El leve rumor se perdió en el silencio. Mi mirada se cruzó con la de Smith, que estaba al otro lado del lecho de muerte. Tenues jirones de niebla entraban flotando por la puerta de la sala. Beeton se había apoyado en los pies de la cama, y la estructura se agitaba acompañando al hombre en su temblor violento. Ya sólo se oía aquel ruido; absolutamente nada, por lo que yo recuerdo, anunció la llegada del visitante de piel oscura.
Pese a todo, por furtiva que fuese su entrada, algo debimos de notar pues de pronto, como de común acuerdo, los tres apartamos la vista del escuálido difunto que yacía en la cama y nos quedamos mirando la puerta de la sala, por donde penetraba la neblina.
Beeton era quien se hallaba más cerca de la puerta pero, aunque se volvió, no salió; profiriendo una exclamación ahogada, se encogió junto al lecho. Smith fue el primero en reaccionar; después yo. Pegado a sus talones, entré en la desordenada salita. La puerta que daba al pasillo estaba cerrada, pero no habíamos echado el pestillo. La pantalla de seda de la lámpara japonesa difuminaba la luz, y la niebla invadía la habitación. Entre unas cosas y otras, me sentí tentado a creer que era víctima de una alucinación. Lo que vi, o me pareció ver, fue lo siguiente:
Justo delante de la puerta se erguía un biombo alto, y por uno de los extremos, como una materialización de aquella neblina pesada, se escabulló una figura cetrina y liviana, una silueta esbelta y encorvada que llevaba una especie de túnica suelta. Me pareció atisbar un cabello negro azabache que asomaba por debajo de un gorrito, unos rasgos exquisitos y unos ojos grandes y luminosos; a continuación, sin el menor sonido que indicase la apertura o el cierre de la puerta, la aparición se esfumó.
—¿Lo ha visto, Petrie? —exclamó Smith—. ¡Sí, lo ha visto!
Cruzó la habitación en tres saltos, echó la pantalla a un lado y abrió la puerta con presteza. Se sumergió en la neblina amarillenta del pasillo, dio un traspié y, con un grito de dolor, cayó cuan largo era al suelo de mármol. Muerto de inquietud, corrí hacia él, pero alzó la vista con una sonrisa burlona y se puso a frotarse la barbilla con fuerza.
—Un truco muy raro, Petrie —dijo mientras se levantaba—, pero eficaz de todos modos.
Señaló el objeto con el que había tropezado. Era un cofre pequeño de metal, obviamente de peso considerable, colocado justo detrás de la puerta de la suite 14A.
—¡Han venido a buscar eso, señor! ¡Han venido a buscar eso! ¡Usted se lo ha impedido!
Beeton estaba detrás de nosotros, con la vista clavada en la caja, los ojos brillantes de espanto.
—¿Eh? —preguntó Nayland Smith volviéndose hacia él.
—Eso es lo que trajo sir Gregory a Inglaterra —prosiguió el hombre, cuyo nerviosismo rayaba en la histeria—; se ha pasado las dos últimas semanas vigilándolo, día y noche, agazapado sobre el objeto con una pistola cargada. Esa caja le ha costado la vida, señor. No conoció la paz, ni de día ni de noche, desde que la tuvo en sus manos… —Habíamos regresado a la habitación, Smith con el cofre en los brazos. El hombre siguió hablando—: No ha dormido más de una hora seguida, que yo sepa, en las últimas semanas. Desde que llegamos no ha hablado con nadie. Por la noche se tendía en el suelo con la cabeza apoyada en ese cofre de metal y se pasaba el día sentado encima. «Beeton», me llamaba, a veces en mitad de la noche. «¡Beeton! ¿Oye a esa maldita mujer?» Pero aunque empecé a creer que oía algo, supongo que sólo se debía a la tensión nerviosa, nada más.
»También le parecía oír constantemente a alguien a quien él llamaba “el hombre que renquea”. Por la noche, me hacía levantar seis o siete veces para que escuchara con él. “¡Ahí va, Beeton! —susurraba con la oreja contra la puerta—. ¿Lo oye cojear?”
»Dios sabe lo que he tenido que aguantar. No he conocido el sosiego desde que nos marchamos de China. Pensaba que aquí las cosas irían mejor, pero no han hecho más que empeorar.
»Han venido algunos caballeros (de la Compañía de las Indias, creo), pero él no quería verlos. Decía que no vería a nadie excepto a Nayland Smith. No se ha tendido en la cama hasta esta noche. Tras muchos días sin comer ni dormir como es debido, y atormentado por algún secreto que lo consumía poco a poco, se ha derrumbado hace un rato. Yo lo he levantado y lo he acostado en la cama, como ya les he dicho. Ahora está muerto… Está muerto.
Beeton se apoyó contra la repisa de la chimenea y ocultó la cara entre las manos, mientras sus hombros se agitaban convulsivamente. Sin duda se sentía muy unido a su señor, y me pareció muy penoso ver a un hombre de gran fuerza física tan abatido. Nayland Smith le posó la mano en el hombro.
—Ha vivido usted un infierno capaz de desquiciar a cualquiera —le aseguró—, y ningún hombre habría cumplido mejor con su deber, pero unas fuerzas que escapan a nuestro control han podido con usted. Soy Nayland Smith.
El hombre se dio la vuelta con un gran alivio pintado en el rostro demacrado.
—Así que, sea lo que fuere lo que debamos hacer para cumplir los deseos de su patrón, lo haremos enseguida —prosiguió mi amigo—. Confíe en ello. Vaya a su habitación y acuéstese hasta que le avisemos.
—Gracias, señor, y gracias a Dios que está aquí —dijo Beeton aturdido. Obediente, se dirigió hacia el dormitorio pequeño con una mano en la frente y desapareció en el interior.
—Ahora, Petrie —dijo Nayland Smith mirando aquel suelo revuelto—, ya que se me han conferido poderes para manejar este caso como mejor me parezca y dado que usted es médico, hemos de dedicar la próxima media hora, por lo menos, a realizar una investigación estrictamente confidencial de este caso tan desconcertante. Propongo que usted examine el cuerpo en busca de pruebas que le ayuden a determinar la causa de la muerte mientras yo registro la sala.
Asentí en silencio y entré en el dormitorio. No contenía un solo efecto personal del muerto, lo que corroboraba del todo la afirmación de Beeton de que sir Gregory nunca lo había habitado. Me incliné sobre Hale, que yacía completamente vestido sobre la cama.
Al margen del extraño síntoma que había precedido a la muerte, a saber la parálisis de los órganos de fonación, me inclinaba a diagnosticar muerte por inanición, y un examen superficial no me reveló nada que contradijera este dictamen. Dado que en aquel momento no disponía de medios para examinarlo más a fondo, estaba a punto de reunirme con Smith, a quien oía rebuscar entre los trastos de la sala, cuando realicé un descubrimiento muy curioso.
En un pliegue de las sábanas arrebujadas, había unos cuantos pétalos de alguna clase de flor, y tres de ellos seguían prendidos a un tallo fino.
Recogí los minúsculos pétalos sin pensarlo y los sostuve por unos instantes en la mano, observándolos, antes de reparar en la magnitud del misterio que suponía su presencia en la cama. Entonces me invadió la extrañeza. Los pétalos (que me inclinaba a considerar pertenecientes a alguna especie de curcas), aunque mustios, no estaban secos, de modo que no debían de llevar muchas horas en la habitación. ¿Quién los había introducido, y cómo? Sobre todo, ¿qué presagiaba su presencia allí en aquel momento?
—Smith —llamé, y me dirigí hacia la puerta con los misteriosos pétalos en la palma de la mano—. Mire lo que he encontrado en la cama.
Nayland Smith, que estaba inclinado sobre un portafolios colocado en una silla, se volvió… y bajó la mirada hacia los pétalos y el minúsculo tallo.
Creo que jamás había visto un cambio de expresión tan súbito en un hombre. Incluso a aquella luz deficiente lo vi palidecer y advertí que su mirada se endurecía. Habló sin alterarse pero con voz hueca.
—Deje eso… Póngalo ahí, en la mesa; en cualquier parte.
Lo obedecí sin demora, pues había algo en su actitud que me ponía los pelos de punta.
—¿No habrá partido usted el tallo?
—No. Lo he encontrado tal como lo ve.
—¿Ha olido los pétalos?
Sacudí la cabeza. A continuación, sin desviar la vista, con una expresión inescrutable en las profundidades grises de sus ojos, Nayland Smith dijo una cosa muy rara.
—Pronuncie, despacio, las palabras «Sakya Muni» —me ordenó.
Me quedé mirándolo, casi sin dar crédito a mis oídos.
—¡Hablo en serio! —atronó—. Obedezca.
—Sakya Muni —dije, cada vez más sorprendido.
Smith rio sin alegría.
—Vaya al baño y lávese las manos a conciencia —fue la siguiente indicación—. Enjuágueselas al menos tres veces.
Mientras me daba la vuelta para cumplir sus instrucciones, pues ya no dudaba que hablaba muy en serio, le oí gritar.
—¡Beeton!
Beeton, muy pálido y tembloroso, salió del dormitorio al tiempo que yo entraba en el baño. Mientras me lavaba las manos con cuidado oí que Smith lo interrogaba.
—¿Han traído flores a la habitación hoy, Beeton?
—¿Flores, señor? Desde luego que no. Aquí no ha entrado cosa alguna salvo lo que yo he traído.
—¿Está seguro de ello?
—Completamente.
—Entonces, ¿usted subía las comidas?
—Si mira en mi dormitorio, señor, verá que tengo comida enlatada y envasada suficiente para varias semanas. Sir Gregory me envió a comprarla el día que llegamos. Nadie ha salido ni ha entrado hasta que han llegado ustedes esta noche.
Cuando regresé, me encontré a Nayland Smith de pie, pellizcándose el lóbulo de la oreja izquierda, en un estado de evidente perplejidad. Se volvió hacia mí.
—Ahora estoy muy ocupado —dijo—. ¿Me haría el favor de telefonear al inspector Weymouth? También le agradecería que le pidiera al señor Samarkan, el director, que venga a verme de inmediato. —Cuando me disponía a salir, añadió—: No le diga ni una palabra de nuestras sospechas al señor Samarkan; ni una palabra tampoco de la caja de latón.
Ya llevaba recorrido un buen tramo de pasillo cuando recordé algo que, de haberlo pensado antes, me habría ahorrado el viaje. Había un teléfono en cada suite. Sin embargo, no me importaba contar con unos momentos para reflexionar a solas, así que decidí prescindir del ascensor y bajé por la ancha escalera de mármol.
¿En qué extraña aventura nos habíamos embarcado? ¿Qué contenía el cofre de latón que sir Gregory había vigilado día y noche? Algo relacionado de algún modo con el Tíbet, algo que él consideraba «la llave de la India» y en pos de lo cual iba, era de suponer, el siniestro «hombre que renquea».
¿Quién era el «hombre que renquea»? ¿Qué era el Si-Fan? Por último, ¿cómo se las habían arreglado para introducir las flores, que tanto horrorizaban a mi amigo, en el dormitorio de Hale y por qué Smith me había pedido que pronunciara las palabras «Sakya Muni»?
Tal era el curso de mis pensamientos, dispersos y que no conducían a nada. Como a menudo sucede en tales circunstancias, mis pasos siguieron el mismo rumbo y de repente me percaté de que en lugar de llegar al vestíbulo del hotel me había desviado y había ido a parar a una parte del edificio que no conocía.
Un largo pasillo del inevitable mármol blanco se extendía a mis espaldas. Evidentemente, lo había recorrido. Ante mí había un arco tapado con unas pesadas cortinas. Irritado, eché la cortina a un lado y descubrí que ocultaba una puerta de cristal. La abrí y salí a un patio pequeño y mal iluminado, donde se notaba un olor acre, parecido al del incienso.
Di un paso adelante y me paré en seco. Había oído algo. Detrás de un segundo umbral encortinado, situado a mi derecha, sonaba un golpeteo amortiguado y otro ruido, como si arrastrasen algo a breves intervalos.
En mi mente, las palabras casi se hicieron audibles: «¡El hombre que renquea!»
Me precipité hacia la puerta; ya tenía la mano en la cortina… ¡Y en aquel momento salió una mujer, cerrándome el paso!
No me formé impresión alguna de su atuendo, ni siquiera vaga, salvo que un chal de seda verde con un bordado de pájaros blancos le cubría la cabeza y los hombros, atado de tal modo que le ocultaba parte del rostro. Fue el destello implacable de sus enormes ojos negros lo que me dejó petrificado.
La ira encendía su mirada, pero lo que me impresionó no fue tanto la expresión de sus ojos como el darme cuenta de que los había visto antes.
Inmóviles, nos observamos mutuamente.
—Váyase —dijo ella al fin, y al mismo tiempo extendió los brazos hacia ambos lados del marco para impedirme el paso.
Tenía un tono de voz ronco. En los brazos y en las manos, desnudos y de un tono como de marfil viejo, llevaba gran cantidad de joyas exóticas, en su mayor parte plata barata de bazar. Sin duda era mestiza, seguramente euroasiática.
Vacilé. El golpeteo y el roce habían cesado. No obstante, la presencia de aquella grotesca figura oriental no hizo sino aumentar mis ganas de traspasar el umbral. Observé con fijeza aquellos ojos negros que, imperturbables, me devolvían la mirada.
—Váyase, por favor —repitió la mujer mientras levantaba la mano derecha y señalaba la puerta por donde yo había entrado—. Habitaciones privadas. ¿Qué hace aquí?
Las palabras, aunque pronunciadas en inglés macarrónico, me recordaron que me había metido en una propiedad privada. ¿Qué derecho tenía yo a invadir los aposentos de otras personas?
—Debo ver a una persona —dije, aunque comprendía que tenía pocas posibilidades de que me dejara pasar.
—Usted no ve a nadie —me respondió inflexible—. ¡Váyase!
Dio un paso hacia mí sin dejar de señalar la puerta. ¿Dónde había visto antes aquella mirada hermosa y salvaje?
Tan absorto estaba en aquel recuerdo parcial e inaprensible, y tan seguro de que si la mujer se descubriese el rostro la reconocería al instante, que seguí vacilando. No obstante, ella, tras echar un vistazo por encima del hombro hacia los aposentos que había detrás del umbral encortinado, fueran cuales fuesen, retrocedió y desapareció, no sin antes correr las cortinas con un tirón brusco.
Oí los pasos que se alejaban; a continuación sonó un portazo. Si me había retenido allí con la intención de entretenerme mientras alguien se retiraba despacio, lo había conseguido.
Reconocí que había desempeñado un papel patético en aquel encuentro y me marché por donde había venido.
No tengo la menor idea de qué camino seguí para regresar a la escalera principal. No dejaba de darle vueltas al recuerdo que habían despertado aquellos ojos negros al mirarme desde los pliegues del chal verde. ¿Cuándo y dónde había visto aquella mirada? Busqué en vano una respuesta a aquella pregunta.
Una vez enviado el mensaje a New Scotland Yard, fui a buscar al señor Samarkan, famoso maître d’hôtel de El Cairo y, a la sazón, director del nuevo y más palaciego kan de Londres. Corpulento y con una perilla entrecana, Samarkan ofrecía el porte de un cortesano y la sonrisa de un auténtico griego.
Le conté lo esencial, callando el resto, y le rogué que acudiese a la suite 14A lo antes posible y sin llamar la atención más de lo necesario. En ningún momento insinué que se tratara de un crimen, pero el señor Samarkan expresó su profundo (y profesional) pesar por el hecho de que un cliente tan distinguido, aunque poco rentable, hubiera elegido un hotel recién inaugurado como el New Louvre para acabar sus días.
—Por cierto —dije—, ¿tiene huéspedes orientales en este momento?
Samarkan arqueó unas cejas tupidas.
—No, señor —me aseguró.
—¿No se hospeda en el hotel una dama oriental? —insistí.
El director del hotel sacudió la cabeza despacio.
—Quizá monsieur ha visto a una de las ayas… Muchas familias anglo indias se alojan en el hotel en estos momentos.
¿Un aya? Era posible, desde luego. Sin embargo…