34.

Después de poco más de una semana en Pekín, me llamaron de la oficina de Patrick Wang, en Nike, para comunicarme que si al otro día esperaba de pie frente a mi hotel a las 2.00 p. m., pasarían a buscarme unos representantes de la Federación de Fútbol De modo que eso hice.

Dos asiáticos caminaron directamente hacia mí como si supieran quién era yo. Uno era un individuo delgado y de rasgos afilados, que debía de tener poco más de treinta años y llevaba un jersey negro de cuello alto y una americana azul marino, y el otro era un joven corpulento que llevaba una camiseta deportiva a rayas, de colores vivos, y una americana igual que la de su compañero. Después de hacer una rápida inclinación de cabeza y estrecharme la mano, los dos me entregaron sus tarjetas de presentación, extendiéndolas con las dos manos, de una forma casi ceremonial. Mientras se presentaban —el mayor era Liu Dian Qiu y el más joven se llamaba Li Duan—, lamenté no tener una tarjeta para darles. Nunca he tenido tarjetas de presentación. ¿Cómo podría describir mi oficio?

Los seguí hasta un auto negro que estaba estacionado en la acera, cuya puerta mantenía abierta uno de los porteros de uniforme rojo del hotel. Por indicación de Liu Dian Qiu, me senté en el asiento trasero, al lado de Li Duan, mientras que Liu se sentó en el asiento del conductor. En el puesto del copiloto iba una atractiva mujer de ojos almendrados, vestida con una blusa beige de seda y una chaqueta gris. Ella se giró y sonrió para entregarme su tarjeta. Su nombre era Chen Jun. Trabajaba con el departamento de publicidad de la Federación de Fútbol. Al igual que las otras tarjetas, la de Chen Jun estaba escrita en inglés por un lado y por el otro tenía caracteres chinos, y en la esquina izquierda tenía una pequeña imagen de la Ciudad Prohibida, encima de un balón de fútbol.

Mientras avanzábamos a lo largo del Bulevar Chang’an y nos aproximábamos a la Ciudad Prohibida, traté de comunicarme con Li Duan en inglés. Aunque hablaba un inglés harto atropellado, agradecí sus esfuerzos. En la parte de delante, Chen Jun y Liu Dian Qiu —cuya tarjeta lo identificaba como el «vicegerente general» de la Federación de Fútbol— hablaban en lo que supuse era mandarín. Ellos nunca trataron de explicarme nada y mantuvieron la misma actitud durante todo el tiempo que pasamos juntos a lo largo del día. Tal vez ninguno de los dos hablaba inglés o tal vez decidieron no hacerlo en mi presencia. En cualquier caso, pensé que eso no debería sorprenderme; a excepción de aquellos chinos que habían estudiado o vivido en lugares donde el inglés era la lengua oficial —como era el caso de Patrick Wang, de Nike— o que habían recibido una formación especial como traductores o intérpretes en los niveles más altos de la política y los negocios internacionales, no era lógico esperar encontrarme con chinos que hablaran inglés, dadas las circunstancias de mi viaje a la China. Ni siquiera en el China World Hotel, donde había hospedados muchos norteamericanos, había casi empleados que hablaran con fluidez el inglés, a excepción del conserje y sus colegas.

Cuando nuestro coche se detuvo en un semáforo en el cruce de la Ciudad Prohibida, desvié la vista momentáneamente de mi compañero de asiento para echarle un vistazo a la Plaza Tiananmen a través de la ventanilla. Alcancé a ver unas cuantas cometas sobrevolando el suelo y cientos de peatones que paseaban sin prisa y sólo dos agentes de policía haciendo guardia. Supuse que los manifestantes del Falun Gong debían de haberse tomado el día libre.

El recorrido en coche continuó durante más de un hora antes de arribar a nuestro destino. Después de llegar al final del Bulevar Changan, doblamos a la derecha y cogimos una rampa hacia una moderna autopista que nos llevó más allá de los depósitos de carbón y los edificios de apartamentos manchados de hollín, la mayor parte de los cuales estaban pintados de rosa o color canela y tenían ropa colgada en los balcones cerrados con puertas de vidrio.

Mientras avanzábamos, traté de preguntarle a Li Duan sobre el equipo femenino de fútbol. A pesar de que me había dado su tarjeta de presentación, no estaba seguro de qué era exactamente lo que él hacía en la Federación de Fútbol —su cargo tenía el vago título de «transferencia de jugadores»—, pero luego me contó que era ex atleta, que había jugado unas cuantas temporadas en la liga municipal de fútbol masculino y que actualmente trabajaba como asistente administrativo y realizaba distintas tareas, entre ellas la de ser mi intérprete, aunque se disculpó por no estar completamente a la altura de la tarea. En cuanto al equipo nacional femenino, Li Duan sugirió que probablemente era mejor que el equipo masculino, pues los integrantes de este último eran perezosos y flojos. Le dije que recientemente había leído una opinión similar en la sección deportiva del China Daily; de hecho, había visto una caricatura que mostraba a un jugador de fútbol que iba conduciendo un deportivo con actitud arrogante mientras rodeaba con el brazo a una mujer de pelo rizado (ella iba fumando y tenía en la mano un fajo de billetes) y en la otra mano sostenía una botella de coñac extraañejo. Cerca de él había una mujer vestida con un uniforme de fútbol, decorosamente erguida en un pedestal, mientras abrazaba un enorme trofeo. El titular de la caricatura decía: «Felicitaciones a nuestros futbolistas perdedores». Al equipo masculino de 1999 le había ido muy mal internacionalmente y no se había clasificado para los Juegos Olímpicos del año 2000. Sin embargo, aun antes de que salieran al campo en California para enfrentarse a las norteamericanas, las jugadoras del equipo femenino recibieron una llamada telefónica de la oficina del presidente Jiang Zemin desde Pekín en la que les informaron de que serían recibidas como heroínas, sin importar lo que sucediera en la final del Mundial.

Antes de salir del hotel, yo había hecho una lista de preguntas a fin de prepararme para mi entrevista con Liu Ying, y aproveché el viaje en el coche para entregársela a Li Duan con la esperanza de que él pudiera entender mi inglés y traducirlas exactamente al chino para transmitírselas a la jugadora. También le di una fotocopia de un artículo del Neto York Times escrito por George Vecsey que pensé que alegraría a Liu Ying y sus compañeras de equipo. El artículo de Vecsey, publicado unas semanas después de que el tiro fallido de Liu Ying les diera el triunfo a las estadounidenses, cuestionaba la ética y las tácticas usadas por la guardameta norteamericana Briana Scurry cuando paró el tiro de Liu Ying en los minutos finales del partido en el Rose Bowl.

«¿Cuándo es astucia y cuándo es trampa?», preguntaba el titular del Times, y en los primeros párrafos del artículo George Vecsey explicaba:

Cuando Briana Scurry avanzó hacia la esquina, el 10 de julio en el Rose Bowl, el campeonato mundial estaba empatado. La guardameta estadounidense ya había elegido a su víctima: la tercera jugadora china que lanzaría en los tiros desde el punto de penalti que definirían el Mundial de fútbol femenino.

«Esa chica […] su lenguaje corporal no mostraba mucha seguridad», dijo Scurry después. «No parecía que quisiera lanzar. Había estado corriendo todo el tiempo por la banda y estaba cansada. La miré y me dije: “Ésta es la mía”.»

Una cosa es decidir cuál es el oponente que probablemente sea más débil. Pero otra cosa muy distinta fue la manera como Scurry eligió su estrategia. Ella misma admitió después que decidió ampliar las posibilidades de detener el tiro haciendo caso omiso de las reglas del lanzamiento de penaltis.

Mediante un movimiento rápido y ensayado. Scurry se adelantó dos pasos —violando la regla— y redujo el ángulo de tiro de Liu Ying, su oponente. Gracias a unos reflejos soberbios, Scurry se lanzó entonces hacia la izquierda y desvió el tiro de Liu lejos de la malla. Esa parada le daría poco después el campeonato a Estados Unidos y muchos nuevos aficionados al fútbol admitirían que se les aguaron los ojos cuando vieron la celebración de Scurry.

Desde entonces, la decidida portera se ha convertido en una de las estadounidenses más populares, pero ha habido una pequeña ola de críticas en el sentido de que las estadounidenses tuvieran que quebrantar una regla para ganar […]

Li Duan examinó el artículo de Vecsey durante unos minutos sin comentar nada y luego fijó su atención en mi lista de preguntas para Liu Ying:

1. ¿Cuál es su reacción al reportaje del New York Times que cita a Briana Scurry diciendo que la eligió a usted como su víctima —«ésta es la mía»— y que su «lenguaje corporal no mostraba mucha seguridad», que parecía como si usted no quisiera lanzar el penalti, y que estaba «cansada» de correr por la banda?

2. Después de detener su tiro, algunas personas dijeron que Briana Scurry «violó las reglas». ¿Cree usted que ella violó las reglas?

3. Después de perder el partido y abandonar el campo de juego, ¿qué le dijeron sus compañeras y el entrenador? ¿En qué pensó en ese momento y luego, durante el largo vuelo de regreso a China?

4. Ya han pasado tres meses desde que usted erró ese tiro, ¿recrea a veces en su mente ese momento? Si es así, ¿cómo se va a preparar para el próximo penalti que tenga que lanzar, tal vez en los Juegos Olímpicos de Australia, cuando es posible que deba enfrentarse otra vez a Briana Scurry?

Mientras Li Duan estudiaba mi lista de preguntas y volvía a revisarlas dos o tres veces sin mirarme, me pregunté si estaría impactado por lo que yo había escrito y creería que era una invasión a la intimidad de Lia Ying o un interrogatorio demasiado desconsiderado, que no tenía en cuenta la angustia que Liu Ying podía estar experimentando todavía. Yo no sabía qué había dicho la prensa local acerca de las atletas chinas después de que estas últimas no cumplieran sus expectativas. Tal vez esos asuntos eran tratados por los medios de una forma más delicada y pensé que lo más probable era que Liu Ying nunca hubiese estado frente a un entrevistador extranjero, mucho menos estadounidense. Pero luego pensé que, como Li Duan trabajaba con la Federación de Fútbol, él podría aconsejarme acerca de la posibilidad de retirar o replantear algunas de mis preguntas. No quería que mi primer encuentro con Liu Ying saliera mal. Esperaba verla no sólo una vez sino en otras ocasiones. Si podía ganarme su confianza, y la de sus compañeras de equipo, podría estar en posición de acompañarlas mientras se preparaban para competir en los Juegos Olímpicos del año 2000, que tendrían lugar el próximo otoño en Sydney, Australia. Allí es adonde podría llevarme esta historia, pensé, mientras imaginaba un estadio olímpico lleno de gente y a Liu Ying golpeando el balón dentro de la red, más allá del cuerpo estirado de Briana Scurry, reivindicándose así al ganar una medalla de oro. Entretanto, esperaba que Liu Ying, a quien la prensa americana había ignorado casi por completo, excepto por él artículo de George Vecsey, aceptara mi presencia como la oportunidad de contar su versión de la historia.

«Bueno, ¿qué opinas?», le pregunté a Li Duan, después de que me devolviera la lista, que guardé en el bolsillo.

«No hay problema», dijo.

«¿Quieres decir que todas mis preguntas están bien?»

«No hay problema», repitió.

Sólo podía esperar que Li Duan leyera lo suficientemente bien en inglés como para juzgar lo que yo había escrito. En el poco tiempo que llevaba en China, había notado, particularmente en el hotel, que las palabras en inglés que más usaban los empleados chinos que no hablaban inglés eran «no hay problema». Las limpiadoras del hotel, los porteros, las camareras, los empleados de la recepción y otros trabajadores solían responder a cualquier solicitud que yo hiciera con una sonrisa y un «no hay problema». Tal vez habían aprendido esas palabras tras escuchárselas repetidamente a los hombres de negocios americanos mientras trataban de tranquilizar a sus futuros socios asiáticos. Los empleados habían llegado a creer que eso no era más que una respuesta de cortesía; si respondían «no hay problema», podían continuar haciendo lo que estaban haciendo e ignorar amablemente lo que se les pedía.

Finalmente llegamos a la sede del equipo de fútbol. Estaba ubicada en las colinas al oeste de Pekín, en un lugar remoto y boscoso llamado Xishan, y formaba parte de unas instalaciones militares. El sitio estaba rodeado de muros de ladrillo cubiertos de alambre de púas y a la entrada había dos soldados con rifles. Cuando el coche se detuvo en el puesto de control, uno de los soldados se acercó para inspeccionarnos; tan pronto reconoció a nuestro conductor, Liu Dian Qiu, nos dejó pasar y nos saludó. Sin responder al saludo ni quitar siquiera la vista del volante, Liu Dian Qiu comenzó a avanzar de improviso y aceleró por una carretera sin pavimentar, levantando polvo a los lados del vehículo. Pensé que obviamente Liu Dian Qiu era un personaje que disfrutaba de cierto estatus; seguramente se sentía envalentonado por la cantidad de guanxi que tenía.

Poco después nos detuvimos junto a un edificio de ladrillo de dos pisos, uno de los barracones que las jugadoras estaban usando actualmente como dormitorio. Después de bajarnos del coche, Liu Dian Qiu fue directamente hacia el edificio, seguido de su colega Chen Jun. Li Duan, mi intérprete, me cogió del brazo y los dos caminamos en silencio en dirección opuesta, siguiendo un camino bordeado de árboles hasta llegar a un prado verde en el que había una cancha de fútbol bien delineada. En medio del campo había filas de jovencitas vestidas con pantalones cortos y camisetas rojas, saltando al tiempo que hacían rebotar un balón de fútbol en la cabeza. Varios hombres de unos cincuenta años y vestidos con gorras y sudaderas las observaban y supuse que debían de ser los entrenadores y preparadores físicos. Traté de localizar a Liu Ying. Tenía una vaga idea de cómo era, pues la había visto en televisión durante el partido del Mundial y el artículo de Vecsey del Times también incluía una borrosa foto en la que ella aparecía inclinada hacia atrás al tiempo que observaba la Figura estirada en el aire de Briana Scurry cuando paró su tiro. Pero ahora que me encontraba detrás de las líneas blancas que marcaban el campo, a cerca de treinta o cuarenta metros de las filas de jovencitas de pelo oscuro que saltaban y hacían rebotar el balón, no sabía cuál de ellas era la que me había atraído hasta allí desde el otro lado del mundo.

Me quedé observando un rato, mientras Li Duan se alejó para intercambiar unas palabras con dos jóvenes asiáticos que acababan de llegar con un trípode y una cámara que tenía las letras CCTV. Eran de la Cadena Nacional de Televisión y supuse que estaban allí para hacer unas cuantas tomas de la sesión de entrenamiento e incluirlas luego en un programa deportivo. Me quedé solo durante los siguientes diez minutos y seguí observando a las mujeres. Ahora se sostenían sobre una pierna y balanceaban el balón sobre el pie de la otra, que tenían elevada con la rodilla flexionada. Luego chutaban el balón para levantarlo en el aire unos cuantos centímetros y volvían a recuperarlo con las puntas de sus zapatillas. Después de hacer exitosamente ese ejercicio varias veces, se dispersaron por la cancha y se dividieron en cuatro círculos de seis jugadoras. Cada grupo tenía un balón y empezaron a practicar los pases cortos, con rapidez y precisión. A medida que el ritmo de los pases se iba acelerando, iban cambiando la manera de manejar el balón: lo golpeaban no sólo con la punta de los pies sino con la parte de dentro y el empeine.

Al oír el pito del entrenador, comenzaron a trotar alrededor de la cancha y le dieron tres vueltas. Cuando se acercaron al lugar donde yo estaba, pude ver los números blancos que tenían impresos en las camisetas rojas y finalmente distinguí a Liu Ying, la número 13. Era una chica bajita y con cara de niño que llevaba el pelo negro un poco más corto que el de la mayoría de sus compañeras, muchas de las cuales tenían el pelo largo y recogido en colas de caballo o trenzas. Liu Ying pasó rápidamente frente a mí con las demás y siguió corriendo por un camino que llevaba hacia su dormitorio, un edificio rectangular de ladrillo, de techo plano y dos filas de ventanas con marco de piedra blanca y cuyo diseño arquitectónico era similar al de un antiguo Holiday Inn.

Mi intérprete vino a decir que debíamos seguirlas; diez minutos después, tras dejarme un momento solo en el vestíbulo mientras iba a por ella —entretanto oí risas femeninas que provenían de los pasillos y sentí el aroma a comida que salía del comedor cercano—, Li Duan regresó con Liu Ying, aunque ella se había pegado tanto a él que sólo la vi cuando el hombre se hizo a un lado.

Liu Ying llevaba ahora un chándal de entrenamiento rojo, la bandera china con sus estrellas doradas bordada en la esquina superior izquierda de la chaqueta. En la oreja izquierda lucía un aro de oro. Tenía los ojos grandes, la cara redonda, medía cerca de metro sesenta de estatura y estaba tratando de sonreír, aunque parecía sentirse bastante tímida o incómoda. Nos dimos la mano. Ella dijo algo en chino que supuse eran palabras de bienvenida. Luego nos condujo por el corredor hasta su habitación, un cuarto pequeño de cerca de tres metros por tres y medio en el que había dos catres, uno a cada lado contra la pared, los dos cubiertos con mantas verdes del ejército. Si Liu Ying tema una compañera de cuarto, y supongo que así era, dado que había dos catres, la compañera planeaba mantenerse al margen. No había asientos. Liu Ying me invitó a sentarme junto a ella en el catre mientras el intérprete se sentó en el otro catre, frente a nosotros. Yo traté de presentarme y explicar por qué había venido a China a verla, pero fue un proceso lento y dispendioso. Yo le decía algo en inglés y esperaba mientras el intérprete se comunicaba con ella en chino, pero esto produjo gran cantidad de intercambios entre ellos dos en chino; o bien ella no entendía la interpretación que había hecho Li Duan de lo que yo estaba tratando de decir, o él no me había entendido lo suficientemente bien como para verter mi inglés en palabras que ella pudiera entender y responder.

Luego saqué de mi bolsillo el artículo de George Vecsey, lo puse frente a los ojos de Liu Ying y esperé a ver cómo reaccionaba a la fotografía en la que ella aparecía observando con impotencia mientras Briana Scurry paraba su tiro. Señalé el titular del artículo —«¿Cuándo es astucia y cuándo es trampa?»— y le pedí al intérprete que tradujera la pregunta que planteaba el titular. También saqué la lista de preguntas que le había mostrado antes en el coche, pero esta vez las leí en voz alta y lentamente, y después de que él me asegurara que había entendido, le pedí que se tomara todo el tiempo que necesitara para explorar la reacción de Liu Ying frente a los temas clave que planteaba el artículo de Vecsey:

¿Qué tenía ella que decir acerca de la posibilidad de que Briana Scurry hubiese quebrantado las reglas?

¿Qué tenía que decir acerca de la observación de Scurry de que Liu Ying estaba demasiado «cansada» para lanzar bien, lo cual la llevó a concluir con seguridad que «Ésta es la mía»?

Y ahora que habían pasado tres meses desde entonces, ¿todavía la asaltaba el recuerdo de ese momento en el Rose Bowl?

Mientras el intérprete concentraba su atención en Liu Ying y yo los escuchaba conversar en chino, me fijé en las distintas expresiones que asomaron a la cara de Liu Ying: a veces apretaba los ojos, fruncía el ceño, apretaba los labios. A veces parecía estar triste o enojada, pero yo no lo distinguía bien. Sin embargo, el intérprete definitivamente había captado su atención y luego me relató las respuestas de la muchacha:

No le gustaba lo que se decía de ella en el Times. No le gustaba Briana Scurry. «Sí, yo estaba cansada», reconoció, «pero todas las chicas que estábamos en la cancha estábamos cansadas. Habíamos jugado dos tiempos suplementarios». Despreciaba a Scurry por violar las reglas. «¿Cómo pueden decirle ganadora a una persona así?», preguntó. En cuanto a cómo se sintió después de fallar el tiro, dijo que había llorado. Al comentar el vuelo de regreso a Pekín, admitió que pensó: «Espero que nunca lleguemos. No quiero que este avión llegue a Pekín. Sería mejor que se quedara en el cielo para siempre».

Me impresionó especialmente la última respuesta de Liu Ying: «Sería mejor que se quedara en el cielo para siempre». Estaba escribiendo eso en mis notas cuando entró repentinamente en el cuarto el hombre que nos había llevado hasta allí, Liu Dian Qiu. Se paró cerca de la puerta y comenzó a hablar en tono severo con el intérprete, mientras sacudía la cabeza en señal de desaprobación al ver el artículo del Times que estaba extendido sobre el catre. Luego nos hizo señas para que saliéramos del cuarto. Yo no sabía si estaba furioso o sólo era un entrometido, pero seguí el ejemplo de mi intérprete, me levanté y salí. Liu Ying se quedó dentro.

Esperamos en el vestíbulo hasta que se reunieron nuevamente con nosotros Liu Dian Qiu y Chen Jun, a quien no había visto desde que llegamos. Liu Dian Qiu comenzó entonces una larga conversación con mi intérprete, quien, a su vez, me dijo que mi entrevista con Liu Ying había terminado y que pronto me llevarían de regreso a mi hotel, pero primero cenaríamos allí con el equipo de fútbol.

Cinco minutos después, estaba cenando. Yo no estaba sentado a la mesa con el equipo. Las jóvenes ocupaban una mesa larga al otro lado del salón y vi que Liu Ying miraba hacia otro lado mientras hablaba con una de sus compañeras. Yo estaba en una mesa más pequeña, sentado entre mi intérprete y Chen Jun, junto con su jefe, Liu Dian Qiu. Era una cena estilo bufet. Me había servido mi propio plato y estaba disfrutando mucho lo que estaba comiendo. Solía ir con frecuencia a restaurantes chinos del centro de Manhattan y otros lugares y me preciaba de manejar correctamente los palillos chinos. Mientras me abría camino con seguridad a lo largo de la comida, esperaba que la gente que estaba a mi alrededor lo notara y lo aprobara.