23. EL ARRESTO DE SAMARKAN

—Por designio de los dioses —explicó Nayland Smith mientras se frotaba la garganta con cuidado—, el señor Forsyth, justo después de salir del puerto, acertó a pasar por Three Colt Street el miércoles por la noche, a la hora exacta en que me esperaban. El parecido entre ambos es notable y la semejanza de atuendo hizo el resto. Esa diabólica mujer euroasiática, Zarmi, que se nos ha escapado de nuevo (supongo que la reconoció), cometió un error lógico. ¡El señor Forsyth, en cambio, no se equivocó!

Eché una ojeada al primer oficial del Andaman, que, sentado en un sillón, en nuestras nuevas habitaciones, fumaba un puro.

—El cielo me ha dotado con un par de buenas manos —dijo el marino con tono implacable al tiempo que enseñaba sus palmas callosas—. Le debía una a ese cerdo amarillo; el pobre George y yo éramos gemelos. —Se refería a su hermano, a quien uno de los sirvientes del doctor Fu-Manchú había asesinado de mala manera—. No logro entender cómo el señor Smith dio con la pista —añadió.

—Pura inspiración —murmuró Nayland Smith apartando la vista por un momento del sifón que estaba manejando—. Iluminación divina… ¡la misma que llevó a Petrie a resolver el criptograma Zagazig!

—Sea como fuere —concluyó Forsyth—, estoy en deuda con usted por proporcionarme la oportunidad de vérmelas con el estrangulador chino y enviarlo con el lanzador de cuchillos birmano.

Tales fueron pues los acontecimientos que condujeron al arresto del señor Samarkan, y mi deber como narrador de aquellos extraños sucesos me obliga a hablar ahora de la mañana en que se requirió la presencia urgente de Nayland Smith en la celda donde estaba encerrado el malvado griego.

Nos llevaron de inmediato al despacho del director, y el hombre, muy alterado, nos invitó a sentarnos. La noticia que tenía que darnos no era para menos.

Samarkan había muerto.

—Tengo aquí la declaración de Warder Morrison —le dijo el coronel Warrington—. Si son tan amables de leerla…

Nayland Smith se levantó con brusquedad y se puso a recorrer de un lado a otro la pequeña oficina. Por la ventana abierta atisbé una figura encorvada, vestida con uniforme de preso, que abonaba los macizos de flores del jardín del director.

—Me gustaría ver a ese Warder Morrison en persona —dijo mi amigo.

—Muy bien —contestó el director y pulsó el timbre que tenía sobre la mesa.

Un hombre entró y se cuadró en cuanto traspasó el umbral.

—Haga venir a Morrison —ordenó el coronel Warrington.

El hombre saludó y se retiró. Cuando la puerta se cerró de nuevo, el coronel se puso a tabalear sobre la mesa, Nayland Smith continuó andando incansable de un lado a otro pellizcándose el lóbulo de la oreja, y yo, distraído, miraba al jardinero convicto, que seguía con su tarea.

Poco después, llamaron a la puerta.

—Adelante —gritó el coronel Warrington.

Apareció un hombre vestido con uniforme de celador que saludó al director e, intranquilo, empezó a pasear la mirada del coronel a Smith. Este había dejado de caminar y, acodado en la repisa, observaba a Morrison con los penetrantes ojos grises, duros como el acero. El coronel Warrington giró en su silla y se ajustó el monóculo. Tenía la tez de un rojo muy vivo y llevaba un bigote blanco e hirsuto al estilo de los viejos oficiales anglo-indios.

—Morrison —dijo—, el señor comisionado Nayland Smith desea hacerle algunas preguntas.

El nerviosismo del hombre crecía por momentos. Era un tipo alto, de expresión inteligente y complexión militar, aunque delgado para su altura y tez enfermiza. Llamaban la atención los ojos apagados, y sus pupilas me habían interesado, desde el punto de vista profesional, en el momento de su entrada.

—¿El prisionero Samarkan estaba a su cargo? —empezó a interrogarlo Smith con tono brusco.

—Sí, señor —contestó Morrison.

—¿Ha sido usted el primero en enterarse de que había muerto?

—Sí, señor. He mirado por la reja de la puerta y lo he visto tendido en el suelo de la celda.

—¿A qué hora ha sido eso?

—A las cuatro y media de la madrugada.

—¿Qué ha hecho?

—He entrado en la celda y después he mandado llamar al jefe de los celadores.

—¿Se ha dado cuenta enseguida de que estaba muerto?

—Enseguida, sí.

—¿Le ha sorprendido?

Nayland Smith había cambiado sutilmente de tono de voz al hacer la última pregunta, y saltaba a la vista que el sentido implícito de las palabras no se le había escapado a Morrison.

—Bueno, señor… —empezó a decir y carraspeó nervioso.

—¿Sí o no? —lo apremió Smith.

Morrison siguió dudando, y vi que se mordía el labio inferior.

Nayland Smith, dando dos grandes zancadas, se plantó justo delante de él y lo miró a los ojos.

—Esta es su oportunidad —dijo recalcando las palabras—. No le daré otra. ¿Conocía a Samarkan de antes?

Morrison agachó la cabeza por un momento y lo vi apretar y después aflojar los puños; a continuación, alzó la vista rápidamente y su mirada reflejó resolución.

—Aprovecharé la oportunidad señor —dijo con tono algo emocionado—, y espero, señor —se volvió un instante hacia el coronel Warrington—, que sea tan indulgente como pueda, pues yo no sabía que hubiera ningún mal en lo que hice.

—¡No espere ninguna indulgencia por mi parte! —exclamó el coronel—. ¡Si ha cometido alguna infracción, será castigado, puede estar seguro!

—Reconozco que ha habido una infracción —insistió el hombre con obstinación—; pero quiero decir, aquí y ahora, que no sé más que cualquiera cómo el…

Smith hizo chasquear los dedos con irritación.

—¡Los hechos… los hechos! —exigió—. ¡Lo que usted no sabe no nos sirve de nada!

—Bueno, señor —dijo Morrison y carraspeó de nuevo—, cuando el recluso Samarkan ingresó en la prisión y yo lo encerré en la celda, me dijo que padecía un problema cardíaco, que había sufrido un ataque cuando lo habían detenido y que pensaba que podía tener otro que lo mataría.

—Un momento —interrumpió Smith—. ¿El agente que efectuó el arresto ha confirmado este dato?

—En efecto, señor —contestó el coronel Warrington, echando la silla a un lado, y consultó unos papeles de la mesa—. El prisionero sufrió un desfallecimiento cuando el agente le enseñó la orden de detención y le pidió que le diera un coñac de la licorera que había en su habitación. Se lo tomó y después subieron al coche que los aguardaba. Fue trasladado a Bow Street, donde se decretó su encarcelamiento preventivo, y después lo trajeron aquí de acuerdo con las instrucciones de alguien.

—Mis instrucciones —precisó Smith—. Continúe, Morrison.

—Me dijo —prosiguió Morrison con tono más firme— que padecía algo que me sonó como epilepsia.

—¡Catalepsia! —sugerí yo, pues empezaba a vislumbrar la verdad.

—¡Eso es, señor! ¡Dijo que tenía miedo de que lo enterrasen vivo! Me pidió, como favor, que si moría en la cárcel fuese a ver a un amigo suyo y consiguiera una jeringuilla para inyectarle una sustancia. Pretendía asegurarse de que no despertaría después del entierro.

—¡Usted no tenía derecho a hablar con el prisionero! —gritó el coronel Warrington.

—Ya lo sé, señor, pero reconocerá que las circunstancias eran especiales. En fin, murió por la noche, sin lugar a dudas, y de ataque al corazón según el diagnóstico del médico. Me las arreglé para conseguir un par de horas de permiso por la tarde y fui a buscar la jeringuilla y un frasco de una sustancia amarillenta.

—¿Lo entiende, Petrie? —exclamó Nayland Smith con los ojos brillantes de la emoción—. ¿Lo entiende?

—Perfectamente.

—Pues saben más que yo, señor —comentó Morrison—, pero como les iba diciendo, traje la jeringuilla y la cargué con la sustancia del frasco. El cadáver yacía en el depósito, que ya han visto, y como la puerta no estaba cerrada me resultó fácil colarme por un momento. No me hacía gracia el trabajito, pero lo hice sin demora. Arrojé la jeringuilla y el tubo por encima de la tapia a la calle, como me habían dicho.

—¿Qué parte de la tapia? —preguntó Smith.

—Detrás del depósito de cadáveres.

—¡Ahí estaban aguardando! —afirmé nervioso—. El barracón que se usa como depósito de cadáveres queda muy aislado, y si alguien se escondiese en la calle no tendría problemas para lanzar una de esas escalerillas de seda y bambú por encima de la tapia.

—Pero, mi querido amigo —me cortó el director con irritación—, aunque admito la posibilidad que plantea, nadie podría trepar por una escalerilla de seda y bambú con un cadáver a cuestas, sobre todo un cadáver pesado como ese. No obstante, lo he visto con mis propios ojos: ¡alguien se llevó el cuerpo del prisionero, Samarkan, ayer por la noche!

Smith me indicó por señas que no insistiese en el tema; en efecto, comprendí que no sería tarea sencilla convencer a un hombre de mente cerrada como el coronel de la sorprendente verdad. Sin embargo, para mí todo estaba claro.

Sabía bien que Fu-Manchú poseía un preparado capaz de producir una catalepsia artificial imposible de diferenciar de la muerte. Sin duda, el coñac contenía una dosis de esta droga desconocida (si es que la licorera contenía coñac) que el prisionero había bebido en el momento de su detención.

Identifiqué la «sustancia amarillenta» que mencionó Morrison como el antídoto (otro secreto del brillante doctor chino), una dosis del cual había tenido en mi poder hacía muchos años. No habían cargado con el «muerto» por la escalerilla, él había subido por su propio pie.

—Vamos a ver, Morrison —dijo Nayland Smith con tono brusco—, hasta ahora se ha comportado con sensatez. Confiéselo todo. ¿Cuánto le pagaron por el trabajo?

—¡Veinte libras, señor! —respondió el hombre al instante—, y lo habría hecho por menos, porque no veía ningún mal en ello, puesto que el prisionero había muerto y aquella era su última voluntad.

Habíamos llegado al quid de la cuestión, a juzgar por la expresión del hombre. Titubeó por un instante, y el coronel Warrington dejó caer el puño en la mesa con un fuerte golpe. Morrison hizo un gesto como de resignación y prosiguió despacio:

—Cuando estaba en el ejército, señor, destinado a El Cairo, lamento confesar que me hice adicto a una droga.

—¿Opio? —soltó Smith.

—No, señor. Hachís.

—¡Dios mío! Continúe.

—Hay un local en el Soho, en Frith Street, donde venden hachís, y paso por allí de vez en cuando. El señor Samarkan lo frecuentaba y llevaba gente consigo… del hotel New Louvre, creo. Allí lo conocí.

—¿La dirección exacta? —exigió Smith.

—Café de l’Egypte. Pero el hachís sólo lo venden en el piso de arriba, y no dejan entrar a nadie que no conozca a Ismail en persona.

—¿Quién es ese Ismail?

—El propietario del café. Es un griego de Salónica. Antes, una anciana atendía a los clientes de arriba, pero desde hace unos meses se encarga una joven de vez en cuando.

—¿Cómo es? —pregunté con ansiedad.

—Tiene unos ojos muy bonitos, y no puedo decirle más, señor, porque lleva velo. Ayer por la noche había dos mujeres, pero ambas iban veladas.

La esperanza y el miedo se adueñaron de mi corazón. Sabía, para mi pesar, que Karamaneh estaba en manos del doctor chino. ¿Acaso la tenían cautiva en el Café de l’Egypte?