—Cierre la puerta —indicó Smith con tono significativo cuando salimos al corredor.
Lo hice, y ya había dado media vuelta para alcanzar a mi amigo cuando una puerta del otro lado del pasillo, bastante alejada, se abrió de golpe, y un hombre, pálido como un fantasma a la luz de aquella lámpara solitaria, se abalanzó al exterior profiriendo unos barboteos histéricos. Al momento reparó en Smith y en mí. Echó una mirada hacia atrás por encima del hombro y se acercó a nosotros tambaleándose.
—¡Dios mío! ¡No podía soportarlo más! —farfulló. Se arrojó sobre Smith, que iba el primero, y buscó apoyo en él con desesperación—. Entre y véalo, caballero, ¡por el amor de Dios, entre! Creo que se muere; se ha vuelto loco. Es la primera vez en mi vida que desobedezco una orden, pero no he tenido más remedio. ¡No podía hacer otra cosa!
—¡Cálmese! —exclamé, asiéndolo por los hombros. Sin soltar a Nayland Smith, había vuelto su rostro fantasmal hacia mí—. ¿Quién es usted y qué problema tiene?
—Soy Beeton, el secretario de sir Gregory Hale.
Advertí que Smith se sobresaltaba y me pareció que su rostro adusto y bronceado palidecía.
—¡Vamos, Petrie! —ordenó Smith—. Esto me huele muy mal.
Apartó a Beeton de un empujón y echó a correr hacia la puerta abierta. Mientras lo seguía, tuve tiempo de fijarme en el número: 14A. Entramos en una suite cuyas habitaciones eran casi idénticas a las nuestras. La salita estaba vacía y en completo desorden, pero del dormitorio principal salía un ruido espantoso, como de murmullos y gorgoteos, un sonido del todo indescriptible. Titubeamos por un instante en el umbral, dudando si enfrentarnos al horror del otro lado; después, casi codo con codo, entramos en el dormitorio…
Sólo una de las dos lámparas estaba encendida, la que pendía sobre la cama, y un hombre se retorcía en el lecho. Era increíblemente flaco, y el traje de sarga tropical que llevaba formaba pliegues por todas partes, lo que demostraba, si es que hacían falta pruebas, que aquella no era ni por asomo su constitución habitual. Llevaba barba de al menos diez días, lo que acentuaba los accidentes de su rostro demacrado. Los ojos parecían a punto de saltar de sus órbitas, y yacía de espaldas emitiendo sonidos inarticulados y tirándose de los labios con unos dedos escuálidos.
Smith se inclinó hacia delante para estudiar aquella cara consumida y enseguida retrocedió con un grito contenido.
—¡Dios misericordioso! No puede tratarse de Hale… —musitó—. ¿Qué significa esto? ¿Qué significa?
Corrí hacia el otro lado de la cama y, tras pasar los brazos por debajo del hombre que se contorsionaba, lo incorporé y le coloqué un almohadón detrás de la espalda. Continuó balbuciendo y haciendo girar los ojos en las cuencas de un modo espantoso; después, poco a poco, su mirada se volvió menos vidriosa, y un destello de cordura asomó a sus ojos. Se quedaron fijos, clavados en Nayland Smith quien, inclinado sobre la cama, observaba a sir Gregory (pues aquella ruina lamentable debía de ser sir Gregory) con una expresión que abarcaba muchas emociones distintas.
—Un vaso de agua —dije al topar con la mirada de Beeton, que temblaba en el umbral.
Derramando una buena cantidad de líquido en la alfombra, Beeton consiguió al fin entregarme el vaso. Hale, sin apartar la vista de Smith, tomó un pequeño sorbo y acto seguido me apartó la mano. Mientras me daba la vuelta para colocar el vaso en una mesilla, reanudó la farfulla sin sentido y se señaló la boca con el dedo índice.
—¡Ha perdido el habla! —susurró Smith.
—Se ha quedado mudo hace diez minutos, caballeros —afirmó Beeton con voz trémula—. Se ha tumbado a dormir ahí fuera, y yo lo he traído aquí y lo he metido en la cama. ¡Cuando ha despertado estaba así!
El hombre postrado renunció a su balbuceo incoherente y, tragando saliva con fuerza, se puso a hacer gestos rápidos y nerviosos con las manos.
—¡Quiere escribir algo! —dijo Smith en voz baja—. ¡Rápido! ¡Ayúdelo a sentarse!
Extrajo su agenda, la abrió por una página en blanco ante aquel hombre cuyos minutos estaban contados y le puso un lápiz en la mano derecha, que temblaba sin cesar.
A duras penas, sir Gregory empezó a escribir mientras yo lo sujetaba. Desde el otro lado, Smith me interrogó con la mirada, y respondí con un gesto negativo.
La lámpara que pendía sobre la cama se balanceaba como si soplara una fuerte corriente. Recordé que ya se columpiaba cuando habíamos entrado. La neblina aún no había invadido el dormitorio, pero la veía avanzar por el pasillo; nubes turbias y amarillentas que se colaban por la puerta abierta. Salvo por los sonidos guturales del agonizante y la respiración entrecortada de Beeton, reinaba el silencio. Sir Gregory Hale garabateó seis líneas irregulares en la página; de repente, su cuerpo se convirtió en un peso muerto en mis brazos. Con cuidado, lo recosté contra las almohadas, desprendí la agenda de sus dedos y, casi rozando la cabeza de Smith con la mía, pues ambos nos habíamos inclinado hacia el papel, leí con gran dificultad:
«Proteja caja de latón… Frontera tibetana… Llave de la India. Cuidado con el hombre… que renquea. Levantamiento… amarillo. Vigile Tíbet… el Si-Fan…»
Fuera de la habitación, no sé si arriba o abajo, sonó un rumor débil, como si arrastrasen algo, acompañado de unos golpecitos rítmicos…