33.

Al llegar a Pekín, me registré en el China World Hotel y me asignaron una atractiva suite en el piso 14, con grandes semanales que daban sobre deslumbrantes edificios de varios pisos que se alzaban contra el contaminado ciclo de esta ciudad capital, entre cuya población de doce millones de habitantes no había nadie a quien yo conociera.

Mi plan, como si tuviera alguno, era ponerme en contacto con alguien que pudiera facilitarme la posibilidad de conocer a Liu Ying, pero ¿quién? Decidí que no sería buena idea contactar directamente con los funcionarios del Ministerio de Deportes chino, pues imaginé que ellos sólo me enredarían con trámites y formalidades, y tampoco pensaba que fuera productivo ir a la embajada americana, teniendo en cuenta el estado actual de las relaciones entre Estados Unidos y China. Sin embargo, creía que había un individuo en Beaverton, Oregón, que podía ayudarme.

Se trataba de Philip H. Knight, el fundador y presidente de Nike Inc., cuya casa matriz estaba en Beaverton. Yo lo había conocido un año antes, a través de mi esposa. Durante uno de sus viajes de negocios a Nueva York, Knight visitó la oficina de Nan para hablar de la publicación de un libro que estaba escribiendo en su tiempo libre, una obra de ficción que no tenía nada que ver con Nike. Su esposa, Penny, estaba con él en Nueva York, y después de que los cuatro cenáramos juntos una noche en Elaine’s, él me entregó su tarjeta y sugirió que lo llamara si alguna vez visitaba Oregón.

Cuando llegué a China, no tenía idea de cómo iba la novela de Knight, pero sabía que Nike estaba en un proceso de expansión en el país: manufacturaban montones de zapatillas y empleaban a miles de trabajadores chinos en sus fábricas; y se me ocurrió que probablemente no había nadie entre mis conocidos que tuviera más influencia en China que Philip Knight. Con seguridad poseía en abundancia lo que los chinos llaman guanxi, «conexiones». La palabra guanxi aparecía con frecuencia en la guía The Beijing Guide Book que había comprado en el aeropuerto de Frankfurt y mantuve conmigo durante mi vuelo de once horas hasta Asia. En un capítulo titulado «Cómo hacer negocios», el autor del libro anotaba:

Desde hace miles de años, la sociedad confuciana china se basa en las relaciones personales y las obligaciones que se desprenden de éstas. Las más importantes son las relaciones familiares, seguidas de las relaciones entre viejos amigos. Conocidas como guanxi, las relaciones personales o conexiones permean los negocios y los entornos burocráticos, lo cual forma una red invisible que es, con frecuencia, la manera más expedita de lograr hacer algo […] Pekín es un verdadero mercado de guanxi, lleno de traficantes de guanxi, intermediarios y especuladores. Cualquiera que sea su campo, es importante tener en cuenta estos elementos clave llamados guanxi.

Marqué el número de la oficina de Philip Knight desde mi habitación de hotel, pues por fortuna guardé su tarjeta en mi libreta de direcciones. Aunque no pude hablar con él cuando llamé, su secretaria me prometió que le entregaría el fax que dije que le mandaría en el transcurso de una hora.

En mi fax a Philip Knight, después de recordar nuestra cena en Elaine’s, le explicaba por qué estaba en China y le ofrecía una sinopsis de mi idea acerca de la historia sobre fútbol, haciendo énfasis en que mi intención no era presentar a Liu Ying de manera desfavorable sino sugerir, más bien, que al igual que la mayoría de los jugadores de deportes de competición que han sufrido derrotas, a ella la animaba un espíritu de recuperación, un espíritu que expresaba maravillosamente Michael Jordan en uno de sus famosos anuncios para Nike.

«En ese anuncio», le recordaba a Philip Knight, «Michael Jordan nos habla de las numerosas veces en que ha fallado importantes tiros, y los innumerables partidos que se han perdido a consecuencia de eso, y sin embargo, después de cada derrota, él expresa la determinación de seguir, de darse otra oportunidad…». Al final de mi fax, buscaba el consejo de Knight acerca de la mejor manera de proceder en China, con la esperanza de que me pusiera en contacto con alguien que eventualmente pudiera hacer posible el encuentro directo con Liu Ying.

Más tarde ese día, recibí una respuesta de la oficina de Knight en que decían que habían recibido mi fax y que él se pondría en contacto conmigo a la mayor brevedad posible. Dos días después llegó un mensaje del propio Philip Knight, el primero de cuatro mensajes suyos que recibiría durante mis primeros días en China, todos los cuales tenían un tono alentador pero me advertían que debía ser paciente. «Como imaginarás», escribió en un fax, «a los funcionarios chinos no siempre les encanta la idea de hablar con la prensa americana». En otro mensaje decía: «Querido Gay: China es un país grande, que comprende muchos dialectos, actitudes y barreras regionales diferentes, todo lo cual está presidido por un gobierno en conflicto consigo mismo», y añadió: «No sé adónde conducirá todo esto, pero creo que no te arrepentirás de haberte lanzado a esa búsqueda/aventura. Mis mejores deseos, Phil».

Lo más importante que hizo Knight por mí fue ponerme en contacto con el representante principal de Nike en Pekín, un caballero amable de cara redonda que debía de tener treinta y tantos años y se llamaba Patrick Wang. Patrick había nacido en Shanghái pero había ido a la universidad en Oregón y Nueva York y hablaba inglés de manera fluida y entusiasta. Era el embajador de Nike ante las autoridades deportivas chinas y, en consecuencia, no le faltaban guanxi. Poco después de hablar con él y disfrutar de la primera de nuestras muchas cenas juntos, Patrick llamó para informarme de que en los próximos días, o a más tardar en una semana, las autoridades del fútbol mandarían un coche y un conductor a recogerme en mi hotel para llevarme a un lugar en las colinas que estaban al oeste de Pekín, donde presenciaría una sesión de entrenamiento del equipo y me presentarían a Liu Ying.

Mientras esperaba esa ocasión y mantenía a Nan informada de mis actividades a través de mensajes de fax enviados al Frankfurterhof y más tarde a nuestra casa en Nueva York, revisé mi guía de Pekín y seleccioné los lugares que planeaba conocer y también me familiaricé con los espacios públicos que había dentro del China World Hotel, un gigantesco emporio de vidrios curvos de color marrón que ofrecía una vista completa de la ciudad desde su salón Horizon Club, en el piso veintiuno, y también tenía un centro comercial de dos niveles debajo del vestíbulo principal. De acuerdo con el folleto del China World, el hotel contaba con casi ochocientas habitaciones, todas con televisión a color con mando a distancia y minibar; y las áreas de esparcimiento incluían tres canchas de tenis cubiertas, una pista de patinaje, una pista de bolos de doce carriles y un inmenso gimnasio con piscina. Más allá de las puertas giratorias de vidrio de la entrada había una recepción con suelo de mármol que estaba flanqueada por dos elefantes decorativos de piedra, y detrás de los elefantes había una fuente y un salón de doscientos metros de largo bordeado de columnas bermellón. En el lado derecho del salón, encima de una plataforma a la que se accedía por una escalera de tres peldaños y rodeada de una baranda de bronce y vidrio, había un café con una docena de mesas atendidas por jóvenes camareras asiáticas que llevaban vestidos de seda roja de cuello alto, con dibujos circulares en color oro, y cuyas ajustadas faldas tenían una abertura a cada lado que llegaba hasta la mitad del muslo.

Yo pasaba allí cerca de una hora o más casi todos los días, mientras desayunaba o almorzaba y escribía postales y cartas, o leía el periódico oficial en inglés, el China Daily, que el conserje entregaba gratuitamente, y el International Herald Tribune, que estaba a la venta en la recepción por el equivalente en yuanes chinos de cerca de tres dólares. La primera página del China Daily traía por lo general fotografías de altos funcionarios del Partido en compañía de dirigentes extranjeros que estaban de visita o ejecutivos de empresas internacionales, y había editoriales y artículos que resaltaban la importancia de la próxima admisión de China en la Organización Mundial del Comercio (OMC). También había muchas referencias a la visita de quince días del presidente chino Jiang Zemin, de setenta y tres años, a Francia, Inglaterra, Portugal, Marruecos, Argelia y Arabia Saudí, una gira diplomática que el periódico celebraba como «la mayor campaña diplomática china a las puertas del nuevo siglo», una campaña que prometía promover el «gran potencial de China y sus inmensas perspectivas» para la expansión económica y la prosperidad.

Como nunca antes había leído diariamente un periódico comunista, encontraba interesante ver cómo la evaluación y la cobertura de los asuntos tanto externos como locales variaba con respecto a la manera en que se clasificaban y presentaban las noticias sobre China en el International Herald Tribune.

En el Tribune: «Las empresas de propiedad del Estado en China están agonizando, no son competitivas ni siquiera dentro de su sistema restringido…».

En el China Daily: «La democracia socialista china y su sistema legal son la única garantía para el rápido crecimiento económico del país…».

En el Tribune: «Las fuerzas de seguridad del señor Jiang detuvieron a la fuerza a más de una docena de miembros del Falun Gong, el grupo espiritual prohibido, quienes se atrevieron a enarbolar una bandera amarilla y a meditar en la Plaza Tiananmen…».

En el China Daily: «El miércoles, las calles de Seattle pasaron de ser una zona de batalla a convertirse en un estado casi policial, un día después de que los manifestantes rompieran vidrios y lanzaran bombas de gas lacrimógeno interrumpiendo la paz mientras que la ciudad trataba de acicalarse para la reunión de los delegados de la OMC que tendría lugar allí…».

Mientras leía periódicos en el café, entre los cuales incluía a menudo el USA Today y los diarios de Hong Kong, escuchaba las conversaciones de los angloparlantes en las mesas cercanas. Alojados en mi hotel había docenas de norteamericanos que estaban allí en viaje de negocios (yo había intercambiado saludos con algunos de ellos en el ascensor y recibido a cambio sus tarjetas de presentación: Motorola, Whirlpool Corp., Delphi Automotive Systems, RR Donnelley & Sons, Caterpillar Inc.), y aunque no siempre era posible escuchar con claridad por encima del ruido del café y la música ambiental (éxitos de Broadway, clásicos, rock and roll de los setenta), me parecía que las voces más exaltadas del salón pertenecían a los ingenieros y contratistas norteamericanos que expresaban su descontento por tener que lidiar con los burócratas del Partido que regulaban la industria de la construcción en la ciudad, al tiempo que cenaban y, por lo general, bebían botellas de cerveza Tsingtao. «Ni siquiera tenemos todavía los permisos y ya nos están mandando a sus inspectores para revisar nuestras mezcladoras de cemento y nuestras grúas», declaró un robusto pelirrojo de poco más de treinta años, que llevaba una chaqueta color café ajustada y la corbata floja. Y mientras sus compañeros asentían para mostrar su acuerdo, añadió: «Y de nuevo nos están mandando al mismo maldito capataz y al equipo que tuvimos la vez pasada».

Frente a mí había una rubia solitaria, delgada y muy bien peinada, que debía de tener cuarenta años, llevaba un traje de lino color rosa y parecía enfadarse cada vez más por lo que estaba oyendo al otro lado de la línea, mientras se comía una ensalada de gambas y hablaba por el móvil. «Mira, Max», gritó en cierto momento, «parece que tú no te das cuenta de que estoy arriesgando mi cabeza aquí. Ya nos comprometimos con tres millones y necesitamos otro millón… ¿Qué quieres decir con que “es difícil”?… Tú me dijiste la semana pasada que podías manejarlo… Sí, lo hiciste, Max. Dijiste que nuestro amigo en Seattle estaba de acuerdo… ¿Y ahora me dices que no?… Bueno, entonces aquí tenemos una verdadera emergencia», dijo, y antes de colgar, añadió: «Conclusión: me mentiste, Max».

Al final de la tarde, después de que cerraban las escuelas locales, con frecuencia veía grupos de adolescentes chinos vestidos con vaqueros anchos y camisetas —y el pelo erizado con gel y teñido de colores claros— atravesando el vestíbulo y dirigiéndose escaleras abajo hacia Starbucks y un cibercafé; los fines de semana, muchas parejas jóvenes iban a almorzar al café, en compañía de sus pequeños hijos. La mayoría de las veces, los niños eran incontrolables. Se arrastraban por debajo de las mesas, corrían por el vestíbulo y gritaban con fuerza cuando sus padres los perseguían o los reprendían. Supongo que esos niños representaban aquello sobre lo que había estado leyendo: la gran masa de jóvenes «malcriados» que comenzaba a verse hoy y crecía sin hermanos, en hogares formados por padres y madres relativamente acomodados que formaban parte de la creciente clase media china.

La política de tener un solo hijo, iniciada en China en 1979, había sido presentada como una medida preventiva contra la hambruna. Aunque más del veintidós por ciento de la población mundial vive en China, ese país sólo posee el siete por ciento de la tierra arable que hay en el mundo. Y así, con la esperanza de evitar tener una sociedad gigantesca y mal alimentada, el gobierno chino decidió que las parejas debían restringirse a tener un solo hijo (excepto quienes trabajaran en la agricultura, o aquellos padres que hubiesen tenido un hijo discapacitado, o fueran miembros de minorías étnicas que habitaban en áreas rurales). Y aunque el gobierno calculaba que entre 1979 y 1999 se evitaron trescientos treinta millones de nacimientos, de todas maneras creía que la población actual de 1.300 millones de habitantes todavía estaba cien millones por encima de lo deseable, y la consecuencia indirecta más negativa de la política de un solo hijo han sido los incontables abortos de fetos de sexo femenino realizados por padres que, guiados por la creencia tradicional de que contarán con una mejor ayuda en la vejez si tienen un hijo que una hija, deciden abortar o deshacerse de sus hijas de otras maneras.

De acuerdo con informes publicados por la Academia China de Ciencias Sociales, hoy día nacen en China ciento veinte niños por cada cien niñas. Todos los niños que yo veía corriendo como locos por mi hotel eran varones, la mayoría más joven de una generación mimada que pronto alcanzaría la mayoría de edad en la República Popular. «Ésos son los “pequeños emperadores”», escribió en el USA Today un reportero que vive en Pekín, y añadió que ellos eran «el resultado más visible de los esfuerzos a veces brutales que hacía China para frenar el crecimiento desbocado de la población». El artículo citaba a un profesor chino de psicología que decía: «Ellos son los miembros más importantes de la familia…, sólo piensan en ellos mismos y no piensan en los demás».

En una nota para mí, escribí: «Si el gobierno de Estados Unidos piensa que es difícil lidiar con los gobernantes chinos de hoy, que espere a que estos “pequeños emperadores” lleguen al poder».

Unos treinta metros más allá de la entrada circular del China World Hotel estaba el Bulevar Chang’an, la calle más importante de Pekín. Tenía ocho carriles para vehículos, flanqueados por vías para bicicletas, y un paseo ancho y bordeado de árboles que yo solía recorrer a media tarde o al anochecer, mientras me mezclaba con multitud de asiáticos que en la mayoría de los casos parecían no verme —la palabra en cantonés para designar a los blancos es gweilo, «fantasmas»—, pero ocasionalmente me cruzaba con vendedores ambulantes que querían venderme discos compactos, películas americanas recién salidas al mercado, programas informáticos y otros artículos que supuse que estaban en la categoría de mercancía pirata.

Una tarde sentí que me tiraban con suavidad de la chaqueta desde atrás y, después de detenerme y dar media vuelta, quedé frente a un chiquillo sonriente de cerca de diez años que procedió a apuntar con sus dedos hacia abajo, hacia donde yo estaba parado. Mientras yo esperaba confundido, el niño sacó rápidamente de su bolsillo un trapo y un tubo de plástico y untó un poco de crema sobre mis zapatos, antes de arrodillarse para lustrarlos. Una vez terminó, no supe cuánto darle en moneda china, de modo que le puse un dólar frente a los ojos, el chico me lo quitó con rapidez de la mano, inclinó ligeramente la cabeza y desapareció entre la multitud.

«Éste sí que sabe cómo crearse un mercado», escribí en una libreta del hotel que llevaba conmigo. «Los “pequeños emperadores” podrían aprender una o dos cosas de él.»

Aunque gran parte del Bulevar Changan se caracteriza por la presencia de torres de oficinas y altos edificios de apartamentos, todavía hay muchas construcciones pequeñas con escaparates ocupados por tiendas de víveres, ropa, joyas, zapateros remendones, vendedores de electrodomésticos, agentes de viajes y propietarios de restaurantes tradicionales, así como empresas de comida rápida. McDonald’s estaba a punto de abrir su restaurante número cincuenta y ocho en la ciudad. También había puestos de venta de comida al aire libre, preparada por chefs ambulantes cuyas sartenes hirvientes y humeantes calderos descansaban sobre puestos de metal o dentro de vagones de carga con ventanas de plástico que medían aproximadamente metro y medio por metro y medio, atados a las ruedas traseras de un triciclo.

Evidentemente había leído muchas historias acerca del creciente número de propietarios de automóviles en China, y el tráfico que caracterizaba al Bulevar Chang’an durante las horas punta ofrecía una amplia evidencia de una sociedad motorizada; pero los ciclistas y los conductores de triciclos seguían siendo una presencia importante y persistente en la ciudad: millones de personas pedaleaban hacia el trabajo cada mañana y regresaban a casa cada noche a lo largo de la calle bordeada de magnolios. Ninguna de las bicis tenía luces, y así, los ciclistas nocturnos se distinguían solamente por las manchas rojas de luz intermitente que brotaban del extremo encendido de los cigarrillos que llevaban entre los dientes. ¿Por qué los ciclistas no tenían luces? También podría haber preguntado: ¿por qué a la mayoría de los Mercedes-Benz que vi en Pekín les faltaba el emblema del capó? Si tuviera que adivinar, respondería en los dos casos con una sola palabra: el robo. Pero en todo caso, millones de personas se desplazaban todas las noches y todos los días en vehículos, nuevos o viejos, siguiendo líneas paralelas que conducían al siglo XXI. Acababan de anunciar que el complejo comercial más reciente de Pekín, el Oriental Plaza —que abriría en un año y consistiría en ocho torres de oficinas de vidrio azul cromado, un hotel de lujo y un centro de convenciones—, también tendría un aparcamiento cubierto con capacidad para mil ochocientos automóviles y doce mil bicicletas.

Unas pocas calles al oeste del Oriental Plaza, sobre el Bulevar Chang’an, está la puerta con foso y murales de Mao que conduce al antiguo palacio imperial y sus alrededores amurallados, un área que más frecuentemente se conoce como la Ciudad Prohibida. Se la llama así debido a que durante la mayor parte de los quinientos años en los cuales las figuras dinásticas se entronizaron en esta dirección sin número, empezando por los Ming en 1406 y terminando con los Qing en 1911, el lugar estaba vedado para la gente que no formaba parte de la corte imperial, excepto para aquéllos llamados para ser ejecutados, o quienes trabajaban como concubinas o eunucos del emperador. De acuerdo con mi guía, estos últimos «no sólo estaban castrados sino que carecían de miembro».

Al sur de la Ciudad Prohibida, al otro lado del Bulevar Changan, está la Plaza Tiananmen, una inmensa plaza de piedra que tiene cerca de cuarenta hectáreas y se dice que es capaz de albergar a un millón de personas de pie. Me parecía que allí cabrían al menos cincuenta canchas de fútbol. Realicé ese cálculo mientras hacía una pausa a lo largo de la rugosa acera gris que bordeaba el césped enmarcado en piedra blanca del extremo norte de la plaza. La plaza había sido repavimentada recientemente para preparar la ruta por la cual desfilaron las tropas que participaron en la ceremonia de los cincuenta años del Partido Comunista el 1 de octubre. Con la ayuda de mi guía ilustrada y la información que suministraba, pude familiarizarme con los monumentos que se levantan en la plaza y los dos edificios que la cierran por el este y el oeste.

Al oeste está la Gran Sala del Pueblo o Asamblea Nacional, una estructura inmensa y austera que, según la guía, tiene un poco más de trescientos metros de largo y un auditorio principal con capacidad para diez mil personas. El edificio fue diseñado y construido durante la década de los cincuenta como tributo arquitectónico a la Rusia estalinista, un estilo que influenció la mayor parte de los edificios estatales chinos hasta que surgieron diferencias entre China y la Unión Soviética en los sesenta en tomo al futuro del comunismo internacional; diferencias que provocaron que el líder ruso Nikita Kruschev retirara a los ingenieros y asesores de los inmensos proyectos que contaban con ayuda soviética en China y suspendiera los auxilios económicos.

En el extremo oriental de la plaza está el Museo Nacional de Historia, una edificación casi tan grande como la Asamblea y básicamente su gemela. En las vitrinas del Museo y a lo largo de sus paredes hay reliquias, artefactos, manuscritos, utensilios de hierro esmaltado, utensilios de metal, objetos de marfil, bordados y pinturas que se supone que representan la evolución de la revolución: el paso del pueblo chino de una sociedad primitiva a una sociedad esclavista, a una sociedad feudal, a una sociedad colonial y, finalmente, a una sociedad que, en palabras del presidente Mao, «se puso de pie».

En el costado sur de la Plaza Tiananmen, detrás de un obelisco de granito, está el mausoleo de Mao. Se terminó de construir en 1977, un año después de su muerte, y alberga el cuerpo de Mao en un sarcófago de cristal. «Únase a la enorme fila de turistas chinos», decía mi guía, «pero no espere darle más que un rápido vistazo al cuerpo cuando pase frente al sarcófago. En ciertas épocas del año el cuerpo requiere mantenimiento y no se puede ver». Desde mi alejada posición, no veía señales de nadie que entrara o saliera de la escalera del mausoleo, aunque en el resto de la plaza había cientos de personas, tal vez miles, paseando —parejas cogidas de la mano, niños con globos, hombres y mujeres de cabello cano, algunos con bastón y chaquetas estilo Mao—, y también docenas de personas mayores, todos ellos hombres, dedicados a volar cometas de colores, ayudados a menudo por niños lo suficientemente jóvenes como para ser sus nietos. Era un día soleado de otoño y soplaba el viento. La bandera roja con estrellas doradas de China ondeaba con fuerza en lo alto de un asta de acero que salía de un bloque de granito. «Si madruga, podrá observar la ceremonia de la izada de la bandera al amanecer, realizada por una tropa de soldados del Ejército Popular de Liberación entrenados para marchar exactamente a ciento ocho pasos por minuto… Al atardecer se realiza la ceremonia inversa, pero apenas si podrá ver a los soldados debido a la cantidad de gente que se reúne a observar.»

No vi tales multitudes porque apenas era media tarde y, aunque no podía pensar en una imagen más acogedora para un extranjero recién llegado a una ciudad desconocida que la de unas cometas volando en el cielo, tenía ciertas reservas acerca de la idea de entrar en la Plaza Tiananmen y convertirme en parte de la multitud. Independientemente del lugar hacia el cual mirara, había agentes de policía de uniforme azul mezclados con la gente. Algunos patrullaban en pareja; otros estaban reunidos en pequeños grupos cerca de la bandera y el obelisco, hablando entre ellos mientras vigilaban los alrededores. Tuve la impresión de que en cualquier momento los vería ponerse en acción y salir a perseguir y arrestar a individuos afiliados al movimiento ilegal Falun Gong, un grupo chino que había comenzado a expresar su insatisfacción con el régimen durante el verano anterior mediante manifestaciones silenciosas sorpresa, organizadas en varios lugares de la capital, entre ellos su espacio público por excelencia, la Plaza Tiananmen.

Yo no había oído hablar del Falun Gong hasta que comencé a leer sobre el susodicho movimiento una vez en China. El International Herald Tribune había publicado varios artículos al respecto; algunos aparecieron en primera página y describían al grupo como un movimiento espiritual que reuma «gran cantidad de personas comunes y corrientes que buscaban salud y felicidad» a través de la meditación y los ejercicios rituales que evocaban «elementos del budismo, el taoísmo y los ejercicios tradicionales de chi kung, que, según se dice, fortalecen las fuerzas cósmicas en el cuerpo» e incluso aparejan «poderes sobrenaturales». Se calculaba que el Falun Gong tenía diez millones de miembros en China y un creciente número de seguidores en otros países. Su fundador y líder, Li Hongzhi, vive actualmente en el distrito de Queens, Nueva York, tras dejar China en 1998. Él y sus ayudantes mantienen contacto con sus seguidores vía correo electrónico y teléfonos móviles.

A diferencia de las protestas lideradas por estudiantes en 1989, el Falun Gong se componía principalmente de ciudadanos chinos mayores: maestros de escuela retirados, obreros jubilados, empleados, peluqueros, funcionarios públicos, burócratas y otros que no se estaban beneficiando de las reformas económicas y esperaban, al menos, que les permitieran buscar su propio contento y salud espiritual a través de la meditación y la práctica de sus ejercicios en lugares públicos de acuerdo con los mandatos del Falun Gong. El 25 de abril de 1999, sin que mediara ninguna advertencia a las autoridades gubernamentales, diez mil seguidores del Falun Gong se reunieron en varias partes del centro de Pekín para solicitar el reconocimiento oficial. Pero el gobierno no sólo les negó esa solicitud sino que los catalogó de «culto perverso y desastroso» y, entre la primavera y el otoño de 1999, fueron arrestados aproximadamente tres mil de sus miembros.

La rapidez y la determinación con que se tomaron esas medidas represivas contrastaron con la lentitud de la respuesta del gobierno diez años atrás, cuando se lanzó la campaña de los estudiantes a favor de la democracia en la Plaza Tiananmen. En esa época —abril de 1989—, los estudiantes comenzaron a congregarse en la Plaza Tiananmen de Pekín para criticar la negativa del gobierno a negociar con ellos acerca de la posibilidad de tener más libertades. A medida que los días iban pasando y el movimiento de protesta iba creciendo en tamaño e intensidad (gracias al apoyo de los estudiantes de las provincias y de muchos ciudadanos y trabajadores comunes), la policía y el ejército vigilaban la situación atentamente desde la barrera, pero no interfirieron de manera activa.

Entre los manifestantes que seguramente llamaron la atención de los soldados había un rubio de metro ochenta de estatura y cien kilos: un estadounidense llamado Philip Cunningham, que, después de asistir a las universidades de Cornell y Michigan, se fue a vivir a Asia en los ochenta para comenzar su carrera como escritor independiente y productor de televisión especializado en política y cultura del Lejano Oriente. Debido a que sentía afinidad por las reivindicaciones de los estudiantes, a muchos de los cuales había conocido cuando asistía a cursos en la Universidad para Maestros de Pekín, Cunningham no sólo los acompañó en la plaza sino que a menudo les sirvió de intérprete cuando comenzaron a conceder entrevistas a la prensa extranjera. Durante esa época, Cunningham también llevó un diario en el que describía la confrontación de los manifestantes con el gobierno, la cual duró seis semanas, desde finales de abril hasta comienzos de junio de 1989. El diario serviría después como punto de partida de unas memorias que Cunningham completaría una década después, mientras pasaba un año en Estados Unidos en calidad de Nieman Fellow de la Universidad de Harvard. Las memorias de Philip J. Cunningham, tituladas Reaching for the Sky [Buscando el cielo], serían publicadas en la primavera de 1999 para conmemorar los diez años de las protestas masivas en la Plaza Tiananmen. En el libro, Cunningham recuerda:

En abril, los estudiantes que protestaban apenas si atravesaban brevemente la Plaza Tiananmen; a mediados de mayo eran los dueños de la plaza. La indecisión y la incapacidad del gobierno para reaccionar de manera firme ante las primeras protestas alentaron a la vanguardia de los estudiantes a seguir haciendo presión. La tolerancia oficial que marcó el inicio de las protestas estudiantiles le dio credibilidad a la idea de que al menos algunos de los líderes más importantes de China apoyaban tácitamente la causa.

A veces los manifestantes llegaron a ser un millón. Los organizadores y seguidores más activos instalaban altavoces en la plaza, ofrecían conciertos de rock, dormían por la noche en carpas y durante el día bloqueaban el tráfico del Bulevar Chang’an, mientras desfilaban con pancartas que pedían democracia. La toma de Tiananmen coincidió con la llegada a China de Mijaíl Gorvachov, el primer líder soviético que visitaba China en varias décadas. Gorvachov se mantuvo alejado de la multitud, pero su anfitrión, el líder chino Deng Xiaoping, «no ocultó su humillación al no poder recibirlo con la tradicional ceremonia en Tiananmen», de acuerdo con el escritor del New York Times y ganador de un premio Pulitzer Harrison Salisbury, que estaba en esa época en Pekín.

La protesta continuó con una prolongada huelga de hambre. Cuando se declaró la ley marcial, el 19 de mayo, el gobierno tachó a los manifestantes de criminales y advirtió a los curiosos que no debían fraternizar con ellos ni en la plaza ni en ninguna parte, pero los manifestantes no desaparecieron. Tres de ellos arrojaron pintura al retrato de Mao que está sobre la puerta principal de la Ciudad Prohibida. El 29 de mayo, una estatua de poliestireno de poco más de once metros, llamada la «Diosa de la Democracia», fue instalada sobre una plataforma de un metro ochenta de alto al frente de la plaza. La estatua dominaba el Bulevar Changan y miraba hacia el retrato de Mao.

La noche del 3 de junio, cuando enviaron tanques de artillería a dispersar a la multitud que allí se congregaba, una muchedumbre desafiante detuvo inicial mente a los tanques.

«La turba clamaba venganza contra ese monstruo de metal que se había abierto paso a cualquier precio con implacable impunidad», escribió Philip Cunningham en sus memorias. «A pesar de mis inclinaciones pacifistas, era emocionante ver a la gente pegando al tanque con las manos. Las ruedas de éste se trabaron con la barricada improvisada… Alguien le prendió fuego con un cóctel molotov… Yo estaba a unos ocho o diez metros de distancia y vi cómo los estudiantes trataron de sacar del vehículo incendiado al hombre que casi los mata. Algunas personas sintieron menos compasión… La puerta trasera de la ambulancia se abrió de par en par y ya estaban a punto de sacar al soldado herido cuando el vehículo comenzó a andar y aceleró en dirección al Hotel Pekín.»

La líder más conocida del movimiento de protesta de 1989 fue una mujer de veintitrés años llamada Chai Ling. Antes del levantamiento, se dedicaba a sus estudios de pregrado en Psicología Educacional en la Universidad Normal de Pekín. Chai Ling estaba casada con otro estudiante y, más que ella misma, su esposo era quien se hallaba apasionadamente involucrado en asuntos políticos, según les explicó más tarde la mujer a quienes la entrevistaron. Ella sólo era una seguidora. Pero cuando las marchas de los estudiantes comenzaron a aparecer en los titulares de todo el mundo, fue ella quien surgió como la principal impulsora y propagadora del movimiento. Recuerdo haber leído regularmente sobre ella en la prensa a lo largo de la primavera de 1989 y, antes de mi impulsivo viaje a China, el artículo de Ian Buruma titulado «Tiananmen Inc.», publicado en The New Yorker a finales de mayo de 1999, me refrescó la imagen que tenía de ella:

La historia de Chai Ling se puede leer como un triunfo americano o un fracaso chino […] La mujer apareció en las pantallas de televisión de todo el mundo casi todos los días durante casi un mes entero: una muchacha pequeña y frágil vestida con una camiseta blanca sucia y vaqueros, que amonestaba, persuadía, entretenía e intimidaba a las multitudes a través de un megáfono que por lo general parecía taparle toda la cara […] El 12 de mayo, el discurso de Chai motivó a cientos de personas a iniciar una huelga de hambre cuando el gobierno hizo caso omiso de la exigencia de los estudiantes de «dialogar», y ella inspiró el apoyo de miles más. «Nosotros, los jóvenes», dijo, mientras su voz aflautada resonaba por los altavoces, «estamos dispuestos a morir. Nosotros, los jóvenes, estamos dispuestos a usar nuestras vidas para alcanzar la verdad. Nosotros, los jóvenes, estamos dispuestos a sacrificarnos […]».

Pero Chai Ling también es recordada por otro discurso, grabado dos semanas después en una habitación de hotel en Pekín por un reportero americano llamado Philip Cunningham. Este discurso se convirtió en la pieza central de un documental sobre Tiananmen hecho en 1995, The Gate of Heavenly Peace [La puerta a la paz celestial]. El documental toma una posición muy crítica respecto a los líderes de los estudiantes y, particularmente, sobre Chai. En la escena en la habitación del hotel, está medio histérica. Las tropas del gobierno han tomado Pekín. Las distintas facciones dentro del movimiento de los estudiantes tienen diferencias acerca de la táctica, los propósitos, las jerarquías y el dinero.

Chai está extenuada: «Mis estudiantes viven preguntándome: “¿Qué debemos hacer después? ¿Qué podemos lograr?”. Yo me siento triste porque, ¿cómo puedo decirles que lo que estamos esperando realmente es un baño de sangre cuando llegue el momento en que el gobierno esté dispuesto a matar a la gente con total descaro? El pueblo de China sólo abrirá los ojos cuando la plaza esté cubierta de sangre. Sólo en ese momento estarán realmente unidos. Pero ¿cómo puedo explicarles esto a mis compañeros estudiantes?».

El domingo 4 de junio de 1989, columnas de infantería del ejército chino y muchos tanques invadieron el centro de Pekín, en cumplimiento de las órdenes de un gobierno que ya no estaba dispuesto a contenerse. Como explica Harrison Salisbury en su libro de 1992 The New Emperors: China in the Era of Mao and Deng [Los nuevos emperadores: China en la era de Mao y Deng], el gobierno se había convencido de que en las filas de los estudiantes se habían infiltrado «elementos perversos» y por eso era esencial atacar. «Esos elementos perversos no fueron identificados ni en ese momento ni después», escribió Salisbury, y agregó: «Hubo vagas referencias a agentes extranjeros: supuestamente la CIA, Taiwán y Hong Kong. De hecho, algunos de esos agentes fueron identificados en la plaza, pero no había evidencia que indicara que desempeñaron un papel especial, excepto, posiblemente, el de hacer llegar dinero desde Hong Kong». Antes de la ofensiva del Ejército Popular de Liberación (EPL), las tropas habían recibido instrucciones de mantener las muestras de «violencia y sangre lejos de la vista de testigos y cámaras», escribió Salisbury, pero de todas maneras la prensa registró los ataques del EPL, aunque «dos periodistas de la CBS perdieron sus cámaras y fueron golpeados y retenidos durante la noche en la Ciudad Prohibida» y también varios periodistas de Taiwán y Hong Kong fueron arrestados y detenidos durante varias horas. «El gobierno afirmó que nadie había sido asesinado en la plaza», continúa Salisbury, pero «la cantidad de disparos dentro y alrededor de la plaza hace que esto suene ridículo… El cálculo es que hubo entre mil y dos mil personas asesinadas en Pekín, tal vez unas trescientas dentro de la plaza y en los alrededores».

Desde entonces, la Plaza Tiananmen sería mejor conocida en la prensa de Occidente, y en la mente de la mayor parte de los estadounidenses, como el lugar donde las fuerzas reaccionarias chinas iniciaron un asesinato masivo de estudiantes desarmados. Así, Tiananmen se convirtió en una palabra que significa opresión, una palabra fácil de recordar, una palabra-causa que usarían a partir de entonces los críticos de China para calumniar y dañar la reputación de la plaza que Mao había diseñado años atrás para conmemorar su Larga Marcha. «Tiananmen entró en nuestro vocabulario como la forma abreviada de designar la tendencia a aplastar a la oposición de manera atroz», decía un editorial del Far Eastern Economic Review, de Hong Kong.

Sin embargo, algunos periodistas y comentaristas corregirían después sus informaciones y sostendrían que la plaza misma no había formado parte del campo de batalla. «Hasta donde permite determinar la evidencia disponible, nadie murió esa noche en la Plaza Tiananmen», escribió Jay Mathews, un periodista del Washington Post que estaba en Pekín el 4 de junio y publicaría en 1998 un ensayo crítico sobre la cobertura de Tiananmen en el Columbia Journalism Review. «Es posible que unas cuantas personas hayan terminado asesinadas por balas perdidas en las calles cerca de la plaza», continúa diciendo Mathews en su crítica, titulada «The Myth of Tiananmen» [El mito de Tiananmen] «pero todas las versiones de los testigos verificadas indican que a los estudiantes que se quedaron en la plaza cuando llegaron las tropas se les permitió salir pacíficamente. Cientos de personas, la mayoría de ellas trabajadores y curiosos, sí murieron esa noche, pero en un lugar distinto y bajo circunstancias diferentes», escribió Mathews, y agregó: «La persistente historia sobre una masacre ocurrida en Tiananmen al amanecer es producto de versiones de testigos falsos acerca de las confusas horas y los días que siguieron a la toma por parte del ejército». Entre las fuentes poco fiables que cita Mathews estaba un líder estudiantil llamado Wu’er Kaixi, «quien dijo que había visto cómo doscientos estudiantes caían bajo el fuego, pero más tarde se comprobó que [Wu’er Kaixi] había abandonado la plaza horas antes de los eventos que supuestamente ocurrieron, según su descripción».

Wu’er Kaixi, Chai Ling, su esposo y otros líderes estudiantiles no sólo evadieron la cárcel sino que lograron salir del país.

«Las circunstancias en las que Chai huyó de China son un misterio», decía el artículo de Ian Buruma publicado por The New Yorker en 1999.

Ella nunca ha hablado sobre lo que ocurrió, tal vez para proteger a quienes la ayudaron, pero circulan historias acerca de cómo salió escondida en un cajón de madera. Lo único que sabe la mayoría de la gente es que apareció de pronto en Hong Kong en abril de 1990. De allí fue a París y luego a Estados Unidos. Mientras estaba huyendo de China, quienes apoyaban el movimiento a favor de la democracia la nominaron para el Premio Nobel de la Paz. A comienzos de este año [1999] me reuní con Chai en un café al aire libre en Cambridge, Massachusetts, donde vive desde 1996, cuando entró en la Escuela de Negocios de Harvard.

El artículo de Buruma mencionaba que Chai Ling se había divorciado de su marido chino y planeaba casarse con uno de los socios senior de una firma de asesorías en estrategia global que funcionaba en Boston. Buruma también escribió que Chai Ling trabajaba como presidenta de una compañía de Internet respaldada por ejecutivos de Reebok y Microsoft.

Mientras paseaba por el borde de la Plaza Tiananmen y observaba a la gente en esa plácida tarde de otoño de 1999, me preguntaba si la supuesta «Masacre de Tiananmen» (así es como la mayor parte de la prensa occidental insiste en llamar lo que sucedió en Pekín el domingo 4 de junio) sería comparable con el «Domingo Sangriento» que yo había presenciado a lo largo de la carretera en Selma, Alabama, el 7 de marzo de 1965. Las imágenes registradas ese día agregarían el nombre de Selma al índice mundial de lugares con imágenes horribles, unas imágenes que lo relacionaban en mi mente con la plaza de Pekín que veía ahora por primera vez, aunque a través del recuerdo de haberla visto en repetidas ocasiones en los últimos años, en retransmisiones informativas o documentales americanos. Mi sentido de la historia contemporánea estaba influenciado por la retransmisión de lo que los editores de televisión habían decidido mostrar porque resultaba visualmente atractivo, es decir, la imagen de la diminuta Chai Ling gritando y sollozando frente a miles de seguidores, en un intento por inspirarlos; la imagen de un joven no identificado que se para frente a un tanque en movimiento en el Bulevar Chang’an y lo hace detenerse; la imagen de soldados del EPL con cascos que disparaban al cielo balas trazadoras y perseguían a jóvenes con bandas en la cabeza, mientras que otros soldados demolían la estatua de la «Diosa de la Democracia» en la Plaza Tiananmen.

«Los periodistas crearon una especie de historia épica que mostraba a los buenos contra los malos, a los jóvenes contra los viejos, a la libertad contra el totalitarismo», dijo Richard Gordon, codirector del documental de 1995 llamado The Gate of Heavenly Peace. Gordon podría estar hablando del «Domingo Sangriento» de Selma. Nadie murió en Selma ese día, pero las escenas que captaron las cámaras de televisión tenían un poder evocador, al mostrar las imágenes de las fuerzas de la ley corriendo con máscaras de gas y blandiendo sus armas en medio de nubes de humo, por encima de las cabezas de los manifestantes negros que yacían en el suelo. Al cubrir el movimiento de protesta ocurrido en Pekín en 1989, la prensa «encontró que la narración simplista es irresistible», escribió Carolyn Wakeman, una profesora de periodismo y escritora, en el ensayo titulado «Beyond the Square» [Más allá de la Plaza], publicado en 1999 en la revista Media Studies Journal. Wakeman escribió que las «conmovedoras imágenes» de los disturbios en Pekín «llamaron la atención de amplias audiencias que nunca antes se habían interesado por China» y al mismo tiempo despertaron en otros estadounidenses un profundo conflicto frente al pueblo chino. «Durante más de un siglo los estadounidenses habían oscilado entre ver a los chinos como nobles campesinos o demonios orientales», escribió Wakeman. «Misioneros, hombres de negocios, militares y periodistas han contribuido a su manera con distintos elementos a forjar la imagen de China que ha surgido en Estados Unidos».

Entre las impresiones equivocadas que transmitió la cobertura informativa de la historia de Pekín, decía Jay Mathews en el Columbia Journalism Review, estaba la percepción de que los soldados habían decidido castigar exclusivamente a los estudiantes, cuando, de hecho, el principal objetivo del EPL eran las masas de trabajadores rebeldes que se habían aliado con ellos. Descontentos por la incertidumbre de su estatus en una China cada vez más cambiante, los trabajadores fundieron sus frustraciones con las de los estudiantes y, antes de que comenzaran las medidas represivas, el número de trabajadores presentes en la protesta ya excedía la representación de los estudiantes. El gobierno sintió que los trabajadores representaban una amenaza más grande para su estabilidad que la clase estudiantil, que era relativamente privilegiada. Y, como señalaba Jay Mathews en su crítica, las listas de muertos se componían predominantemente de nombres de trabajadores y curiosos inocentes, mientras que también fue cierto que «unos cuantos soldados fueron golpeados o quemados vivos por trabajadores furibundos».

Sin embargo, lo que atrajo el interés de los medios fue la supuesta victimización de los estudiantes, tal como enfatizaba Mathews, y «durante la última década, muchos periodistas y editores estadounidenses han aceptado una versión mítica de aquella noche cálida y sangrienta». Mathews mencionaba que, cuando el presidente Bill Clinton visitó China durante el verano de 1998 y fue recibido en la Plaza Tiananmen, la cobertura de ese viaje por parte de la prensa siguió recordándoles a los lectores que la plaza había sido «el lugar de la matanza de estudiantes» (New York Post), «donde los manifestantes a favor de la democracia fueron asesinados» (USA Today) y «donde los estudiantes chinos murieron» (Baltimore Sun). Al recordar la «Masacre de la Plaza Tiananmen», el Wall Street Journal describió la plaza como el lugar donde «cientos o más» manifestantes fueron asesinados por las tropas invasoras.

«Si se les da el tiempo suficiente, esos rumores pueden crecer y distorsionarse cada vez más», escribió Mathews. «Cuando un periodista tan cuidadoso y bien informado como Tim Russert, jefe de la oficina de la cadena NBC en Washington, puede caer presa de las versiones más febriles de la fábula, las tristes consecuencias de la pereza periodística se hacen evidentes. El 31 de mayo [de 1998], en Meet the Press, Russert se refirió a las “decenas de miles” de muertos de la Plaza Tiananmen.»

Me quedé unos veinte minutos en el extremo norte dé la Plaza Tiananmen, observándola como si fuera el inmenso escenario de una oportunidad fotográfica, un telón de fondo para el oportunismo, un espacio abierto a la explotación de aquellos que tenían un interés particular en aprovecharlo. Era un lugar adonde la gente iba para hacer noticias. En cierto sentido, era lo mismo que representaba el puente Golden Gate para aquellos suicidas que querían hacerse publicidad. Era el lugar al que iban a montar un gran espectáculo y, si sobrevivían, llegaban a los titulares. Chai Ling había desafiado al régimen comunista en la Plaza Tiananmen, había sobrevivido y terminado en Harvard, y convertida en presidenta de una compañía.

Estaba seguro de que los miembros del grupo ilegal Falun Gong pronto aparecerían por allí, siguiendo los pasos de los estudiantes de otras épocas. Si bien no quiero sembrar dudas acerca de la sinceridad espiritual de los líderes del Falun Gong, tenía la impresión de que eran personas bastante expertas en llegar a los medios. Durante la primera semana de mi estancia en China, los líderes sostuvieron conferencias de prensa clandestinas con periodistas occidentales y lograron obtener cantidades de publicidad favorable: historias que presentaban al Falun Gong como un grupo oprimido, al que se le estaban violando las libertades civiles por la única razón de que sus miembros querían meditar y realizar sus ejercicios rituales en Tiananmen y otros lugares públicos. Aunque el gobierno había comenzado a arrestar a los miembros del Falun Gong varios meses antes de mi llegada a China, la organización seguía tomando una actitud de decidida confrontación y, por tanto, resultaba digna de atención, razón por la cual era tema de titulares y noticias como las aparecidas en el International Herald Tribune:

FALUN GONG LANZA CAMPAÑA DE RESISTENCIA; NUEVOS ARRESTOS EN LA PLAZA TIANANMEN NO LOGRAN QUEBRAR LA DETERMINACIÓN DE LA SECTA

[…] durante las pasadas semanas, miles de seguidores de una popular secta de tradición budista llamada Falun Gong han llegado a Pekín para desafiar de manera pacífica y surrealista las medidas represivas contra el grupo lanzadas por el gobierno desde hace tres meses. En cinco días consecutivos de protestas silenciosas en la Plaza Tiananmen […] los seguidores del Falun Gong han expresado su oposición —de manera pacífica pero consistente— a la decisión tomada el 22 de julio por el Partido Comunista de prohibir su grupo […]

Esperé otros diez minutos, mientras observaba despreocupadamente a la gente que seguía paseando por la plaza o estaba sentada en las escalinatas de piedra de la Asamblea, o volando cometas frente al mausoleo de Mao, pero no vi ninguna señal del Falun Gong. Como reportero, tenía la esperanza de ver personalmente aquello sobre lo que había estado leyendo. Pero luego decidí que probablemente era mejor regresar al hotel. Estaba en la ciudad con una visa de turista. Mi historia era la jugadora de fútbol. Así que di media vuelta y volví a recorrer el Bulevar Changan, donde pasé otra vez frente al chiquillo con el trapo para lustrar, y los vendedores de películas y discos compactos del mercado negro, y las mujeres que susurraban «masajes-masajes», y los obreros de cascos amarillos que trabajaban en la construcción de los edificios de oficinas de vidrio azul cromado y el centro de convenciones del Oriental Plaza.

Cuando estaba a unas pocas calles de mi hotel, doblé a la izquierda y entré en el llamado Callejón de la Seda, una congestionada y bulliciosa calle comercial rodeada de cientos de puestos en los que vendían gran variedad de productos de marcas famosas a precios bajos, sobre los que se podía regatear para comprarlos aún más baratos: zapatos Gucci anunciados a treinta dólares el par, un bolso Louis Vuitton por veinticinco dólares, un reloj de pulsera Cartier por veinte, un par de zapatillas deportivas Nike por quince, chaquetas North Face por diez dólares, un suéter Ralph Lauren por cinco. También había antigüedades, objetos usados, curiosidades, ejemplares del Pequeño Libro Rojo de Mao, gorras de béisbol de todos los equipos de las ligas mayores y miles de camisetas con nombres de gente y lugares conocidos, e incluso camisetas con la imagen de la Plaza Tiananmen y su nombre impreso en inglés. Compré dos de esas camisetas por un dólar, regresé al hotel y se las mandé por correo a mis hijas en Nueva York.