36.

Después de presentar a Sharline Chiang y Li Duan, y dejar para más tarde cualquier dificultad que pudiera tener al explicarle a Li Duan que acababa de contratar a Sharline para tener ayuda adicional en la traducción, él nos llevó a través del café lleno de gente hasta una mesa en la que estaba sentada la madre de Liu Ying, una mujer delgada y de apariencia refinada, de cincuenta y cuatro años, que llevaba un abrigo de cuadritos blancos y negros y tenía el pelo color café, corto y ondulado, una cara angulosa de piel muy suave y unos ojos oscuros que proyectaban calidez cuando se levantó para saludarnos. Su nombre era Sun Zhixian, o como me referí a ella desde ese momento, señora Sun.

Mientras la señora Sun hablaba con mis dos intérpretes, me fui a conseguir un asiento más y le pedí al camarero la carta. Cuando regresé, los tres estaban conversando animadamente, así que me senté en calidad de espectador y me sentí complacido al ver que mis dos intérpretes parecían congeniar, y que Sharline cogía un cigarrillo del paquete de Red Pagoda que Li Duan había dejado sobre la mesa. La señora Sun rechazó amablemente el cigarrillo que Li Duan le ofreció, pero no pareció sentirse incómoda cuando dos columnas de humo comenzaron a flotar a su alrededor, y supuse que ella compartía con la mayoría de los residentes de Pekín —una ciudad contaminada por fogones de carbón, polvo proveniente de las obras de construcción, emanaciones de gas y ráfagas de arena que llegaban con el viento del oeste desde el desierto de Gobi— la tolerancia hada los fumadores de Red Pagodas y otras marcas. Estaba permitido fumar en todos los restaurantes y otros lugares públicos que había visitado desde mi llegada a China (entre ellos, los ascensores de mi hotel) y supuse que la amenaza para la salud que representaba la inhalación del humo del cigarrillo quedaba minimizada en medio de la oscuridad producida por los ocho millones de toneladas de carbón que se quemaban anualmente sólo en Pekín.

Mientras los tres disfrutábamos de nuestros cócteles y entremeses y la señora Sun le daba pequeños sorbos a un vaso de zumo de coco, le pedí a Li Duan que le contara que yo había recibido un fax de Liu Ying en el que me decía que tenía una madre maravillosa; también le dije a Li Duan que le pidiera a la señora Sun que nos explicara por qué su hija había elegido convertirse en futbolista profesional. Mientras Li Duan hablaba con la señora Sun, noté que Sharline Chiang había sacado de su bolso un bolígrafo y una libreta y había anotado lo que supuse que era mi pregunta y ahora estaba lista con el bolígrafo para anotar la respuesta de la señora Sun. Me preocupé porque pensé que tal vez deberíamos haber tenido la cortesía de avisar con anterioridad a la señora Sun de que íbamos a hacer una transcripción de la entrevista. Pero después de que ella vio el cuaderno de Sharline y observó que las palabras estaban en caracteres chinos, sonrió. La señora Sun podría leer en su propia lengua lo que nos estaba diciendo. En mi opinión, de ahí en adelante fue muy colaboradora y abierta.

«Realmente no estoy muy segura de por qué mi hija se convirtió en futbolista», dijo, «pero creo que heredó el interés de su padre, mi difunto marido, quien jugaba al fútbol en la escuela y fue muy atlético toda su vida. Él era maestro de educación física en la escuela de nuestro barrio. Desgraciadamente, sólo vivió hasta los treinta y tres años. Fue atropellado en su bicicleta por un camión, una noche de 1978, y murió de manera instantánea. Liu Ying sólo tenía cuatro años. Apenas si lo conoció. Pero aun así pienso que ella se conecta con él a través del fútbol. La niña creció viendo partidos de fútbol en la televisión y a los chicos jugar al fútbol en la escuela, y con frecuencia se paraba al lado de la cancha a criticarlos: “Estáis haciendo mal esto; estáis haciendo mal esto otro”. Un día el maestro le dijo: “Bueno, si tú lo puedes hacer mejor, ¿por qué no juegas?”. Las niñas no jugaban al fútbol en la escuela, pero el rector le permitió a Liu Ying jugar con los chicos y lo hizo muy bien. Cuando tenía ocho o nueve años y no disponía de un balón de fútbol al que dar patadas, salía a la calle a chutar guijarros y piedritas. Las otras niñas tenían lindos zapatos, pero los zapatos de mi hija siempre estaban todos pelados y gastados por vivir pateando piedras. Cuando tenía quince años, en 1989, fue transferida de la escuela media a una especial que hacía énfasis en el fútbol. A los dieciocho años, fue promovida al equipo nacional de mujeres como suplente. Acompañó al equipo a los Juegos Olímpicos de Atlanta en 1996 y, cuando una de las titulares se lesionó, entró y jugó durante veinte minutos. El equipo no ganó, pero Liu Ying hizo pases perfectos y jugó de manera agresiva. Pronto se convirtió en titular y desde entonces ha viajado por todo el mundo. Así que ahora tengo una hija que se gana la vida con los pies».

A medida que la cena fue avanzando y Li Duan seguía traduciendo mientras Sharline Chiang tomaba nota de las preguntas y las respuestas, la señora Sun hizo énfasis en el hecho de que tenía otros dos hijos: un hijo de treinta años, Liu Tong, que trabajaba actualmente como representante de ventas en Pekín para una compañía que fabricaba puertas, y una hija, Liu Yun, de veinticinco años, que era cajera y contable de unos destacados grandes almacenes que estaban en el extremo occidental del Bulevar Chang’an, no lejos de su casa. Liu Yun era la hermana gemela de Liu Ying, nos explicó la señora Sun. Ninguno de los hermanos de Liu Ying tenía inclinaciones atléticas y sólo miraban los partidos de fútbol cuando jugaba Liu Ying. La señora Sun también mencionó que su madre, de setenta y ocho años, formaba parte activa de su casa y que había ayudado a criar a los niños cuando ella, la señora Sun, fue enviada a trabajar a una granja lechera durante la Revolución Cultural, que duró una década, hasta bien entrado el año 1977.

«Lloré mucho cuando tuve que marcharme de casa», recordó, «pero era una época de crisis nacional. Había habido una gran hambruna unos años antes y millones de personas fueron trasladadas de las ciudades al campo para trabajar y vivir con los campesinos. Pasé más de ocho años en una granja. Me fui en 1967, un año antes de casarme y comenzar a tener hijos. Yo vivía con mis padres y otros familiares en la casa antigua con patio en la que todavía vivimos hoy, ubicada en un estrecho callejón unas cuantas calles al oeste de la Ciudad Prohibida. Mi abuelo, que era abogado, la compró en 1911, después de la caída del último emperador. La casa fue heredada posteriormente por mi padre, un ingeniero químico que asistió a una universidad dirigida por los jesuitas en Pekín, antes de la toma del poder por parte del Partido. La granja en la que yo trabajaba estaba muy lejos de la ciudad, a cinco horas en autobús, y mis visitas a casa eran poco frecuentes. En la granja yo apilaba heno, alimentaba a los animales y trabajaba en el campo. Por la noche dormía en habitaciones comunales con otras jóvenes».

Durante una de las visitas a su casa, le presentaron al hombre que se convertiría en su marido. Lo conoció a través de su madre, que era maestra de la escuela elemental en la que él trabajaba como instructor de educación física. La boda fue un evento informal, en el que no hubo fotografías y los recién casados iban vestidos con camisas azules estilo Mao. Tras el nacimiento de su hijo en 1969, su esposo comenzó a ganar un poco de dinero extra como obrero de la construcción, después de que acababa la escuela, y mientras tanto ella siguió trabajando en la granja y venía a casa dos o tres veces al mes. Esta rutina continuó hasta 1974, cuando, después del nacimiento de las gemelas, logró que la transfirieran de su empleo en la granja a una fábrica de lámparas que estaba a las afueras de la ciudad, lo cual le permitía vivir en su casa, pero de todas maneras tenía que viajar dos horas en autobús para ir y volver del trabajo.

Su casa estaba atestada de gente, pues en ella vivían sus parientes cercanos y sus parientes lejanos y una docena de lo que ella describió como «vecinos», es decir, personas con las que no tenían ningún parentesco pero que vivían en la propiedad de sus padres por orden de la entidad estatal de vivienda. Como no había suficientes viviendas en Pekín para acomodar a la creciente población de la ciudad, los propietarios de casas tuvieron que compartir el espacio de sus viviendas con inquilinos designados por el Estado. Propietarios como sus padres no estaban en posición de oponerse y tampoco se atrevieron a quejarse. Si se quejaban, se arriesgaban a ser tachados de burgueses elitistas, en una época en la que el presidente Mao exaltaba las virtudes del proletariado y promovía una campaña de nivelación social que ofrecía igualdad de oportunidades para que los elementos privilegiados y mejor educados de la sociedad aprendieran de primera mano junto a los campesinos cómo era existir en los niveles más bajos del orden social. Los líderes del comité revolucionario y otros fanáticos imponían todas las normas que tenían que ver con el comportamiento y las expresiones públicas y privadas, de manera que interrumpían, amenazaban y silenciaban de distintas maneras todas las manifestaciones de desacuerdo e inconformidad. Al ser la primogénita de padres con una educación avanzada y cada vez menos influencia, la señora Sun fue a la vez representante y rehén de su familia durante la Revolución Cultural.

Mientras la señora Sun relataba su historia, no sentí en su actitud ni en las palabras que me traducía Sharline Chiang ningún indicio de reproche frente a las autoridades que habían ejercido un control tan grande y arbitrario durante la Revolución Cultural. Me pareció asombroso el hecho de que no expresara el menor resentimiento, aunque recordaba haber leído que los chinos rara vez revelan sus sentimientos delante de los desconocidos y también pensé que mi asombro ante el aparente estoicismo de la señora Sun podía ser producto del hecho de que, al ser un habitante de Nueva York, yo vivía entre una multitud de gente quejumbrosa. Es probable que en Nueva York prosperen más abogados y psiquiatras que en cualquier otra parte del mundo. También pensé que su aparente carencia de autocompasión o beligerancia podía ser una manifestación de su seguridad y fortaleza, de su determinación de no dejarse vencer por un periodo perverso y represivo de la historia china, durante el cual ella y millones de sus compatriotas estuvieron sometidos a privaciones y humillaciones sociales y, seguramente, a la traición de muchos de aquellos en quienes confiaban.

Lo poco que yo sabía acerca de la Revolución Cultural provenía de libros de historia y novelas escritas por estadounidenses o exiliados chinos, y esos relatos estaban más o menos de acuerdo con la manera como el corresponsal del Times Howard W. French sintetizaría después la Revolución Cultural: «Un descenso a la locura que duró una década». Sin embargo, y tal vez porque ella la vio como lo que era, la señora Sun se había adaptado a esa locura y la había soportado y ahora me la imaginaba, junto con millones de chinos más —que debían de tener ahora cincuenta y tantos años o más y habían sobrevivido a la década demente de Mao—, como parte de la esencia de una China en proceso de transformación. Entonces recordé las palabras de Friedrich Nietzsche: «Aquello que no te mata, te fortalece».

Inmediatamente después de terminar de comer, Li Duan se excusó por tener que marcharse y explicó que quería regresar a casa para pasar algún tiempo con su hijo. Eran las siete de la tarde pasadas. Nos preguntó si Sharline y yo podíamos acompañar a la señora Sun a su casa y me encantó la idea. Eso me brindaría la oportunidad de ver el vecindario y tal vez recibir una invitación para entrar a su casa.

Mientras nuestro taxi avanzaba lentamente entre el tráfico del Bulevar Chang’an hacia el Oriental Plaza y la Ciudad Prohibida, la señora Sun señaló un enorme y moderno edificio blanco que estaba situado en el costado norte del bulevar; era el Hotel Jianguo Garden y dijo que allí era donde había ido a ver la transmisión por televisión del partido del Mundial que tuvo lugar en California. «Habría preferido ver el partido en casa», dijo, «pero la Federación de Fútbol invitó a las mamás de todas las jugadoras a alojarse en el hotel y asistir a la “cena de buenos deseos de las madres” que se celebró la víspera del partido. La cena tuvo lugar en un salón privado del hotel y todo el mundo estaba muy entusiasmado y fue muy amigable. Las madres venían de distintas partes de China y habían viajado hasta Pekín en aviones, autobuses y trenes. La esposa del entrenador estaba allí y también había varios periodistas chinos. En su mayoría, las personas que permanecíamos allí nos estábamos viendo por primera vez, pero rápidamente hicimos amistad, debido al hecho de que nuestras hijas estaban unidas unas a otras y todas, a su vez, a nosotras. Cuando un hijo se va de casa, el corazón de la madre debe seguirlo.

»Después de la cena fuimos a nuestras habitaciones, pero no creo que nadie durmiera mucho esa noche. A las tres de la mañana nos despertaron para que nos reuniéramos a desayunar en un salón donde había una pantalla grande de televisión y luego vimos a nuestras hijas con sus uniformes rojos, representando a China, jugando al fútbol y corriendo de un lado a otro de la cancha. No hubo ningún gol; comenzaron los penaltis. La tensión era terrible y cuando pararon el tiro de Liu Ying comencé a sentir lágrimas en mis ojos. Todo el mundo estaba llorando después, cada una por sus propias razones. Yo lloraba por el dolor de mi hija y por mi propio dolor. Todo el mundo trató de consolarme, pero yo sólo quería irme a mi habitación. No quería que los demás vieran lo que estaba sintiendo».

Nuestro taxi había salido del bulevar y ahora estábamos atravesando una callejuela llena de peatones y ciclistas y bordeada a ambos lados por muros de piedra gris que medían poco más de dos metros de alto, agrietados y medio derruidos en varias partes. En cuestión de segundos habíamos pasado de una ciudad de modernos hoteles y torres de oficinas a lo que mi guía describía como un barrio antiguo clásico, en el cual millones de residentes ocupaban el interior de casas de un solo piso construidas hace muchos siglos, con entradas formadas por arcos y celosías que daban sobre antiguos callejones llamados hutong.

Aunque durante el periodo de las dinastías relativamente pocas personas entraban en la Ciudad Prohibida, había muchos hutongs que conducían hacia allí, transitados seguramente por comerciantes y criados y otros oportunistas serviles que querían congregarse en la vecindad del poder y con el tiempo terminaron estableciendo comunidades alrededor del palacio imperial. A una de aquellas comunidades llegó en 1911 cierto abogado del sur de China para ejercer su profesión y adquirir una casa en condiciones favorables tras la abdicación del emperador. Después de que el abogado adquiriera derechos sobre la casa, recibió en ella a su esposa de pies vendados, quien fue traída a lo largo del hutong en una carroza nupcial, una silla totalmente cubierta, con soportes delante y atrás, que llevaban cargada entre dos hombres. La dirección de la casa —74 Wilding Hutong— fue donde la señora Sun, la nieta del difunto abogado, le pidió al conductor de nuestro taxi que se detuviera.

Ella preguntó si queríamos entrar y, después de pagar al conductor, Sharline y yo la seguimos hacia las puertas exteriores giratorias y sin pintar de la entrada. La celosía de la parte superior se estaba cayendo a pedazos y las puertas dobles carecían de los pasadores decorativos y la delicada talla que había visto en libros de fotografías que inmortalizaban los hutongs y sus casas cuadrangulares, con techos de teja inclinados y patios interiores abiertos. En los días anteriores a la Revolución Cultural, antes de que Mao viera estas casas como reflejo de los valores burgueses y sus Guardias Rojos las saquearan, los patios eran por lo general magníficos espacios en los que reinaba la serenidad y donde crecían flores y árboles, y había pájaros que cantaban en sus jaulas y peces dorados nadando en estanques, y los miembros de la familia se comunicaban mientras los niños jugaban. Por más idílica que fuera esa imagen del pasado, que decidió publicar en un libro de fotografías un nostálgico editor que se oponía a la campaña de renovación urbana del Pekín de hoy y a la avidez de los urbanizadores por reemplazar los hutongs por avenidas anchas y demoler las casas antiguas para hacer torres altas, debo decir que no estaba preparado para la deplorable escena con que me encontré cuando la señora Sun nos condujo a lo que alguna vez había sido un patio, lo que yo imaginaba que alguna vez había sido un refugio lleno de cordialidad. Ahora el área estaba invadida por la maleza y ruinosas barracas en las que vivían las personas a las que la señora Sun había llamado sus «vecinos». Algunos de los ocupantes estaban afuera, mirándonos en silencio, mientras que otros permanecían ocupados en sus tareas: recogiendo la ropa de las cuerdas, arreglando bicicletas oxidadas, apilando trozos circulares de carbón con huecos en el centro que parecían rosquillas gigantes. En una esquina del patio había un retrete con paredes de latón corrugado y un ruinoso techo de tejas cubierto con tela asfáltica asegurada por una capa de pesadas tablas de madera y varios ladrillos.

Después de que la señora Sun saludara a sus vecinos con un gesto de la cabeza, dobló a la izquierda y se dirigió hacia una construcción rectangular que estaba en el extremo oriental del conjunto original y era donde vivía ella ahora, en dos habitaciones contiguas. En una había una mesa, un par de sillas de madera tallada y un armario, encima del cual había una maleta vieja que, según nos contó la señora Sun, pertenecía a su difunta abuela. Cuando era una niña, la señora Sun solía lavar los pies torcidos de su abuela y ayudarla a caminar cojeando; cada vez que la señora Sun veía la peculiar manera de caminar de Charlie Chaplin en la época del cine mudo, se acordaba de su abuela.

En la otra habitación había una cama de caoba, una cómoda con un espejo y una estufa de carbón de la cual salía un tubo metálico que subía hasta una abertura cerca del techo que sacaba el humo hacia afuera. Aunque Liu Ying ya no vivía en la casa de su madre —compartía un apartamento con otra futbolista cerca del estadio de mujeres, en la parte sur de Pekín, cuando no estaba viajando con el equipo—, venía con frecuencia a la casa y se quedaba por la noche, y cada vez que lo hacía, dormía en el catre que la señora Sun nos señaló y que estaba en un rincón de la habitación. Al lado del catre había un arcón de cedro, y cerca de éste, una caja de plástico con divisiones que contenía mocasines, zapatillas deportivas y zapatos con tacos para jugar al fútbol. Colgado de la pared, encima del catre, había un cartel de ciento veinte por noventa centímetros en el que aparecía Michael Jordan sonriendo.

«Mi hija está ahora en Guam, participando en la Copa Asiática», nos contó la señora Sun. «Anoche llamó. Sin importar dónde esté, siempre llama varias veces por semana. Todas las jugadoras del equipo tienen teléfonos móviles, obsequio de uno de los patrocinadores, la compañía Ericsson. Ahora que tiene móvil, hablo más con ella que cuando solía vivir aquí. Pero no era ni una adolescente cuando se marchó a vivir y estudiar en la academia de fútbol y sólo regresaba a casa durante los fines de semana.» La señora Sun recordó que el fin de semana en que tuvieron lugar los disturbios de la Plaza Tiananmen, en 1989, cuando comenzó el tiroteo, la noche del sábado 3 de junio, el cual continuó a lo largo de la mañana siguiente, Liu Ying estaba en la casa. En esa época tenía quince años. «La noche del sábado mi hijo estaba paseando por ahí y vio cómo una bala perdida mataba a una señora», recordó la señora Sun. «Yo misma alcanzaba a oír los disparos y los gritos de la gente. El ruido se sentía por todo el vecindario. Sin embargo, Liu Ying no oyó nada. Estuvo toda la noche acostada en ese catre, durmiendo tranquilamente a pesar de todo el ruido y la confusión. Sólo se enteró a la mañana siguiente, cuando se lo contamos. Entonces dijo: “Ay, mami, ¿por qué no me despertaste?”. El domingo por la tarde salimos juntas a dar una vuelta por el barrio y vimos vehículos volcados y escombros por todas partes. La mayoría de la gente estaba muerta de miedo y confundida…»

Mientras escuchábamos a la señora Sun, entró una mujer de pelo blanco, anciana pero muy ágil, que traía una bandeja con una jarra de té humeante y tres tazas. Cuando sonrió, las múltiples arrugas de su cara ancha se hicieron más profundas. Llevaba una chaqueta gris de estambre estilo Mao y un abrigo largo de punto, con un diseño a cuadros concéntricos grises y beige. Después de servir el té y darnos una taza a cada uno, la mujer se sentó en la cama al lado de la señora Sun, quien nos la presentó como su madre, con evidente orgullo. Se llamaba Zhang Shou Yi. Hacía unos años había cumplido setenta y cinco y trabajó hasta ese momento.

Después de que yo la animara un poco a hablar, y sin que su hija la interrumpiera, la señora Zhang comenzó a hablarnos acerca de sus días de juventud en Pekín, en el periodo que siguió a la abdicación del emperador. Había nacido en 1921, en una linda casa con patio ubicada sobre un hutong que estaba unos cuantos kilómetros al oeste de donde nos encontrábamos. Su padre manejaba una tienda de antigüedades y también tenía un cargo menor en la administración local. Cuando era pequeña, la señora Zhang oyó historias acerca de cómo el joven emperador, que vivió durante más de una década recluido tras las paredes bermellón de la ciudad sobre la cual ya no tenía ninguna influencia, pasaba las horas pedaleando en su bicicleta por los caminos de piedra de la ciudad imperial. Aunque la educación formal de la señora Zhang tal vez era superior a la de la mayoría de sus contemporáneas y vecinas, ella no tenía ninguna ambición especial fuera de casarse con el hombre que su padre eligiera. Poco después de cumplir veintitrés años, una edad considerada avanzada para una mujer que tuviera deseos de casarse, su padre le dijo que estaba en contacto con un abogado que tenía un hijo de veintitrés años, el cual parecía un buen candidato para un arreglo matrimonial. El hijo estaba en la universidad, estudiando para convertirse en ingeniero. Aunque en esa época no era costumbre que las jóvenes conocieran a sus futuros cónyuges, la señora Zhang nos contó que, en su caso, el cual le parecía que ilustraba las tendencias modernizadoras de comienzos del siglo XX —cuando ya habían liberado a muchos millones de mujeres chinas de una tradición de más de mil años que las obligaba a depender del tamaño de sus pies arqueados—, se le permitió tener un encuentro con su futuro marido antes de la boda. Afortunadamente para ella, el hombre le gustó de inmediato.

Tras casarse en 1943 y mudarse a la casa de la familia de su marido, ubicada en el número 74 de Wilding Hutong, la señora Zhang tendría seis hijos. Tres de sus hijos —cuatro, con la señora Sun— y los hijos de éstos vivían en cuartos separados de la misma casa en el momento de mi visita, pero no los conocí. La señora Zhang me contó que, además de ella, había veintiséis personas viviendo en su propiedad: once miembros de la familia y quince vecinos. Ella tenía una suite de dos cuartos en la parte norte del patio, que era el ala que solía reservarse a las personas mayores. Su habitación era ligeramente más grande que las demás de la casa y, de los cuatro televisores que había conectados en la propiedad —dos en las habitaciones de los vecinos—, su aparato recién comprado, un modelo Peacock de veinticinco pulgadas, era el más fiable y el que tenía una imagen más nítida en color.

En ese televisor fue donde ella vio a Liu Ying compitiendo en la final del Mundial entre China y Estados Unidos. La señora Zhang y cuatro miembros de su familia —dos de sus hijos con sus esposas— se reunieron alrededor del televisor en las horas de la madrugada para gritarle palabras de aliento a una diminuta figura de camiseta roja que llevaba el número 13 y a la cual se veía correr de un lado a otro de la cancha, entre sus compañeras de equipo y sus oponentes, con la atención centrada en un balón de fútbol, al otro lado del mundo.

Esa mañana, la hermana gemela de Liu Ying y su hermano estaban viendo el partido en la habitación de este último, mientras sus vecinos de al lado lo estaban viendo en sus habitaciones del patio. Al otro lado de la pared, en el interior de las filas de casas que bordeaban el hutong, había cientos y tal vez miles de televidentes más. Cuando el partido comenzó, en medio de la oscuridad previa al amanecer, se podían ver luces encendidas en numerosas ventanas, y a lo largo de la transmisión de cuatro horas, la tranquilidad que normalmente resultaba tan conveniente para aquellos a los que les gustaba dormir hasta tarde los domingos, al menos en las calles secundarias de la ciudad, se vio interrumpida por los animados comentarios de un narrador deportivo que vociferaba desde California, y por las crecientes y rítmicas exclamaciones de los chinos, cuyas reacciones se oían a través de las ventanas abiertas de sus casas: palabras de ánimo, a veces, y otras veces abucheos, aplausos, suspiros y finalmente, cuando el partido terminó y el equipo chino fue derrotado por el de Estados Unidos, una sensación de descontento y desilusión. Como dije antes, de acuerdo con los informes, más de cien millones de personas vieron la retransmisión por televisión en China. Pero en la casa ubicada en el número 74 de Wuding Hutong el resultado final fue recibido con más silencio y tristeza que en ninguna otra parte.

Después de apagar el televisor y cubrirlo con un forro negro de algodón, la señora Zhang trató de consolar y animar a sus parientes, que permanecían a su alrededor con cara de desconcierto. «Así es la vida», dijo. Cuando unos cuantos vecinos entraron desde el patio, ella repitió: «Así es la vida». A lo largo de la mañana, todo el mundo se quedó dentro de las paredes de la casa. Más tarde comenzó a sonar el teléfono de la antesala de la habitación de la señora Zhang y su hijo menor se levantó para contestar.

«Por favor, pásame a mi madre», dijo la voz quebrada de Liu Ying. Estaba llamando desde Los Ángeles.

«Lo siento, pero no está aquí», dijo su tío, y le explicó que la señora Sun se había ido a ver el partido con la esposa del entrenador y otras mujeres en un hotel, pero no sabía el nombre.

«Entonces pásame a mi hermano», dijo Liu Ying. Tan pronto como su hermano cogió el auricular, ella comenzó a llorar: «Ay, todo es culpa mía, es culpa mía…».

Un día después, cuando el equipo se bajó del avión en Pekín, la madre de Liu Ying estaba esperando a su hija, junto con las mamás de las otras jugadoras, en un salón de recepciones con suelo de mármol cerca del aeropuerto. El grupo de jovencitas vestidas con chándales rojos subió desde el primer piso por una escalera mecánica y, después de arrojar al suelo sus bolsas, corrieron con los brazos extendidos y lágrimas en los ojos para abrazarse a sus madres. Mientras todo el mundo se saludaba, en el vestíbulo se oía un coro de sonidos sibilantes: Mei shi, mei shi, ni mei shi ba: Ni ye mei shi ba? Según me explicó mi intérprete, no eran palabras fáciles de traducir, pero expresaban consuelo, preocupación y desilusión, aunque al mismo tiempo hacían énfasis en un espíritu positivo y alentador.

Sin embargo, tal como nos contó la señora Sun durante la entrevista, no había manera de proteger a las jugadoras y a sus familias del hecho de que millones de personas en China hubiesen quedado decepcionadas por el resultado del partido del Mundial. Al otro día, después de la retransmisión, cuando la hermana gemela de Liu Ying, Liu Yun, regresó a su trabajo en los grandes almacenes, muchos clientes y colegas se le acercaron para preguntarle: «¿Qué le pasó a Liu Ying? ¿Cómo pudo equivocarse en un momento tan importante?».

«Ay, lo siento», contestaba la hermana, y repetía: «Por favor, acepten mis disculpas».

Pero esas críticas cedieron al otro día, después de que en los diarios y la televisión china aparecieran historias según las cuales el equipo de Estados Unidos había ganado el partido de manera fraudulenta, y que acusaban a la guardameta estadounidense de hacer un movimiento prohibido delante de la red antes de que Liu Ying chutara. Algunas noticias iban acompañadas de fotografías en las que aparecía Briana Scurry en el momento en que cometía la infracción. El hermano de Liu Ying, Liu Tong, vio las fotos y las informaciones cuando estaba navegando en Internet y, después de imprimirlas, las distribuyó entre los miembros de su familia y varias personas más en el barrio.

Más tarde esa semana, las jugadoras del equipo de fútbol chino y su grupo de entrenadores fueron invitados a la Asamblea Nacional, donde las saludaría el presidente Jiang Zemin y recibirían medallas que las identificaban como ciudadanas honoríficas de la República Popular. Las mujeres iban uniformadas con faldas y chaquetas grises, blusas blancas y zapatos negros. Cuando el presidente Jiang se acercó a Liu Ying y le puso sobre los hombros una medalla atada a una cinta, sonrió y le dijo: «No te preocupes, habrá otro día y tendrás otra oportunidad».