15. ZARMI REAPARECE

—¡Adelante! —grité.

La puerta se abrió y entró un botones.

—Un telegrama para el doctor Petrie.

Me levanté de la silla sobresaltado. Un millar de posibilidades, algunas capaces de ponerme los pelos de punta, me pasaron por la cabeza al instante. Rasgué el sobre y, como suele hacerse, miré primero el nombre del remitente.

¡Lo firmaba Karamaneh!

—Smith —dije con voz ronca mientras leía el mensaje por encima—, Karamaneh viene camino de Inglaterra. ¡Llega mañana en el Nicobar!

—¿Eh? —exclamó Smith irguiéndose a su vez—. No tiene sentido que venga sola a menos que…

El chico, boquiabierto, escuchaba la conversación y, sin perder un instante, le puse una moneda en la mano y lo despedí. Cuando la puerta se cerró, clavé la mirada en mi amigo.

—¿A menos que qué, Smith? —le pregunté.

—A menos que se haya enterado de algo —respondió— o esté huyendo de alguien.

En mi pensamiento se levantó un torbellino de esperanzas y temores, anhelos y miedos.

—¿Qué quiere decir, Smith? —pregunté—. El peligro se encuentra aquí, como sabemos a nuestro pesar; estaba segura en Egipto.

Nayland Smith inició una de sus incansables caminatas, mirándome de vez en cuando y palpándose el lóbulo de la oreja con frecuencia.

—¿Estaba segura en Egipto? —me espetó—. Recuerde que nos enfrentamos al Si-Fan, que, si no me equivoco, es una especie de misterio eleusino que ejerce un extraño poder sobre la mente oriental y que cuenta con adeptos por todo Oriente. Es casi seguro que existe una rama egipcia, o grupo, llámelo como quiera, de esa terrible organización.

—¡Pero si el doctor Fu-Manchú…!

—¡El doctor Fu-Manchú está vivo, Petrie! Mis propios ojos dan fe de ello. El doctor chino es una especie de delegado del gran jefe. Su prodigioso talento lo capacita para permanecer en contacto con todas las ramas del movimiento, tanto en Oriente como en Occidente.

Se interrumpió, dio unos golpecitos con la pipa contra el cenicero y me observó por unos instantes en silencio.

—Tal vez haya dado instrucciones a sus agentes de El Cairo —agregó con tono elocuente.

—Quiera Dios que ella llegue sana y salva a Inglaterra —murmuré—. ¡Smith! ¿No podemos hacer nada para atrapar a los criminales que nos desafían, aquí, en el centro de la civilizada Inglaterra? Escuche, ¿no habrá olvidado a aquella gata salvaje euroasiática, Zarmi?

Smith asintió.

—¡Recuerdo a la mujer perfectamente! —contestó.

—A menos que mi imaginación me haya engañado, la he visto dos veces en los últimos días; una vez en las cercanías del hotel y otra en un taxi, en Picadilly.

—Ya me lo comentó en su momento —dijo Smith con laconismo—, pero a pesar de que he hecho averiguaciones, como recordará, no he obtenido ningún resultado.

—De todas formas, no creo que me confundiera. Noto en los huesos que el doctor Fu-Manchú está a punto de extender su mano amarilla otra vez. Si al menos lográsemos capturar a Zarmi…

Nayland Smith encendió la pipa con esmero.

—¡Ojalá pudiéramos, Petrie! —dijo—; pero ¡maldita sea! —se golpeó la palma de la mano derecha con el puño izquierdo—, estamos condenados a no hacer nada. Sólo nos queda aguardar la llegada de Karamaneh y averiguar si tiene algo que decirnos. Reconozco que he elaborado algunas teorías que aún no he tenido ocasión de comprobar. Quizás en un futuro próximo se presente la oportunidad.

Ninguno de nosotros sospechaba cuán pronto se presentaría dicha ocasión; pero el destino es un timador, y mientras comentábamos aquellos asuntos se avecinaban unos acontecimientos que nos conducirían por extraños vericuetos.

Con unas expectativas tan agradables que me siento incapaz de plasmarlas en papel, un gozo no exento de temor, me retiré a descansar aquella noche, sin muchas esperanzas de dormir debido a la impaciencia que me embargaba sólo de pensar en el nuevo día. La voz musical de Karamaneh resonaba en mis oídos; me pareció notar el contacto de sus manos suaves y creí oler, mientras traspasaba la zona fronteriza entre la realidad y el sueño, el perfume suave y exquisito que, desde el primer encuentro con la hermosa muchacha oriental, había considerado parte integrante de su personalidad.

Habría jurado que acababa de conciliar el sueño cuando alguien me despertó sacudiéndome el hombro con violencia. Me incorporé dando un respingo, con la mente preparada para un súbito peligro. La habitación aparecía amarillenta y lúgubre, iluminada por la fría luz del alba que se colaba por la ventana y que competía con el resplandor de las lámparas eléctricas.

Nayland Smith estaba junto a la cama, ¡medio vestido!

—¡Despierte, Petrie! —exclamó—. ¡Su instinto vale más que mis deducciones! ¡El infierno se ha puesto en marcha, amigo! Mientras usted lo predecía, quizás en ese mismo instante los demonios amarillos hacían de las suyas.

—¿Qué, Smith? —dije mientras salía de la cama—; ¿no querrá decir que…?

—Eso no, amigo —contestó dándome una palmada en el hombro—, no hay más noticias de ella, pero Weymouth nos aguarda fuera. ¡Sir Baldwin Frazer ha desaparecido!

Me froté los ojos e intenté despejar de mi mente los últimos restos de sueño.

—¿Sir Baldwin Frazer —dije— de Half Moon Street? Pero ¿qué…?

—Sabe Dios qué —contestó Smith—, pero nuestra vieja amiga Zarmi, o eso parece, se lo ha llevado esta noche, y se ha esfumado por completo, casi sin dejar rastro.

Sólo unos cuantos camareros medio dormidos estaban levantados cuando bajamos por las escaleras de mármol hacia el vestíbulo del hotel, donde Weymouth nos aguardaba.

—Tengo un coche del Yard fuera —dijo—. He acudido directamente a recogerlos antes de ir a Half Moon Street.

—¡Muy bien! —soltó Smith—, pero ¿está seguro de que el coche es del Yard? Hace poco he sufrido malas experiencias con taxis desconocidos.

—Puede confiar en este —aseguró Weymouth con una leve sonrisa—. Me ha llevado a la escena de muchos crímenes.

—Ejem —carraspeó Smith—. Una recomendación dudosa.

Subimos al vehículo que nos esperaba y poco después atravesábamos las calles casi desiertas de Londres. Sólo aquellos trabajadores cuyos turnos empezaban al alba estaban en pie a aquella hora intempestiva, y a la luz gris y neblinosa las calles ofrecían un aspecto distinto al acostumbrado, más triste, poco apropiado para los sentimientos que bullían en mi interior. Fuera cual fuese el misterio que afrontábamos —aunque el doctor Fu-Manchú en persona y sus malas artes amenazaran nuestra seguridad—, Karamaneh se reuniría conmigo aquel día… Karamaneh, la hermosa mujer que pronto sería mi esposa.

Tan absorto estaba en estas reflexiones egoístas que presté poca atención a las palabras de Weymouth, quien estaba poniendo al día a Nayland Smith de las circunstancias relacionadas con la desaparición de sir Baldwin Frazer. La verdad, cuando el taxi se detuvo ante la casa del cirujano, en Half Moon Street, yo desconocía casi por completo la historia.

Mientras en el exterior el ambiente era el de una ciudad dormida, o recién levantada, allí dentro reinaba una gran agitación. Muchos criados pululaban por el vestíbulo, con los ojos como platos y llenos de curiosidad, quizá también algo asustados, deseosos de recoger toda brizna de información que pudieran obtener. En la penumbra del salón, con los muebles de roble macizo y la plata reluciente, nos aguardaba el secretario de sir Baldwin. Era un hombre joven, rubio, de tez tersa y muy despierto. Sin embargo, sus ojos reflejaban una profunda ansiedad.

—Siento haberles molestado a una hora tan temprana —empezó diciendo—, sobre todo porque este suceso misterioso tal vez no tenga relación alguna con los asuntos que, según tengo entendido, les ocupan en estos momentos.

Nayland Smith levantó la mano con ademán reprobatorio.

—Estamos dispuestos, señor Logan —contestó—, a viajar al rincón más remoto de la Tierra en cualquier momento si ello nos proporciona la menor pista respecto al enigma que nos tiene desconcertados.

—No habría molestado al señor Smith —dijo Weymouth— si no hubiera estado totalmente seguro de que esa diablesa china había hecho de las suyas aquí; ni tampoco le habría contado tantas cosas, señor Logan —añadió, y a sus ojos asomó una chispa de humor—, si no hubiera creído que podía sernos de utilidad para desentrañar el caso.

—Lo entiendo perfectamente —dijo Logan—, y ahora, puesto que han optado por oír la historia primero y comer algo después, permítanme contarles lo poco que sé al respecto.

—Sea lo más breve posible —pidió Nayland Smith al tiempo que se levantaba de la silla en la que se había acomodado y empezaba a ir y venir por delante del hogar abierto—, claro pero conciso. Sabemos por experiencia que una hora o menos a menudo supone la diferencia entre… —Se interrumpió y por un instante sus ojos se posaron en el secretario de sir Baldwin—. Entre la vida y la muerte —añadió.

El señor Logan se sobresaltó a ojos vistas.

—Me asusta, señor Smith —declaró—; pues no concibo qué provecho puede sacar de la muerte de sir Baldwin esa misteriosa organización oriental de la que habla el inspector Weymouth.

Nayland Smith se giró de repente y clavó una mirada grave en su interlocutor.

—Llamo muerte —dijo con brusquedad— a ser transportado al interior de China, a ser convertido en un esclavo sin voluntad propia, sometido a la de ese hombre poderoso y malvado que ya (y digo ya, fíjese bien) ha llevado a cabo actos semejantes.

—Pero sir Baldwin…

—Sir Baldwin Frazer —le espetó Smith— es el más destacado en su campo de la cirugía. El doctor Fu-Manchú sabría dar lo que él considera un uso provechoso a sus conocimientos. Pero —echó un vistazo al reloj— estamos perdiendo el tiempo. La historia, señor Logan.

—Eran alrededor de las doce y media de la noche —comenzó el secretario al tiempo que cerraba los ojos, como concentrándose en ciertos sucesos pasados—, cuando una mujer llamó a la puerta y preguntó por sir Baldwin. El mayordomo le informó de que sir Baldwin estaba con unos amigos y que no recibiría visitas profesionales hasta la mañana. Sin embargo, ella se mostró tan insistente, negándose en redondo a marcharse, que el mayordomo fue a buscarme (me alojo en la casa), y yo bajé para hablar con ella en la biblioteca.

—No omita pormenores en la descripción de la visitante —lo cortó Smith.

—Lo haré lo mejor que pueda —continuó Logan y cerró de nuevo los ojos para concentrarse—. Iba vestida de noche, con ropa de fantasía de estilo claramente oriental y grandes aros de oro en las orejas. Un chal verde, bordado con un motivo de pájaros blancos, hacía las veces de manto. Sin duda se trataba de una tela oriental, quizás árabe, y lo llevaba echado sobre los hombros y por encima de la cabeza, algo así como un burnous. Era muy morena, con una cabellera rizada, negra como ala de cuervo, y tenía unos ojos espectaculares, los más bonitos de esta clase que he visto jamás. Desde luego, era bella en cierto sentido, pero sin llegar a ser vulgar, pecaba de lo que yo llamaría ostentación; y cuando entré en la biblioteca, me sentí incapaz de definir qué lugar ocupaba con exactitud en la escala social. ¿Entienden lo que quiero decir?

Todos asentimos y aguardamos con gran interés a que reanudase el relato, pues el señor Logan había descrito con todo detalle a la euroasiática Zarmi.

—Cuando la mujer me habló —continuó—, su inglés defectuoso confirmó mi impresión de que se trataba de una mestiza, probablemente euroasiática. No quiero que me interpreten mal —al decir esto su actitud traslució cierto azoramiento— si les digo que la visitante intentó cautivarme descaradamente, y, dado que todos somos humanos, quizá disculpen mi conducta cuando añada que lo consiguió, en la medida en que accedí a hablar con sir Baldwin, aunque él estaba jugando al bridge en aquellos momentos.

»Ya fuera gracias a mi elocuencia o, por decirlo sin rodeos, a la extraordinaria retribución que la mujer ofreció, al final sir Baldwin accedió a abandonar a sus amigos y a acompañar a la visitante a ver al paciente en el taxi que la aguardaba.

—¿Y quién era el paciente? —preguntó Smith.

—Según la explicación de la mujer, el paciente era su madre, que había sufrido un accidente en la calle hacía una semana. Nos dijo el nombre del médico a quien habían llamado y que, según afirmó ella, les había recomendado que acudiesen a sir Baldwin. Nos dio a entender que era un caso urgente y que sería necesario efectuar una operación de inmediato para salvar la vida de la enferma.

—Pero ¿sir Baldwin no se llevaría los instrumentos? —interrumpí yo sorprendido.

—Se llevó el maletín, sí —contestó Logan—; pues él, a su vez, sucumbió a las súplicas de la visitante. Las últimas palabras que oí pronunciar al doctor cuando salía de casa fueron que era imposible emprender una operación de tal envergadura sin más preparativos.

Logan hizo una pausa y nos miró con cierto cansancio.

—¿Y qué despertó sus sospechas? —preguntó Smith.

—Mis sospechas se despertaron en el mismo instante de la partida de sir Baldwin, pues cuando salí a la calle con él advertí un detalle muy curioso.

—¿Cuál? —se interesó Smith.

—En cuanto sir Baldwin hubo entrado en el taxi, la mujer salió —contestó Logan con un aire algo nervioso—. Cerró la portezuela y se sentó junto al conductor del vehículo, que arrancó de inmediato.

Nayland Smith me dirigió una mirada elocuente.

—¡El truco del taxi otra vez, Petrie! —dijo—; no me cabe la menor duda. —Se volvió hacia Logan—: ¿Algo más?

—Después —contestó el secretario—, aunque no estoy seguro, me pareció ver la cara de sir Baldwin asomada a la ventanilla un momento, mientras el taxi se alejaba de la casa. Tenía una expresión extraña, casi de terror. Claro que no había luz en el interior del coche, y la única iluminación procedía de la puerta abierta de la casa, de modo que no me atrevería a jurarlo.

—Ahora cuéntele al señor Smith —pidió Weymouth— cómo sus temores se vieron confirmados.

—Me quedé muy intranquilo —prosiguió Logan—, pues todo aquel asunto era de lo más irregular, y no conseguía apartar de mi pensamiento la imagen del rostro de sir Baldwin mirando por la ventanilla del taxi. Así que telefoneé al médico cuyo nombre había pronunciado la visitante.

—¿Y? —exclamó Smith con impaciencia.

—No tenía la menor idea de qué le hablaba —dijo Logan—, ni tenía registrado un caso parecido. Esto, como es natural, me inquietó sobremanera pero, desde luego, no deseaba ponerme en ridículo, por lo que dejé pasar algunas horas antes de mencionar mis sospechas a nadie. Esta mañana, como no había recibido ningún mensaje, he decidido ponerlo en conocimiento de Scotland Yard. El resto del misterio les toca a ustedes desentrañarlo, caballeros.