22. EL SECRETO DEL MUELLE

Me senté en aquel espacio hediondo de techo bajo y negruzco y procuré no hacer el menor ruido, pero los peligrosos maderos crujían a mis pies con cada uno de mis movimientos. La Luna brillaba baja en un cielo casi sin nubes; tras unos días de tiempo húmedo y brumoso, se había producido un bajón en las temperaturas, y aquella noche el ambiente era muy frío.

Los rayos de luna se colaban por la ventana abierta y derramaban su luminiscencia pura sobre el suelo mugriento, pero permanecí religiosamente entre las sombras, aunque apostado en un lugar que me permitía abarcar toda la calle, desde el lugar donde cruzaba el arroyo hasta el final, a las puertas del muelle desierto. Por encima y por debajo de mí, el edificio destartalado conocido como la Joy-Shop, antiguo centro de reunión de la chusma asiática que frecuenta el puerto, estaba en silencio, salvo por los chillidos y correteos de las ratas. El chapaleo melancólico del agua llegaba a mis oídos con frecuencia, junto con el barullo casi incesante procedente de los muelles y talleres situados en la orilla opuesta del Támesis, pero en las calles estrechas y sombrías que rodeaban la casa reinaba el silencio, y ningún rumor solitario lo quebraba.

En una ocasión, al mirar hacia el puente, me llevé un gran susto, pues una mancha negra avanzó rauda por el camino y se sumió en las sombras que circundaban un gran muro. El corazón me dio un vuelco, pero al cabo de un instante el misterio quedó aclarado cuando vi que un gato escuálido merodeaba por allí. Tras lanzar una mirada recelosa en dirección a mí, el animal se alejó sigiloso hacia el camino que bordeaba la zanja.

Siguiendo una ruta tortuosa entre gasómetros fantasmales, me había deslizado hasta mi puesto al anochecer, antes de que saliese la luna, y ya empezaba a hartarme de desempeñar un papel tan pasivo en la aventura de aquella noche. Hasta entonces, nunca había reparado en los incontables sonidos, todos extraños y muchos incluso espantosos, que anuncian la presencia de esas ratas grandes y negras que llegan a Inglaterra en los cargueros procedentes de Rusia y de otras partes. De las vigas del techo, de los huecos de las paredes que me rodeaban y del suelo salía un concierto continuo y desquiciante, una sinfonía infame que, por lo visto, corea la danza eterna de las ratas.

En ocasiones, un leve chapoteo indicaba que una de las juerguistas había saltado al agua, pero excepto por el rumor de la industria costera, más lejana, y el ruido infrecuente de las embarcaciones, sólo la discordancia demencial de aquella orgía de ratas interrumpía la paz.

Los acontecimientos empezarían a desarrollarse bien avanzada la noche. Conté las campanadas que dio el reloj de una iglesia cercana, nunca he sabido cuál, y me estremecí de la emoción cuando me informaron de que había llegado la hora…

Una extraña figura apareció sin hacer ruido, no sé por dónde, y se plantó, expuesta de lleno a mi mirada, en el puente que cruzaba la zanja, mirando a derecha e izquierda, como escuchando. Era la figura de una anciana desaliñada de cabello cano que llevaba un gran hatillo hecho con lo que parecía un pañuelo rojo. Apenas alcancé a verle la cara, pues el ala de un sombrero negro se la ensombrecía, pero dejó el fardo en el bordillo bajo del puente y, para mi gran sorpresa, ¡se sentó junto al bulto!

Obviamente, tenía la intención de quedarse allí.

Retrocedí aún más en mi escondrijo, pues la presencia en el lugar de aquella mujer, a esa hora, no podía ser casual. Estaba convencido de que el primer actor de la función acababa de salir a escena. Pronto me enteraría de si estaba o no equivocado.

Unos pasos sonaron nítidos en la calzada, lejos, a mi izquierda. Cada vez se oían más cerca. Vi que la anciana, amparada por las sombras del muro, echaba un vistazo en dirección al viandante que se aproximaba. Por alguna razón desconocida, el coro de ratas se había callado. Sólo aquel paso decidido y regular rompía el silencio íntimo de aquel tétrico lugar.

Vislumbré al caminante. ¡Era Nayland Smith!

Llevaba un gran abrigo de mezclilla que le había visto otras veces y un sombrero flexible, de fieltro, con toda el ala bajada, costumbre típica de Smith, adquirida probablemente durante los años que pasó bajo el sol inmisericorde de Birmania. Llevaba un bastón recio que, como yo sabía, era un arma magnífica que manejaba con gran destreza. Sin embargo, a pesar del silencio que me rodeaba, quietud que había reinado sin interrupción (salvo por la danza macabra de las ratas) desde el ocaso, una voz interior, sin hacer caso de las pruebas físicas de soledad, me advertía apremiante de la presencia de asesinos agazapados; de criminales orientales armados con aquellas dagas curvadas que a veces destellaban ante mis ojos en sueños; de amenazas mortales ocultas entre las sombras, entre las muchas sombras que enmascaraban agujeros y esquinas de edificios en ruinas, que cubrían arcos, resquicios y portales donde la luz de la luna no alcanzaba a penetrar.

Nayland Smith había llegado a la altura de la Joy-Shop y estaba a la vista de la siniestra vieja bruja que permanecía acurrucada sobre el puente. Mi amigo se detuvo de repente y le clavó la vista. Justo entonces, la otra empezó a lamentarse y a mecer el cuerpo de un lado a otro como si le doliera algo.

—Amable caballero —gimió con un sonsonete—, gracias a Dios que ha pasado por aquí para ayudar a una pobre anciana.

—¿Qué ocurre? —preguntó Smith con laconismo mientras se acercaba.

Apreté los puños. Podría haber gritado; la verdad es que me costó mucho reprimir un grito de aviso. No obstante, sus órdenes al respecto habían sido muy explícitas, y me contuve con gran esfuerzo. Permanecí silencioso, agazapado junto a la ventana, pero tenía todos los músculos en tensión, y la necesidad de hacer algo casi era más fuerte que yo.

—He tropezado con un pedrusco, señor —se lamentó la vieja—, y aquí llevo sentada una hora, esperando a que un policía o alguien me ayude, como lo oye.

Smith siguió observándola, con los brazos a la espalda, balanceando el bastón con una mano enguantada.

—¿Dónde vive? —preguntó.

—A menos de cien pasos de aquí, amable caballero —contestó ella con aquella voz monótona—, pero no puedo mover el pie izquierdo. Mi casa está justo detrás de aquellas puertas.

—¿Qué? —se extrañó Smith—. ¿En el muelle?

—Me dejan ocupar una habitación en el viejo edificio hasta que lo alquilen —explicó—. Ayude a una pobre anciana, y que Dios le bendiga.

—Vamos, pues.

Smith se agachó y le pasó un brazo por los hombros para ayudarla a ponerse en pie. Ella gimió como si sintiera un gran dolor, pero recogió su gran fardo y, apoyando todo su peso en el brazo del otro, echó a anclar cojeando por el puente hacia las puertas del muelle situadas al final de la callejuela.

Al menos ya podía moverme, y cuando vi que mi amigo abría una de las puertas y ayudaba a entrar a la anciana, me deslicé furtivamente por aquel suelo inestable, llegué a la entrada y, sin apenas hacer ruido, pues llevaba zapatos con suela de goma, bajé con sigilo las escaleras que conducían a lo que antes era la sala de recepción de la Joy-Shop, el santuario hediondo del viejo chino, John Ki.

Reinaba una oscuridad absoluta, pero al encender la linterna por un instante y enfocar el suelo que tenía ante mí, divisé los últimos peldaños de la escalera y llegué al patio cuadrado desde donde se accedía al camino que bordeaba la zanja.

Los rayos de luna proyectaban una línea de sombra muy definida a lo largo de la pared de la casa, pero el propio patio era un pozo de oscuridad. Crucé a tropezones el ruinoso arco de ladrillos y eché a andar con precaución por el camino lodoso que debía seguir. Con una mano contra la pared mojada, avancé despacio, pues si daba un paso en falso caería a las aguas infectas del arroyo. De este modo, y todavía al amparo de sombras densas, llegué a la esquina del edificio. Entonces —a riesgo de que me vieran, pues la luz de la luna bañaba tanto el muelle como el río—, miré hacia la izquierda…

Smith salió del camino pavimentado que conducía al muelle, llevando del brazo a su tambaleante carga. Me hallaba demasiado lejos para oír si decían algo, pero, a menos que Smith hiciera la señal acordada, no debía acercarme más. En consecuencia, al igual que uno vería una representación en una pantalla, presencié lo que ocurría; sucedió con una rapidez espectacular, en cuestión de segundos.

Tras soltar el brazo de Smith, la vieja retrocedió de repente… y en ese mismo instante, otra persona, una figura repelente que, con andares de mono, se acercaba a grandes zancadas, cruzó por alguna parte invisible desde mi posición y se abalanzó como un animal salvaje sobre la espalda de Smith.

Era un chino. Llevaba una prenda corta y suelta, como un blusón, y la cabeza descubierta, por lo que pude ver la coleta enrollada en la coronilla amarilla. Cuando saltó, advertí que llevaba una cuerda, y supe que se la había pasado a Smith por la garganta con destreza porque de los labios de mi amigo salió un grito ahogado.

Enseguida Smith quedó boca abajo sobre los tablones podridos, y la figura simiesca del chino encaramada entre sus hombros e inclinada hacia delante mientras los dedos perversos tensaban cada vez más el cordón para estrangularlo.

Profiriendo un fuerte grito de terror, corrí por la pasarela que sobresalía sobre las aguas revueltas del Támesis y llegué al muelle. Sin embargo, aunque había sido muy rápido, ¡otro había sido más rápido que yo!

Una figura alta (a pesar de la luna brillante, dudé de mis sentidos) que llevaba un abrigo de mezclilla y un sombrero de fieltro flexible con el ala bajada saltó, se habría dicho que de ninguna parte, cayó de lleno sobre la horrible figura que se acuclillaba, simiesca, entre los omóplatos de Smith y la agarró por el cuello.

Me detuve en seco, con un pie ya en el muelle. ¡El recién llegado era el doble de Nayland Smith!

Sin esfuerzo aparente, levantó al estrangulador en vilo. Las manos del chino, tras un movimiento convulsivo hacia arriba, colgaron fláccidas a los lados como las patas de una rata en las fauces de un terrier.

—¡Tú, maldito cerdo asesino! —lo oí gritar entre dientes con un tono feroz—. ¡El cuchillo falló, así que has recurrido al cordel! ¡Ve a reunirte con tu compinche!

Sujetando al chino de la prenda suelta con una mano mientras con la otra le aferraba el cuello, quien había hablado columpió a aquella figura fláccida hacia atrás para tomar impulso y lo tiró al río como si arrojase un saco de basura.