Pensé que lo que necesitaba era un intérprete para mi intérprete. Había sido ingenuo por mi parte, y hasta arrogante, suponer que el equipo de fútbol femenino facilitaría mi reunión con Liu Ying y me proporcionaría a alguien que fuera completamente bilingüe, alguien del estilo del joven caballero asiático de traje oscuro y perfecto inglés que había visto el día anterior en el vestíbulo del hotel, al lado de la rubia y delgada Carly S. Fiorina, la presidenta de la compañía Hewlett-Packard, ayudándola mientras era interrogada por una docena de miembros de la prensa china. Mientras los periodistas la acribillaban a preguntas, su intérprete se comunicaba rápidamente con ella en inglés y con la misma rapidez transmitía luego las respuestas de Fiorina a los periodistas chinos. Era un mago de dos lenguas que jugaba al ping-pong con las palabras, pasando del inglés al chino sin vacilar, y luego del chino al inglés, y luego del inglés al chino. Yo me quedé bastante impresionado al observar la escena desde el mostrador de la recepción, y toda la conferencia de prensa no llevó más de diez minutos, después de lo cual Carly Fiorina se reunió con una delegación de chinos y estadounidenses mayores, que la acompañaron a un almuerzo en otro lugar del hotel, seguida de su intérprete.
Debe de ser un hombre muy bien pagado, pensé, y sin duda en este país se necesitaban muchos intérpretes tan competentes como ése, debido a la cantidad de gente importante de otras partes del mundo que se encontraba en ese momento en China para atender negocios o misiones diplomáticas, o dar discursos en almuerzos y cenas a los que asistían inversores y legisladores. Había leído en el China Daily que el secretario del Tesoro de Estados Unidos, Lawrence H. Summers, iba a dirigirse en los próximos días a la Cámara de Comercio Americana de Pekín, y que el canciller alemán Gerhard Schroder llegaría la semana siguiente para reunirse con funcionarios del Partido en la Asamblea. En dos semanas, los líderes chinos recibirían al secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan.
El doctor Henry Kissinger, ex secretario de Estado de Estados Unidos, quien había contribuido a planear el histórico viaje del presidente Richard Nixon a China en 1972, solía visitar China con frecuencia por esos días debido a su trabajo como asesor de negocios internacional, y, de hecho, la tarde después de regresar de mi entrevista con Liu Ying leí una noticia que decía que Kissinger se encontraba en ese momento en Pekín, y mi enterado conserje me contó que Kissinger se estaba alojando, como siempre, en el International Club, unas pocas calles al oeste de nosotros, sobre el Bulevar Changan. En los últimos años había conversado ocasionalmente con Kissinger en cenas ofrecidas en Nueva York por amigos como el antiguo editor ejecutivo del Times, A. M. Rosenthal, y al recordar que Kissinger era un ávido aficionado al fútbol, se me ocurrió que debería tratar de contactar con él para preguntarle si me podía abrir algunas puertas al nivel más alto del Ministerio de Depones chino. Al menos podría entrar en contacto con alguno de sus asistentes y saber dónde podía contratar a un buen intérprete.
Después de enviar una nota a la suite de Kissinger pidiendo una cita, mandé inmediatamente un segundo fax a la oficina de Nike, dirigido a Patrick Wang, contándole mis experiencias de ese día en la sede del equipo de fútbol.
Estimado Patrick:
Te estoy muy agradecido por todo lo que hiciste para lograr que viera hoy a Liu Ying. Me pareció una muchacha interesante, sincera y abierta, y, tal como te dije cuando cenamos juntos, creo que tiene una buena historia que contar acerca de los desafíos a los que se enfrentan las mujeres atletas en la China contemporánea.
Por desgracia, hoy no me pude comunicar con ella tal como esperaba, debido a problemas lingüísticos. Con el debido respeto —y te agradecería mucho que consideraras esto como un comentario confidencial—, el intérprete que me asignaron, Li Duan, no habla inglés con facilidad. Si tú hablas con él durante dos minutos, verás a qué me refiero. Pero mi dilema es éste: no puedo decirles a las autoridades del fútbol que el intérprete que me escogieron es inadecuado. Podrían ofenderse. Es posible que ni siquiera sepan que él no habla bien inglés, dado que aparentemente ninguno de ellos conoce el idioma. Sin embargo, si trato de llevar a mi propio intérprete, podrían oponerse. No querrían que yo apareciera con alguien que no está autorizado. Y, por último, si averiguan que el intérprete elegido, Li Duan, no hace bien su trabajo, es posible que lo despidan. Parece un buen muchacho. Creo que está casado y tiene un hijo de siete años. No quiero causar problemas.
Pero mi entrevista de hoy, como dije, tardó demasiado tiempo y luego fue interrumpida abruptamente por el jefe, Liu Dian Qiu. ¿Cómo crees que puedo mejorar esta situación cuando tenga un segundo encuentro con la jugadora, si es que hay un nuevo encuentro?
Después de enviar este fax a la oficina de Nike, pensé que ojalá hubiese pensado mejor lo que escribí. Era posible que me estuviera comportando de manera impetuosa e impaciente, lo cual confirmaría algunas de las peores ideas que tienen los asiáticos acerca de los estadounidenses. Allí estaba yo, en China, manifestando mi descontento por el hecho de que ese joven, Li Duan, no hablara inglés lo suficientemente bien, cuando yo mismo, al igual que la mayoría de los estadounidenses, no hacía ningún esfuerzo por entender otras lenguas. Hacía mucho tiempo que había olvidado el poco francés y el poco español que aprendí en la escuela y ni siquiera había aprendido a hablar italiano, la lengua materna de mi padre. En lugar de quejarme de mi intérprete chino, debería elogiarlo y recordar que Li Duan era un ex atleta y un burócrata de nivel medio que de alguna manera había aprendido suficiente inglés como para prestarme un gran servicio ese día; él había logrado conseguir algunas buenas frases —que yo podría citar después— al hablar con una jugadora que me veía por primera vez y, sin embargo, expuso abiertamente lo que sintió después de errar el tiro y, a propósito del avión que la trajo de regreso a China, dijo: «Sería mejor que se quedara en el cielo para siempre».
Pasaron los días sin que recibiera respuesta al fax que le había enviado a Kissinger y ni él ni ninguno de sus asistentes devolvieron tampoco las llamadas telefónicas que hice a su hotel posteriormente. Sin embargo, sí tuve noticias de la secretaria de Patrick Wang en Nike, quien me dijo que Patrick había hecho trámites para que asistiera al día siguiente a un almuerzo en el que estarían presentes Liu Ying y otras cuatro mujeres nacidas en Pekín que jugaban para el equipo nacional; como el día siguiente era sábado y Patrick no trabajaba, él mismo me acompañaría y me ayudaría con la traducción.
Al día siguiente a mediodía, Patrick me esperaba en el vestíbulo. Estaba sonriente, como siempre, y desdeñó con elegancia mi preocupación por estar molestándolo con mis problemas. «Ah, no te preocupes», me aseguró, «me encanta ayudar. Sólo quisiera que no fuera tan difícil encontrar buenos intérpretes. Esta situación va a cambiar. Pero ahora simplemente no hay suficientes buenos intérpretes». Mientras caminábamos desde el hotel hacia su coche, noté que estaba vestido de una manera más informal que la ocasión anterior en que lo había visto; ahora llevaba una chaqueta deportiva, un polo y una gorra azul que tenía en la parte delantera el emblema blanco de Nike.
Después de un recorrido de veinte minutos por la ciudad, tomamos una calle que nos condujo hacia el Workers Stadium, en el centro de Pekín. Era una estructura gigantesca en forma de óvalo que se apoyaba en vigas grises de acero y paredes de hormigón cubiertas de hollín, y el extremo exterior del techo de la tribuna principal estaba bordeado de banderas rojas. Podía albergar a cerca de sesenta mil espectadores, dijo Patrick, lo cual lo convertía en el segundo estadio más grande de China. El estadio más grande, añadió con toda la modestia que pudo, a pesar del orgullo que sentía, era el estadio de su ciudad natal, Shanghái, que podía albergar a ochenta mil espectadores.
Cerca de la puerta norte del Workers Stadium, donde Patrick aparcó el coche, había un restaurante llamado Havana Café. En la ventana había un letrero escrito en inglés que decía: comida & música, típico sabor latino. Pensé que almorzaríamos allí, pero Patrick me condujo a través del aparcamiento y entramos en el estadio por una de las puertas laterales. Allí sólo se jugaba fútbol masculino, dijo. Las mujeres usaban un estadio más pequeño que estaba al sur de la ciudad y podía albergar a unos treinta y cinco mil espectadores. Sin embargo, el éxito del equipo femenino de 1999, en especial en la medida en que contrastaba tanto con el pobre rendimiento de los hombres, había hecho que muchos hombres aficionados al fútbol comenzaran a apoyar a las mujeres; el almuerzo de hoy —que se ofrecía en un club de hombres privado que había en el Workers Stadium— era muestra de ello.
Después de atravesar el vestíbulo, cuyas paredes estaban decoradas con fotografías de jugadores y entrenadores de fútbol y fotos de los administradores y patrocinadores del fútbol profesional en Pekín, entramos en un inmenso comedor donde había cerca de doscientas personas, casi todos hombres, que conversaban y se reían animadamente, mientras bebían vino y cerveza. Todas las mesas tenían manteles a cuadros verdes y blancos y había jarrones con flores en el centro. En la parte delantera del salón, demasiado lejos como para llamar su atención, vi a Liu Ying, vestida con su chándal rojo y sentada en la tarima, al lado de cuatro de sus compañeras y el entrenador principal.
Cuando encontramos un lugar donde sentarnos, en una mesa larga en la esquina, vi que Li Duan, mi intérprete oficial, me hacía señas desde el otro lado del salón y avanzaba hacia mí. Me sentí incómodo por un momento. Recordaba vagamente que, después de acompañarme de regreso a mi hotel, al término del entrenamiento del equipo de fútbol, él había mencionado algo acerca de un almuerzo. Me preguntaba si debería haberlo llamado para confirmar mi interés en asistir. Si había sido una negligencia por mi parte, ésa era una prueba más de nuestras dificultades de comunicación. Sin embargo, él se me acercó con una sonrisa y me estrechó la mano. Después de presentárselo a Patrick Wang, se sentó junto a nosotros, al mismo tiempo que un grupo de veloces camareros comenzaba a moverse de un lado a otro por los pasillos, haciendo equilibrio con bandejas llenas de platos de comida humeante y jarras de vidrio de casi cuatro litros de capacidad llenas de cerveza, las cuales pusieron pesadamente sobre las mesas. Cada vez que los camareros notaban que el vaso de un invitado estaba medio vacío, agarraban la jarra y le servían más cerveza, de una manera tan generosa y desmedida que la espuma se desbordaba del vaso, empapando el mantel y escurriendo a veces hasta el suelo. Ésta parecía ser una costumbre popular en Pekín. Durante mi corta estancia en la ciudad, había visto que los camareros hacían lo mismo en mi hotel y otros lugares que había visitado; sin importar si estaban sirviendo de una jarra, una botella o una lata, servían tanta cerveza dentro del vaso que rebosaba, una muestra simbólica de abundancia y generosidad, supuse, aunque nunca averigüé más sobre el asunto.
El programa comenzó después del almuerzo, cuando el maestro de ceremonias, un comentarista deportivo de la televisión, se acercó al micrófono que había en la tribuna y pidió un aplauso del público para los seis invitados de honor que estaban sentados en la tarima. Luego explicó que, el siguiente lunes, el entrenador y las cinco mujeres partirían junto con el resto del equipo en un viaje que los llevaría a lugares distantes de China y algunos países, para competir en docenas de partidos amistosos como parte de la preparación para los Juegos Olímpicos del año 2000. Este almuerzo, dijo, representaba una especie de manifestación de apoyo al equipo, una manera de desearles éxito en sus futuras aventuras. Luego llamó al micrófono a cuatro aficionadas al fútbol que habían sido invitadas al almuerzo, para leer las declaraciones que habían preparado en honor del equipo.
Mientras las mujeres se turnaban para leer, permanecí, entre Patrick Wang y Li Duan, escuchando lo que ellos me traducían, aunque no estaba prestando mucha atención a los elogios que recibían las jugadoras; en lugar de eso, pensaba en lo que el maestro de ceremonias le había dicho a la audiencia: que el equipo de fútbol comenzaría en dos días una larga gira por el interior de China y otros lugares de Asia, a fin de practicar para las Olimpiadas, y eso significaba que la tarea que yo me había propuesto cumplir con Liu Ying quedaría postergada de manera indefinida, a menos que pudiera conseguir de algún modo un permiso para viajar el lunes con el equipo, y lograr que me autorizaran la compañía de un buen intérprete.
Inmediatamente después de que terminara el almuerzo, me excusé con Patrick Wang y me llevé a Li Duan aparte para preguntarle: «¿De quién depende el permiso para que yo me monte en ese avión?».
«Nada de periodistas», dijo Li Duan. «Sólo viajará el equipo. Tendrán sesiones de entrenamiento cerradas, muy privadas…»
«¿Tú vas a ir?», le pregunté a Li Duan.
«No, tengo que quedarme en la oficina», dijo.
«Mira», seguí, «vine desde muy lejos para conocer a esa muchacha y sólo obtuve aquella entrevista, y ¿ahora qué?».
«Pensamos que habías obtenido lo que querías», dijo, «y que ahora te irías a casa. Tal vez puedas regresar en otra ocasión».
«Escúchame», dije mientras apretaba el brazo derecho de Li Duan y levantaba la voz por primera vez, con la esperanza de no estar tentando mi suerte (tenía que recordar que estaba en China con una visa de turista), «vine a China con buenas intenciones. Vine a hacer un artículo que permita entender la posición de Liu Ying. Vine desde muy lejos. Tengo sesenta y siete años. ¿Cuánto tiempo más crees que puedo esperar? Si me voy ahora, puede que no viva lo suficiente como para regresar otra vez a China. ¿Entiendes?».
Li Duan no dijo nada durante unos cuantos segundos, pero su expresión pareció suavizarse. Sentí que había tocado una fibra dentro de él. Tal vez uno de sus padres o algún familiar cercano se estaba muriendo. Fuera lo que fuera, se le aguaron los ojos.
«Sí, entiendo», dijo, «pero no sé qué puedo hacer al respecto. El equipo entrena en privado. Ésa es la regla…».
«Bueno», dije, y en ese momento se me ocurrió la idea por primera vez, «¿y qué tal si entrevisto a sus padres? ¿Ellos están en Pekín?».
«El padre murió», dijo, «pero, sí, la madre vive en Pekín».
«En Estados Unidos tenemos lo que llamamos soccer moms», dije. «Tal vez podría escribir sobre ella como una soccer mom china.»
Lo pensó por un momento y asintió con la cabeza.
«Sí», dijo, «no hay problema».
«¿Puedes arreglarme un encuentro con ella?»
Él volvió a asentir y repitió: «No hay problema».
Durante los siguientes dos o tres días, mientras esperaba noticias de Li Duan, visité las oficinas de varios medios de comunicación occidentales que tenían sede en Pekín, con la esperanza de que supieran de un excelente intérprete que yo pudiera contratar por horas. Primero fui a la oficina del New York Times, que estaba cerca de mi hotel, en un conjunto cerrado de edificios detrás del Bulevar Changan. La agencia gubernamental que expedía las licencias de prensa esperaba que los periodistas extranjeros tuvieran su oficina y su residencia en uno de los inmensos edificios de ladrillo que componían el complejo residencial, el cual estaba rodeado de un muro y tenía guardias apostados a la entrada. Los guardias revisaban los documentos de identidad de todas las personas que ingresaban al complejo: los corresponsales, sus familias, sus empleados domésticos, los empleados de sus oficinas y quienquiera que viniera de visita por razones sociales o profesionales. Eso significaba que si un corresponsal extranjero entrevistaba a un desconocido en su oficina, la identidad de este último sería registrada por los guardias. Así, los corresponsales se veían obligados a alejarse de las puertas del complejo para hacer aquellas entrevistas que tenían que ver con temas políticos u otros asuntos potencialmente sensibles.
Después de mostrarle mi pasaporte a uno de los guardias, fui recibido por un empleado del Times que bajó a saludarme. Mientras lo seguía a lo largo de un camino que llevaba al edificio en el que estaba situada la oficina del Times, me pregunté si los reporteros tendrían mayor libertad en China cuando no estaban acreditados. Tal vez yo disfrutaba de más libertad siendo un huésped de hotel con una visa de turista que si estuviera aquí trabajando para el Times. No tenía que vivir en el complejo residencial y jugar al gato y al ratón con las autoridades cada vez que quería escaparme para entrevistar a un miembro del Falun Gong o a alguna otra figura polémica. En mi caso, sin embargo, el tema de mi investigación parecía relativamente sin importancia: el fútbol femenino. Pero incluso en ese campo, pensé, las autoridades habían demostrado ser bastante controladoras. Recordé el puesto de control militar en la cancha de fútbol y mi abortada entrevista con Liu Ying, y el hecho de que Li Duan me había dicho que no podía seguir al equipo a su próximo destino. Tal vez Li Duan tenía la tarea de seguirme, pensé; tal vez él era mi vigilante ambulante. Sin embargo, ahora necesitaba que me arreglara una entrevista con la madre de Liu Ying. Y si lograba hacerlo, tal como me prometió, probablemente yo podría enterarme de más cosas acerca de Liu Ying a través de su madre de lo que podría averiguar directamente con ella. En todo caso, necesitaba a Li Duan, así como a alguien que pudiera cerrar el abismo lingüístico que había entre los dos.
Al llegar a la sucursal del Times, conocí al jefe de la oficina, Erik Eckholm, quien me saludó de manera cordial y me presentó a su esposa, Elisabeth Rosenthal, quien también cubría el tema de China para el periódico. En la oficina trabajaban varios asiáticos que hablaban inglés y mi esperanza era que a alguno de ellos le pudiera interesar la posibilidad de ganarse un dinero extra sirviéndome de intérprete durante sus horas libres. Le planteé el asunto de manera tangencial a Eckholm, pues me preocupaba la posibilidad de que pudiera pensar que yo creía que él le pagaba tan mal a su equipo que cualquiera de ellos estaría interesado en trabajar horas extra. Así que hablé de otros temas durante un rato y luego largamente sobre nuestros amigos mutuos en la redacción de Nueva York; finalmente describí al detalle mi idea de una historia acerca de la jugadora, la cual, según Eckholm, sonaba interesante. Cuando finalmente sugerí que mis esfuerzos tendrían mejor resultado si contaba con la presencia de un buen traductor, él asintió con la cabeza en señal de acuerdo, pero no dijo nada más; sin embargo, me invitó a una cena que él y su esposa darían la noche siguiente en su apartamento del complejo: acepté de inmediato.
En la cena tuve un encuentro fortuito con uno de los invitados: un hombre delgado y de pelo rubio rojizo, que debía de tener poco más de treinta años y se llamaba Chris Billing, el jefe de la oficina en Pekín de noticias NBC. Durante la cena y después, él me interrogó acerca de mi trabajo e incluso antes de que yo buscara su ayuda, pareció entender lo que yo necesitaba y se ofreció a colaborar conmigo. A diferencia de la mayoría de los corresponsales extranjeros, que estaban casados y tenían hijos, Chris Billing era soltero y le gustaba salir por las noches. Tenía coche y conductor y hablaba mandarín con fluidez. También jugaba al tenis dos o tres veces por semana y, a sugerencia suya, organizamos un partido de dobles mixtos para la tarde siguiente en las canchas de tenis de mi hotel, donde me presentó a nuestras compañeras de juego: dos chinas que hablaban inglés y debían de tener poco más de treinta años, y que resultaron ser excelentes jugadoras.
Nuestro juego, sin embargo, se vio interrumpido varias veces por el timbre de los teléfonos móviles que nuestras compañeras dejaron en sus bolsos, cerca de los postes de la red. Cada vez que sonaban, se apresuraban a contestar, luego de dejar a un lado la raqueta y disculparse con Chris y conmigo por interrumpir el juego, pero estaba claro que creían que sus llamadas eran importantes, demasiado importantes para pasarlas por alto. Creo que las dos mujeres tenían destacados cargos en firmas privadas; las dos estaban casadas con exitosos maridos (demasiado ocupados para jugar al tenis) y una de ellas (o tal vez las dos) tenía un joven retoño en casa, al cuidado de una niñera o una abuela. En todo caso, Chris y yo jugamos individuales, mientras nuestras compañeras de dobles permanecían a los lados de la cancha, sosteniendo junto a sus oídos diminutos teléfonos brillantes y hablando rápidamente en mandarín, tal vez con un colega de la oficina o, quizás, con un «pequeño emperador» que aguardaba en casa. Pero a pesar de las interrupciones, me gustó mucho estar de vuelta en una cancha de tenis y me alegró tener en Chris Billing a un nuevo amigo estadounidense, que sabía moverse por Pekín y quería incluirme en sus actividades sociales.
Chris y yo cenamos esa noche en un restaurante ubicado en una calle secundaria de un área residencial bastante congestionada, con callejones de piedra bordeados de casas de un solo piso y patios interiores. Durante la velada, aludí a mi reciente visita a la Plaza Tiananmen, lo cual hizo que Billing me invitara al día siguiente a la oficina de la NBC para observar varias horas de grabaciones tomadas durante la confrontación de seis semanas ocurrida en 1989. Oferta que acepté. También le quedé muy agradecido una semana después: tenía que viajar unos pocos días a Nueva York y, mientras estuvo allí, quedó con mi esposa, Nan, y se ofreció a traerme una maleta con algunos de mis trajes y otra ropa más gruesa que la que había traído conmigo a Pekín hada un mes, después de nuestro crucero por el Mediterráneo para celebrar los cuarenta años de casados. Pero antes de dejar Pekín, me dio el número telefónico de una mujer que él esperaba que fuera lo que yo estaba buscando como traductora. Se trataba de una mujer refinada y muy culta, dijo, que hablaba y escribía en inglés, quien tras haberse retirado hacía poco de un empleo a tiempo completo disponía de un horario flexible y estaba esperando mi llamada. Su nombre era Fu Cuihua.
Llamé a la señora Fu enseguida y ella dijo que vendría a mi hotel a la mayor brevedad posible, tal vez antes de una hora. Eso me gustó, pues acababa de recibir un fax escrito en chino —enviado por Chen Jun, del departamento de publicidad de la Federación de Fútbol— y estaba ansioso por que me lo tradujeran. En menos de una hora, el conserje me avisó de que la señora Fu había llegado y estaba subiendo a mi suite. Salí de mi habitación en el piso catorce y atravesé el pasillo para encontrarme con ella a la salida del ascensor. Cuando la puerta se abrió, vi a una mujer diminuta que salía del ascensor con paso vacilante pero con determinación. Aparentemente ella no me vio y pasó junto a mí de manera apresurada y presuntuosa, en la dirección contraria a la de mi habitación, mientras se apoyaba contra la pared con una mano.
«¿Señora Fu?», la llamé desde atrás. «¿Señora Fu?»
«Ah, sí», dijo, se detuvo y dio media vuelta. Me miró con una sonrisa indecisa, pero después de enfocar sus ojos en mí desde detrás de unas gafas con montura de acero, dijo: «Me temo que estoy un poco mareada. Estos ascensores van tan rápido que me marean».
«¿Le gustaría apoyarse en mi brazo?», le pregunté al ver que ella quitaba la mano de la pared.
«Ah, no», dijo, «estaré bien cuando me siente. Es sólo que me cuesta trabajo acostumbrarme a lo rápidos que son los ascensores en estos edificios altos». Calculé que la señora Fu debía de andar por los sesenta años, si no más. No medía mucho más de metro y medio y pesaba quizás cuarenta y cinco kilos. Estaba vestida de manera modesta, con lo que tal vez estaba de moda durante los días en que las mujeres chinas dejaron de imitar la moda del presidente Mao.
La mujer me siguió a través del corredor hasta mi suite. Al ver un asiento tapizado, se dirigió hacia él y se dejó caer. «Agua, por favor», dijo. «Me sentaría bien un poco de agua.» Yo saqué una botella de la nevera, serví el contenido en una copa y se la pasé. Mientras le daba sorbos lentos a la copa, la señora Fu le echó un vistazo a la habitación y observó los lustrosos paneles, el bar con espejos, los cojines del sofá forrados en un damasco azul pálido y la mesa de centro, sobre la cual había un jarrón que contenía las flores frescas que traía diariamente la empleada del hotel. En la esquina de la habitación había una mesa de comedor que me servía de escritorio, y en el centro, rodeada de pilas de carpetas y libretas amarillas a rayas, había una máquina de escribir eléctrica que me había prestado el conserje. La había recuperado del almacén, adonde fue a parar después de que la secretaria del gerente de eventos la cambiara por un ordenador. «Ya nadie usa máquinas de escribir en China», me explicó el conserje, después de pedirle a un botones que me la llevara. Era una IBM electrónica modelo 3, exactamente igual a las que había comprado hacía veinticinco años y seguía usando en Nueva York y Nueva Jersey.
Después de que la señora Fu se bebiera menos de la mitad del agua y rechazara cortésmente mi intento de llenarle el vaso otra vez, preguntó: «¿Es usted escritor?».
«Eso intento», dije.
«Bueno, entonces», dijo con tono enérgico, «¿en qué puedo servirle?».
Me agradó que hablara inglés de una manera tan clara y formal, modales que yo prefería asociar con mis años de juventud, cuando la gente parecía comunicarse con más cuidado y las máquinas eléctricas IBM eran menos anacrónicas.
«Acabo de recibir este fax escrito en chino», dije. «Me lo envió una mujer llamada Chen Jun, que trabaja para la Federación de Fútbol. ¿Ya se siente usted lo suficientemente bien como para traducírmelo?»
«Por supuesto», dijo, y tomó la hoja con sus diminutas manos, tan pequeñas como las de un niño. La señora Fu estudió el escrito durante varios segundos, con las cejas levantadas por encima del marco de sus gafas y una expresión facial de absoluta concentración. «Este mensaje no fue escrito por Chen Jun», dijo. «Se lo enviaron desde la oficina de Chen Jun, pero está escrito por alguien llamado Liu Ying.»
«Ésa es la jugadora de fútbol en la cual estoy interesado», expliqué.
«Bueno, en este mensaje ella le habla de su madre», dijo la señora Fu. A Liu Ying la debían de haber informado acerca de mi próxima entrevista con su madre, pensé; luego me concentré en la voz de la señora Fu, que comenzó a traducir el mensaje en voz alta:
«Fue muy difícil para mi madre criar a sus tres hijos porque tuvo que superar muchas dificultades. Me gustaron los deportes desde muy pequeña y quería tener fuerzas para hacer los ejercicios, así que mi madre a veces preparaba comida especial sólo para mí. Mi madre no entiende de fútbol y tampoco va a ver los partidos. Comencé a vivir en el dormitorio de la escuela cuando tenía doce años y sólo iba a casa en las vacaciones. Pero mi madre me da amor de madre. Ella ha sido mi pilar espiritual…»
La voz de la señora Fu comenzó a perder vigor y luego se detuvo.
«Lo lamento», dijo finalmente, «pero siento que me voy a caer al suelo».
«Permítame llamar al médico del hotel», dije rápidamente. Ella hizo un gesto de asentimiento y preguntó si podía recostarse. Le enseñé la habitación y la mujer se tumbó sobre las mantas y esperó hasta que el doctor llegara. El médico entró a verla y, cuando salió, me dijo que se pondría bien, pero me sugirió que la metiera en un taxi y la mandara a casa, donde podría descansar.
Acompañamos a la señora Fu por el pasillo hasta el ascensor y ella se disculpó muchas veces. Hice que un coche del hotel la llevara y le pagué por su tiempo, pero aceptó el dinero con reticencia. Después de que se fuera, le di las gracias al médico y regresé al vestíbulo, pensando que no debía permitir que Chris Billing se enterara de este incidente, y tampoco debía depender más de Patrick Wang, de Nike. Estos hombres ya habían hecho mucho por mí; decidí que, desde ese momento en adelante, debía desenvolverme solo.
Luego me fijé en una pila de ejemplares del China Daily que reposaban a un lado del mostrador de la recepción y se me ocurrió ponerme en contacto con uno de los editores del periódico; al ser una publicación en inglés, seguramente era un buen lugar para buscar consejo y tal vez conocer a un candidato a intérprete. Después de que el conserje hiciera gestiones para conseguirme una entrevista con uno de los editores del China Daily al cual conocía y me acompañara al puesto de taxis y le diera las indicaciones al conductor, estaba camino del edificio del China Daily, al cual llegué en menos de veinte minutos. Se trataba de una moderna estructura blanca en forma de L, adornada por una fila de ventanas rectangulares selladas; detrás de la inmensa entrada de vidrio había un vestíbulo con suelo de mármol. La recepcionista me estaba esperando y, después de que el vigilante me acompañara en el ascensor hasta una sala de reuniones, fui recibido por un sonriente caballero asiático que debía de tener cincuenta y tantos años, llevaba pajarita, un traje oscuro y hablaba inglés con la misma precisión que la señora Fu.
«Entiendo que usted es una autoridad en el fútbol que juegan las jóvenes chinas», comenzó.
«No exactamente», dije, «pero estoy interesado en una de las jugadoras». Ya había contado mi idea tantas veces y a tanta gente que la repetía de memoria, así que apenas presté atención a mis palabras, mientras le resumía brevemente al editor las circunstancias que me habían arrastrado a la órbita de Liu Ying, mi seguimiento de la trayectoria de un tiro fallido a través de una docena de husos horarios hasta Oriente, en busca de lo que todavía estaba ávido de descubrir. El editor pareció desconcertado por lo que yo decía, así que, abruptamente, cambió de tema y preguntó: «¿Puedo enseñarle nuestra redacción?».
Mientras lo seguía a través del pasillo, explicó que el China Daily, fundado en 1981, tenía una circulación de aproximadamente trescientos mil ejemplares y era el único periódico en inglés del país. Sus lectores eran principalmente chinos que estaban aprendiendo inglés y occidentales que estaban de paso o vivían en China. Entre las docenas de empleados del diario había cuatro o cinco estadounidenses que tenían contratos anuales como expertos en gramática; los llamó «pulidores» y esperaba de ellos que revisaran todas las palabras y las frases escritas en inglés por los redactores y periodistas chinos, para asegurarse de que todo estuviera debidamente escrito y no se imprimiera nada que pudiera representar un ejemplo de «chinglish». El editor no me dio ningún ejemplo de «chinglish» y pensé que sería imprudente por mi parte pedirle alguno, pero supuse que se refería a frases como la que había visto hacía poco en un letrero que había en un mercadillo que frecuentaban los turistas: TAKE MORE CARE OF YOUR BELON GINGS [CUIDE SUS PERTENENCIAS].
La sala de redacción del China Daily estaba compuesta de filas y filas de cubículos, dentro de los cuales había cantidades de hombres y mujeres sentados en silencio frente a pantallas de ordenador. Había redacciones similares a ésta en miles de ciudades del mundo, pensé, desde Pekín hasta Copenhague y Denver, espacios inmensos y silenciosos en los cuales gente de muchos colores y muchas lenguas practicaba el periodismo en medio de un ambiente muy distinto del que yo había conocido de joven, cuando trabajaba en el tercer piso del edificio del Times, donde se podía ver a trescientos reporteros todos juntos, aporreando con sus dedos los teclados metálicos de máquinas de escribir con campana, mientras que su expresión facial oscilaba entre la frustración y la satisfacción, todos a la vista de todos, y cada vez que querían que sus historias llegaran rápidamente a manos del editor, llamaban con un grito a los chicos de los recados. En esa época el periodismo se practicaba en medio de un ambiente bullicioso y vivaz, mientras que hoy es el trabajo de redactores encerrados entre cuatro paredes que les entregan sus historias a los editores con el clic de un ratón. Había tanto silencio en la populosa redacción del China Daily que pude oír claramente una voz que salía de un cubículo y sonaba a la de un hombre que estaba hablando por teléfono en voz baja, con un acento americano y que supuse era de Texas.
«¿Quién es la persona que está hablando por teléfono?», le pregunté al editor.
«Su nombre es señor Charles Dukes. Es uno de nuestros pulidores.»
«¿Me permitiría hablar con él un momento?»
«No hay problema», dijo el editor, «tan pronto termine su llamada».
Minutos después me presentaron a Charles J. Dukes, un hombre de unos cincuenta años, corpulento, de quijada cuadrada, abundante cabello castaño y una perilla cuidadosamente cortada que ya estaba casi toda cana.
«Me encantaría hablar con usted», dijo Charles Dukes después de estrecharme la mano, «pero tengo que salir de aquí un rato y comer algo. Regreso en una hora».
«¿Puedo acompañarlo?», pregunté.
Dukes miró al editor, intercambiaron unas cuantas palabras en chino y luego dijo: «Claro».
Después de darle las gracias al editor, salí del edificio con Dukes y lo seguí hasta el otro lado de la calle, hasta uno de esos típicos restaurantes de barrio que los chinos llaman huoguo y que los estadounidenses llaman «estofado», porque en el centro de cada mesa hay un caldero lleno de caldo hirviente, rodeado de bandejas de carne cruda, verduras y pimientos. Cuando se sientan a la mesa, los clientes arrojan al caldero su comida preferida con los palillos y segundos después hunden otra vez los palillos en el caldero para recuperar los humeantes pedazos de comida que ya se han cocinado y están listos para ser ingeridos. Dukes empezó con un aperitivo de algo que no reconocí, mientras que yo pedí sólo una botella de cerveza Tsingtao, que el camarero sirvió con tanta generosidad que la espuma rebosó el vaso y cayó al mantel.
Dukes me contó que estaba en Pekín desde el año anterior. Había solicitado trabajo en el China Daily después de ver en Internet un anuncio del periódico en el que se ofrecían vacantes, durante la primavera de 1998. En esa época estaba editando el semanario de su ciudad natal, Malakoff, Texas, un puesto que le gustaba bastante, pero no le importó marcharse, pues estaba divorciado, con hijos ya grandes, de modo que disfrutaba de libertad para aceptar cualquier cosa que pensara que podría reavivar lo que quedaba de su espíritu aventurero. Aunque había estudiado Periodismo en la Universidad de Texas en Arlington, y había sido durante diez años escritor de planta del Athens Daily Review, en Athens, Texas, había abandonado ocasionalmente el periodismo en Texas para aceptar trabajos de asesoría en compañías petroleras y otras corporaciones multinacionales que patrocinaron sus viajes por Oriente Próximo, Europa, Perú, el Mar del Norte y la Pendiente Ártica en Alaska. Había aprendido mandarín previamente mientras hacía un máster en estudios asiáticos en la Universidad de Hawái y dijo que probablemente era un factor que había jugado a su favor cuando presentó la solicitud en el China Daily. Pero su interés en Asia se remontaba realmente a 1967, dijo. En esa época tenía veinte años y se embarcó en un viaje, mientras era soldado paracaidista de Estados Unidos en Vietnam.
Allí no sólo había vivido el combate cuerpo a cuerpo, dijo, sino que había matado a dos soldados vietnamitas, un hecho del que no se sentía orgulloso ni le gustaba discutir con sus colegas y conocidos chinos, y mucho menos con el padre de su novia china en Pekín. Durante la guerra, el padre de su novia había sido piloto bombardero del Vietcong. Aunque su novia, Nanfei, era treinta años menor que él —acababa de cumplir veintiuno—, Dulces le había propuesto matrimonio y ella había aceptado después de discutirlo con su familia, Nanfei era una artista muy talentosa, dijo Dulces, y él dedicaba todas sus horas libres a ayudarla a encontrar galeristas y compradores para sus pinturas; lo cual fue su forma de explicarme, después de que yo le preguntara si podía ayudarme, por qué no tenía tiempo para servirme de intérprete.
«Pero es posible que tenga a la persona perfecta para usted», dijo Dulces. «Se trata de una americana de origen chino. Trabaja con nosotros como correctora. Es joven e inteligente. Creo que hizo algunos trabajos como reportera para algunos diarios de Estados Unidos. No está saliendo con nadie, hasta donde yo sé, así que probablemente tiene las noches libres. Después de que regresemos a la oficina, se la presento. Se llama Sharline Chiang.»
Aunque soy consciente del hecho de que a veces las cosas suenan o parecen ser demasiado buenas para ser ciertas, después de conocer a Sharline Chiang y hablar brevemente con ella, me quedé convencido, tal como sugirió Dukes, de que era perfecta para mis propósitos. Para comenzar, estaba disponible de inmediato para servirme de intérprete durante el tiempo libre que le dejaba su trabajo en el China Daily y, además de ser bilingüe, era una chica de buenas maneras y agradable. Llevaba el pelo negro agarrado en una trenza y sus modernas gafas de montura cuadrada resaltaban la mirada inteligente de sus ojos negros. Tenía veintinueve años, un diploma de la Universidad de Rutgers en Nueva Jersey y en 1995 había cursado un máster de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York.
Sus horas laborales acababan de terminar cuando la conocí, así que sugerí que continuáramos nuestra conversación durante la cena, en mi hotel, y estuvo de acuerdo. En el taxi me explicó que era la única hija de una pareja de emigrantes chinos que se fueron a Estados Unidos a finales de los sesenta, y agregó que muchos de sus parientes perdieron contacto durante los disturbios ocasionados por la invasión japonesa de los treinta y la guerra civil china de mediados de los cuarenta. Aunque los abuelos paternos de Sharline escaparon a Taiwan antes del golpe comunista de 1949 y se llevaron con ellos a seis de sus ocho hijos, no hubo manera de rescatar a los otros dos: un hermano menor de su padre y una hermana mayor. Pasarían casi cuarenta años antes de que su padre, que tenía en ese entonces cincuenta y nueve años y vivía en Nueva Jersey, se volviera a ver con ellos en una reunión familiar celebrada en Taiwán en septiembre de 1996. Sharline, que trabajaba en ese momento como reportera del The Press-Enterprise, en Riverside, California, voló hasta Taiwán para estar con ellos y ahora, tres años después, mientras trabajaba en Pekín con un contrato anual como correctora, estaba en una especie de año sabático y quería recuperar el sentido de su herencia cultural en la China continental.
Cuando llegamos al vestíbulo de mi hotel, el conserje me hizo señas y me llamó: «Tiene visitas que le están esperando en el café».
Cuando entramos, vi a mi intrépido intérprete, Li Duan, que se dirigía hacia mí con la mano derecha extendida y una sonrisa en el rostro.
«Me alegra mucho que esté aquí», dijo. «He llamado varias veces a su habitación, pero no hay nadie.» Luego agregó, mientras me señalaba con la cabeza a la mujer que estaba sentada en una de las mesas: «He traído a la señora que es la madre de Liu Ying».