Desde mi puesto en la silla, junto a la ventana, veía dos lados del patio de abajo: el que quedaba justo enfrente, por donde se entraba a algunas habitaciones, y el de la derecha, con las arcadas como de claustro, detrás de las cuales había un laberinto de pintorescos pasajes y escaleras por donde alguien con mucho sentido de la orientación podía llegar hasta el Embankment.
En esa parte del patio las sombras eran más densas. Cambiando una pizca de posición lograba atisbar el arco de entrada a la izquierda, con la lúgubre farola encima, sujeta con un soporte de hierro, y también parte del muro, una pared lisa interrumpida sólo por el propio arco. Reinaba una gran quietud; sólo de vez en cuando el paso de un vehículo por Fleet Street rompía el silencio.
Me sentía incapaz de conjeturar qué clase de peligro nos acechaba. Puesto que yo, con la pistola cargada sobre la mesa, hacía guardia junto a la ventana y Smith, también armado, vigilaba la puerta de la calle, no acertaba a imaginar cómo se proponía llegar hasta nosotros el enemigo misterioso.
Sin embargo, había notado algo raro en la actitud de Nayland Smith, lo que me había llevado a pensar que él sospechaba, o tal vez sabía, qué forma adoptaría la amenaza que se cernía sobre nosotros en la oscuridad. Sobre todo, me tenía perplejo una cosa: si Smith desconfiaba de la buena fe del remitente del mensaje, ¿por qué había actuado según sus sugerencias?
Así discurrían mis pensamientos, en ciclos continuos y estériles, mientras mis ojos inspeccionaban sin cesar las sombras de abajo.
Mientras miraba, pensando distraídamente en por qué Smith estaba tan silencioso en su puesto, advertí la presencia de una figura esbelta junto a los arcos de la derecha. Este descubrimiento fue paulatino y no me sorprendió; me limité a notar, sin sentir gran interés en el asunto, que había alguien en el patio de abajo, mirándome.
No aspiro a explicar mi talante de aquel momento, a hacer comprensible, en contraste con el miedo estremecedor que se había adueñado de mí hacía poco, la absoluta apatía de mi actitud. Ni siquiera hoy día soy capaz de revivir aquel estado de ánimo, y por una razón de peso, aunque yo no la conocía en aquel momento.
Era la muchacha euroasiática, Zarmi, quien estaba allí de pie, observando la ventana. En silencio, la contemplé. ¿Por qué no dije nada? ¿Por qué no avisé a Smith de la presencia de un sirviente de Fu-Manchú? No me lo explico, aunque más adelante llegaría a comprender, en cierta medida, mi extraño comportamiento.
Zarmi levantó la mano, me hizo señas y retrocedió, dejando a la vista a su compañero, hasta entonces oculto por las sombras que proyectaban los arcos. Aquel segundo observador avanzó despacio hacia delante y distinguí de quién se trataba: nada menos que del mandarín Ki Ming.
Reparé en esto con interés, pero con un interés impersonal, como uno observaría la entrada de un personaje en el escenario de un teatro. A pesar de la luz tenue, veía su semblante amable con toda claridad pero, en lugar de asustarme, una sensación placentera se adueñó de mí; ¡de hecho, no deseaba que Nayland Smith interrumpiese mi ensueño!
Qué representación tan fantástica había sido el drama de Fu-Manchú desde el momento en que yo había puesto los ojos por primera vez en el doctor amarillo. De nuevo me pareció estar interpretando mi papel en aquella función, hacía dos años o más, cuando había irrumpido en la habitación vacía que había encima del fumadero de opio de Shen Yan y me había encontrado cara a cara con el doctor Fu-Manchú. Llevaba una bata amarilla, lisa, de tono casi idéntico al de su rostro delgado y barbilampiño; con los codos apoyados en la mesa sucia y la barbilla puntiaguda sobre aquellas manos largas y nudosas.
Me quedé mirando aquellos ojos extraños, alargados, estrechos y un poco rasgados, de un verde brillante, como de gato, en ocasiones horriblemente velados, como los ojos de un pájaro grotesco…
Así empezó; y a partir de ahí me vi arrastrado, paso a paso, por cada uno de los sucesos acaecidos, importantes e insignificantes; una retrospección como la que pasa por la mente del ahogado.
Con una intensidad terrible y deliciosa a un tiempo, vi a Karamaneh, mi amor perdido; la vi primero envuelta en una capa de ópera, con capucha; con el rostro aterciopelado y los maravillosos ojos negros alzados hacia mí; la vi ataviada con las vaporosas vestiduras orientales de una esclava, y la vi vestida de gitana.
Reviví momentos dulces y amargos, horas de intriga y días de vigilancia permanente; los largos meses de aquel primer verano, cuando conocí aquel amor infeliz, y más y más, siempre más. Durante años volvía a vivir a la sombra de aquella terrible nube amarilla. Busqué por la tierra de Egipto a Karamaneh y experimenté una vez más la desdicha de perderla. El tiempo dejó de existir para mí.
Entonces, al final de aquellos años extenuantes, llegué al fin a mi encuentro con Ki Ming en la sala de la puerta dorada. En aquel momento, mis aventuras imaginarias dieron un giro. De nuevo me vi sentado en el diván tapizado en rojo y escuché, asombrado, el discurso plácido del mandarín. De nuevo caí bajo el hechizo de su personalidad singular y una vez más, cerrando los ojos, consentí en que me llevaran fuera de la habitación.
Sin embargo, al atravesar el umbral, una duda cruzó mi mente, fugaz como una flecha. La mano que me sujetaba del brazo era nudosa, como una garra; notaba unas uñas increíblemente largas; tan largas como las de algún vampiro enterrado en las épocas oscuras.
Ahogando un grito de terror, abrí los ojos —haciendo caso omiso de la promesa que habían hecho— y miré la cara del guía.
¡Era el doctor Fu-Manchú…!
Jamás, ni dormido ni despierto, he experimentado una sensación como la que en aquel momento me atenazó el corazón; pensé que debía de ser la muerte. Durante siglos, eras incalculables —períodos más largos que los que ha conocido el mundo—, escudriñé aquel rostro estático y horrible, aquellos ojos de un verde antinatural. Con un tirón, desasí mi mano de la garra del chino y salté hacia atrás.
Al hacerlo, viajé, como por arte de magia, de la sala con la puerta dorada a nuestras habitaciones de Fleet Street; recuperé la plena posesión de mis facultades (o esto creí en aquel momento); comprendí que me había dormido en mi puesto, que había tenido un extraño sueño… pero advertí algo más. Noté una presencia macabra en la habitación.
Tomé rápidamente la pistola de la mesa y me di vuelta. Como un djinn malvado de la tradición árabe, el doctor Fu-Manchú, rodeado de una neblina tenue, ¡estaba allí, mirándome!
Al momento, levanté la pistola, apunté con pulso firme a la frente alta y arqueada… ¡y disparé! Era imposible que fallase a tan corta distancia, no había la menor posibilidad… En el mismo instante de apretar el gatillo, la niebla se disipó y las facciones del doctor Fu-Manchú se esfumaron como por arte de magia. La persona que tenía delante no era el doctor chino, a cuyo cráneo seguía apuntando con aquella arma pequeña y letal, a cuyo cerebro había disparado una bala; ¡era Nayland Smith!
Ki Ming, mediante las artes infames de los lamas de Rache Churan, ¡me había inducido a matar a mi mejor amigo!
—Smith —susurré con voz ronca—. Dios me perdone, ¿qué he hecho? ¿Qué he hecho?
Di un paso adelante para sujetarlo antes de que cayera, pero una inconsciencia absoluta me envolvió, y no me enteré de nada más.
—Dentro de poco estará perfectamente —dijo una voz que parecía proceder de muy lejos—. Los efectos de la droga se habrán disipado por completo cuando despierte, aunque quizá sienta náuseas y seguramente dolores musculares durante un tiempo…
Abrí los ojos; me palpitaban con un dolor punzante. Yacía en la cama, y a mi lado estaban Murdoch McCabe, el famoso experto en toxicología del hospital de Charing Cross… ¡y Nayland Smith!
—¡Ah, eso está mejor! —exclamó McCabe con tono alegre—. Tenga, beba esto.
Bebí del vaso que me puso en los labios. Estaba demasiado débil para hablar, demasiado exhausto para sorprenderme. La presencia de Nayland Smith, con la tez gris y demacrada a la luz fría de la madrugada, actuó como un tónico para mi recuperación. El toxicólogo me hizo varias preguntas meramente médicas que contesté, al principio con gran esfuerzo pero después con cada vez mayor facilidad.
—Sí —dijo al fin, meditabundo—. Por supuesto, es del todo imposible decirlo con seguridad, pero me inclino a creer que le han drogado con un preparado de hachís. El más probable es el que en los países de oriente se conoce como maagun o barsh, compuesto a partes iguales de Cannabis indica y opio combinados con eléboro y otros dos componentes que varían según la función que se pretende dar al maagun. Esto hace al sujeto especialmente propenso a alucinaciones subjetivas y lo convierte en un instrumento maleable en manos de un hipnotizador, por ejemplo.
—¿Lo ve, amigo? —exclamó Smith con vehemencia—. ¿Lo ve?
No obstante, sacudí la cabeza con debilidad.
—Disparé contra usted —dije—. Es imposible que fallase.
—El señor Smith me ha contado los hechos —terció McCabe—, y me he formado una idea bastante aproximada de lo sucedido. Por supuesto, todo resulta muy sorprendente, totalmente descabellado, de hecho, pero he visto casos muy parecidos en Egipto, la India y por todo Oriente; en Londres nunca, lo confieso. Verá, doctor Petrie, lo han dejado en manos de un hipnotizador muy hábil, después de predisponerlo con una fuerte dosis de maagun. Sin duda estará al corriente de los notables experimentos en psicoterapia llevados a cabo en el Salpetriére de París, y enseguida me entenderá cuando le diga que, antes de recuperar la consciencia en presencia del mandarín Ki Ming, había recibido órdenes hipnóticas.
»Debía ponerlas en práctica a una hora determinada (debidamente grabada en su mente narcotizada), o bien al recibir una señal…
—Le han dado una señal —interrumpió Smith—. Ki Ming estaba en el patio de abajo y ha mirado hacia la ventana.
—Pero ¿y si yo no hubiera estado apostado en la ventana? —objeté.
—En ese caso —dijo Smith—, él habría hablado, en voz baja, por el buzón de la puerta.
—De inmediato ha vuelto a caer en trance —continuó McCabe— y, mediante la sugestión hipnótica que había recibido unas horas antes, ha sido conducido ingeniosamente hasta el punto en el cual, no sé bajo qué alucinación, ha disparado contra el señor Smith. Tuve la suerte de estudiar un caso paralelo en Simia, donde un oficial fue asesinado a puñaladas por su khitmatgar (un sirviente leal), que actuaba al dictado hipnótico de cierto faquir a quien el oficial había cometido la imprudencia de reprender. Añadiré que el faquir pagó por el crimen con su vida; el khitmatgar le pegó un tiro diez minutos después.
—No he tenido la menor oportunidad de capturar a Ki Ming —gruñó Smith—. Se ha esfumado como una sombra. De todas formas, ha jugado su as y ha perdido. ¡En lo sucesivo, será perseguido y lo sabe! ¡Oh! —exclamó al ver que yo lo contemplaba perplejo—, me esperaba alguna artimaña lama, amigo, y me he atenido al pie de la letra al plan sugerido por el mandarín, pero lo he sometido a usted a una vigilancia estricta.
—¡Pero Smith…! ¡He disparado contra usted! ¡Fallar era humanamente imposible!
—Estoy de acuerdo. Pero ¿recuerda la detonación?
—¿La detonación? Estaba demasiado aturdido, demasiado horrorizado al darme cuenta de lo que había hecho…
—No ha habido detonación, Petrie. Los malabarismos indochinos no representan una novedad para mí, y usted tenía una expresión rara en los ojos. ¡Así que he tomado la precaución de descargar su Browning!