—Sir Baldwin Frazer —dijo Fu-Manchú interrumpiendo un arranque de cólera del primero—, su negativa se debe a sus escasos conocimientos del lugar donde se encuentra. Está en un paraje desconocido para usted, un lugar del que sus amigos no poseen la menor pista; en poder de un hombre, yo mismo, que no conoce otra ley que la suya y la de quienes trabajan con él. A efectos prácticos, sir Baldwin, está usted en China, y en China sabemos cómo exigir obediencia. No se negará, porque el doctor Petrie le contará algo sobre mis camisas de alambre y mis limas…
Noté que sir Baldwin Frazer palidecía. No podía saber, como yo, qué significaban aquellas palabras —«mis camisas de alambre, mis limas»—, pero quizá logré comunicarle algo del horror que sentía.
—No se negará —continuó Fu-Manchú con suavidad—, sólo temo que la operación no sea un éxito. En ese caso, ni siquiera mi proverbial clemencia lo salvará, pues debido a su fracaso seré incapaz de intervenir. —Calló por unos instantes, con la mirada clavada en el cirujano—. Existen aquellos que, a falta de una palabra mía —añadió con tono sibilante—, lo desollarían vivo en el lamentable caso de que fracasase, que arrojarían su cuerpo despellejado… —se interrumpió y agitó un puño tembloroso por encima de la cabeza, mientras su voz se alzaba con un grito exaltado—… a las ratas… ¡A las ratas!
A estas alturas, la frente de sir Baldwin estaba bañada en sudor. Era aquella una situación increíble y truculenta, una pesadilla hecha realidad. Fuera cual fuese mi decisión, comprendí que sir Baldwin Frazer ya estaba convencido; supe que no tardaría en ceder.
—Usted, mi querido amigo —dijo Fu-Manchú al tiempo que se volvía hacia mí y recuperaba su estudiada compostura—, también accederá…
En lo más profundo de mi corazón, no lo ponía en duda. Sabía que mi valor no era tan grande como para soportar las torturas espantosas que mi imaginación había evocado al oír aquellas palabras: «¡Mis limas, mis chaquetas de alambre!»
—Sin embargo, en caso de que oponga alguna resistencia —añadió—, otra persona le suplicará que se avenga a razones.
Un frío intenso como el de la muerte se abatió sobre mí cuando, por segunda vez, Zarmi dio una palmada, echó la cortina a un lado… ¡y Karamaneh fue empujada al interior de la habitación!
En este punto, hay una laguna en mis recuerdos. Mucho después de que las manos oscuras y musculosas que aferraban a Karamaneh por los hombros desde el otro lado del umbral se la hubiesen llevado, me parecía seguir viéndola allí de pie, con un traje de viaje ajustado. Llevaba la melena suelta, despeinada, su hermoso rostro pálido a más no poder; y los ojos, aquellos ojos maravillosos, empañados de terror, clavados en los míos…
No pronunció una palabra, y yo me había quedado mudo, como si hubiese partido la Flor del Silencio. Sólo aquellos ojos impresionantes parecían leer en mi alma, abrasándome, consumiéndome.
Fu-Manchú llevaba un rato hablando antes de que mi cerebro empezase a registrar sus palabras de nuevo.
—… y hago extensiva esta magnanimidad —oí como a lo lejos— a usted, doctor Petrie, debido al aprecio que siento por usted. Tengo pocas razones para apreciar a Karamaneh —su voz tembló con furia—, pero puede resultarme útil y no dañaría ni un pelo de su preciosa cabeza, a no ser que usted se mostrase obstinado. ¿Decidimos, pues, su futuro inmediato dando vuelta a una carta, como apunta el jugador que hay en mí, al igual que en todos los de mi raza?
—¡Sí, sí! —respondió una voz ronca.
Pugné mentalmente por devolver toda mi atención a lo que sucedía y comprendí que las últimas palabras habían salido de boca de sir Baldwin Frazer.
—Doctor Petrie —dijo Frazer, sin abandonar aquel tono ronco y poco natural—, ¿qué otra salida tenemos? Al menos aproveche la posibilidad de recuperar la libertad pues, de lo contrario, ¿cómo espera poder ayudar… a su amiga?
—Sabe Dios —dije sin ánimo—; haga lo que quiera.
No me molesté en averiguar a qué había accedido.
El chino llamado Li King Su introdujo la mano en su bata blanca y, con calma, sacó una baraja, revolvió las cartas sin alterarse y me las tendió.
Sacudí la cabeza con gesto apesadumbrado, pues tenía las manos atadas. Tras tomar una lanceta de la mesa, el chino cortó las cuerdas que me sujetaban y extendió de nuevo la baraja. Tomé una carta y la puse en mis rodillas sin mirarla siquiera. Fu-Manchú, con la mano izquierda, eligió un naipe a su vez, lo miró y después me lo colocó delante.
—Al parecer, doctor Petrie —dijo con tranquilidad—, el destino lo quiere aquí como invitado. Tendrá la dicha de residir bajo el mismo techo que Karamaneh.
La carta era la sota de diamantes.
Presa de un nerviosismo súbito, di vuelta a la carta que tenía sobre las rodillas. ¡Era la reina de corazones!
Por un instante, me sentí exultante de júbilo, pero enseguida tiré la carta al suelo. No era tan bobo como para suponer que el doctor chino pagaría su deuda de honor y me liberaría.
—Su estrella está por encima de la mía —dijo Fu-Manchú sin inmutarse—. Me pongo en sus manos, sir Baldwin.
Ayudado por su inexpresivo compatriota, Fu-Manchú se quitó la bata amarilla y se quedó en camiseta blanca, dejando a la vista toda su escualidez y su fealdad. A continuación, se tendió sobre la mesa de operaciones.
Li King Su encendió la gran lámpara que pendía sobre la cabecera de la camilla y extrajo un trépano del estuche.
—Otras cuestiones que les serán de ayuda, dada mi considerable experiencia —decía Fu-Manchú—, están escritas con toda claridad en el cuaderno que hay en la mesa…
Hablaba con voz monocorde, impasible, como si su papel en la operación crítica que estaba a punto de comenzar fuera el de mero espectador. No aprecié en él la menor traza de nerviosismo, de miedo; tenía el pulso prácticamente normal.
¡Cómo me estremecí al tocar aquella piel amarillenta! ¡Hasta mi alma se soliviantó asqueada!
—¡Ahí está la bala! ¡Rápido! ¡Cuidado, Petrie!
Sir Baldwin Frazer, cabal, tranquilo, hábil, se había transformado. Volvía a ser el cirujano entusiasta y brillante que yo conocía y admiraba, muy distinto del pusilánime cautivo que, sólo unos minutos antes, había observado al doctor Fu-Manchú paralizado por el pánico.
Aunque lo había visto trabajar un par de veces, nunca hasta entonces había presenciado una operación suya, y su técnica me pareció casi milagrosa. Resultaba estimulante, inspiradora. Con mano infalible, extirpó la locura y la muerte del mismísimo núcleo de la razón y la vida.
El momento crucial de la operación había llegado… y, justo entonces, parpadearon todas las luces de la habitación… ¡y se apagaron!
—¡Dios mío! —susurró Frazer en la oscuridad—. ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Luz! ¡Una cerilla! Una vela… ¡Algo, lo que sea!
Se oyó un suave chasquido, y un rayo de luz blanca iluminó el cráneo del paciente. ¡Li King Su, impasible, sostenía una linterna eléctrica en la mano!
Frazer y yo volvimos al trabajo, una batalla encarnizada para mantener a raya a la muerte, que ya desplegaba sus alas sobre el hombre inconsciente… para alejar a la muerte del archiasesino, del enemigo de la raza blanca, que yacía allí a nuestra merced…
—¡Parece que necesitas un trago! —comentó Zarmi.
Sir Baldwin Frazer se dejó caer en la butaca de mimbre. Sólo una cortina de junco nos separaba de la habitación donde había llevado a cabo con éxito la operación quizá más maravillosa de su carrera.
—¡No habría resistido otros treinta segundos, Petrie! —gimió—. Los acontecimientos previos me han destrozado los nervios, y ya no me quedaban fuerzas. Si aquel último…
Calló, sin terminar la frase, y tomó con ansia el vaso de coñac con soda que la hermosa euroasiática de mirada perversa le tendía. La mujer se giró y preparó una copa para mí, sin perder en ningún momento aquel aire de insolente despreocupación.
Vacié el vaso de un trago.
En el mismo instante de dejarlo caí en la cuenta, demasiado tarde, de que era la primera bebida que me decidía a probar dentro de los dominios del doctor Fu-Manchú.
Me puse en pie de un salto.
—¡Frazer! —musité—. ¡Nos han drogado! Nos…
—Siéntate —ordenó la voz ronca de Zarmi y llevó las manos a mi pecho para hacerme sentar de nuevo—. Estás muy cansado… A dormir…
—¡Petrie! ¡Doctor Petrie!
Las palabras se abrieron paso a través del manto de la inconsciencia. Me esforcé por despertarme. Tenía frío y estaba mojado. Abrí los ojos y me pareció que el mundo daba vueltas alrededor de mí. Entonces una mano me aferró el brazo con brusquedad.
—¡Arriba! ¡Arriba, Petrie! Gracias a Dios que está vivo…
Me hallaba sentado junto a sir Baldwin Frazer en un banco de madera, bajo un árbol pelado, por cuyas ramas fantasmagóricas goteaba la lluvia. A una luz grisácea que debía de ser el resplandor del alba, distinguí otras plantas en torno a nosotros y un espacio abierto, salpicado de árboles, que se perdía en un fondo gris y brumoso.
—¿Dónde estamos? —murmuré—. ¿Dónde…?
—O mucho me equivoco —contestó mi compañero, que también estaba calado hasta los huesos—, y no creo que sea así, pues atendí a un paciente en esta zona hace menos de una semana, o estamos en la parte oeste del parque Wandsworth.
Dejó de hablar y profirió un grito contenido. Sonó un tintineo de monedas, y me pareció verlo mirar el monedero de lona que tenía en la mano.
—¡Dios misericordioso! —dijo—. ¿Estoy loco o de verdad he realizado esa operación? ¿Es posible que este sea el pago de la misma?
Me eché a reír a carcajadas, como un loco, y me metí las manos, frías y mojadas, en los bolsillos del abrigo, que también estaba empapado. Mis dedos palparon un trozo de cartón. Me resultaba extraño al tacto y lo extraje para mirarlo a la luz tenue.
—¡Bueno, que me aspen! —exclamó Frazer—. ¡Está visto que no estoy loco, después de todo!
¡Era la reina de corazones!