—Nos encontramos en una situación singular —dije—, y me veo obligado a reconocer que no me gusta nada.
Nayland Smith estiró las largas piernas y se arrellanó en la butaca.
—La súbita enfermedad de sir Lionel, desde luego, es muy inquietante —contestó—, y si hubiera existido la menor posibilidad de regresar a Londres esta noche sin duda la habría aprovechado, Petrie. Comparto sus recelos. Somos unos intrusos aquí, en un momento como este.
Me miró con interés, exhaló una espiral de humo y a continuación dirigió su atención al cono de ceniza que remataba su cigarro. Eché una ojeada, no por primera vez, a la entrada antigua y pintoresca que comunicaba con cierto corredor.
—Aparte de la sensación de que somos unos intrusos —continué despacio—, me siento intranquilo.
—Sí —contestó Smith, incorporándose de repente—, ¡sí! ¿Nota algo así? ¡Bien! Por suerte, es usted sensible a esta clase de impresiones, Petrie, y por ello me resulta tan útil como un gato al investigador psíquico. —Rio con aquel aire despreocupado—. Ya entenderá a qué me refiero —añadió—, de modo que no me excusaré por la comparación. Desde luego, las experiencias que hemos vivido pueden ser responsables de esta sensación de intranquilidad. Ninguno de nosotros podrá olvidar nunca el atentado contra la vida de sir Lionel Barton perpetrado hace dos años o más. Nuestra actitud ante su repentina enfermedad no es, ni mucho menos, la de observadores imparciales.
—Supongo que no —reconocí echando un nuevo vistazo hacia la entrada, aún desierta, que había al pie de las escaleras y que el ocaso había envuelto en sombras misteriosas.
Nuestra situación era de lo más curiosa. Habíamos recibido una cordial invitación de nuestro viejo amigo, sir Lionel Barton, el explorador mundialmente famoso, justo en un momento en que anhelábamos unos días de descanso, contemplar el mar y el campo, una bocanada de aire fresco, no contaminado. La situación de Karamaneh, que nos acompañaba, resultaba muy poco convencional, pero la presencia de la señora Oram, la digna ama de llaves, había hecho posible su visita a aquella residencia de solteros. De hecho, si habíamos aceptado la invitación había sido sobre todo en atención a la salud de la muchacha.
Al llegar a Greywater Park nos habíamos enterado de que, hacía una hora, nuestro anfitrión había contraído una enfermedad repentina. Hasta el momento, yo había sido incapaz de determinar la naturaleza exacta de su achaque, pero un médico de la zona, que se había marchado de la casa apenas diez minutos antes de nuestra llegada, había prohibido estrictamente la entrada de cualquier visitante en la habitación del enfermo. El criado personal de sir Lionel, Kennedy, que lo había acompañado en muchos de sus singulares viajes por todo el mundo, se ocupaba de él.
De todo aquello nos habíamos enterado por Homopoulo, el mayordomo griego (sir Lionel siempre había sido excéntrico en la elección de su servidumbre). Además, nos había dicho que no salía ningún tren para Londres aquella noche y que nos sería imposible encontrar alojamiento en el pueblo vecino.
—Sir Lionel insiste en que se queden —nos había asegurado el mayordomo con su inglés monótono e impecable—. Confía en que no se aburran y espera poder recibirlos y atenderlos mañana.
Una forma gris y fantasmagórica recorrió el vestíbulo en sombras y desapareció. Sin querer, di un respingo. A continuación, remoto, aterrador, un aullido resonó por las antiguas estancias de Greywater Park. Nayland Smith se rio.
—¡Era la civeta, Petrie! —dijo—. Por un momento me he asustado, hasta que los lamentos de la familia de leopardos me han recordado que sir Lionel ha trasladado su colección de animales salvajes a Greywater.
Sin duda alguna, era una casa extraña. Greywater Park había sido una fortaleza, un monasterio y una casa solariega sucesivamente. A la sazón, la vasta cripta que había debajo de la vieja capilla, donde se mantenía un ambiente cálido por medios artificiales, albergaba a las extrañas mascotas que nuestro extravagante anfitrión había traído consigo de países tropicales. En una jaula había una leona africana, un animal hermoso y poderoso, dócil como un gato. Bajo los otros arcos vivían dos hoscas hienas, unas cabras del Nilo Blanco y un antílope de Kordofán. Un establo que daba al jardín alojaba a una pareja de hermosas gacelas del desierto y, cerca de estas, había dos grullas y un marabú. Los leopardos, cuyos gañidos perturbaban el silencio de la noche, estaban en una gran jaula, parecida a una celda, situada justo debajo del lugar que antaño ocupaba el altar de la capilla.
Ahí estábamos, un grupo extraño en un entorno único. Intenté mirar la hora en mi reloj, pero la penumbra creciente lo hacía imposible. Entonces, sin que ningún sonido la anunciase, entró Karamaneh por la puerta que había centrado mi atención durante los últimos veinte minutos. La oscuridad me impedía estar seguro, pero me pareció que un rubor leve asomaba a sus mejillas cuando posó la vista en mí.
La belleza de Karamaneh no era de aquellas que realza la luz artificial: era la belleza de la palmera y de la flor del granado, la belleza que florece bajo un sol de justicia, que se expande, como el loto, bajo los cielos de Oriente. No obstante allí, al anochecer, mientras caminaba hacia mí, ofrecía un aspecto encantador, elegante, con la gracia de la gacela del desierto, como las que había visto a primera hora de la tarde. No puedo describir su vestido; sólo sé que me pareció maravillosa… Tan maravillosa que sentí una punzada, casi de terror, en el corazón, porque toda aquella dulzura iba a ser mía.
Entonces, de entre las sombras que ocultaban el otro lado del antiguo vestíbulo, salió la figura negra de Homopoulo, y el extraño trío que constituíamos se dirigió obediente a un comedor sombrío.
En el centro de la mesa había una gran lámpara encendida y delante de cada cubierto se había colocado una vela protegida con una pantalla. Su luz mortecina rielaba en las servilletas níveas y en los finos cubiertos de plata sin dispersar la penumbra que nos rodeaba. En todo caso, parecía acentuarla aún más; la mesa semejaba un oasis de luz en el desierto del enorme salón. Uno apenas lograba distinguir las armaduras y los trofeos que adornaban las paredes revestidas de madera; y cada vez que el mayordomo, lúgubre y silencioso, aparecía junto a mi codo, me sobresaltaba.
La persona de Homopoulo constituía un vivo ejemplo de la afición de sir Lionel por los sirvientes extraños, que ya conocíamos de ocasiones anteriores. Deduje que el mayordomo (quien, debo admitirlo, parecía conocer bien sus obligaciones) se había puesto al servicio de sir Lionel en la época en que este llevaba a cabo sus famosas excavaciones en el emplazamiento tradicional del laberinto de Dédalo, en Creta. Fue durante aquella expedición cuando, a raíz de la muerte de un pariente lejano, Greywater Park pasó a manos de sir Lionel. Al parecer, el acontecimiento había impulsado al excéntrico baronet a contratar de inmediato un factótum a su gusto.
Su séquito habitual de lacayos malayos, mozos hindúes y cocineros chinos brillaba por su ausencia, y el resto de la servidumbre, incluida la encantadora ama de llaves, llevaba en la casa períodos que oscilaban de los cinco a los veinticinco años. Reconozco que me alegraba de que fuera así; mis gustos son básicamente insulares.
Sin embargo, la intempestiva enfermedad de nuestro anfitrión había ensombrecido el ánimo de nuestro grupo. Advertí que estaba hablando en susurros, como en una iglesia, mientras que Karamaneh guardaba un completo silencio. A menudo evoco aquella cena tan curiosa, entre las sombras desiertas del enorme salón, debido al extraño suceso que se produjo a su fin.
Nayland Smith, que también se había contagiado de aquella tendencia a hablar en voz baja, de repente, con tono alto y animoso, empezó a contarnos algo de la historia de Greywater Park que, con su habitual meticulosidad, se había encargado de buscar. Fue una reacción desesperada por parte de aquel hombre enérgico contra las ideas pesimistas que amenazaban con obsesionarnos a todos.
Algunas partes de la casa, al parecer, eran muy antiguas, aunque los propietarios sucesivos habían ido añadiendo departamentos. Había leyendas fascinantes relacionadas con el lugar; habitaciones secretas tapiadas desde la Edad Media, una escalera privada cuya entrada, aunque nadie había logrado descubrirla, estaba, según se decía, en alguna parte del huerto frutal, al oeste de la vieja capilla. La había construido un antepasado de sir Lionel que se había enriquecido durante el reinado de Enrique VIII. Smith estaba rememorando aquello (poseía una memoria prodigiosa en lo que concernía a los pequeños detalles) cuando se produjo una interrupción.
La voz pausada del mayordomo casi me hizo caer de la silla cuando habló desde las sombras que se extendían a mis espaldas.
—El oporto del 45, señor —murmuró, y colocó una botella polvorienta encima de la mesa—. Sir Lionel me pide que les diga que los tiene en su pensamiento y propone brindar a la salud del doctor Petrie y su prometida, a quien espera tener el placer de conocer por la mañana.
Fue una situación a todas luces singular, y no creo que se me olvide nunca la escena que ofrecimos los tres cuando nos levantamos con solemnidad y efectuamos el brindis propuesto por nuestro anfitrión, aunque por persona interpuesta, bajo la mirada de Homopoulo, una figura siniestra plantada al fondo.
Cuando el lúgubre mayordomo se hubo retirado con un mensaje de agradecimiento para sir Lionel, una vez concluida la solemne ceremonia, Nayland Smith siguió hablando con alegría forzada:
—Estaba a punto de hablarles del fantasma de Greywater Park. Es un sacerdote vestido de negro, de quien se dice que fue el capellán español del propietario de la finca al principio de la Reforma. Debido a un pequeño malentendido con los comisarios de su majestad, el desgraciado clérigo halló una muerte intempestiva, y según la leyenda su fantasma ronda por la habitación secreta, cuya ubicación se desconoce, y profiere lamentos tras la puerta y las paredes de la escalera oculta.
Me pareció que no había acertado con la elección del tema, pero supuse que mi amigo hablaba más o menos al azar y a la desesperada; a decir verdad, de no haber sido por sus relatos de Greywater Park, creo que el demonio del silencio nos habría conquistado por completo.
—¿Se supone —dije, sin darme cuenta, como si temiese el sonido de mi propia voz— que ese sacerdote español estuvo en algún momento encerrado en el famoso cuarto oculto?
—Aseguran que conocía el secreto de un tesoro propiedad de la Iglesia, y cuenta la leyenda que fue interrogado y asesinado en una lúgubre mazmorra…
Se calló de golpe; de hecho, si quien hablaba hubiera sufrido un súbito ataque, la sensación habría sido idéntica. No obstante, el silencio sepulcral subsiguiente fue interrumpido al instante. Noté como si una garra de dedos helados me estrujara el corazón; me quedé clavado a la silla de puro terror a lo sobrenatural.
Pues como si el habitante fantasmal de Greywater Park hubiera oído las palabras de Nayland Smith, como si el torturado sacerdote intentase una vez más liberarse de sus antiguos padecimientos, se oyó un eco, hueco y remoto, como procedente de una caverna subterránea: alguien había dado unos golpes.
Me sentía incapaz de determinar de dónde procedía el sonido en realidad. En cierto momento pareció rodearnos, como si no uno sino cien prisioneros aporreasen las paredes cubiertas de madera de aquella estancia enorme y antigua.
Bajo, tan bajo que no llegué a estar seguro de si lo había oído bien, sonó también un grito sofocado. Los fuertes golpes crecieron en intensidad, cada vez más altos… hasta que cesaron de repente.
—¡Dios bendito! —susurré—. ¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha sido eso?