16. SIGO LA PISTA DE ZARMI

—¿Qué significa todo esto? —me preguntó Nayland Smith con tono cansado mirándome a través de la nube de humo de tabaco que flotaba entre ambos—. Se llevan a un hombre respetado como sir Baldwin Frazer mediante una trampa sin duda tendida por esa tal Zarmi, y hasta el momento no se ha hallado el menor rastro de él. Me mortifica pensar que, con todo el aparato de New Scotland Yard a nuestra disposición, no podamos dar con ese maldito coche. No podemos encontrar el cuartel general de la banda… ¡No podemos hacer nada! Permanecer aquí cruzados de brazos mientras quizás están sacando del país a sir Baldwin Frazer de contrabando, sabe Dios con qué objeto, es para volverse loco. ¡Para volverse loco! —Me lanzó una ojeada y continuó—: Pensar…

Me levanté de la silla apartando la mirada. Se había abatido sobre mí una tragedia que eclipsaba cualquier otro asunto, de importancia o no. En realidad, el dolor aún no había alcanzado su punto álgido; la noticia era demasiado reciente para ello. Me había embotado la mente; había apagado la vida en mí.

El barco de vapor Nicobar, de la Línea Naviera de Oriente, había arribado a Tilbury a la hora prevista. Con el corazón brincando de alegría en el pecho, me había apresurado a subir a bordo para recibir a Karamaneh…

He soportado golpes duros en mi vida, pero puedo afirmar con sinceridad que el que iba a recibir era, con diferencia, el más duro y abrumador que jamás me había tocado encajar; un desastre capaz de empequeñecer cualquier otro que acertara a imaginar.

Ella había desembarcado en Southampton… y se la había tragado la tierra.

—¡Pobre Petrie! —exclamó Smith, y me posó las manos en los hombros con un gesto espontáneo de compasión—. ¡No pierda la esperanza! ¡No nos vencerán!

—Smith —lo interrumpí con amargura—, ¿qué posibilidades tenemos? ¿Qué posibilidades? Somos tan ignorantes como un niño de pecho respecto al escondrijo de esa gente, y no contamos con la más remota pista que pueda ayudarnos a encontrarlo. —Con las manos apoyadas en mis hombros y los ojos grises fijos en los míos, mi amigo agregó—: Sólo puedo repetírselo, amigo: no pierda la esperanza. He de salir durante un par de horas y, cuando regrese, quizá traiga noticias.

Tras la partida de Smith, permanecí un buen rato allí sentado, acompañado sólo de pensamientos aciagos; después, me pareció imposible seguir allí sin hacer nada; moverme, ponerme en marcha, buscar, investigar, se convirtió en una necesidad imperiosa. Envuelto en un pesado abrigo de viaje, salí a la noche húmeda y lúgubre, sin otro plan en mente que caminar por las calles mojadas de lluvia, adelante, siempre adelante, con el propósito, bastante vano, de escapar de los funestos pensamientos que me asediaban.

Sin ser consciente en absoluto de haberlo hecho, debí de recorrer la Strand, cruzar Trafalgar Square, subir por el Haymarket hasta Picadilly y seguir andando por Regent Street; pues me hallaba mirando distraído las alfombras orientales expuestas en el escaparate de Liberty’s cuando un incidente me sacó de la triste apatía en la que me había sumido.

—Dile al conductor que se dirija al norte del parque de Wandsworth —oí decir a una mujer en inglés chapurreado.

La voz produjo un efecto electrizante en mí; en un instante me puse alerta, en guardia.

Me di la vuelta para mirar. La que había hablado, mientras subía a un taxi que estaba aparcado junto a la acera, le daba aquellas indicaciones a un portero que la había acompañado con un paraguas. Apenas alcancé a atisbarla antes de que se metiera en el taxi, pero aquella ojeada bastó. De hecho, la voz había sido suficiente, pero las formas sinuosas y el sensual contoneo de las caderas despejaron cualquier duda.

¡Se trataba de Zarmi!

Mientras el taxi arrancaba corrí al centro de la calle, donde había una fila de coches, y me subí al primero.

—¡Siga a ese taxi! —le grité al hombre, temblando de los nervios—. ¡Mire! ¿Ve el número? No hay posibilidad de error. ¡No lo pierda, por Dios! Se ganará un soberano.

El hombre, contagiado de mi estado de ánimo, puso en marcha el motor rápidamente y se acomodó al volante. Yo estaba muerto de nervios y temía que el coche de delante hubiera desaparecido, pero la suerte parecía acompañarme por una vez y, cuando el vehículo dobló una esquina, menos de veinte metros me separaban del taxi de Zarmi. Seguimos avanzando por las lóbregas calles, cuyos únicos habitantes parecían ser paraguas chorreantes. Apenas era capaz de permanecer sentado; me bailaban todos los nervios del cuerpo, como si sufriera convulsiones involuntarias. No apartaba la vista del frente y cuando, tras dejar atrás las avenidas iluminadas del West End nos internamos en las calles más oscuras de las afueras, cien veces creí que habíamos perdido la pista. No obstante, en todas las ocasiones el charco de luz de alguna farola amistosa iluminaba la presa que corría delante de nosotros.

En un lugar solitario, en el lindero del parque, el vehículo en el que viajaba Zarmi se detuvo. Agarré el tubo acústico.

—¡Siga adelante —grité—, y pare un poco más allá! ¡No muy lejos!

El hombre obedeció. Poco después me hallaba fuera del coche, expuesto a lo que ya era un chaparrón constante, mirando los faros del otro coche. Le entregué al conductor la recompensa prometida.

—Espere diez minutos —le indiqué—; si transcurrido ese tiempo no he regresado, no hace falta que espere más.

Eché a andar por el camino lodoso y sin pavimentar hacia el lugar donde el taxi, ahora libre, retrocedía despacio de regreso a la calzada. La figura de Zarmi, inconfundible debido a sus andares sinuosos, se encaminaba hacia un sendero que, al parecer, atravesaba el parque. La seguí a una distancia discreta. Al percatarme de las tremendas posibilidades que me ofrecía aquel encuentro, me puse a la altura de las circunstancias; tenía la mente despejada y alerta, todas las facultades en plena forma. Además, sentía una confianza serena en mi capacidad para sacar el máximo partido de la situación.

Zarmi continuó andando por el sendero solitario. No se veía a ningún otro transeúnte, y la lluvia formaba un muro entre ambos. Mientras la humanidad, amante de la comodidad, buscaba refugio del tiempo inclemente, nosotros dos avanzábamos bajo la tormenta, unidos por una enemistad mutua.

He dicho que tenía las facultades en plena forma y que me sentía sereno y alerta. Mi estado, de hecho, no debía de ser tal, y aquella confianza en mis capacidades era un mero síntoma de la fiebre que me consumía pues, como enseguida comprendería, había olvidado tomar la primera precaución necesaria en estos casos. Yo, que seguía a alguien, no había contado con que pudieran seguirme a mí…

En silencio, alguien me cubrió la cabeza con una bolsa o saco que despedía un perfume dulzón; me lo apretaron en torno a la garganta, y yo proferí un grito ahogado, de miedo y de rabia. Estaba quedándome rígido, sin respiración… Me tambaleé… y caí.