17. ENCUENTRO CON EL DOCTOR FU-MANCHÚ

La siguiente impresión que tuve fue un dolor de cabeza de mil demonios que trajo consigo, conforme recuperaba la memoria, una sarta de recuerdos. Me encontraba sentado en un banco de madera maciza arrimado a una pared y cubierto con una especie de estera de paja. Tenía las manos atadas a la espalda con fuerza. En el primer momento angustioso de aquel despertar, reparé en dos cosas:

Estaba en un quirófano, pues el objeto que más destacaba de todo el mobiliario era una mesa de operaciones. Encima de la misma pendían lámparas y al lado, sobre una mesa cubierta con un cristal, alguien había dispuesto instrumentos, antisépticos, apósitos y demás equipo médico. En segundo lugar, tenía compañía.

Sentado en un banco parecido, al otro lado de la habitación, había un hombre de constitución robusta, el cabello oscuro surcado de canas al igual que la barba bien recortada. El también estaba inmovilizado y miraba por encima de la mesa con una expresión en la que se leían la hostilidad y la estupefacción, aunque también el terror.

¡Era sir Baldwin Frazer!

—Sir Baldwin —musité, y me humedecí los labios acartonados con la lengua—. ¡Sir Baldwin! ¿Cómo…?

—Usted es el doctor Petrie, ¿verdad? —dijo con voz ronca de la emoción—. ¡Doctor Petrie! Apreciado amigo, se lo ruego, dígame… ¿Qué significa esto? Me han secuestrado… drogado; he sido víctima de un atropello absurdo ante la puerta de mi casa.

Me levanté con inseguridad.

—Sir Baldwin —lo interrumpí—, me pregunta qué significa esto. ¡Significa que estamos en manos del doctor Fu-Manchú!

El hombre se quedó mirándome como ido; tenía el rostro blanco y demacrado de la inquietud.

—¡El doctor Fu-Manchú! —repitió—; pero, mi querido amigo, este nombre no significa nada para mí… ¡nada! —Su expresión se tornaba ausente por momentos—. Desde que empezó mi cautiverio, han puesto a mi disposición unas curiosas habitaciones en este lugar y he recibido, debo admitirlo, todas las atenciones posibles. La diablesa que me trajo aquí con engaños me ha atendido, pero no me ha dicho ni una palabra, aparte de unas cuantas burlas groseras. A veces, me he sentido tentado a creer que he corrido el destino que con frecuencia sufre el especialista. ¿Me entiende?

—Lo entiendo perfectamente —contesté fatigado—. En el pasado, hubo ocasiones en las que yo también dudé de mi cordura cuando trataba con el grupo que ahora nos tiene en su poder.

—Pero —insistió el otro, con voz cada vez más chillona—, ¿qué significa, apreciado caballero? ¡Es asombroso, inaudito! Incluso ahora me cuesta arrancar de mi pensamiento esa idea obsesiva.

—Arránquela de inmediato, sir Baldwin —dije con amargura—. Los hechos no son otros que los que tiene ante sus ojos; la explicación, al menos en lo que a usted concierne, queda fuera de mi alcance. Me han seguido…

—¡Chist! ¡Viene alguien!

Ambos nos volvimos y observamos la abertura ante la que colgaba una especie de alfombra con bordados chillones. El ruido de unos pasos lentos, acompañados de un fuerte golpeteo, anunció la llegada de alguien.

Zarmi echó la alfombra a un lado. Asomó la cabeza y, con sus ojos negros, dio un rápido vistazo a la habitación. Después sujetó la cortina para franquear el paso a otra persona…

Sosteniéndose con ayuda de dos bastones recios y arrastrando a duras penas su cuerpo descarnado, ¡entró el doctor Fu-Manchú!

Creo que jamás en la vida he experimentado una sensación como la que me embargó en aquel momento. Aunque Nayland Smith había afirmado que Fu-Manchú estaba vivo, yo habría jurado sobre la Biblia y ante cualquier tribunal que había muerto; pues había visto con mis propios ojos que la bala penetraba en su cráneo. Pese a todo, mientras yo lo miraba agazapado contra la pared tapizada, con los dientes apretados y los pelos de punta, él avanzaba con lentitud por la habitación, los bastones golpeteaban contra el suelo, y aquel cuerpo alto, cubierto con una bata amarilla, se torcía de una manera monstruosa con cada movimiento que hacía. Llevaba una venda enrollada en torno al cráneo, y la tela parecía acentuar la altura de aquella frente combada, al tiempo que destacaba el semblante increíblemente satánico del hombre. Volviendo los ojos velados a derecha e izquierda, se arrastró hasta la silla de madera que había junto a la camilla de operaciones y se dejó caer en ella exhausto, resollando.

Zarmi soltó la cortina y permaneció ante el umbral. Se había quitado el abrigo empapado que llevaba cuando la había seguido por el parque y ahora estaba de pie ante mí con el pelo negro y rizado al descubierto y una expresión triunfante y cínica en su rostro hermoso y malvado. Los grandes zarcillos de oro lanzaban extraños destellos a la luz de las lámparas eléctricas. Iba envuelta en una prenda que parecía un chal de seda y que le confería un aspecto pintoresco; con las manos en las caderas, reclinada contra la cortina, nos observaba a sir Baldwin y a mí alternativamente con mirada desafiante.

Los momentos de silencio que siguieron a la entrada del doctor chino continúan frescos en mi memoria y permanecerán allí para siempre. Sólo la respiración dificultosa de Fu-Manchú rompía la quietud del lugar. Ni un sonido llegaba a la habitación; nadie pronunciaba una palabra.

—Sir Baldwin Frazer —empezó diciendo Fu-Manchú con aquella voz indescriptible que alternaba sonidos sibilantes y guturales—, mi sirviente, que le trajo aquí, le prometió cierta retribución por sus servicios. La recibirá, y añadiré un donativo como muestra de mi gratitud personal.

Se había vuelto con dificultad para dirigirse a sir Baldwin, y comprendí que tenía totalmente paralizada una parte del cuerpo. Aún podía usar en cierta medida la mano y el brazo, pues seguía sosteniendo el pesado bastón tallado, pero la parte derecha de su cara estaba inmóvil por completo; y pocas veces había visto yo algo tan espantoso como el efecto que la parálisis producía en aquel semblante satánico en extremo. Cuando hablaba, la boca sólo se abría por la parte izquierda, a partir del centro de aquellos labios finos; en suma, visto de perfil desde donde yo me hallaba sentado, o más bien acurrucado, era el rostro de un cadáver.

Sir Baldwin Frazer no soltó prenda, sino que encogido en el banco, igual que yo, contemplaba al doctor Fu-Manchú con el horror escrito en cada línea de su rostro.

—Su experiencia, sir Baldwin —prosiguió aquel—, le permitirá identificar mis síntomas sin problemas. Debido al paso de una bala por una parte de la circunvolución tercera frontal izquierda hasta la parietal posterior, que sigue presionando pues la bala no ha sido extraída, ha sobrevenido hemiplejía del lado derecho. También se ha presentado afasia…

Hablar le costaba un esfuerzo terrible. Gotas de transpiración perlaban la frente de Fu-Manchú, y me maravilló la voluntad de hierro del hombre, la única fuerza con que contaba su cerebro medio embotado para llevar a cabo sus funciones. Parecía elegir las palabras con cuidado y, mediante aquel monstruoso esfuerzo de voluntad, obligar a su lengua parcialmente paralizada a pronunciarlas. Arrastraba algunas de las sílabas, pero se le entendía de todos modos. Constituyó la demostración de fuerza pura más impresionante que había presenciado jamás y me sobrecogió tanto que nunca la olvidaré.

—La extracción de esta partícula irritante —siguió diciendo— requiere una operación que yo mismo habría llevado a cabo sin problemas en otra persona. Es un asunto delicado, como usted, sir Baldwin, y el doctor Petrie —despacio, con un gesto que daba grima, volvió aquella cabeza medio muerta hacia mí— comprenderán. Si se cometiera alguna torpeza en el transcurso de la operación, sobrevendría la muerte; en el mejor de los casos, una hemiplejía permanente o… —la membrana subió y, por un instante, los ojos verdes titilaron con un horror pasajero— ¡la imbecilidad! Cualquiera de mis tres discípulos, cuyos nombres podría citarles, serían capaces de efectuar la operación con facilidad, pero en estos momentos no puedo contar con ellos. Sólo se me ocurrió un cirujano inglés capaz de ello, y usted, sir Baldwin —de nuevo giró despacio para mirarlo—, era ese hombre. El doctor Petrie será el anestesista y, una vez finalizada su tarea, usted regresará a su casa con la cantidad estipulada. Me he preparado adecuadamente para la operación y le aseguro que mi corazón resistirá. Debo advertirle, doctor Petrie —una vez más se volvió hacia mí—, que mi organismo está habituado al consumo de opio. Habrá que tenerlo en cuenta al preparar la dosis. El señor Li King Su, un licenciado de Cantón, hará de enfermero.

Se volvió con gran esfuerzo hacia Zarmi. Esta dio una palmada y retiró la cortina. Un chino absolutamente inexpresivo, cuya edad me resultaba imposible adivinar y que llevaba una bata blanca, entró, nos hizo una reverencia a Frazer y a mí y procedió a preparar los apósitos con toda naturalidad.