanzar despacio hacia la luz. Dimos uno, dos, tres, cuatro cinco pasos… ¡y fuimos a parar a un arco que daba a una cámara de tortura medieval!

Sólo alcanzaba a ver una parte de la estancia, pero era indudable para qué servía. Botas de hierro, cepos y empulgueras colgaban de aquellas paredes cubiertas de moho. Una puerta enorme, tachonada de hierro, se abría en el extremo opuesto de la cámara, y en el umbral estaba Homopoulo, con una linterna en la mano.

Mientras lo miraba, la cruzó seguido de uno de esos birmanos bajos y robustos que el doctor Fu-Manchú solía tener a su servicio; eran miembros de las bandas de terribles criminales conocidos en la India como dacoits. Cargada al hombro como un saco, el dacoit llevaba a una chica vestida con exiguas ropas blancas…

Me puse como loco, ciego de dolor y de impotencia, pues se llevaban a Karamaneh ante mis ojos y no me atrevía a disparar contra sus secuestradores por miedo a herirla.

Nayland Smith profirió un fuerte grito y juntos nos abalanzamos a la cámara. Sin importarnos qué o quién más pudiese haber en la habitación, corrimos hacia el grupo que se retiraba por la otra puerta. Conservo el recuerdo del rostro pálido y sudoroso de Homopoulo al mirar, con ojos desorbitados, por encima de la linterna, y de la forma esbelta y blanca de aquella cautiva encantadora al sumirse en la oscuridad del pasaje.

Momentos después, con los nudillos ensangrentados y soltando a borbotones salvajes imprecaciones, estaba aporreando aquella puerta inexpugnable que me habían cerrado en las narices en el mismo instante de llegar a ella.

—¡Domínese, hombre! ¡Arriba ese ánimo! —gritó Smith, y con sus maneras enérgicas y decididas, me sujetó por los hombros y me apartó de la puerta—. Ni un ariete derribaría esta puerta; ¡tenemos que buscar otra salida!

Retrocedí tambaleándome con debilidad. Con la mano en la cabeza, miré en torno a mí. En una de las paredes, en un nicho, había una linterna que bañaba con luz lúgubre aquel lugar de terribles memorias; alrededor de mí había braseros, hierros de marcar y otros instrumentos muy apreciados en las edades oscuras… Y amordazados, encadenados a la pared de enfrente, estaban sir Lionel Barton y un desconocido.

Nayland Smith ya estaba inclinado sobre el intrépido explorador, cuyos fieros ojos azules echaban chispas en aquel rostro bronceado del sol, mientras que la melena y el bigote se le erizaban literalmente de la rabia largo tiempo contenida. Me tragué las emociones que bullían en mi interior e intenté liberar al segundo cautivo, un hombre de complexión robusta y tez bien afeitada. Primero le quité el trozo de toalla que le tapaba la boca.

—Gracias, señor —dijo con educación—. Las llaves de los grilletes están en esa repisa de ahí, al lado de la linterna. Rompí la primera argolla a la que me encadenaron, pero los diablos amarillos me pillaron, esposado como estaba, a mitad del pasaje, antes de que pudiera avisarles a ustedes, y me sujetaron a una anilla más fuerte.

Antes de que hubiera acabado de hablar, yo ya había encontrado las llaves y había abierto los grilletes de ambos prisioneros. Sir Lionel Barton, al librarse de la mordaza, descargó su rabia acumulada a gritos.

—¡Esos diablos me drogaron! —rugió—. ¡Ese villano negro, Homopoulo, me adulteró el té! ¡Me he despertado en esta celda detestable, cuyo secreto había permanecido inviolado durante generaciones! —Fulminó a Kennedy con sus ojos azules—. ¿Cómo es posible que se haya dejado atrapar? —preguntó sin razón—. ¡Pensaba que tenía un mínimo de seso!

—Homopoulo vino corriendo de su habitación, señor, y me dijo que usted había caído enfermo de repente y que había que llamar al médico sin perder un instante.

—¿Y qué más, necio?

—El doctor Hamilton no estaba, señor.

—Una llamada falsa, sin duda —terció Smith.

—Por eso fui en busca del médico nuevo del pueblo, el doctor Magnus. Acudió de inmediato y lo conduje a su habitación. Hizo salir a la señora Oram, y me quedé solo con Homopoulo y con él, aparte de usted.

—¿Y bien?

—¡Me golpearon con una porra! —explicó el hombre con aire despreocupado—. El doctor Magnus, que tiene pinta de latino, sin duda pertenece a la banda.

—¡Sir Lionel! —exclamó Smith—. ¿Adónde conduce el pasaje que hay al otro lado de esa puerta?

—¡Dios sabe! —fue la respuesta, que echó por tierra mi última esperanza—. No sé más que usted. Quizá…

Calló. Un ruido lo había interrumpido, un sonido que en aquel entorno lúgubre, a la luz de una linterna solitaria, trasladó mi pensamiento, como por arte de magia, a la antigua Roma, a la roma de Tigelino, a las mazmorras del circo de Nerón. Resonó tétrico por los pasadizos secretos…: ¡rugidos y gruñidos de leones y leopardos!

Nayland Smith se dio una palmada en la frente y se quedó mirándome con expresión desesperada.

—¡Dios la ampare! —susurró—. O bien sus planos, dondequiera que los consiguiesen, estaban equivocados o bien, por culpa del pánico, han tomado un camino equivocado… —Fuertes gritos se mezclaban ahora con los gruñidos de las bestias—. ¡Han ido a parar a la vieja cripta!

Aún no sé cómo, pero logramos salir del laberinto secreto de Greywater Park. Ya en los jardines, rodeamos el ala oeste hasta la puerta ojival recubierta de hiedra de la antigua capilla. Me parecía que las luces se encendían en torno a mí y que criados a medio vestir surgían de la nada. Estaba afectado de locura temporal.

Sir Lionel Barton también estaba comportándose como un demente, y como tal abrió aquellos cerrojos antiguos y se precipitó al claustro empedrado, atravesado por las sombras de las columnas normandas. Detrás de los barrotes de la jaula de los leopardos sonaron un terrible gruñido y ruidos de refriega.

Smith sostuvo la luz con mano firme mientras Kennedy abría los pesados cerrojos de la puerta de la cripta.

El temerario baronet entró en la jaula, entre sus mascotas salvajes, y a la luz de la linterna eléctrica vi algo que me aterrorizó. Boca abajo, al lado de un hueco que se abría negro en el suelo, yacía Homopoulo, con la garganta desgarrada y la pechera de la camisa empapada en sangre. Una pantera, con las patas delanteras sobre el pecho del muerto, volvió sus ojos ardientes hacia nosotros; una segunda estaba acurrucada junto al mayordomo.

Desplomado en un rincón de la jaula, entre la paja y los desperdicios de la guarida, yacía el dacoit birmano, con los fuertes dedos clavados en la garganta de un tercer leopardo, el más grande de todos, que había muerto con las garras relucientes enterradas en el hombro destrozado del hombre.

Sobre la paja, junto a los dos cadáveres, con la cabeza apoyada en ellos y los brazos esbeltos y desnudos abiertos, la melena derramada a un lado de tal modo que le ocultaba el rostro por completo, yacía Karamaneh…

En un abrir y cerrar de ojos, Barton saltó sobre la gran bestia que estaba plantada sobre Homopoulo, la agarró por la nuca y la sujetó entre sus manos poderosas mientras el animal chillaba de miedo e impotencia como una rata en las fauces de un terrier. El segundo leopardo se ocultó en el cubil interior.

Todo aquello lo vi en cuestión de segundos; después lo que me rodeaba se desvaneció y me arrodillé a solas junto a aquella cuya vida era la mía, en un mundo que de repente se había quedado silencioso y vacío.

Viví largas horas de agonía, horas condensadas en un espacio de segundos, con la cabeza de mi amada apoyada en el hombro, mientras buscaba signos de vida y temía encontrar heridas mortales… Al principio no podía creer el milagro, no podía asimilar la maravillosa verdad.

Karamaneh estaba ilesa, sumida en un sueño profundo, narcotizada.

—¡Los leopardos han creído que estaba muerta! —murmuró Smith con voz entrecortada—; ¡no han llegado a tocarla!