Nayland Smith iba y venía a grandes zancadas por la pequeña sala mientras se tiraba del lóbulo de la oreja izquierda casi con violencia. Aquella noche, sus canas incipientes se notaban más que nunca, y con el brillo febril de los ojos, fijos ante sí, parecía demacrado y enfermo, a pesar del bronceado engañoso de su piel.
—Petrie —empezó diciendo con sus maneras bruscas—, estoy perdiendo la confianza en mí mismo.
—¿Por qué? —pregunté sorprendido.
—No lo sé bien, pero, por alguna razón que no comprendo, estoy asustado.
—¿Asustado?
—Exacto; asustado. Aquí hay algún misterio oculto que no entiendo. Para empezar, si de verdad hubieran deseado que usted ignorase el emplazamiento del lugar donde se han producido los acontecimientos que ha descrito, no creo que lo hubieran dejado al final de Portland Place.
—¿Quiere decir que…?
—Quiero decir que no creo que lo hayan llevado a la legación china. Sin duda ha visto al mandarín Ki Ming; lo he reconocido por su descripción.
—¿Entonces lo ha visto alguna vez?
—No; pero conozco a gente que sí. Sé de cierto que es un hombre muy peligroso, y es posible…
Titubeó, dirigiéndome una mirada extraña.
—Es posible —siguió cavilando— que su presencia indique el principio del fin. La salud de Fu-Manchú tal vez esté dañada para siempre, y quizá Ki Ming lo haya reemplazado.
—Pero si sus sospechas, Smith, fueran ciertas, aunque sólo fuera en parte, ¿a santo de qué me secuestraron y me llevaron a esa cita singular? ¿Qué sentido tiene toda la farsa?
—El sentido habrá que descubrirlo —contestó—; pero me niego a creer que el mandarín albergue buenas intenciones respecto a nosotros. Olvide la idea. A efectos prácticos, al enfrentarnos a Ki Ming nos enfrentamos al doctor Fu-Manchú. En mi opinión, la presencia de ese hombre significa una cosa: estamos a punto de sufrir un nuevo tipo de ataque.
El tono de Smith me tenía atónito.
—Salta a la vista que sabe más de ese hombre, Ki Ming, de lo que me ha dicho —dije.
Nayland Smith sacó la pipa chamuscada y procedió a cargarla con celeridad.
—Está licenciado en la universidad de los Lamas, el monasterio de Rache Churan.
—Eso no me aclara nada.
—¿Qué sabe del magnetismo animal? —me soltó cuando la pipa empezó a humear.
La pregunta me pareció tan fuera de lugar que lo miré de hito en hito y en silencio por unos instantes. Después, respondí simplemente:
—Ciertos poderes a veces agrupados bajo ese nombre son reconocidos hoy en día en todos los hospitales.
—Exacto. Y el monasterio de Rache Churan está dedicado por entero al estudio del tema.
—Quiere decir que ese amable caballero…
—Petrie, un tal señor Sokoloff, un caballero ruso que conocí en Mandalay, me contó una anécdota sucedida en casa del mandarín Ki Ming, en Cantón. Ocurrió en presencia del señor Sokoloff y, en consecuencia, merece toda su atención.
»Realizó ciertas transacciones con Ki Ming y, concluidas las mismas, recibió una invitación para cenar con el mandarín. La recepción se celebró en una especie de logia o pabellón abierto justo enfrente de lo que era el lago decorativo, en cuya superficie crecían numerosos lirios acuáticos. A uno de los criados, creo que se llamaba Li, se le cayó un cuenco de plata que contenía agua de azahar para enjuagarse las manos y salpicó un poco la ropa del señor Sokoloff.
»Ki Ming no pronunció ni una palabra de reprimenda, Petrie; se limitó a mirar a Li con esos ojos engañosos, como de gacela. Li, según el relato de mi conocido, intentaba, a todas luces y cada vez más nervioso, mirar a cualquier parte que no fuera a los ojos dulces de su amo implacable. El señor Sokoloff, quien hasta aquel momento opinaba lo mismo que usted de su anfitrión, consideró la mirada persistente de Ki Ming una especie de reprimenda amable por lo silenciosa. El comportamiento del infeliz Li lo hizo cambiar de idea enseguida.
»Petrie… el hombre se quedó lívido, todo su cuerpo empezó a retorcerse y a agitarse, como atacado de paludismo, y los ojos parecían a punto de saltar de sus órbitas. El señor Sokoloff me aseguró que se había sentido palidecer cuando Ki Ming, muy despacio, levantó la mano derecha y señaló el estanque.
»Li se puso a jadear como si se hallara enzarzado en una pelea a vida o muerte con un contrincante más fuerte que él. Se aferró a los postes de la logia con delirio, y a sus labios asomó una espuma sangrienta. Empezó a retroceder, paso a paso, sin dejar de pugnar con todas sus fuerzas para detenerse. Tenía los ojos clavados en Ki Ming, como los ojos de un conejo hechizado por una serpiente. Ki Ming seguía apuntando al lago.
»Justo al borde del agua el hombre se echó atrás y, en aquel instante terrible, se detuvo y profirió una especie de gemido. Después, apretando los puños con fuerza, saltó al agua y de inmediato se hundió entre los lirios. Ki Ming permaneció con la mirada fija en el lugar donde surgían las burbujas; a la postre apareció la cara lívida del ahogado, todavía con los ojos vueltos hacia el mandarín, inmóviles. Durante casi cinco segundos, aquel rostro espantoso y deformado continuó mirando entre las flores; después se hundió otra vez… y ya no salió.
—¿Qué? —exclamé—. ¿Está diciéndome que…?
—Ki Ming golpeó un gong. Apareció otro criado con un cuenco de agua nuevo, y el mandarín siguió cenando tan tranquilo.
Respiré profundamente y me llevé la mano a la cabeza.
—Es casi increíble —dije—, pero lo que no logro entender es que me dejara marchar ileso cuando me tenía en su poder. ¿A qué venía toda la arenga y la pose de hombre de fiar?
—No es difícil de adivinar.
—¿Qué?
—Esta cuestión no me sorprende en absoluto. Sin duda recordará que el doctor Fu-Manchú siente un indudable afecto por usted, de índole claramente china, pero afecto de todos modos. No tiene la menor intención de asesinarlo a usted, Petrie; yo soy la víctima elegida.
Di un respingo.
—¡Smith! ¿Qué quiere decir? ¿Qué peligro, aparte del que nos amenaza desde hace dos años, nos acecha esta noche?
—Acaba de poner el dedo en la llaga. Hace un rato le he comentado que estaba asustado, y usted ha dado en el clavo. ¿Qué nos amenaza esta noche?
El tono en que pronunció las palabras me provocó un estremecimiento casi físico. Las sombras de la habitación se volvieron amenazadoras; el propio silencio me pareció horrible. Deseé con todas mis fuerzas que hubiera alguien más con nosotros, anhelé la fuerza de la multitud; me habría gustado que la habitación estuviera llena a reventar, pues me parecía que todo un arsenal de horrores a las órdenes del doctor Fu-Manchú nos rodeaba, a los dos, condenados por la misteriosa organización llamada Si-Fan. Rompí aquel silencio tétrico. Mi voz había adquirido un tono antinatural.
—¿Por qué teme tanto a ese hombre, Ki Ming?
—Porque debe de saber que tengo noticia de su presencia en Londres.
—¿Y?
—El doctor Fu-Manchú no está reconocido oficialmente. Hace mucho tiempo, su legación negó todo conocimiento de su existencia. Sin embargo, casi todos los diplomáticos de Europa, Asia y América conocen al mandarín Ki Ming. Sólo yo, y ahora usted, sabemos que es un alto mando del Si-Fan; Ki Ming está al tanto de que lo sé. Así que, ¿por qué arriesga el pellejo en Londres?
—Confía en la astucia de su raza.
—Petrie, es consciente de que poseo pruebas capaces de llevarlo a la horca, ya sea aquí o en China. Confía en una sola cosa: en atacar primero y con un golpe certero. ¿Por qué está tan seguro de sí mismo? No lo sé. Por eso estoy asustado.
De nuevo un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Un trozo de carbón cayó al fondo del fuego agonizante…, y el corazón me saltó en el pecho. De repente, recordé algo.
—¡Smith! —exclamé—. ¡La carta! ¡No hemos mirado la carta!
Nayland Smith dejó la pipa sobre la repisa de la chimenea y sonrió sin ganas. Se sacó un trozo de papel cuadrado del bolsillo y me lo puso en las narices.
—La he recordado cuando he pasado por delante de las prendas prestadas (que, por cierto, no llevan la marca del fabricante) al ir a mi habitación en busca de las cerillas —dijo.
¡El papel estaba repleto de ideogramas chinos!
—¿Qué pone? —pregunté sin aliento.
—Afirma que esta noche se cometerá un atentado particularmente peligroso contra mi vida, y recomienda que vigile la puerta y que usted permanezca junto a la ventana que da al patio con la pistola a punto. —Me miró de un modo extraño—. ¿Qué haría usted en tales circunstancias, Petrie?
—Desconfiaría muchísimo de tal recomendación. Sin embargo… ¿qué otra cosa podemos hacer?
—Existen muchas alternativas, pero prefiero seguir el consejo de Ki Ming.
El reloj de Saint Paul tocó la media: las dos y media.