32.

Esa tarde, mientras volaba de regreso a Nueva York y pensaba en la familia Gallo y el hecho de que Lorena tuviera ahora un cuñado chino, todavía no estaba exactamente seguro del tema sobre el que estaba escribiendo, pero de todas formas sentía que yo formaba parte de eso. Yo era al mismo tiempo observador y ejemplo del proceso continuo de integración y conflicto que se vive en la sociedad americana, un observador y un ejemplar de esos grupos de recién llegados influenciados por viejas tradiciones y temores y, a menudo, por un sentido equivocado de lo que en realidad es relevante e importa. El hecho de que los padres de los Gallo (una pareja de hispanohablantes recientemente establecidos en los alrededores de la capital de la nación) pusieran objeciones a la decisión de su hija de casarse con un joven vecino de origen chino era tan típicamente americano como el hecho de que su hija se casara con él de todas maneras.

Yo recordaba cómo mi esposa Nan, educada en un convento, había contrariado a sus padres de forma similar cuando, décadas atrás, viajó sola para encontrarse conmigo en Roma y, después de asegurarles que nos íbamos a casar en la capilla de la Trinità dei Monti, sobre la Piazza di Spagna —un lugar que había sido consagrado por un Papa del siglo XVI y que Nan había exaltado como el centro espiritual de su educación en un colegio del Sagrado Corazón—, terminamos casándonos en una ceremonia civil presidida por un juez comunista italiano en la alcaldía principal de la ciudad, en la Piazza del Campidoglio.

La idea de buscar un cambio de sede para la boda no fue mía y tampoco es que yo quisiera casarme. Antes de la llegada de mi futura esposa, en junio de 1959, yo estaba viviendo felizmente solo en una suite de hotel cerca de los jardines de Villa Borghese, regodeándome de saber que mis gastos corrían por cuenta de la revista del New York Times, después de que convenciera a su editor para que me permitiera escribir un artículo acerca del famoso bulevar de la ciudad, la Via Veneto, donde el director Federico Fellini estaba filmando en ese momento escenas que serían incluidas en su próxima película, La dolce vita. Lo entrevisté brevemente a través de un intérprete cuando visité el set y también hablé con uno de los protagonistas, Marcello Mastroianni, cuya amabilidad y desenfado en la pantalla proyectaban un estilo romántico que yo esperaba emular algún día en la vida real.

Después de trabajar todos los días en el escritorio de mi habitación de hotel durante dos semanas, finalmente organicé y estructuré mi material y comencé a escribir las páginas iniciales del artículo en mi máquina Olivetti portátil:

Se dice que la calle más sofisticada del mundo es la Via Veneto de Roma, un paseo bordeado de árboles, rodeado de hoteles caros, cafés con terrazas y boulevardiers a los que no se les escapa nada.

Ésta es la calle que lo ha visto todo. En las épocas de las carrozas tiradas por caballos, fue parte de los espléndidos jardines en los cuales Mesalina, la traviesa esposa del emperador Claudio, realizaba sus orgías. En el año 271 d. C., el emperador Aureliano construyó allí su famosa muralla; luego irrumpieron los bárbaros y saquearon las villas, y después llegaron los sarracenos, los Borbones y los invasores de la Segunda Guerra Mundial, que saquearon un poco más.

Debajo de esta calle hay una capilla adornada con las calaveras de más de cuatro mil capuchinos y cerca está el lugar donde Rafael solía relajarse después de un duro día en el Vaticano. Por aquí era por donde pasaba el perfumado carruaje de Paulina Bonaparte, rumbo a su villa; donde Benito Mussolini montaba a caballo […]

Hoy día, estilizados Fiats y Alfa-Romeos pasan zumbando por los arcos de la Muralla de Aureliano y, a lo largo de este mismo verano, viajeros de todas partes del mundo vendrán aquí a sentarse en las terrazas de los cafés, a beber y a observar […] y ser observados. Se dejarán caer en una silla debajo de una sombrilla, con las piernas cruzadas mirando a todas partes, moviendo la cabeza de un lado a otro como si estuvieran observando un partido de tenis. Ante ellos desfilarán algunos de los hombres más ricos del mundo y las mujeres más hermosas. Aquellos que sienten que dominan el italiano les lanzarán un discreto silbido a las mujeres y a menudo les gritarán buona o bellissima […]

Terminé el artículo de tres mil palabras el 1 de junio, y dos días después de que el editor lo aceptara para publicarlo en un número de comienzos del verano, cogí un taxi hasta el aeropuerto para recibir a Nan y comenzar lo que pensé que serían unas vacaciones juntos de diez días en Roma, y no la celebración de una boda frente al altar de la Trinità dei Monti. Más tarde, cuando estábamos en medio de lo que había comenzado como un placentero almuerzo en el café Rosati, después de que su equipaje fuese llevado a mi suite, Nan compartió conmigo sus intenciones, mientras yo la escuchaba con incredulidad y angustia.

«No puedes estar hablando en serio», le dije, o algo por el estilo. No recuerdo exactamente mis palabras o las de Nan, sólo recuerdo que, con la mayor delicadeza posible, se me hizo saber con claridad que mi soltería pronto tendría que terminar si quería continuar mi relación de dos años con esta belleza de ojos verdes que tuvo la temeridad de contarles a sus padres que se iba a casar conmigo antes de contármelo a mí. Aunque en ese momento sólo tenía veintisiete años y era relativamente inexperto en les affaires du coeur, también se me ha debido de ocurrir que, en los asuntos que afectan a la vida de las parejas de una manera más personal y directa —ya sea la decisión de casarse, o tener hijos, o comprar o vender una casa, o pedir el divorcio—, invariablemente predomina la voluntad de la mujer.

No obstante, creo que Nan se sintió decepcionada por mi falta de entusiasmo ante los potenciales placeres del matrimonio (sentimientos que se remontaban a mi educación claustrofóbica en medio de un hogar en el que mis padres creían que el matrimonio ideal era aquel en el que uno nunca perdía de vista a su cónyuge), y así, después de visitar la iglesia de la Trinità dei Monti —el único lugar que tenía un significado especial para ella como escenario de su matrimonio— y enterarse de que allí ya no se celebraban bodas, Nan sugirió que nos casáramos mediante una ceremonia civil. Aunque nunca lo dijo con claridad, me dio la impresión de que en ese momento Nan ya no estaba tan segura de que yo fuera una buena elección (dudas que tal vez le había transmitido desde antes su madre), pero como no quería marcharse de Roma sin casarse, debido a que el matrimonio había sido el propósito expreso de su viaje, creo que Nan estaba allanando el camino, al menos de manera inconsciente, para el feliz día en que, después de conocer al hombre correcto, en un futuro no muy lejano, se casara con él como debía ser, frente a un sacerdote y en presencia de su familia y sus amigos.

Durante el resto de la semana, los dos coexistimos en la Ciudad Eterna con recurrentes sentimientos de resignación, en espera de que nos llamaran de la Oficina del Registro Civil, donde habíamos solicitado un permiso para casarnos y le habíamos dado al funcionario encargado una propina de cincuenta dólares con el fin de apresurar el trámite. El funcionario nos llevó el permiso al hotel personalmente el 8 de junio, cinco días después de la llegada de Nan, y también nos dio instrucciones de cómo llegar a la alcaldía, donde debíamos presentarnos dos días después para la celebración de la ceremonia oficial.

La víspera de nuestra boda, Nan y yo fuimos a cenar a la Hostaria dell’Orso y pedimos una botella de champán. Antes de recibirla, me levanté un momento de nuestra mesa para saludar a uno de mis escritores favoritos, Irwin Shaw, que estaba en la barra conversando con otros hombres. Shaw era un individuo sociable, de hombros anchos y cara roja, que debía de tener poco más de cuarenta años y había jugado al fútbol americano para el Brooklyn College, pero había alcanzado la fama y hecho una fortuna como escritor de relatos cortos (yo conocía prácticamente de memoria los párrafos iniciales de «Las chicas con sus vestidos de verano» y «The Eighty-Yard Run») y de novelas tan exitosas como El baile de los malditos, que después fue llevada al cine en una película protagonizada por Marlon Brando. Había leído recientemente en las noticias que la última novela de Shaw, que tenía lugar en Roma y se llamaba Dos semanas en otra ciudad acababa de recibir una propuesta de Hollywood.

Después de acercarme a Shaw y felicitarlo por su último éxito, me alegró saber que recordaba haberme conocido hacía algunos años, en París, donde él tenía un apartamento y era amigo de un colega mío del Times, quien nos presentó.

«¿Qué te trae a Roma?», preguntó Shaw.

«Vine a escribir sobre la Via Véneto para la revista dominical del Times», dije, «pero hace unos días mi novia llegó de Nueva York ¡con mi certificado de nacimiento! Llevamos un par de años saliendo y la mujer cree que es hora de oficializar lo nuestro».

«¿Y quién es esa mujer?», preguntó.

«Su nombre es Nan Ahearn y trabaja en Random House», dije.

«¡Random House! Ellos son los mejores. Son mis editores…»

Fuimos hasta mi mesa y les presenté. Nan abrió sus grandes ojos verdes y elogió a Shaw por su obra, mientras le sonreía y le estrechaba la mano con cortesía.

«Esta mujer tiene buen gusto», me susurró Shaw al oído. «Eres afortunado al casarte con ella. ¿Quién es el padrino?»

«No tengo padrino», respondí.

«Sí, sí tienes», dijo. «Me tienes a mí.»

A la mañana siguiente, frente a un ornamentado edificio sobre la Piazza del Campidoglio, diseñado por Miguel Ángel, Nan y yo nos reunimos con Irwin Shaw y dos de sus mejores amigos en Italia: un caballero refinado y simpático llamado Pilade Levi, que era el representante de un estudio de Hollywood en Roma, y la atractiva e igualmente encantadora compañera de Levi, Carol Guadagni, que dirigía la oficina de la Agencia William Morris en Roma. Sin duda, Shaw sintió que Nan y yo no estábamos muy cómodos con lo que estábamos a punto de hacer, así que trajo a sus amigos para que nos dieran apoyo y ánimos, cosa que hicieron. Pero en realidad, una vez comenzó la ceremonia, yo dejé de pensar en lo que me había preocupado hasta ese momento (es decir, que la buena vida estaba a punto de acabarse) y me concentré en lo asombroso que era que Nan viajara hasta tan lejos para estar conmigo y que los dos estuviéramos ahora juntos, en medio de un salón inmenso y magnífico, oyendo nuestros votos matrimoniales recitados en italiano por un juez bien parecido, que llevaba en su pecho una banda tricolor y estaba de pie delante de una silla de damasco de respaldo alto y detrás de una mesa cubierta con un mantel de terciopelo que ostentaba un sello blasonado con las letras doradas S. P. Q. R. (el Senado y el Pueblo Romano).

Después de la ceremonia, Shaw nos ofreció a Nan y a mí una fiesta de bodas en un salón de baile que estaba frente a la embajada americana en la Via Veneto. Fue una reunión festiva, a la que asistieron muchas personas que estaban trabajando en la filmación de La dolce vita, entre ellas Federico Fellini y Marcello Mastroianni, lo cual me dejó feliz durante cerca de veinticuatro horas, o hasta el día siguiente, cuando nuestra suite matrimonial comenzó a hervir gracias a una furibunda llamada telefónica de la madre de mi novia desde Nueva York.

«Pero, mami…», oí que decía Nan, tratando de explicar, «pero, mami…».

Por el curso de la conversación y lo que averigüé después, la madre de mi esposa se enfureció cuando se enteró, a través de la nota sobre la boda que apareció en el Times de ese día, de que nos había casado un funcionario civil en lugar de un sacerdote. Era una nota diminuta, escondida cerca del final de la página de sociedad, y me sorprendió que la madre de Nan llegara a verla.

GAY TALESE CONTRAE MATRIMONIO

CON LA SEÑORITA NAN I. AHEARN

La señorita Nan Irene Ahearn, hija del señor y la señora Thomas J. Ahearn Jr„ de Rye, N. Y., contrajo matrimonio el miércoles en Roma con Gay Tálese. Él es hijo del señor y la señora Joseph F. Tálese, de Ocean City, N. J. La ceremonia se realizó en la alcaldía de Roma, presidida por el juez Renato Ambrosi de Magistris.

La señora Talese estudió en el Rye Country Day School y se graduó en el Convento del Sagrado Corazón, Greenwich, Conn., y en 1955 en el Manhattanville College. Fue presentada en sociedad en 1951 en el Westchester Cotillion. Trabaja en Random House Publishers, en Nueva York. El novio es miembro del equipo del New York Times y se graduó en la Universidad de Alabama en 1953.

En aras de la justicia periodística y, tal vez, de la continuidad de mi matrimonio, no creo que sea prudente que revele más información acerca de mi relación con Nan y su familia. Sin embargo, teniendo en cuenta que fui yo quien trajo a colación el tema de mi matrimonio y la irritación que éste le causó particularmente a mi suegra, creo que los lectores tienen derecho a una explicación más amplia que no me incomoda dar… aceptando de antemano que mi esposa tiene la prerrogativa de editar y corregir cualquier cosa que yo quiera publicar sobre nuestro matrimonio, las circunstancias que lo precedieron y las reacciones que provocó.

Mis padres, desde luego, no dijeron nada acerca del matrimonio. Se reservaron cualquier reparo que pudieran tener con relación al hecho de que Nan fuera su nuera o que no hubiesen sido invitados a la boda. Las parejas italoamericanas de su generación solían ser renuentes a hablar de los asuntos personales que les causaban dolor o incomodidad, sin duda gracias a la influencia, hasta cierto punto, del tradicional código de silencio del sur de Italia, conocido como omertà. La familia de Nan, sin embargo, que tenía una posición más establecida y segura dentro de la sociedad americana —el padre de Nan era un banquero que llevaba tres generaciones lejos del suelo irlandés y los antepasados de su madre llegaron de Inglaterra en 1631—, era más abierta al expresar sus opiniones sobre prácticamente cualquier cosa que le interesara; y, sin embargo, eso no significa que yo tenga mucha libertad de acción para escribir sobre ellos o mi matrimonio con su hija. Tácitamente se entiende que ésos son temas «extraoficiales». Después de todo, lo que sé acerca de mi familia política y mi esposa lo aprendí en circunstancias muy distintas de las que normalmente rodean mi funcionamiento como escritor que investiga hechos, que busca a distintas personas para entrevistarlas, sobre la base de que la información obtenida es para el consumo público.

Si yo fuera un escritor de ficción, un creador de novelas, obras de teatro o relatos cortos, tendría la opción de hacer lo que pueden hacer esos escritores cada vez que se sienten obligados a escribir sobre cosas que tocan su propia intimidad o la de personas cercanas a ellos: pueden cambiar todos los nombres o falsear de alguna otra manera los hechos, con la esperanza de proteger sus obras de una demanda u otras formas de rectificación por parte de los supuestos afectados. Y así, lo que hay en la literatura y otros medios de comunicación más verdadero y revelador acerca de la vida privada es catalogado y transmitido como «ficción». Pero como ya he tratado de explicar, soy un meticuloso exponente de la no ficción —un reportero escritor que no quiere cambiar nombres, que evita usar personajes amalgamados en sus textos y que hace todos los esfuerzos posibles por atenerse a los hechos precisos— y eso me pone en aprietos aquí, porque sospecho que existe un conflicto de intereses entre mi papel como escritor y mi papel como tema de esta parte de mi historia. En consecuencia, debo declararme impedido y recurrir a otro escritor, Arthur Lubow, quien nos entrevistó por separado a Nan y a mí en distintas ocasiones durante 1991 para un artículo que estaba preparando para Vanity Fair, a propósito de la publicación a comienzos de 1992 de mi libro A los hijos.

En su artículo, que apareció en el número de febrero de 1992 de Vanity Fair,; el señor Lubow escribió:

Talese nunca se quiso casar. En 1957, cuando era reportero deportivo del Times, le presentaron a Nan Ahearn, una recién graduada del Manhattanville College of the Sacred Heart. Al igual que muchas chicas de buena familia en los cincuenta, Nan trabajaba en distintos empleos respetables mientras encontraba marido.

En Gay vio a un joven atractivo, apasionado por los libros y con una sola ambición: convertirse en escritor. No tenía mucho en común con los muchachos que la habían llevado a eventos deportivos en Princeton o acompañado al Stork Club o al Westchester Cotillion, donde hizo su presentación en sociedad. Esos muchachos serían abogados y banqueros como su padre, un hombre bien parecido que llevaba trajes con chaleco y se relajaba con alcohol. El padre de Nan sólo le prestaba atención cuando ella le hablaba de filosofía o literatura: las asignaturas en las que se especializó en Manhattanville.

Para Gay, esta jovencita de pelo negro y enormes ojos verdes bien podría haber sido Judy Jones, el personaje de «Sueños de invierno» de F Scott Fitzgerald, un relato que le gustaba tanto que lo había copiado a máquina para ver cómo estaba construido. El protagonista de Fitzgerald era, al igual que Gay, hijo de un comerciante en una ciudad turística, para quien la culta, sofisticada y glamurosa Judy Jones era la encarnación de todos sus sueños de juventud. Eso era Nan Ahearn para Gay. Después de una primera cita en Toots Shor, durante la cual Nan concluyó que Gay era la persona más egocéntrica que había conocido, el romance comenzó […]

En mayo de 1959, la revista del New York Times despachó a Talese a Roma para escribir sobre la Via Veneto. Desde Nueva York, Nan le escribió cartas melancólicas, hasta que él le contestó diciéndole que se reuniera con él. A los cincuenta y ocho años y siendo todavía una hermosa postdebutante de ojos grandes, Nan me contó así lo que sucedió después:

«A la hora del almuerzo fui a la oficina de Alitalia y reservé un billete para el día siguiente», recuerda. «Llamé a mamá y a papá y dije: “¿Puedo cenar con vosotros esta noche?”. Lo cual era una extraña solicitud. Desde luego, ellos dijeron que sí. Fui paso a paso, poco a poco. Les dije que había recibido un mensaje de Gay en el que me pedía matrimonio. Eso era totalmente falso, una mentira descarada. Mamá dijo: “No, tú tienes que casarte aquí, con la familia”. Creo que lloré e insistí. Sé que lo hice. Mi madre dijo: “Tú no sabes lo que es vivir con un escritor. No fuiste educada para eso”. Pero mi padre dijo: “Mándale un cable a Gay”.

»A la mañana siguiente llamé a los padres de Gay muy temprano y les pedí que me mandaran la fe de bautismo de Gay […] Esa tarde, mi madre me acompañó durante el almuerzo a comprar el trousseau. Había tantas cosas que hacer que no hubo tiempo para pensar. Esa noche, en el avión, el hombre que estaba sentado a mi lado me preguntó, tratando de entablar conversación: “¿Adónde se dirige?”. Yo dije que a Roma. Y él dijo: “¿Por qué?”. Yo dije: “Para casarme”. Y por primera vez pensé: “¡Por Dios! ¿Qué estoy haciendo?”.»

Cuando se bajó del avión, vio a Gay en la sala de espera, con la cabeza metida entre los hombros, la imagen misma de la melancolía. Parecía percibir lo que estaba a punto de suceder […]

Uno de los héroes de Talese, Irwin Shaw, organizó una boda civil […]

Para un joven escritor que se sentía descendiente de Fitzgerald y Shaw, los pronósticos eran buenos. Pero una llamada telefónica de la madre de Nan desde Rye al hotel donde ellos se hospedaban en Roma fue el primer obstáculo. A través de una reseña del Times, Suzanne Ahearn se había enterado de la ceremonia civil. Indignada, le dijo a Nan que un matrimonio civil no era válido. Nan comenzó a llorar. Gay agarró el teléfono y le dijo a su suegra que no interfiriera […]

Los recién casados invitaron a cenar a los Ahearn a su modesto apartamento (una habitación en el tercer piso de una casa que Gay y Nan comprarían en 1974 por ciento setenta y cinco mil dólares). Pero ésa fue la última vez que Gay los vería. «Creo que me sentí ofendido de verdad», dice Gay […] Cuando nacieron sus hijas, Nan solía ir a Rye con ellas pero sola […]

El 10 de junio de 1999 Nan y yo celebramos cuarenta años de casados. Cenamos solos en nuestra casa de playa en Ocean City y, después de abrir una botella de vino especial, intercambiamos regalos. Yo le di un largo collar de perlas y ella me regaló dos pares de zapatos hechos a mano que había encargado a un zapatero de la Avenida Lexington. Durante la noche recibimos llamadas de felicitación de nuestras hijas desde Nueva York: Pamela, de treinta y cinco años, pintora, y Catherine, de treinta y dos, editora gráfica de la revista Quest. Las dos vivían con sus novios en apartamentos que no estaban lejos de nuestra residencia en Manhattan y, como solíamos hacer cada semana, planeamos cenar juntos.

A lo largo de nuestro matrimonio, Nan siguió trabajando a tiempo completo en el negocio editorial. Después de trece años como editora de Random House, se pasó a Simon & Schuster durante siete años y luego, en 1981, entró en el equipo de la editorial Houghton Mifflin, cuya casa matriz estaba en Boston, como directora editorial de la oficina de Nueva York. Después de un tiempo se convirtió en la directora general de la editorial y pasaba unos cuantos días a la semana en Boston. Pero en 1988, después de explicarles a sus colegas que se «retiraba de los constantes viajes a Boston», salió de Houghton Mifflin para convertirse en la vicepresidenta senior de Doubleday & Co., en Nueva York, y en 1990 comenzó a publicar los libros de sus escritores bajo su propio sello editorial: Nan A. Talese/Doubleday.

Junto con la actriz Meryl Streep y Katie Couric, de NBC, Nan recibió en abril de 1999 el Matrix Award, una distinción otorgada anualmente a las mujeres que se han destacado por su contribución al desarrollo de las comunicaciones. Un mes después, en un banquete ofrecido por la United Jewish Appeal Federation de Nueva York, Nan recibió otro homenaje.

En julio de 1999, mientras Nan era la conferenciante invitada al curso sobre edición que imparte cada verano la Universidad de Stanford en el campus de Palo Alto, California, y que dura poco más de una semana, yo me encontraba en casa, en Nueva York, tratando de escribir y de librarme del bloqueo literario que había estancado mi vida profesional. Cuando no estaba luchando con las palabras y los párrafos en mi escritorio, me dedicaba a actividades que calmaban mis nervios: reorganizar las cosas de mi oficina, quitar y lavar nuevamente el filtro de mi aparato de aire acondicionado, sintonizar partidos de béisbol y otros eventos deportivos en mi pequeña pantalla de televisión. Para mí fue un verano dedicado a cambiar de canal. Ésa fue la época en la que sentí por primera vez el impulso de viajar hasta el otro lado del mundo para entrevistar a Liu Ying, la joven china que falló ese importante tiro en la final del Mundial de fútbol femenino entre China y Estados Unidos, lo cual le costó el partido a su equipo.

Como recordarán, las jugadoras chinas entraron sin duda ese día en el Rose Bowl conscientes de la especial importancia que tenía ese encuentro para los más altos líderes del Partido Comunista de su país, donde había un ambiente de hostilidad hacia Estados Unidos después del bombardeo accidental a la embajada china en Belgrado por parte de un avión estadounidense. La explicación que dio el gobierno de Estados Unidos acerca de que el bombardeo no había sido intencionado fue recibida con escepticismo por parte de los funcionarios chinos, lo cual reflejaba la falta de confianza de estos últimos en la política exterior americana, tal como bien informó la prensa a lo largo de todo el verano y el otoño de 1999. También había leído varios artículos de periódicos y revistas que hablaban de las extremas medidas de seguridad que adoptaría China en octubre, cuando el Partido Comunista Chino cumpliría cincuenta años en el poder. Habría desfiles públicos de tanques, misiles y millones de tropas que marcharían frente a numerosos miembros del Politburó reunidos en tarimas especiales. Habría multitud de guardias de seguridad que revisarían las credenciales de todo el mundo, en especial de los extranjeros. Obviamente no era la época ideal para que yo, un escritor estadounidense que no estaba acreditado por ningún medio, andara paseándome por el país en busca de una entrevista con una jovencita que no era muy buena para jugar al fútbol. ¿Quién creería que yo había viajado tan lejos sólo para eso? Y, más aún, yo tenía mis propias razones para no estar en China durante el final del verano y el otoño de 1999.

Había prometido hacer un viaje largo por Europa con Nan, una especie de regalo de aniversario tardío que nos íbamos a dar. Después de unos cuantos días en París, nos uniríamos a otras parejas para hacer un recorrido en bicicleta por la región vinícola de Burdeos y luego, a mediados de septiembre, volaríamos a Barcelona para hacer un crucero de dos semanas por el Mediterráneo.

De acuerdo con el itinerario de nuestro crucero Cunard, el Royal Viking Sun, estaríamos en Florencia el 28 de septiembre y en Roma el 1 de octubre (donde planeábamos visitar el lugar de nuestro matrimonio). El 3 de octubre recorreríamos la costa del sur de Italia y, tras dejar atrás las cadenas montañosas de Calabria, que solían vigilar a mis ancestros, Nan y yo llegaríamos a Atenas en la mañana del 8 de octubre. Allí nos quedaríamos cuatro días y el 12 de octubre volaríamos juntos a Alemania, donde nos separaríamos en el aeropuerto de Frankfurt. Nan iba a asistir a la Feria del Libro de Frankfurt, un evento de una semana al que había acudido muchas veces en el pasado, mientras que yo regresaría a Nueva York en un vuelo al JFK.

Ése era nuestro plan y lo seguimos al pie de la letra hasta el último día de nuestro viaje. Después de acompañar a Nan hasta la cinta transportadora del equipaje del aeropuerto de Frankfurt y escoltarla luego hasta fuera, donde la esperaba un conductor alemán para llevarla al hotel, regresé a la terminal a esperar el anuncio de mi vuelo, que salía cinco horas después. Mientras empujaba mis pertenencias en un carrito, al tiempo que observaba despreocupadamente los productos exhibidos en las tiendas del duty-free y otros locales, pasé frente a la entrada del Hotel Sheraton del aeropuerto y me fijé en un letrero que anunciaba que el hotel tenía un spa. Se me ocurrió entonces que podía ser una buena idea registrarme en el hotel e instalarme en una habitación para hacer ejercicio un rato y tal vez darme un masaje antes de mi vuelo. No estaba particularmente apurado por regresar a Nueva York.

Dos horas después, tras pasar un rato en el gimnasio y disfrutar de un masaje, estaba envuelto en una bata, descansando en la habitación del hotel, mientras revisaba algunas de las notas que había llevado conmigo durante el crucero. Entre ese material había una carpeta delgada con un rótulo que decía: «Jugadora de fútbol china con mala puntería - proyecto en proceso». La carpeta contenía varios textos acerca del partido de fútbol del Mundial y mi carta a Norman Pearlstine, el jefe de revistas de Time Inc., en la que le sugería que se podía hacer un artículo sobre Liu Ying.

Mientras me vestía y reorganizaba mi equipaje antes de marcharme del hotel, busqué en mi chaqueta el pedazo de papel en el que Nan había anotado el número telefónico del Frankfurterhof, donde se quedaría mientras estaba en la feria del libro. Marqué el número pero no pude comunicarme con ella. Mi llamada fue transferida a un hombre que contestó desde la recepción y preguntó: «¿Quiere dejar un mensaje para la señora Talese?».

«Sí, gracias», dije. «Por favor, dígale que llamó su marido para avisarla de que va a cancelar su vuelo a Nueva York, que se va para China y la llamará tan pronto sepa dónde se alojará.»

Más tarde esa noche, volaba en un jet hacia Oriente.

Pasarían cinco meses antes de que regresara a casa, en Nueva York.