Tocaban las doce y media cuando salí de la estación. Me abroché el abrigo hasta arriba y, tras encasquetarme bien el sombrero, eché a andar hacia Hyde Park Corner.
Había declinado la oferta de varios taxistas que se me habían acercado y había decidido recorrer a pie parte del camino a casa para alejar el nerviosismo febril que me consumía.
Ya estaba avergonzado de los extraños miedos que me habían asaltado durante el viaje, pero quería reflexionar, recuperar el temple, y la soledad de medianoche que podría disfrutar en la zona de plazas que se extendía entre la estación y Hyde Park me atraía de un modo irresistible.
Proporciona un placer único pasear en solitario por las calles de Londres en la madrugada de un día de abril, siempre y cuando uno se encuentre en condiciones de disfrutarlo. Se requiere ser capaz de apreciar la soledad y el misterio de la ciudad dormida, aparte de cierta sensación de prosperidad (la certeza de que uno no tiene necesidad alguna de estar fuera de casa a esa hora). El vagabundo, el policía del turno de noche y el vendedor del puesto de café saben más del Londres nocturno que la mayoría de la gente, pero ignoran el romanticismo de la noche. El romanticismo sucumbe ante la necesidad.
Tenía razones de peso para estar más sensible que nunca al aroma de misterio que impera en las calles más conocidas de Londres cuando el zumbido del tráfico ha amainado; cuando los escasos viandantes y los coches solitarios recorren las avenidas desiertas. Aunque preocupaciones más personales intentaban hacerse hueco en mi mente, resultaba agradable caminar por las calles vacías y llenas de ecos y sumirme en especulaciones respecto los sucesos extraños que, al amparo de la noche, debían de acaecer en todas las grandes ciudades. Conozco la soledad del desierto, pero la soledad de Londres es igual de fascinante.
Aquel que por necesidad o por placer haya tomado la ruta que yo seguí aquella noche memorable habrá observado que cada una de las plazas que componen aquella cadena residencial que une el espacio exterior con el interior posee una zona de uso público y una privada. El ángulo por donde los vehículos cruzan la plaza de lado a lado invariablemente está plagado de tablones negros con anuncios de agentes inmobiliarios.
Me paré a la sombra de uno de aquellos tablones, extraje la pitillera y elegí un cigarro con tranquilidad. Había tantas casas desocupadas en el ángulo suroccidental que me puse a contemplar una que quedaba algo más adelante; salía luz de la puerta del recibidor y de la gran galería que había al otro lado del porche.
Excepto por aquella iluminación, en el resto de la plaza reinaba la oscuridad y no tenía modo de saber qué casas estaban habitadas y cuáles vacías. Bien podría haber estado paseando por una calle de Pompeya o de Tebas; una calle de un pasado muerto. Dejé que mi imaginación se recrease con la idea mientras me hurgaba en los bolsillos en busca de las cerillas y miraba alrededor. Me pregunté si llegaría un día en que algún sabio de una tierra futura, en una época futura, se plantaría donde yo estaba e intentaría reconstruir a partir de las ruinas aquella típica plaza de Londres. Una suave brisa hizo crujir el letrero colgante que tenía encima, mientras yo protegía la llama de la cerilla con las manos enguantadas.
¡En aquel momento, algo o alguien silbó cerca de mí!
Me di la vuelta como un rayo, dejando caer la cerilla al suelo. No había ninguna farola cerca de donde yo estaba, y la entrada y el porche de la residencia desierta parecían vacíos. Permanecí allí, mirando hacia el lugar donde, por lo que me parecía, había sonado el misterioso silbido.
El rumor de un taxi que se acercaba por el norte aumentó de volumen cuando el vehículo dobló el ángulo de la plaza, pasó junto a mí y siguió su camino. Lo vi girar por una esquina lejana y, en el renovado silencio, ¡el silbido se repitió!
Esta vez el sonido me dejó helado. El tono del silbido era extraño, inhumano, y presentaba un matiz burlón que resultaba misterioso.
Después de escuchar con atención y escudriñar el porche de la casa vacía, encendí una segunda cerilla, empujé la verja de hierro y caminé hacia los escalones, protegiendo la llama vacilante con la mano. Mientras lo hacía, oí el silbido una vez más, pero procedente de un lugar algo más alejado, a la izquierda del porche y a poca altura del suelo.
Justo cuando atisbaba algo que se movía por debajo del porche, la cerilla se apagó, pues el maletín que llevaba me obstaculizaba los movimientos. Sin embargo, precisamente por eso, reparé en su presencia y recordé que mi linterna de bolsillo estaba dentro. Abrí la maleta sin demora, saqué la linterna y, tras rodear la esquina de la escalera de entrada, enfoqué con el rayo de la linterna el pasaje angosto que conducía a la parte trasera de la casa.
A medio camino del pasadizo, mirándome por encima del hombro y silbando enfadado, ¡había un pequeño tití!
Me detuve en seco como si me hubieran puesto la punta de una espada en la garganta. Para un observador casual, cualquier tití es idéntico a otro, pero a menos que me estuviera dejando llevar por mis prejuicios, cosa que no sería de extrañar, ¡aquel espécimen era la mascota del doctor Fu-Manchú!
Una emoción no exenta de miedo creció en mi interior. Hyde Park no estaba lejos, aquel lugar se hallaba bastante cerca del Londres más transitado; aun así, en alguna parte, a un tiro de piedra —tal vez con los ojos puestos en mí, en aquel mismo instante— merodeaba, quizás, aquel ser malvado y brillante que soñaba con destronar a la raza blanca.
Con una mueca grotesca y un último silbido estridente, el animalillo se apartó de un salto del haz de luz de mi linterna. La súbita desaparición me devolvió a la realidad y me hizo recordar cuál era mi deber inmediato. Eché a andar por el callejón a paso ligero y llegué a un patio pequeño y cuadrado… justo a tiempo para ver al mono saltar a un hueco, parecido a un foso, situado delante de la ventana del sótano. Me acerqué al borde e iluminé el pozo con la linterna.
Descubrí un montón de hojas secas, papel viejo y basuras varias; pero al tití no lo veía por ninguna parte. En aquel momento me percaté de que casi todos los cristales de la ventana estaban rotos. En la negrura de la estancia subterránea sonó un chirriante parloteo.
Titubeé de nuevo. ¿Qué ocultaba la oscuridad?
El sonido lejano de una bocina destacó con claridad sobre el vago rumor que constituye el único silencio conocido por el habitante de la gran ciudad.
Sosteniendo el cigarro sin encender entre los dientes, dejé la maleta en el suelo y me dejé caer al foso que se abría delante de la ventana rota. No me costó subir la ventana de guillotina y, hecho esto, inspeccionar la estancia del interior.
La linterna iluminó una gran cocina, con el papel de la pared arrancado y la basura que habían dejado unos pintores esparcida por el suelo. En una esquina había un cubo para pintura; nada más.
Salté al interior y, después de extraer mi pistola Browning del bolsillo, pues no había vuelto a viajar sin ella desde el retorno del terrible chino a Inglaterra, me dirigí a la puerta, que estaba entornada, y me asomé al pasillo del otro lado.
Ahogando una exclamación, retrocedí un paso. ¡Dos ojos relucientes observaban los míos!
Al instante siguiente me obligué a soltar una risa… cuando el tití se giró y subió las escaleras brincando. En la casa reinaba un profundo silencio. Recorrí el pasillo y seguí al animal, que ahora avanzaba, o esto me pareció, hacia un destino más determinado.
Me condujo a un vestíbulo espacioso y desierto, donde mis pisadas furtivas levantaron ecos misteriosos, y rostros fantasmagóricos parecían mirarme desde las galerías de arriba. Me habría gustado descorrer el cerrojo de la puerta principal para asegurarme una vía de retirada por si llegaba a necesitarla, pero el tití remontó de repente la escalera principal a gran velocidad y corrió por la galería de arriba hacia la parte delantera de la casa.
Decidido, si cabía, a no perder de vista al animal, corrí en pos de él. Subí por las escaleras alfombradas y, desde la barandilla del rellano, me asomé a la negrura del vestíbulo con aprensión. Nada se movió abajo. El tití había desaparecido entre las hojas entreabiertas de una gran puerta corredera. Dirigiendo el rayo de la linterna ante mí, lo seguí, y fui a parar a una estancia alargada, de techo alto, sin duda un salón.
No capté la menor señal de mi presa, pero la otra puerta de la habitación estaba cerrada y no había más; en consecuencia, puesto que el animal había entrado, deduje que debía estar escondido en alguna parte del recinto. Enfocando a izquierda y derecha con la linterna, por fin descubrí la galería que discurría paralela a un lado de la sala (obviamente orientada a la plaza). A cada extremo de la misma había una puerta de balcón y por una de estas, que estaba entornada, se colaba un rayo de luz.
Salí a la galería. Persianas de lino cubrían las ventanas, pero una luminosidad tenue procedente del exterior se abría paso hasta aquella estancia vacía y revestida de azulejos. A unos diez pasos de donde yo me hallaba, a mi derecha, en una abertura en otro tiempo tapada con un panel de madera que ahora descansaba en el suelo, estaba el tití haciéndome muecas.
Al darme cuenta de que la luz de mi linterna debía de filtrarse por las persianas y ser visible desde el exterior, la apagué… y recortada contra el fondo resplandeciente del cuadrado, distinguí con toda claridad la silueta en movimiento del animalillo, que me miraba.
¡La habitación del otro lado estaba iluminada!
El mono desapareció, y reparé en un leve perfume, como de incienso. ¿Dónde lo había olido antes? Nada perturbaba el silencio de la casa vacía en la que me encontraba; sin embargo, dudé varios segundos antes de decidirme a continuar la persecución. Comprendí de repente que aquel vano de la pared comunicaba con la galería de la casa situada en la esquina de la plaza, la casa de las ventanas iluminadas.
Decidido a espiar el otro lado, me quité el abrigo y gateé por el agujero. El olor a humo de incienso se volvió embriagador. Me incorporé y descubrí que estaba rozando unas cortinas de un tejido dorado traslúcido que cubrían la puerta situada entre la galería y el salón.
Con cuidado, centímetro a centímetro, acerqué los ojos al resquicio de las cortinas, al tiempo que, en alguna parte de la casa, en el piso inferior, sonaba el estridente tañido de un gong. Siete veces retumbó la nota siniestra. Me agazapé en mi refugio; el incienso empezaba a resultar asfixiante.