27. LA HABITACIÓN DE LA PUERTA DORADA

Una noche, a principios de la semana siguiente, me hallaba sentado trabajando en mis notas, narrando nuestro escape casi milagroso de la casa del hachís, cuando el reloj de Saint Paul empezó a tocar la medianoche.

Dejé de trabajar, me recosté en la silla, cansado, y me pregunté por qué Nayland Smith tardaba tanto. Unos amigos de Birmania lo habían llevado al teatro y, dado que iba bien acompañado, no había motivos para preocuparse. Sin embargo, como la omnipresente amenaza de Fu-Manchú pendía sobre nosotros, siempre me intranquilizaba cuando mi amigo se retrasaba por la noche.

¡En qué mundo tan irreal vivía en aquellos días! Aunque trataba con gente normal en ambientes de lo más comunes, me sentía muy lejos de esas personas, sabía que nadie compartía conmigo la consciencia del peligro que suponía aquel hombre poderoso y malvado cuya presencia en Inglaterra había hecho que mi vida tomara rumbos extraños.

No obstante, a pesar de todos mis conocimientos, y a pesar de la experiencia, aún más vasta, de Nayland Smith, ¿qué sabía yo, qué sabía él de la extraña organización llamada Si-Fan y de su miembro más destacado, el doctor Fu-Manchú? ¿Dónde se ocultaba el temible chino con sus asesinos, sus venenos y sus innominados agentes de la muerte? ¿Qué techo de la vasta Inglaterra cobijaba a Karamaneh, la compañera de mis sueños, la esperanza que me mantenía en pie todas las horas del día?

Suspiré con desesperación y entonces, para mi infinita sorpresa, ¡oí que alguien golpeaba con fuerza el cristal de la ventana!

Me incorporé de un salto y me acerqué a la ventana, la abrí de par en par y me asomé al patio de abajo. Estaba desierto. En ninguna otra ventana, que yo viese, se distinguía luz alguna y ni un alma se movía entre las sombras del patio. A mis oídos llegaba el rumor apagado del tráfico de Fleet Street; la última campanada de Saint Paul resonó en la noche.

¿Qué significaba aquel sonido que me había sacado de mis meditaciones? ¿No lo habría imaginado? Sí, nada se movía, todo estaba desierto a derecha e izquierda, arriba y abajo, desde las sombras en forma de claustro del este hasta la pared lisa del edificio del oeste.

En silencio, cerré la ventana y permanecí por un instante delante de la misma, escuchando. Nada ocurrió, y regresé al escritorio, extrañado pero en absoluto alarmado. Reanudé el aparentemente interminable relato de los misterios del Si-Fan, y acababa de tomar la pluma cuando… dos golpes fuertes sonaron en el cristal, detrás de mí.

En un santiamén me planté en la ventana, la abrí y me asomé al exterior. Nayland Smith no era aficionado a gastar bromas, y no conocía a nadie más capaz de tomarse aquella libertad. Como antes, el patio de abajo estaba vacío…

¡Alguien llamaba con suavidad a la puerta del apartamento!

Me alejé, raudo, de la ventana abierta, y en aquel momento el miedo se adueñó de mí. Noté por un instante el roce de los dedos helados del pánico, pues tenía la sensación de que estaba rodeado. ¿Quién sería aquel visitante tardío, aquella visita de medianoche que prefería llamar a la puerta tétricamente en lugar de utilizar el timbre?

Extraje la pistola Browning del cajón del escritorio, me la guardé en el bolsillo y me acerqué al vestíbulo angosto. Estaba a oscuras, pero apreté el interruptor para encender la luz. Miré hacia la puerta cerrada y la llamada suave se repitió.

Avancé; después titubeé y, con los nervios de punta por lo que pudiera encontrar, me quedé allí, dudando. Nada rompió el silencio durante un tiempo, quizá medio minuto. Después sonó de nuevo la llamada fantasmal.

—¿Quién anda ahí? —grité a viva voz.

No se oyó el menor sonido al otro lado, y yo seguí allí plantado, vacilando. Tal vez el lector considere mi actitud de una pusilanimidad infantil, pero yo, que me había encontrado cara a cara con muchas de las terribles criaturas del doctor Fu-Manchú, tenía buenas razones para temer a quienquiera que llamase a mi puerta a medianoche. ¿Acaso podía olvidar al gran hombre mono, con la fuerza de cuatro hombres vigorosos, que en cierta ocasión el malvado doctor había azuzado contra nosotros? ¿Acaso podía dejar de recordar a los dacoits birmanos y a los estranguladores chinos?

No, tenía motivos sobrados para sentir miedo, como quedó demostrado cuando, después de sacar la pistola del bolsillo, avancé a grandes zancadas, abrí la puerta de par en par y me quedé mirando el abismo negro de la escalera.

¡No había nada, nadie!

Muerto de ganas de gritar, como si el sonido de mi voz bastase para tranquilizarme, agucé el oído. El silencio era absoluto.

—¿Quién anda ahí? —volví a gritar, tan alto como para atraer la atención del ocupante del apartamento de enfrente, por si acertaba a estar en casa.

Nadie contestó; y pensando que aquel silencio resultaba más inquietante que cualquier estruendo, crucé el umbral… Me dio un vuelco el corazón y después tuve la sensación de que dejaba de latir en mi pecho…

A derecha e izquierda de mí, una a cada lado de la puerta, había dos figuras oscuras; ¡había caído de cabeza en una trampa!

La impresión me paralizó la mente por un instante. Al siguiente, mientras la siniestra pareja me acorralaba rápidamente, retrocedí… para caer en brazos de un tercer asaltante, que debía de haber entrado en las habitaciones por la ventana abierta y que sin duda me había seguido a hurtadillas.

Me percaté de esto y de nada más. Alguien me tapó la cabeza con una bolsa que hedía a hachís, un olor que ya conocía, y me la apretaron con fuerza contra la nariz y la boca. Noté que perdía el conocimiento… y caí en un pozo sin fondo.

Cuando abrí los ojos, tardé algún tiempo en comprender que estaba consciente en el verdadero sentido de la palabra, que estaba realmente despierto.

Me encontraba sentado en un banco tapizado de rojo, en una habitación bastante grande y amueblada con sobriedad, al estilo chino, y me fijé en una puerta doble, dorada, cerrada en aquel momento. En el extremo más alejado de la estancia había una tarima de unos noventa centímetros de alto, también revestida en rojo, sobre la que descansaba un almohadón muy grande cubierto con una piel de tigre.

Sentado en el almohadón había un chino de aspecto majestuoso. Poseía un semblante a todas luces noble y gentil e iba vestido con una bata amarilla forrada de piel de marta. Tres peinetas doradas le recogían el pelo, surcado de canas, en lo alto de la cabeza, y un gran diamante pendía de su oreja izquierda. Un gorro negro adornado con perlas y coronado por una bola de coral, indicativo del rango de mandarín, yacía sobre el cojín más pequeño que tenía al lado.

Recostado contra la pared, clavé una mirada intensa en aquel personaje, pues lo consideraba producto de mi mente perturbada. Sin embargo, no desapareció. Se abanicaba satisfecho y me contemplaba con aire de interés y simpatía. Al notar que yo era plenamente consciente de dónde me hallaba, el chino se dirigió a mí en una lengua del todo desconocida.

Sacudí la cabeza, aturdido.

—Ah —comentó en francés—, no habla mi lengua.

—No —contesté, también en francés—; pero ya que, por lo visto, hablamos una lengua común, ¿qué significa el atropello que he sufrido y quién es usted?

Mientras pronunciaba estas palabras me levanté, pero el vértigo me acometió de inmediato y no tuve más remedio que sentarme de nuevo en el banco.

—Serénese —dijo el chino tomando un pellizco de rapé de la jarrita de plata que tenía al alcance de la mano—. Me he visto obligado a adoptar ciertas medidas para poder mantener esta conversación. En China, tales medidas no son infrecuentes, pero reconozco que en Inglaterra no están bien vistas.

—¡Desde luego que no! —contesté.

Las maneras tranquilas de aquel anciano imponente hacían difícil mostrar auténtico resentimiento. Una sensación de futilidad se adueñó de mí; me sentía en un mundo irreal, regido por las leyes de los sueños.

—Tiene motivos sobrados —prosiguió mientras se llevaba el pellizco de rapé a la nariz con tranquilidad—, motivos sobrados para desconfiar de todo lo que proceda de China. En consecuencia, cuando envié a mis criados a su morada (sabiendo que estaba solo) les pedí que observaran todas las leyes de cortesía compatibles con la «invitación ineludible». Por consiguiente, le ruego me perdone, pues no tenía la intención de ofenderlo.

No supe qué decir; ¡una sorpresa detrás de otra! ¿Qué sucedería a continuación? ¿Qué significaba todo aquello?

—Le he elegido a usted, y no al señor comisionado Nayland Smith —siguió diciendo el mandarín—, como receptor de los secretos que estoy a punto de revelarle porque su amigo quizás esté familiarizado con mi aspecto. Le confesaré que, en otro tiempo, lo habría contemplado a usted con animosidad, puesto que busca, como tantos otros, la destrucción de la organización más antigua y poderosa del mundo: el Si-Fan.

Al pronunciar estas palabras, levantó la mano derecha y se tocó la frente, la boca y, por último, el pecho; gesto que me recordó al que hacen los musulmanes.

—No obstante, mi primera misión es asegurarle —prosiguió— que las actividades de dicha orden no van dirigidas, en ningún sentido, contra usted, su país o su rey. Las vastas ramificaciones de la orden han sido utilizadas últimamente por un tal doctor Fu-Manchú para sus propios fines y, dado que él era (lo reconozco) un alto mando, se ha producido un cisma en nuestras filas. Hace justo un mes, el Príncipe Supremo decretó su condena de muerte y, ya que yo debo regresar a China de inmediato, confío en que el señor Nayland Smith ejecute la sentencia.

No dije nada: me sentía privado del habla.

—El Si-Fan —añadió al tiempo que repetía el gesto con la mano— reniega de Fu-Manchú y de sus sirvientes; hagan lo que quieran con ellos. Este sobre —levantó un paquete lacrado— contiene información que le resultará de utilidad al señor Smith. Ahora quisiera hacerle una petición. Fue traído aquí con la ropa que llevaba puesta en el momento en que mis sirvientes llamaron a su casa. —Yo no llevaba sombrero y calzaba unas babuchas de piel roja—. Sin duda encontraremos un abrigo y un sombrero para ponerle, de momento, y le pido que cierre los ojos hasta que se le dé permiso para abrirlos.

¿Alguno de mis lectores duda de lo que respondí a aquella petición? Recuerden la situación; recuerden también, antes de juzgarme, que daba por sentada la presencia de montones de chinos en las inmediaciones de aquella extraña estancia con la puerta dorada, mientras que no poseía ni la más remota pista respecto a su ubicación. Dado que no tenía modo de saber cuánto tiempo había permanecido inconsciente, era imposible que me hallase en cualquier parte en un radio de, pongamos… ¡cincuenta kilómetros de Fleet Street!

—De acuerdo —dije.

El mandarín hizo una plácida reverencia.

—Sea tan amable de cerrar los ojos, doctor Petrie —me pidió—, y no tema nada. No corre ningún peligro.

Obedecí. Al instante oí el sonido de un gong y reparé en que la puerta dorada se abría. Una voz suave, sin duda la de un chino culto, me dijo al oído:

—Mantenga los ojos bien cerrados, por favor, y le ayudaré a ponerse el abrigo. Encontrará el sobre en el bolsillo, y aquí tiene un gorro de mezclilla. Ahora, deme la mano.

Vestido de prestado, me acompañaron al exterior de la habitación. Recorrimos un pasillo, bajamos un tramo de escaleras cubiertas por una alfombra gruesa y, por fin, salimos de la casa, a la calle. Percibí el lejano rumor del tráfico mientras me ayudaban a subir a un coche y me acomodaban en un rincón. El automóvil arrancó y avanzamos un trecho.

—Permita que le ayude a bajar —dijo la voz suave al cabo de un rato—. Transcurridos treinta segundos, puede abrir los ojos.

Me ayudaron a subir a la acera y oí que el coche retrocedía. Tras contar despacio hasta treinta, abrí los ojos y miré en torno a mí. Aquel, y no el momento febril en que había contemplado la sala de la puerta dorada, me pareció el auténtico despertar, pues me rodeaba un mundo comprensible, las acogedoras calles de Londres, con la desierta Portland Place a un lado y una vista apagada de la nocturna Regent Street al otro. Un reloj cercano dio la una.

Con la mente todavía embotada del asombro, caminé hacia Oxford Circus, donde tomé un taxi que me llevó a Fleet Street. Tras despedir al conductor, pasé aprisa bajo el arco deteriorado, entré en el patio y me acerqué a nuestra escalera. Me disponía subir cuando alguien bajó corriendo y por poco me derribó.

—¡Petrie! ¡Petrie! ¡Gracias a Dios que está sano y salvo!

Era Nayland Smith, con los ojos brillantes de la emoción, como alcancé a ver a la luz pálida de la farola que había junto al arco. Las manos, que llevó a mis hombros, le temblaban con violencia.

—¡Petrie! —siguió diciendo impulsivamente, con gran rapidez—, me han retenido mediante un truco de lo más ingenioso y he llegado hace sólo cinco minutos. Me he encontrado con que usted no estaba en casa, con la ventana abierta de par en par y señales de ganchos en el alféizar, como si hubieran sujetado una escalera de cuerda.

—¿Pero adónde iba?

—Weymouth acaba de telefonear. ¡Tenemos pruebas irrefutables de que el mandarín Ki Ming, a quien yo creía muerto y que es un alto mando del Si-Fan, está en Londres! ¡Esta vez es todo o nada, Petrie! ¡Me voy directo a Portland Place!

—¿A la legación china?

—Exacto.

—Quizá pueda ahorrarle el viaje. ¡Vengo de allí!