Comprendí que Nayland Smith consideraba trivial la fuga del prisionero comparada con el descubrimiento que habíamos hecho a raíz de esta. Había muchas posibilidades de que el café del Soho fuera, si no el cuartel general, al menos un lugar frecuentado por el doctor Fu-Manchú. La utilidad de este local saltaba a la vista, pues era perfecto para que los orientales se reuniesen, y además permitía al astuto doctor chino trabar relaciones con personas que en algún momento podían serle de utilidad.
Con anterioridad se había servido de un fumadero de opio del East End para estos fines, y, más tarde, del centro de reunión conocido como la Joy-Shop. El Soho, hasta el momento, había quedado fuera de su radio de acción, pero no resultaba sorprendente que se hubiera decidido a integrarlo al fin; pues el Soho es el Montmartre de Londres y una zona llena de secretos.
—¿Por qué nunca se me ha informado de la existencia de ese lugar? —preguntó Nayland Smith.
—Muy sencillo —contestó el inspector Weymouth—. Aunque conocíamos la existencia de ese Café de l’Egypte, jamás hemos tenido el menor problema allí. Es un local bohemio, que congrega por las noches a miembros de la colonia francesa, unos cuantos artistas de Chelsea, modelos profesionales y gente por el estilo. De hecho, yo mismo he ido allí alguna vez y he visto entrar a artistas muy famosos. Tiene más o menos la misma clientela que, pongamos, el Café Roy al, aunque la afluencia de estudiantes hindúes, japoneses, y demás, es mayor. Es famoso por su café turco.
—¿Qué sabe de ese tal Ismail?
—Poca cosa. Es un judío del Levante.
—¡Y algo más! —añadió Smith contemplándose en el espejo; se volvió para expresarle su satisfacción al conocido peluquero que en ocasiones prestaba sus servicios a las autoridades de la policía.
Estábamos listos para visitar el Café de l’Egypte, y como Smith había juzgado inconveniente que nos presentásemos allí a cara descubierta, nos habíamos transformado, gracias a las diestras manipulaciones de Foster, en un par de artistas futuristas de aspecto totalmente distinto al nuestro. No se habían utilizado pelucas ni falsos bigotes; un cambio de atuendo y unos cuantos hábiles retoques con algún género de acuarela nos habían dejado irreconocibles incluso para nuestros amigos más íntimos.
Todo resultaba de lo más estrambótico, como las charadas navideñas, pero la farsa escondía un trasfondo siniestro; la vida de alguien a quien amaba por encima de todo dependía de nuestro éxito; la invasión del mundo blanco por parte de hordas amarillas bien podía ser el precio de nuestro fracaso.
Weymouth nos dejó en la esquina de Frith Street. Sólo se trataba de una visita de reconocimiento, pero…
—Si me necesitan, no tienen más que dar un grito —dijo el fornido detective, y aunque no nos hallábamos en Chinatown sino en el centro del Londres bohemio, entre restaurantes muy frecuentados, me alegró saber que contábamos con un aliado incondicional para cualquier emergencia.
La sombra de aquel chino imponente se cernía sobre mí. La voz inconsciente y extraña a la que me había acostumbrado en el pasado despertó aquella noche en mi interior. No por lógica, sino por presciencia, supe que el doctor amarillo andaba cerca.
Caminamos dos minutos y llegamos al café. La parte superior era de cristal, encortinada con finura, al igual que las ventanas que había a ambos lados del mismo; y en lo alto se leían las palabras: «Café de l’Egypte.» Entre la segunda y la tercera palabras había un objeto encajado que representaba la luna creciente del Islam.
Entramos. A nuestra derecha había una sala amueblada con mesas de mármol, sillas de mimbre y divanes forrados de felpa colocados contra la pared. El humo del tabaco impregnaba el ambiente; el café estaba repleto aunque la noche acababa de empezar.
Smith se encaminó de inmediato hacia el fondo de la sala. No era grande y, a primera vista, me pareció que no había ningún sitio libre. Sin embargo, descubrí al fin dos sillas desocupadas y nos acomodamos en ellas, de cara a un joven de tez pálida, con gafas, cabello rubio y largo y ojos desvaídos, cuya compañera, una morena llamativa, fumaba uno de los cigarrillos más largos que he visto jamás con una boquilla de oro y ámbar.
Pedimos café a un camarero suizo normal y corriente y nos pusimos a observar lo que nos rodeaba con discreción. El único toque de colorido oriental visible hasta el momento en el Café de l’Egypte lo prestaba el egipcio tocado con un gorro rojo que se ocupaba de las cafeteras. Los clientes del establecimiento eran típicos asiduos del Soho en todos los sentidos, y en su mayoría no se diferenciaban en absoluto de los de otros cafés restaurante más conocidos.
Había varios orientales presentes, pero Smith, tras inspeccionarlos uno por uno con la mirada, se volvió hacia mí y encogió los hombros decepcionado. Nos sirvieron el café y permanecimos allí sentados, tomando aquel brebaje denso y dulce, fumando cigarrillos y buscando en vano alguna pista que nos guiara al santuario interior consagrado al hachís. Era para volverse loco pensar que Karamaneh quizás estuviese oculta en alguna parte del edificio mientras yo permanecía allí sentado, sin hacer nada, entre aquella concurrencia cuya conversación versaba sobre extravagancias del arte, la música y la literatura.
De repente, el joven pálido que estaba sentado delante de nosotros pagó la cuenta y, tras despedirse de su compañera, se marchó. No salió por la puerta por donde habíamos entrado sino que cruzó la atestada habitación hasta la barra atendida por el egipcio. De algún lugar oculto detrás de la misma, salió un hombre de cabello y tez morenos e intercambió algunas palabras con el joven. El artista demacrado se levantó el sombrero de ala ancha y desapareció por una puerta encortinada situada a la izquierda de la barra.
Cuando abrió la puerta, pude atisbar el patio estrecho que había detrás; después la puerta se cerró… y me quedé pensando en los singulares ojos del hombre que acababa de marcharse. Incluso a través de las gruesas lentes de sus gafas (aunque mientras lo tenía delante no había pensado mucho en ello), se advertía la exagerada contracción de sus pupilas. Cuando la chica, a su vez, se levantó y salió del café —por la puerta normal—, miré a Smith.
—Ese hombre… —empecé a decir, y me callé.
Smith observaba, con disimulo, al hindú que estaba sentado en la mesa de al lado y que se disponía pagar la cuenta. Al levantarse, el hindú se dirigió hacia la barra, el hombre moreno salió del fondo y el asiático cruzó la puerta que comunicaba con el patio.
Smith me lanzó una mirada rápida y levantó la mano para llamar al camarero. Al cabo de un momento, nos encontrábamos en la calle otra vez.
—¡Tenemos que encontrar el modo de entrar en ese patio! —exclamó mi amigo—. Intentémoslo por detrás. Me he fijado que justo antes de llegar al café hemos pasado por delante de un callejón.
—¿Cree que el fumadero de hachís está en algún edificio contiguo?
—No sé dónde está, Petrie, pero sé por dónde ir.
Nos internamos en un patio angosto y lúgubre, encerrado entre paredes altas, y avanzamos diez metros o más. Una bocacalle aún más estrecha y menos atrayente apareció a la izquierda. La tomamos y llegamos a la parte trasera del Café de l’Egypte.
—Esa es la puerta —señalé.
Daba a un minúsculo callejón sin salida, flanqueado por vallas destartaladas, y no se veía ninguna otra puerta por allí cerca. Nayland Smith se detuvo allí, tirándose del lóbulo de la oreja casi con saña.
—¿Adónde diablos van? —susurró.
Apenas había acabado de pronunciar las palabras cuando salió un rayo de luz por la parte superior de la puerta encortinada y distinguí con toda claridad la silueta de un hombre.
—¡Échese atrás! —me ordenó Nayland Smith.
Nos acuclillamos contra la pared sucia del patio y vimos una cosa muy extraña. La puerta trasera del Café de l’Egypte se abría hacia fuera; al mismo tiempo, una puerta, hasta entonces invisible, colocada en ángulo recto respecto a la valla contigua, ¡se abrió hacia dentro!
Un hombre salió del café y atravesó el umbral secreto. En aquel momento, la puerta del café giró sobre sus goznes… ¡y la puerta de la valla también se cerró!
—¡Muy bien! —murmuró Nayland Smith—. Nuestro amigo Ismail, detrás de la barra, acciona alguna palanca gracias a la cual la apertura de una puerta abre la otra automáticamente. Sin su simpática mediación, la segunda salida del Café de l’Egypte resulta de lo más inocente. Bueno… ¿qué hacemos ahora?
—¡Tengo una idea, Smith! —exclamé—. Según Morrison, en el lugar donde se compra el hachís no hay ventanas pero la luz entra por arriba. Seguro que fue construido como estudio y tiene el techo de cristal. Así que…
—¡Vamos! —me ordenó Smith sujetándome del brazo—. Ha resuelto el problema, Petrie.