A finales del verano de 1998, cuatro meses después de que Larry Rosenberg cerrara Tucci, la mujer que se estaba divorciando en ese momento de Donald Trump, Marla Maples, anunció que pronto abriría un restaurante en el 206 Este de la calle 63 llamado Peaches, asociada con Bobby Ochs, un amigo que se dedicaba al negocio de los restaurantes. Ésta sería la décima sociedad que buscaría tener éxito en esa dirección. El nuevo restaurante se llamaba Peaches porque Marla Maples había nacido en Georgia, el Estado del Melocotón. Cuando me enteré de la noticia, a través de un fax que me envió la oficina de J. Z. Morris en Sarasota, traté de no prestar atención. Ya le había puesto punto final a la historia de los restaurantes. Había tomado mi última cena en ese local de perdedores.
Al mirar el mensaje de Morris, sin embargo, me llamó la atención el apellido del socio de la señora Maples: Ochs. ¿Estaría Bobby Ochs emparentado con la familia Ochs, los dueños del New York Times? De ser así, ¿no debería ese detalle despertar mi interés? Pensé en lo extraordinario que sería que Bobby Ochs tuviera lazos de sangre con el difunto patriarca del periódico, Adolph Ochs, quien les había dejado sus propiedades a sus herederos con la esperanza de que ellos siguieran su ejemplo al mando del Times… Sin embargo, tal vez había entre ellos una oveja negra que, tras desacreditarse y ser aislado por sus parientes, estaba condenado a humillarse en las profundidades de la profesión de restaurateur para ganarse el sustento en el 206 Este de la calle 63.
Pero ¿qué ocurriría con Bobby Ochs si su futuro Peaches se convertía en un resonado éxito comercial, aclamado por la crítica? ¿Acaso no le permitiría eso volver como el hijo pródigo al seno de la familia dueña del Times?
Consciente de que es más fácil entrevistar a los restaurateurs antes de que se vuelvan importantes o crean que lo son, me apresuré a ir al 206 Este de la calle 63. No tenía ni idea de cómo sería la apariencia física de Ochs, pero Marla Maples sería fácil de reconocer, pues su fotografía había aparecido con frecuencia en la prensa, en relación con su carrera como actriz y modelo y, desde luego, a propósito de su matrimonio con el rey del negocio inmobiliario, Donald Trump, matrimonio que iba actualmente por su tercer y último año. Sin embargo, cuando llegué al local del restaurante, temprano en la tarde, unos cuantos días antes de la inauguración de Peaches, no encontré ni rastro de la hermosa sureña de cabello rubio; sólo vi a dos pintores que estaban retocando la cornisa inferior de la fachada del edificio con un color miel, y un obrero encaramado en una escalera debajo de la marquesina asegurando el toldo de rayas color melocotón. El vigilante que estaba apostado detrás de la puerta principal me dijo que la señora Maples estaba fuera de la ciudad y que Ochs se había ido a almorzar, pero después de mostrarle el fax de J. Z. Morris y de identificarme, me permitió entrar en el restaurante y echar un vistazo.
Inmediatamente quedé impresionado por la cantidad de cambios y mejoras que habían ocurrido desde la clausura de Tucci, y era obvio que se habían invertido grandes sumas de dinero en la nueva decoración; un importe que más tarde me enteraría de que sobrepasaba los setecientos cincuenta mil dólares. En efecto, el lugar estaba tan cambiado que me era difícil asociarlo con su tormentoso pasado y, desde la inauguración de Le Premier en 1977, nunca me sentí tan optimista acerca de las perspectivas futuras de los propietarios de esa dirección. Todo allí era de la mejor calidad y diseño, lujosamente terminado y cuidadosamente pintado; nada que ver con los brochazos chapuceros y las grietas en el yeso que caracterizaban las paredes y el revestimiento de los paneles de Tucci. La barra de segunda mano que Gerald Padian había comprado en un almacén de Harlem había sido descartada. En el segundo piso había una reluciente barra de caoba nueva, que era el doble de larga que la barra de Padian. Un gran piano reposaba a su lado. Aquí se ubicaría el club para cenar y el cabaret de Peaches, con capacidad para cien comensales. El horno de ladrillo de más de dos metros de alto para hacer pizza, que había sido levantado en el fondo del comedor por órdenes del propietario del Napa Valley Grill, Michael Toporek, fue reemplazado por un sofá en forma de U tapizado en una tela beige. Las paredes del comedor eran color crema; en los extremos del salón había palmas sembradas en jardineras, que reposaban sobre pedestales, y del techo colgaban lámparas de cristal redondas color miel con bordes en cobre. Y aunque las mesas eran más grandes y estaban más espaciadas de lo que solían estar en Tucci, Peaches tenía capacidad para noventa personas, superando así en quince asientos el aforo de Tucci.
«Hola, soy Bobby Ochs», dijo el hombre que se me acercó por detrás, y, cuando me giré, vi a un individuo delgado, de metro ochenta de estatura y unos cincuenta y tantos años de edad, con gafas de marco de carey, ojos oscuros, pelo entrecano y rizado y una barba cuidadosamente cortada en la que se veían algunas canas. Movido por su excesiva amabilidad, y sin que yo se lo pidiera, el hombre procedió a describir con detalle lo que yo había observado al pasar, y aunque dio carta blanca a Marla Maples para que tomara la mayor parte de las decisiones clave con respecto al ambiente de Peaches, también mencionó que la mujer había contado con la asesoría de dos expertas en feng shui.
Recientemente se había publicado un artículo en el Times que describía el feng shui como una combinación de ciertos principios del taoísmo chino y la tradición budista tibetana, que supuestamente orientaba a la gente que quería experimentar más «energía» y mejor «armonía» en sus lugares de trabajo y sus residencias. Se sugería, además, que dichos objetivos se podían alcanzar con la mera reorganización de los muebles, la reubicación de cocinas y la retirada de columnas estructurales, vigas situadas en lo alto y otros objetos que podían limitar el flujo de la energía. Debido a que Marla Maples había contratado previamente a asesoras en feng shui para trabajar con los diseñadores y decoradores de algunas de las propiedades de Donald Trump, y había quedado satisfecha con los resultados, decidió invitar a dos de ellas para que estudiaran el espacio del 206 Este de la 63 poco después de que ella y Bobby Ochs lo alquilaran. Ochs me dijo que inicialmente se había sentido escéptico a la hora de buscar consejo en las especialistas en feng shui, pero después de mostrarles el lugar y oír sus comentarios, y más tarde, cuando leyó su informe, se dio cuenta de que estaba totalmente de acuerdo con las recomendaciones que habían hecho. Había que reconstruir la entrada del restaurante y hacerla «más acogedora»; el área del bar debía estar en el segundo piso, no en el primero, lo cual le agregaría espacio y energía al comedor; y lo mejor era eliminar el homo para pizza, el cual describían en el informe como un «quemador de dinero». La adopción de estas y otras propuestas haría que el diseño de Peaches fuera similar al de uno de los restaurantes de Nueva York que más le gustaba a Bobby Ochs: Le Colonial, un restaurante vietnamita de dos pisos ubicado en el 149 Este de la calle 57, entre las avenidas Tercera y Lexington. «Ese lugar tiene un animado bar arriba y un comedor abierto abajo que está teniendo mucho éxito», me dijo, y habló con tanto entusiasmo sobre la posibilidad de que Peaches sobrepasara en popularidad a Le Colonial, que me sentí renuente a interrumpirlo con la pregunta que me había llevado hasta allí.
«Por casualidad, ¿está usted relacionado con la familia Ochs del New York Times?», le pregunté finalmente.
«Ah, me hacen esa pregunta con mucha frecuencia», contestó, y recordó que durante su infancia en el Bronx los maestros usualmente comenzaban el año escolar pidiéndole a cada estudiante que se pusiera de pie y se presentara ante la clase diciendo su nombre y también algo sobre sus padres. «Cada vez que yo mencionaba que mi padre era Adolph Ochs, el maestro interrumpía y preguntaba: “¿El Adolph Ochs?”. Y yo decía: “Por supuesto, el Adolph Ochs”. “Ah”, decía el maestro, “no sabía que tu padre era el dueño del New York Times”, y yo decía: “No, mi padre, Adolph Ochs, es odontólogo y trabaja en la calle 167 con la Avenida River”».
Los Adolphs no tenían ningún parentesco, me dijo Bobby Ochs, pero creía que su difunto padre merecía una referencia en los anales de la profesión dental. Su padre había hecho la dentadura postiza del exiliado líder ruso León Trotsky, no mucho antes de que este último fuese asesinado en México, en 1940, por agentes de su rival, Joseph Stalin. Trotsky había pasado por Estados Unidos camino a México, explicó Ochs, y durante su breve estancia en el Bronx, por algún motivo se convirtió en paciente de su padre, Adolph Ochs.
Le di las gracias a Bobby Ochs por esta información. Pero después de oír que él no tenía ninguna relación con los dueños del Times, pensé para mis adentros que ya no estaba tan interesado en su historia personal ni en el destino de Peaches. No obstante, asistí a la fiesta de inauguración a finales de septiembre de 1998 y cené allí algunas veces después de eso, pero en ninguna de esas ocasiones vi a Marla Maples en las instalaciones del restaurante. Había un inmenso retrato de ella hecho por LeRoy Neiman que colgaba en la pared cerca de la entrada, pero ella siempre estaba fuera de la ciudad —un columnista del New York Post escribió que estaba trabajando en un programa piloto de televisión en Los Ángeles— o en Nueva York, según leí también en los periódicos, preocupada por asuntos relacionados con su separación matrimonial de Donald Trump, o su pleito con un hombre que había trabajado antes como su relaciones públicas y supuestamente le había robado setenta pares de zapatos y también parte de su ropa interior y sus medias.
Ausente pues la mujer, Bobby Ochs manejaba Peaches cada noche con entusiasmo y, al parecer, sin hacer mucho esfuerzo; en fin, por lo que yo podía observar en mi calidad de cliente ocasional (una vez cené allí con J. Z. Morris), el restaurante funcionaba bastante bien, aunque mi opinión, como siempre, no era muy de fiar. A comienzos de mayo de 1999, pasaba frente al 206 Este de la 63 durante mi paseo diario cuando vi a Bobby Ochs solo en el comedor y decidí hacerle una visita.
«Lo siento», dijo tan pronto entré, «pero está cerrado». «¿Cerrado por la tarde?», pregunté. «No, cerrado para siempre», dijo. «No lo puedo creer», dije. «Las cosas parecían ir bien.» «No, no iban bien», dijo, «pero todavía no sé qué habría podido hacer de forma distinta. La comida era buena; los precios eran justos…».
Me invitó a sentarme con él en una de las mesas vacías y, durante la siguiente hora o más, trató de analizar lo que había causado la ruina de Peaches. Mientras despachaba lo que esencialmente fue un monólogo, su voz por momentos casi inaudible y taciturna, yo me senté frente a él y tomé notas; al regresar a casa le envié el siguiente mensaje por fax a J. Z. Morris en Sarasota:
Viernes, 7 de mayo de 1999
Apreciado J. Z.:
Acabo de estar con Bobby Ochs en su ahora fallecido Peaches, escuchándolo analizar las razones —las ¿cuántas razones?— que lo obligaron a cerrar el lugar después de escasos siete meses de funcionamiento. Creo que, en este momento, está casi en estado de shock. Sentí tanta pena por él mientras se desahogaba en medio de ese comedor abandonado y lleno de moscas revoloteando por todas partes; un ambiente desolador interrumpido ocasionalmente por el timbre del teléfono, debido a la llamada de alguien que quería hacer una reserva, o por los golpes en la puerta de un cartero que quería saber hasta cuándo debería entregar en esa dirección el correo dirigido a Peaches. También presencié la visita de una jovencita que había sido clienta del restaurante y preguntaba por el paradero de un hombre que se había encontrado con frecuencia en el bar de arriba en las semanas anteriores (se sentía atraída hacia él pero había perdido su teléfono); y también llegó a la puerta una camarera, hoy desempleada, que le preguntó a Bobby Ochs cuándo recibiría el pago prometido. Él le dijo que recibiría su dinero el viernes por la noche.
Una o dos veces durante el tiempo que estuve con él, recibió visitas de agentes inmobiliarios que querían ver el lugar. Hasta donde pude ver, Ochs todavía no tiene a quién alquilárselo; pero no ha perdido la esperanza. A pesar de lo deprimido que creo que se encuentra, está haciendo un gran esfuerzo para que no se le note […] aunque hoy las nubes parecían muy pesadas y oscuras en ese restaurante vacío. Las plantas situadas encima de los pedestales llevaban varios días sin agua y sus hojas ya se estaban marchitando, y en la cocina los cubos de basura estaban llenos de desechos. Yo regué las plantas y le advertí a Bobby que, si no mandaba limpiar la cocina, pronto llegarían las ratas. Aceptó hacerlo. Es un hombre muy agradable y simpático. Pero todavía se está preguntando por qué fracasó al tratar de convertir este negocio en un éxito. Lo único que pudo hacer fue enumerar sus propios fallos y errores de juicio; y no tiene ningún problema en asumir toda la culpa. Tal vez, dice, fue un error pasar el bar al segundo piso. Tal vez, si el comedor de abajo contara con una barra para mantener allí sentada a la gente que esperaba mesa, los clientes potenciales que miraran hacia dentro desde la calle tendrían la sensación de que el lugar era más acogedor y agradable. Se mencionaron varias cosas más, pero ¿qué importa eso ahora? Se invirtieron aproximadamente setecientos cincuenta mil dólares en arreglar el lugar mejor de lo que los propietarios de Tucci habían hecho; y los resultados fueron nulos […]
Pocos meses después, J. Z. Morris me contó que otro restaurante, un establecimiento italiano de comida kosher llamado II Patrizio, abriría próximamente en el 206 Este de la calle 63. Ésta sería la undécima sociedad en probar suerte en esa dirección. Esta vez, sin embargo, estaba decidido a mantenerme alejado. ¿Qué sentido tenía volver? ¿Qué podía encontrar allí que no hubiese encontrado ya, a sabiendas, además, de que mi editor no quería que escribiera más sobre el tema? Sin embargo, tenía que escribir algo. Había firmado un contrato para escribir un libro en 1992 y ya habían pasado siete años: ¿cómo justificar todo ese tiempo?
Pasé la primavera y los comienzos del verano de 1999 revisando los archivos de mis investigaciones, releyendo mis notas y reescribiendo algunas secciones de distintos textos sobre los que había trabajado pero que nunca había llegado a concluir. Estaban las cincuenta y cuatro páginas y media acerca de Frederick J. Schillinger y los orígenes del edificio Willy Loman. Había una introducción de cuarenta páginas a mis memorias, que comenzaba con mi llegada a la Universidad de Alabama en 1949. Había sesenta páginas de un libro de viajes que describía mi primera visita a Calabria, en 1955. Había el esbozo de un libro y noventa páginas mecanografiadas acerca de las dificultades financieras de la compañía de automóviles Chrysler, un tema sobre el que comencé a investigar en 1982, época en la cual entrevisté a muchos ejecutivos de la Chrysler en Detroit y en las oficinas de sus socios de la Mitsubishi en Tokio.
Había dejado a un lado este material en 1983 y más o menos lo olvidé mientras me concentraba en la investigación y redacción de A los hijos. Al revisar ahora, en 1999, el material de la Chrysler, contemplé la posibilidad de usar parte de él en una historia actualizada acerca del antiguo líder de la Chrysler, Lee Iacocca, un hombre interesante, con quien había mantenido contacto desde que se retiró de la compañía de automóviles y se fue a vivir a Los Ángeles, donde esperaba lanzar ahora una compañía que manufacturaba bicicletas con motor eléctrico. Al reflexionar sobre el asunto, sin embargo, decidí que una historia actualizada sobre Iacocca era probablemente más apropiada para una revista, tal vez un perfil para The New Yorker.
En mi archivador también había unas cuantas carpetas marcadas «Los Bobbitt - proyecto en proceso (1993-1994)». Es probable que me hubiese deshecho de ese material mucho tiempo atrás de no ser por el consejo que me dio la editora de la revista The New Yorker, Tina Brown, quien sugirió que tal vez algún día podría salir de allí un libro corto. En los años que siguieron desde entonces, recorté todos los fragmentos de información nueva sobre los Bobbitt que aparecían ocasionalmente en la prensa y los guardé en mis carpetas. Había un párrafo de 1995 que anunciaba que la pareja había concluido su divorcio. También decía que, después de ser perdonada por el jurado por cercenar el pene de su marido, Lorena Bobbitt retomó su profesión de manicura en un centro comercial en el norte de Virginia. En distintas épocas, entre 1995 y 1997, hubo muchas referencias a John Bobbitt en los tabloides. A lo largo de ese tiempo vivió en Las Vegas y en otros lugares de Nevada y también en el sur de California, trabajando esporádicamente como conductor de grúa, estibador, barman, repartidor de pizzas y actor de películas pornográficas (aunque su pene nunca alcanzó la inflamación que solía lograr antes de su último encuentro con Lorena). Adicionalmente, John Bobbitt hizo unas cuantas apariciones como cómico en un club nocturno y en uno de sus números hada referencia a su ex esposa: «Lo último que le dije era que quería una separación, y ella se lo tomó literalmente».
Incluidos en las carpetas de los Bobbitt había unos cuantos párrafos escritos por mí:
Aunque John Bobbitt no recibió ningún crédito por parte de los lexicógrafos de la nación, su infortunado accidente es el principal responsable de que la palabra pene haya entrado en el idioma inglés y que hombres y mujeres la pronuncien hoy cotidianamente y aparezca publicada sin reparos en los titulares de periódicos familiares. Si John Bobbitt hubiese recibido un centavo cada vez que la palabra pene apareció en letras de molde y pronunciada en programas de televisión y radio desde que Bobbitt quitara involuntariamente la hoja de parra que cubría la palabra, hoy sería inmensamente rico. John Bobbitt ganó cerca de cuatrocientos mil dólares por aparecer como curiosidad en programas de entrevistas y por su debut, con una erección a media asta, como semental porno, pero la mayor parte de ese dinero quedó en manos de su asesor mediático y sus abogados, en compensación por sus gastos legales y otros costes de funcionamiento durante y después de los juicios.
Hasta ahora, el agente de Hollywood de Lorena Bobbitt, Alan Hauge, no ha logrado vender su historia a un estudio cinematográfico, pero dijo que había hecho que Lorena ganara considerables sumas de dinero por sus apariciones en programas de televisión locales y del exterior y las entrevistas que concedió a revistas extranjeras. Estos fondos, dijo Hauge, le permitieron pagar la cuota inicial de una casa nueva en Virginia y hacer las gestiones para que sus padres y su hermana y hermano menores emigraran de Venezuela a Estados Unidos y vinieran a vivir con ella […]
A comienzos de diciembre de 1997, después de regresar a Nueva York tras una temporada en Alabama —donde pasé algún tiempo con el alcalde de Selma, Joseph T. Smitherman, ahora de sesenta y siete años, quien llevaba nueve legislaturas en la alcaldía pero perdió las siguientes elecciones ante un joven candidato negro llamado James Perkins—, quedé más que sorprendido al encontrar en mi contestador un mensaje de Lorena Bobbitt. En la grabación, su voz sonaba suave y tímida, pero tenía un tono de urgencia. «Por favor, llámeme tan pronto como pueda», decía. «Estoy metida en problemas.» Enseguida explicaba que había sido arrestada por la policía de Virginia tras una ruidosa pelea doméstica con su madre y ahora Lorena quería pedirme un favor: gestaría yo dispuesto a declarar en su favor como «testigo de solvencia moral».
Absurdo, ridículo, risible, ésas fueron las palabras que se me vinieron a la cabeza mientras rebobinaba la grabación. ¿Debía servirle de testigo de solvencia moral a una mujer que, después de quitarle el pene a su esposo con un cuchillo, era arrestada tras un altercado con su madre?
Después recordé que Lorena no me fue de ninguna ayuda cuando la necesité para cumplir con mi encargo para The New Yorker. Si hubiese contado entonces con la cooperación de Lorena, en forma de una entrevista, seguramente Tina Brown habría publicado mi artículo, o al menos eso quería creer. ¿Por qué Lorena no recurría a la escritora de Vanity Fair y al corresponsal de 20/20, a quienes había favorecido con entrevistas, para que fueran sus testigos de solvencia moral?
Sin embargo, le devolví la llamada. Y cuando oyó mi voz, rompió en llanto. Me rogó que asistiera a su juicio. Estaba acusada de asalto y agresión simple. El caso sería presentado en la corte a comienzos de abril de 1998. Tendría lugar en el mismo tribunal donde, cuatro años antes, ella había representado su candoroso papel de esposa víctima de abusos por parte de John Bobbitt. En realidad, mi curiosidad era suficiente como para no perderme su próxima aparición en un tribunal, así que le prometí por teléfono que allí estaría. La ocasión, además, me brindaba la oportunidad de ver a su madre, así como a su padre y a su hermana y hermano menores, y eso podría ayudarme a decidir si quería o no continuar mi investigación acerca de la saga de los Bobbitt, como parte de mi vagamente definido libro, que podría titularse Sin blanca en América.
La víspera del juicio, volé desde Nueva York hasta el aeropuerto Dulles de Washington y Lorena me estaba esperando cerca de la zona de entrega del equipaje. Enseguida se apresuró a saludarme con los brazos abiertos, sonrió y me besó en las mejillas. A los veintinueve años, estaba tan delgada, hermosa y cuidadosamente vestida y arreglada como el día en que el jurado la exoneró en el caso del pene. Después de agradecerme que hubiese ido, se volvió para presentarme a su nuevo novio, que la seguía unos cuantos pasos detrás. Era un individuo alto y flaco pero fornido, de cabello oscuro, vestido de manera informal y de poco más de treinta años, llamado David Bellinger. Se inclinó un poco cuando nos dimos la mano: medía metro noventa y Lorena apenas metro cincuenta y cinco. Los dos parecían muy cómodos en su mutua compañía y Bellinger fue al tiempo cordial y servicial conmigo; por ejemplo, se prestó a llevar mi equipaje desde la terminal hasta el aparcamiento, donde nos esperaba su deportivo rojo. Bellinger regentaba un negocio de accesorios para coches en Woodbridge, Virginia, y el suyo estaba repleto de tales artilugios.
Camino a mi motel —Lorena insistió en sentarse en la parte de atrás—, David me contó que él y Lorena habían comenzado a salir juntos el año anterior, después de que se conocieran cuando los dos iniciaron cursos nocturnos en el Northern Virginia Community College. Él dijo que aun antes de conocerla en persona se sentía atraído hacia ella cuando la veía en televisión y en las fotografías de las noticias, durante la campaña mediática de 1993-1994, y que a veces pasaba en su coche frente al tribunal donde se llevaba a cabo el juicio. Se la imaginaba sentada en medio de la sala de la corte llena de gente, frente al jurado, y en esas ocasiones siempre sentía simpatía hacia la causa de Lorena y esperaba con optimismo que obtuviera su libertad.
Había varias preguntas que quería hacerle a David Bellinger, pero me contuve. Éste no era el momento ni el lugar de plantear esas preguntas, ciertamente no con Lorena en el coche. Sin embargo, me preguntaba: ¿acaso él y Lorena, que yo suponía que eran amantes, discutían de vez en cuando? ¿Se le pasaría por la cabeza que se encontraba en una posición peligrosa como compañero de cama de Lorena? ¿Dormía siempre boca abajo? Recordé el consejo que le dio John Bobbitt en 1993, después de la emasculación, a un agente de policía en el hospital: «Tenga mucho cuidado de con quién sale».
Después de registrarme en el motel, me tomé una copa con David y Lorena en el vestíbulo y conocí más detalles sobre la pelea con su madre. Lorena, que tras divorciarse de John Bobbitt volvió a usar su apellido de soltera, Gallo, me contó que ella y su madre discutían a menudo sobre dinero y otros asuntos desde que sus padres se vinieron de Venezuela y se instalaron en su casa, en 1994. Lorena esperaba que sus padres se adaptaran a un nuevo estilo de vida, pero en lugar de eso se aferraron a sus tradiciones latinoamericanas y comenzaron a juzgarla de acuerdo con sus expectativas. No hacían mucho esfuerzo por entender el inglés, sintonizaban casi exclusivamente emisoras de radio hispanohablantes y tendían a tratarla como si fuera una hija ingenua y dependiente, cuando eran ellos los que dependían de ella. Vivían sin pagar nada, dependían de ella para que los llevara a todas partes y, cuando estaban de compras o en alguna situación con personas que no hablaban español, esperaban que ella les sirviera de intérprete. Con el tiempo, ella les ayudó a encontrar trabajo fuera de casa, en labores menores que no exigían buen dominio del inglés, y al mismo tiempo se ocupó de que su hermano adolescente, Fabrizio, se matriculara en la escuela y que su hermana, Vanessa, cuatro años menor que ella, fuera contratada como aprendiz en el salón de belleza en el que ella trabajaba.
Los problemas con sus padres empeoraron después de que Lorena conociera a David Bellinger y este último comenzara a ofrecerle consejos sobre la manera de manejar mejor sus finanzas. Fue él quien la animó a llevar cuentas precisas de los gastos mensuales en que incurrían ella y su familia y a esperar que los otros contribuyeran con las cuentas. La familia de Lorena no se mostró muy reacia a esto, pero cuando Bellinger, que era rápido con los números y hábil con el ordenador, imprimió las cuentas con sugerencias sobre la manera apropiada de dividirlas, los padres de Lorena se sintieron ofendidos. Él era un desconocido, le recordaban a Lorena cuando él no estaba presente, y ahora se estaba inmiscuyendo en los asuntos de la familia. Pero Lorena, que había sufrido la experiencia de una quiebra durante sus años como señora Bobbitt, agradecía el hecho de contar con la protección de David, un amigo responsable y de fiar que no sólo estaba interesado en su solvencia económica sino en reafirmar la independencia de Lorena en medio de la complicada cercanía de su familia latinoamericana, que todavía no se integraba totalmente. Aunque ella y David no vivían juntos, David era una presencia importante en la casa de Lorena, quien, a su vez, tenía llave del apartamento de David, y fue allí adonde huyó después de la confrontación con su madre y la llegada de la policía.
Lorena me dijo que tenía confianza en que el juez fallaría a su favor. Fue su madre de cuarenta y nueve años, Elvia Gallo, quien provocó la discusión y golpeó primero, aunque, en la riña que siguió, Elvia se llevó la peor parte. Tenía rasguños en el cuello, moratones en la cara y una mancha de sangre en la esquina del ojo izquierdo. Cuando se vio en esas condiciones, Elvia salió corriendo de la casa para quejarse a una vecina, una mujer de Puerto Rico, quien, a su vez, llamó a la policía y por teléfono repitió la afirmación de Elvia de que había sido golpeada por su hija.
Sin embargo, ya frente a la policía, Elvia cambió su historia e insistió en que la culpable había sido ella. Tal vez se le ocurrió después que los intereses de la familia Gallo se verían perjudicados si Lorena iba a la cárcel. La policía escuchó con actitud reservada la declaración de Elvia por medio de un intérprete y también tomó varias fotografías de los rasguños de su cuello y de su cara amoratada. Enseguida se expidió una orden para arrestar a Lorena. Poco después la oficina del fiscal formuló una declaración en la que solicitaba que el caso contra Lorena fuese llevado ante un juez.
En la mañana de la cita en el tribunal —2 de abril de 1998—, me senté en la sala de la corte unas pocas filas detrás de Lorena y su abogado y escuché mientras su madre subía al estrado y repetía lo que le había dicho a la policía: que ella había sido la atacante y no su hija. Pero el testimonio de Elvia Gallo fue refutado cuando su vecina subió al estrado y recordó que, el día del incidente, Elvia había llegado a su puerta con lágrimas en los ojos, golpeada y aporreada, y había descrito cómo Lorena acababa de atacarla a puñetazos. Al final del testimonio de la vecina, el juez James B. Robeson dijo que él también creía que Elvia había sido tratada brutalmente por Lorena.
«Si ustedes me lo preguntaran, yo diría que ella es culpable», admitió el juez. Sin embargo, añadió: «Pero tengo dudas suficientes…, así que la declaro inocente».
Lorena no reaccionó ante el veredicto del juez Robeson; simplemente estiró el brazo, estrechó la mano de su abogado defensor, William Boyce, y susurró: «Gracias». Luego se volvió y me dio las gracias, aunque no había sido llamado a declarar. Más tarde, en el pasillo, Lorena abrazó a su madre y a su padre y luego me los presentó. Elvia y Carlos Gallo eran delgados y bajitos, y después de forzar una sonrisa y estrecharme la mano, rápidamente retrocedieron, al parecer intimidados por la presencia de miembros de la prensa, que se acercaban cada vez más.
«Mi madre y yo nos queremos mucho», declaró Lorena, y dio un paso adelante para afrontar a tres reporteros de periódicos, dos fotógrafos y un equipo de televisión: una mínima fracción de la cobertura de prensa que había logrado atraer años atrás. «Vivimos juntos y trabajamos juntos», dijo Lorena; luego hizo un gesto con la cabeza, señalando a su madre, y agregó: «… La familia es lo más importante». Boyce le dijo a la prensa que Lorena estaba «muy contenta por dejar atrás este episodio y que le gustaría retomar su vida normal, libre de publicidad». Luego añadió: «La esperanza es eterna.»
Entre el pequeño corrillo de curiosos se encontraban el hermano de diecinueve años de Lorena, Fabrizio, con quien traté, sin éxito, de entablar conversación, y la hermana de veinticinco años, Vanessa, que fue bastante amigable y comunicativa. Un poco más bajita que Lorena pero igual de atractiva en su apariencia física y su vestimenta, Vanessa me contó lo que ya había sabido por boca de Lorena la noche anterior: Vanessa se había casado recientemente y ya no vivía en la casa de los Gallo, una decisión que, según Lorena, había molestado a sus padres (en particular a la madre), no sólo porque Vanessa aparentemente conocía muy poco al joven con el que se casó, sino porque era chino. Su familia inmigrante dirigía actualmente un restaurante chino en una comunidad cercana al norte de Virginia. Ni él ni ninguno de sus parientes fueron al tribunal ese día, pero, después de mencionar que me gustaría conocerlos, tanto Lorena como Vanessa estuvieron de acuerdo en tratar de organizar una reunión la próxima vez que yo fuera a Virginia.