30. MEDUSA

Unos asuntos legales, relacionados con el patrimonio de un pariente lejano fallecido, me obligaron a partir súbitamente de Londres sólo veinticuatro horas después de los sucesos que acabo de narrar, y, en aquellos momentos, Londres era para mí el centro del universo. Concluido el asunto —de una manera satisfactoria para mí— descubrí que, con suerte, alcanzaría a tomar el tren rápido de vuelta. Entre un ajetreo de porteros de hotel y de taxistas digno de Nayland Smith, partí hacia la estación… ¡Llegué a la entrada del andén en el momento exacto en que el jefe de estación levantaba la bandera verde!

—¡Demasiado tarde, señor! ¡Échese atrás, si no le importa!

El revisor del andén extendió el brazo para no dejarme pasar. El expreso de Londres arrancó, pero mi decisión de tomar ese tren y no otro bastaba para que superase todos los obstáculos; si lo perdía, tendría que esperar a la mañana siguiente.

Salté la barrera, pillando al hombre por sorpresa, y corrí por el andén. Se tendieron muchos brazos para detenerme y un jefe de estación de barba canosa se interpuso en mi camino, pero los esquivé a todos y tropecé, para su gran enojo, con un negro gigantesco que llevaba uniforme de chófer. Por fin llegué a la altura de un compartimiento de primera clase; la ventanilla estaba abierta.

Entre un coro de gritos nerviosos, metí la maleta por la ventana, salté al travesaño e hice girar el tirador. Aunque la entrada al túnel estaba peligrosamente cerca, conseguí abrir la puerta y entrar de un salto en el vagón. A continuación, usando la agarradera, cerré la puerta justo a tiempo y me dejé caer, jadeando, en el asiento. Tenía la vaga impresión de que el chófer negro, ya recuperado, había corrido detrás de mí hasta el final del andén, pero, como ya me había salido con la mía, no sentía el menor remordimiento. El expreso atravesó el túnel a toda velocidad y yo exhalé un suspiro de alivio.

Con Karamaneh en manos del Si-Fan, no me había hecho ninguna gracia emprender aquel viaje al norte. Nayland Smith me había escrito una vez durante mi breve ausencia, y su carta había despertado en mí un deseo aún más vehemente de regresar y seguir trabajando contra la banda amarilla; pues en la carta hacía una vaga insinuación de que por fin había dado con una pista tangible del paradero del cuartel general del Si-Fan.

En aquel momento reparé en que tenía una compañera de viaje; una mujer. Iba sentada frente a mí, en el rincón más alejado, y llevaba un abrigo de viaje largo y suelto que no conseguía ocultar del todo las exquisitas curvas de su figura esbelta; un velo grueso que le tapaba todo el rostro. Entonces comprendí la indignación del chófer negro: ¡pegado a la ventana, había un cartel que ponía «reservado»!

Eché una ojeada al compartimiento. A través del velo, la mujer me observaba. La situación requería una disculpa.

—Señora —dije—, espero que perdone esta inoportuna intrusión, pero era de vital importancia que no perdiera este tren a Londres.

Hizo una reverencia, muy leve, muy fría, y volvió la cabeza a un lado.

El desaire fue tan inconfundible como irremediable el agravio, pero no tenía sentido mostrarse ofendido. En consecuencia, en un intento por alejar el asunto de mi mente, coloqué la maleta en la rejilla y, tras desdoblar el periódico que llevaba conmigo, traté de interesarme en los asuntos del mundo.

El intento no dio resultado; por mucho que me esforzase, mis pensamientos derivaban una y otra vez hacia el Si-Fan, la malvada sociedad secreta que tenía en su poder a la persona que más quería en el mundo; hacia el doctor Fu-Manchú, el genio que controlaba mi destino desde las sombras, y hacia Nayland Smith, la barrera entre las razas blancas y las ávidas hordas amarillas.

Suspiré de nuevo y, sin darme cuenta, alcé la vista… Topé con la mirada de unos ojos impresionantes.

Jamás, en toda mi vida, había visto algo parecido. Los ojos negros de Karamaneh eran maravillosos; los del siniestro doctor Fu-Manchú, espeluznantes e inolvidables; pero los ojos de aquella mujer que iba a ser mi compañera de viaje a Londres me parecieron increíbles. Su mirada resultaba del todo insoportable; ¡eran los ojos de Medusa!

Como me había cruzado, en un pasado no muy lejano, con la dulce mirada de Ki Ming, el mandarín cuyos alucinantes poderes hipnóticos superaban incluso los logros del famoso Cagliostro, conocía bien el poder de la mirada humana. No obstante, aquellos eran distintos a cualesquiera de los ojos humanos que hubiera visto hasta entonces.

Largos, almendrados, bordeados de pestañas espesas y negras como ala de cuervo, realzados por unas cejas arqueadas, dibujadas con delicadeza, poseían un brillo misterioso, como si contuvieran fuego. Eran los ojos de un hermoso animal salvaje, más que los de una mujer.

Su poseedora se había retirado el velo, dejando a la vista una cara de tez oriental, perfectamente ovalada, con una abundante melena de color oro viejo, una nariz pequeña y aquilina y unos labios rojos y carnosos. Los extraños ojos se fijaron en los míos por un instante, y enseguida dejó caer las largas pestañas y se reclinó en el asiento con graciosa languidez, más propia de Oriente que de Occidente.

El abrigo se le había abierto un poco y vi, sorprendido, que estaba forrado de piel de leopardo. Se había quitado un guante, el de la mano que tenía apoyada en el brazo del asiento; una mano delgada, del color del marfil viejo, con un anillo extraño y antiguo en el dedo índice.

Obviamente, aquella mujer no era europea, y me resultaba difícil determinar a qué nación asiática debía de pertenecer. En realidad, jamás había visto a nadie que se le asemejase siquiera remotamente; era la patrona ideal para el gigantesco negro con quien había chocado en el andén.

Intenté reírme de mí mismo, mirando por la ventana el paisaje bañado por la luna, pero la extraña personalidad de mi compañera solitaria me tenía fascinado y eché un vistazo rápido en su dirección a tiempo para advertir que desviaba la mirada; a tiempo para experimentar el misterioso hechizo de sus ojos.

La mano larga y delgada volvió a atraer mi atención; la piedra verde del anillo contrastaba de un modo sorprendente con el color crema mate de la piel.

Ya fuera por la personalidad de la mujer o por el perfume tenue que despedía, me sorprendí pensando en un santuario adornado con flores, envuelto en humo de incienso, ofrenda a algún dios pagano.

Me dije en vano que mi actitud era deleznable, que debería avergonzarme de tal debilidad. Dejamos atrás estación tras estación, mientras el expreso corría por los paisajes ingleses, iluminados por la luna, hacia la brumosa metrópolis. Seguro de que me observaban a hurtadillas, me sentía cada vez más incómodo.

Me costó un esfuerzo de voluntad considerable mantener la vista apartada de ella, obligarme a mirar por la ventanilla. Cuando, después de bregar conmigo mismo para vencer las ideas absurdas que amenazaban con obsesionarme, miré de nuevo al otro lado del compartimiento, advertí, con un alivio inexpresable, que mi compañera se había bajado el velo.

Lo dejó así el resto del viaje; aunque durante la hora siguiente continuaron asaltándome sensaciones en las que no he sido capaz de pensar sin sentir un escalofrío de miedo desde entonces. Me parecía haberme metido, no en un compartimiento de tren normal y corriente, sino en una caverna cumana.

Si al menos hubiera podido hablar con aquella desconocida misteriosa, si hubiéramos comentado cualquier banalidad, sin duda el hechizo se habría roto. No obstante, por alguna razón que no atinaba a explicarme y que no guardaba relación alguna con el primer desaire, me sentía cohibido. Durante una hora (la más larga que he pasado en mi vida), mantuve una vigilancia silenciosa y defendí mi razón contra fuerzas externas; me parecía estar luchando con un poder sutil que se proponía inundar mi cerebro, anegar mi individualidad y someterme a otra voluntad.

Ni siquiera sé hoy en día hasta qué punto aquello era real o en qué grado se debía a mi desasosiego por la interminable contienda con la banda amarilla, pero el lector que está pendiente del relato de nuestra colosal batalla contra Fu-Manchú y sus acólitos podrá juzgar enseguida por sí mismo.

Cuando al fin el tren frenó y las columnas y los andenes de la gran estación de término empezaron a vislumbrarse, ¡cuánto me alegré de volver a ver aquel resplandor nebuloso, con qué calor acogí el rumor sordo de la calles de Londres!

Un negro enorme —el doble de grande que el hombre al que había derribado hacía un rato— abrió la puerta del compartimiento, me lanzó una mirada en que se mezclaban la animosidad y la sorpresa, y la mujer, tras echarse la capa por encima de su figura exquisita, se levantó con toda tranquilidad.

Alargó el brazo para tomar la pequeña maleta de piel que había dejado en la rejilla, y su manga suelta se plegó hacia abajo, dejando a la vista un brazo desnudo, suave, de contorno perfecto y color marfil viejo. Justo debajo del codo, un brazalete en forma de serpiente de extraño aspecto le ceñía la carne cálida; en sus ojos, verde claro, destelló un fuego dormido, una chispa de viveza.

A continuación… ¡desapareció!

—¡Gracias a Dios! —musité, y me sentí como Dante al salir del infierno.

Mientras abandonaba la estación, entreví por un instante una figura gris que subía en un coche grande. Junto a este, aguardaba un chófer negro.