30.

Con la esperanza de clarificar para mi editor lo que yo mismo todavía no tenía claro, comencé el primer borrador de mi esquema con la sugerencia de que mi próximo libro estaría en la línea de una famosa novela escrita hacía medio siglo por Vicki Baum, una escritora nacida en Viena, y titulada Grand Hotel. Yo no la había leído, pero recientemente había visto en televisión una versión cinematográfica y me parecía que había una gran semejanza entre lo que yo estaba tratando de hacer —relatar las historias de muchas personas que, en distintas épocas, habían ocupado el viejo edificio ubicado en el 206 Este de la 63— y lo que los realizadores habían presentado en la pantalla: ellos habían mostrado varias historias que relacionaban a una serie de empleados y huéspedes que se cruzaban regularmente en los corredores y suites del Grand Hotel, que en la novela estaba situado en Berlín, en los años comprendidos entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial.

Cuanto más pensaba en mi bosquejo, sin embargo, comencé a dudar de que a mi editor le gustara mi aparente falta de originalidad al mencionar Grand Hotel como punto de referencia. Pero ¿por qué, me pregunté, debería darle crédito a Grand Hotel en mi esquema? La novela no había sido mi fuente de inspiración. La idea de relatar una serie de historias diversas desde el punto de vista de un único lugar había estado en mi cabeza desde mucho antes de conocer la novela de Vicki Baum y, de hecho, ese enfoque probablemente había sido usado por los narradores desde los siglos pasados. ¿Acaso Boccaccio no relataba en el Decamerón las historias de un grupo de personas que estaban reunidas en una mansión campestre cerca de Florencia? Y, ubicada en otro escenario, ¿no era ésa la estructura narrativa empleada por Chaucer en Los cuentos de Canterbury? Por otro lado, ¿no estaba alejándome definitivamente del objetivo, al desviarme de lo que se suponía que debía hacer en mi bosquejo: venderle a mi editor la idea de lo que yo estaba haciendo?

En aras de la conveniencia, decidí restringir más bien el alcance de mi bosquejo a la historia acerca del negocio de los restaurantes, en lugar del tema del edificio, porque sabía que mi editor tenía cierto interés por la preparación de los alimentos. (Había publicado recientemente un libro de cocina escrito por David Burke, que era en ese momento el chef del popular Park Avenue Café, aunque sus principales intereses estaban en otra parte: cinco de los libros que había publicado habían ganado premios Pulitzer.) Mi editor también había cenado conmigo una vez en Tucci y parecía compartir mi fascinación acerca del hecho de que un número tan grande de los empleados fuera extranjero. Así que en el bosquejo para Jonathan Segal, mi editor en Knopf, escribí:

Querido Jon:

Durante nuestra reciente cena en Tucci recordarás que te presenté a un camarero de Moscú, una camarera de Varsovia, un cocinero de República Dominicana, etcétera […] Y ahora me gustaría escribir sobre estos y otros empleados de restaurantes, en un libro acerca de la nueva ola de inmigrantes, sucesores del tipo de gente que retraté en A los hijos […] Tú has leído toda mi obra anterior, tanto en versiones largas como cortas —por ejemplo, relatos cortos como El puente y esfuerzos de largo aliento como El reino y el poder—, y sabes cómo desarrollo los personajes de manera que reflejen la historia de una época y un lugar que los historiadores tienden a pasar por alto […] Y creo que si mi próximo libro estuviese ubicado en el ambiente de un restaurante, el resultado sería atractivo […]

Pocos días después recibí una carta de Jonathan Segal:

Querido Gay:

He pensado mucho y con mucho cuidado en el libro sobre los restaurantes. Estoy seguro de que sería una obra interesante. Pero no la veo vendiendo muchos ejemplares. No sé qué más decir. A tu nivel, necesitamos un libro que tenga un potencial de ventas muy grande. Y no creo que ése sea el caso.

Sé que has invertido mucho tiempo y energía en esto, así que te sentirás defraudado. Lo siento mucho. ¿Qué hacemos ahora? Hablemos […]

¿Hablar sobre qué?, me pregunté, contrariado por su respuesta. ¿Debería enviarle una nueva propuesta en la que el énfasis volviera a pasar de los restaurantes al edificio? Uno de mis problemas al escribir sobre el edificio era la ausencia de una figura contemporánea y vivaz que pudiera personificar el lugar, que pudiera representarlo con el suficiente garbo y la suficiente distinción y atractivo individual como para satisfacer mis mínimas necesidades de escritor de no ficción con debilidad por los personajes secundarios. Tal como estaban las cosas, yo había estado abriéndome paso a través del polvo y las telarañas recurrentes de este edificio durante muchos años, en un vano intento por descubrir algo más útil que lo que ya tenía, que era una pila de fotografías de Schillinger con sus caballos, y Catalano con sus camiones, y los registros del alquiler pagado por los inquilinos que me había prestado el casi siempre ausente propietario del edificio, J. Z. Morris.

Había hecho caso de la sugerencia de Morris de entrevistar a su ex esposa, Jackie Ho, e incluso antes de concertar un encuentro con ella —me tomó meses hacerlo, pues ella usualmente decía estar ocupada en asuntos más importantes que cualquier cosa que yo tuviera en mente— comencé a contemplar la posibilidad (mientras luchaba por levantarme el ánimo) de que ella pudiera representar el eslabón perdido en mi búsqueda de una figura que encarnara al edificio de mi elección. La mujer estaba relacionada con el edificio desde hacía casi veinte años, desde 1979, cuando comenzó a ayudar a J. Z. con la administración y la tarea de cobrar el alquiler. Indudablemente sabía cantidad de historias acerca de los inquilinos que ocupaban actualmente, o habían ocupado en el pasado, el espacio de los pisos quinto, cuarto y tercero, tales como los gitanos adivinos que habían sido expulsados por olvidar cerrar la llave de la bañera, lo cual había empapado a los comensales que estaban en el restaurante del piso de abajo. Se decía que la historia personal de Jackie Ho también era particularmente interesante, según supe no sólo a través de mis conversaciones con J. Z., sino con su primer ex marido, un caballero cordial de cincuenta y cinco años y apariencia juvenil llamado Winter Evans, ejecutivo del negocio de los tejidos ubicado en la Séptima Avenida, con quien cené unas cuantas veces en Elaine’s junto con su novio alemán, un banquero internacional.

Evans me contó que se había casado con Jackie Ho durante el invierno de 1970, después de que un magnate de la industria electrónica le pagara unos cuantos miles de dólares por hacerlo. Evans conoció al hombre a través de un amigo común en Nueva York y, si no le hubiesen dicho con anterioridad que era un tipo honorable, rico y con recursos, que dirigía una empresa de proyección mundial, nunca lo habría adivinado. El hombre era un individuo tímido, poco atractivo y de hombros caídos que debía de tener poco más de cincuenta años y que, cuando conoció a Evans, le estrechó la mano sin fuerza al tiempo que se presentaba en voz baja como «Mel». Evans nunca sabría el apellido de Mel ni sabría mucho sobre su vida privada, más allá del hecho de que era un hombre casado, que mantenía a una esposa e hijos en los barrios residenciales periféricos, y que no quería alterar su situación familiar, aunque también se moría por Jackie Ho, tal como me diría Evans más tarde.

Evans creía que Mel la había conocido en 1969, mientras estaba en Tokio en un viaje de negocios. Jackie era entonces una estudiante de diecinueve años que había llegado de Hong Kong para continuar su educación en Tokio; pero se había enamorado de tal manera de su recién descubierta libertad en Tokio que nunca llegó a matricularse en ninguna clase. Mel estaba ansioso por traerla a Nueva York e instalarla en un apartamento que estuviera cerca de su oficina y se le ocurrió que la manera más sencilla de hacerlo, y de solucionar también la residencia legal de Jackie, que era lo que ella quería, era casarla con un ciudadano estadounidense que fuera homosexual, y el individuo que se le vino a la cabeza fue Winter Evans, pues no tenía ningún otro candidato.

Evans tenía en ese momento veintisiete años, y aunque había recibido una buena educación (había obtenido un diploma en Biología de la Universidad de Wisconsin en 1965, y más tarde realizó cursos de posgrado en Administración Hotelera en Cornell), todavía no había encontrado una carrera satisfactoria cuando conoció a Mel en 1970. Evans tenía entonces un trabajo secundario en una oficina de relaciones públicas de Nueva York, de propiedad de un hombre mayor que había sido su amante unos pocos meses, pero con quien se estaba volviendo difícil lidiar. Durante el año anterior, había trabajado como barman en un club en Miami y también había desfilado en pasarelas de moda con trajes de baño en Palm Beach. Pero aunque las consideraciones económicas eran ciertamente un factor importante para animar a Evans a casarse con Jackie Ho en 1970 —además de la bonificación que recibiría por parte de Mel, Evans viviría con Jackie en un apartamento completamente gratis—, después de conocerla, Evans descubrió, además, que Jackie era muy atractiva físicamente y de repente fantaseó con la idea de que ella pudiera ejercer sobre él una influencia que sería considerada normal por la mayor parte de sus amigos y parientes en su ciudad natal, Green Bay, Wisconsin.

Durante el primer año de matrimonio, sin embargo, Evans sólo haría el amor con ella en dos o tres ocasiones, según me dijo. Él pensaba que estaba comenzando a disfrutar del hecho de estar en la cama con una mujer, pero Jackie pensaba muy distinto. «Ah, esto no es lo que tú quieres», le dijo una noche, y lo convenció de que su arreglo matrimonial funcionaría mejor si los dos restringían su intimidad sexual exclusivamente a las relaciones con otros hombres. Y así, durante los siguientes ocho años de matrimonio, Winter Evans tuvo sus propios novios y Jackie Ho los suyos, pues salía con quien quería cuando Mel no estaba por ahí. Hasta que conoció a Jackie, Evans nunca se imaginó que una mujer pudiera ser tan independiente y decidida a hacer lo que quería. El dinero que Mel le daba no había logrado comprar ni la fidelidad ni la gratitud de Jackie, según me dijo Evans; y un día, en el apartamento, después de que Mel le entregara diez mil dólares para cubrir los gastos de su próxima visita a Hong Kong, Jackie se puso furiosa después de sacar el dinero de un sobre y contarlo.

«Esto es una miseria», afirmó, y enseguida procedió a rasgar docenas de billetes de cien dólares y a lanzárselos a Mel, que estaba sentado frente a ella en un sofá. Mel no dijo nada al principio, pero Evans, que estaba cerca, notó que de pronto Mel comenzaba a sonrojarse y luego las esquinas de su boca empezaron a torcerse hacia arriba para formar una extraña y rígida sonrisa. «Creo que realmente lo estaba disfrutando», me dijo Evans. «Él con su enorme puro y Jackie arrojándole el dinero a la cara, él nunca había visto nada como eso; fue su primera vez, ver todo ese dinero hecho trizas. Era como el tipo que tiene mucho dinero y va a Las Vegas y pierde diez mil en la ruleta en una hora y piensa que fue una cosa genial…»

«Pero no todos los hombres se excitan con las mismas cosas», admitió Evans, y mencionó a manera de ejemplo la decisión de Eduardo VIII de renunciar al poder y la gloria del trono británico en 1936, con el fin de casarse con una americana de Baltimore, Wallis Simpson, quien ya tenía dos divorcios a cuestas. «Él pasó toda su vida protegido en medio de esa dominante familia victoriana y luego cayó a los pies de esta mujer», comentó Evans, «quien tal vez tenía una pelvis mágica, pero en todo caso ella le abrió los ojos y entonces él se dijo: ¡ésta es la vida real!, y súbitamente dejó de querer ser rey y le dijo a su madre: “Pon a mi hermano en mi lugar, porque yo me voy…” y se marchó para convertirse en el duque de Windsor…». La historia está repleta de mujeres que enloquecen a los hombres ricos y poderosos, siguió diciendo Evans, y mencionó a Pamela Harriman y a Jacqueline Onassis, y a quien él creía que era su equivalente china, Jackie Ho.

«Lo que los atrae de estas mujeres no necesariamente es un asunto sexual, es más bien un asunto de la cabeza», siguió especulando Evans. «Estas mujeres se meten en la cabeza de ciertos hombres y hacen que ellos se mueran por estar con ellas. En el caso de Jackie, es la fuerza de su espíritu, ella les ofrece a los hombres una especie de respaldo; básicamente es una mujer fuerte. No es una mujer dominante. No es como un hombre. Pero hay algo vagamente masculino en ella —independientemente de su hermoso cuerpo, y su ropa, su cabello, todas sus lindas joyas—, ella es quien tiene el control y les da a ciertos hombres lo que ellos quieren, que es el rechazo. Ella nunca llama a un hombre; ellos siempre la están llamando: “¿Puedo verte?”. “No, estoy ocupada.” “¿Qué vas a hacer el sábado?” “Estaré fuera de la ciudad.” “¿Dónde vas a estar el próximo jueves?” “No lo sé todavía.” Y eso sigue y sigue, el juego del gato y el ratón, y a algunos tipos les encanta. Ella no tiene cercanía con muchas mujeres. La única mujer que tuvo un papel importante en la vida de Jackie fue su abuela paterna en China…»

J. Z. Morris, el segundo marido de Jackie, me había dicho lo mismo: su abuela fue quien influenció el carácter y el estilo de Jackie, su naturaleza solipsista y su tendencia a ser más pragmática que romántica. La abuela era una mujer sofisticada y adinerada que provenía de una distinguida familia cantonesa y, después de que su marido adicto al opio muriera prematuramente, se trasladó con la familia de Cantón a Hong Kong, antes de la invasión comunista a la China continental. El padre de Jackie creció en Hong Kong como un fracasado que huía del trabajo duro y apenas expresaba su opinión, pues la mayor parte de las veces se plegaba al juicio de su madre. Después de casarse y ver a su primera hija, sin embargo, admitió ante su esposa la terrible decepción que sentía. Él quería un hijo en lugar de la hija que nació en 1950 y a la que dieron el nombre de Ho Ching Sheung, pero llamaron «Jackie». Su hija crecería con resentimiento hacia su padre y, poco después de cumplir dieciocho años, abandonó China y se fue a Japón, con el apoyo financiero y el estímulo de su abuela.

Sus tutores en Tokio eran miembros de una familia japonesa que habían conocido a su abuela durante visitas anteriores a China. Un miembro de esa familia era una mujer socialmente activa que tenía treinta y tantos años y se llamaba Mia Kobayashi. Mia ofrecía frecuentes recepciones en su apartamento de Tokio, y su lista de invitados solía incluir a ciudadanos estadounidenses: empleados de la embajada americana, oficiales del ejército de permiso mientras estaban en Vietnam y civiles en viaje de negocios. A veces Mia invitaba a Jackie a estos eventos, no sólo porque Jackie era un hermoso adorno y muy madura para su edad, sino porque Jackie estaba ansiosa por practicar su inglés. Jackie aprendió inglés rápidamente y muy bien y, después de un año y medio en Tokio —tiempo durante el cual conoció a Mel—, llegó a entender mejor el inglés de lo que lo entendía la propia Mia Kobayashi. Entretanto, Mia había iniciado una relación con un norteamericano que debía de estar cerca de los cincuenta y que supuestamente era un magnate del negocio del cine. Pero después de que Mia visitara la casa del hombre en Las Vegas y notara que su residencia estaba rodeada de camiones, se preguntó en voz alta: «¿Acaso no estás en el negocio del cine?». «No», dijo él, «yo te dije que estaba en el negocio de las mudanzas».[18] La visita de Mia a Las Vegas fue bastante breve.

Cualquier malentendido que Jackie Ho tuviera después en Nueva York con Mel se resolvía fácilmente, según me dijo Winter Evans, siempre y cuando Jackie se saliera con la suya. Evans recordaba que después de que Jackie hiciera añicos el dinero de Mel y se lo arrojara a la cara, Mel regresó al apartamento poco después con otro sobre, esta vez lleno de suficiente efectivo como para satisfacer las expectativas de Jackie de contar con un presupuesto no menor de veinte mil dólares para su próxima visita a Hong Kong. Evans acompañaba a veces a Jackie en sus viajes transcontinentales, en especial cuando el propósito del viaje era esquiar, actividad que los dos disfrutaban y en la cual Jackie se destacaba, aunque sólo vio la nieve cuando cumplió dieciocho años y tomó su primera lección de esquí durante una semana en Sapporo, Japón.

Evans continuaría siendo el compañero de esquí de Jackie, su confidente y su consorte mucho tiempo después de que ella se deshiciera de Mel, lo cual hizo hacia 1973. «Se había convertido en un desperdicio de maquillaje», fue la manera como se lo explicó a Evans, usando una frase que empleaba a menudo para explicar el cambio de sus afectos hacia ciertos hombres que antes parecían importarle. Jackie era meticulosa para maquillarse antes de salir por las noches, me explicó Evans. Se inspeccionaba frente al espejo de su habitación mientras se aplicaba cuidadosamente los cosméticos y arreglaba su cabello y se probaba distintas joyas (gran parte de ellas diseñadas por Bulgari, aunque algunas eran de su abuela). El cuerpo de Jackie también era un reflejo de su dedicación a la salud física, de su costumbre de ejercitarse diariamente en un gimnasio, siguió diciendo Evans, e hizo énfasis en que su figura firme y delgada no había cambiado mucho durante los casi treinta años que hacía que la conocía. Muchos hombres habían ido y venido desde entonces, pero Evans siguió siendo un factor constante en su vida, su amigo norteamericano más antiguo. Después de que ella se divorciara de él para casarse con J. Z. Morris en 1979, él hizo las veces de padrino de la pareja. Cuando J. Z. pasó sus cosas personales al ático de Jackie e invadió el espacio del armario que solía ser de Evans, Evans pasó sus cosas personales a lo que solía ser el pied-à-terre de J. Z. en el quinto piso del edificio ubicado en el 206 Este de la calle 63.

Pero aunque Winter Evans y J. Z. Morris me habían recomendado ante Jackie, ella continuó rechazando mis solicitudes de entrevistarla durante 1997 y hasta bien entrado 1998, con la excusa de que siempre estaba demasiado ocupada para verme, aunque al mismo tiempo me decía que podía volver a llamarla. Era amable por el teléfono, pero evasiva. Me pregunté si tal vez me veía como lo que era: un hombre cuyo interés en ella no le reportaría ninguna utilidad práctica y, en consecuencia, yo era un desperdicio de maquillaje. O tal vez, de acuerdo con lo que Evans había dicho sobre ella, Jackie me veía como un potencial jugador en su juego del gato y el ratón. No obstante, seguí interesado en ella en la medida en que era una mujer audaz, que sin duda poseía un encanto seductor y que podría resultar una importante presencia en mi proyectado libro acerca del edificio Willy Loman. Y quedé muy sorprendido y animado cuando, una tarde, ella me devolvió un mensaje y aceptó reunirse conmigo. «Salgo mañana para Hawái», dijo, «pero regresaré aproximadamente en un mes. Vuelva a llamarme por esos días y concertaremos una cita».

Entretanto yo había seguido el consejo de mi editor y había dejado a un lado la saga de los restaurantes, tras admitir ante mí mismo que probablemente era lo mejor. No había podido darle forma al material después de años de investigación. Nunca podría entender por qué el 206 Este de la 63 era la peor dirección en la guía Zagat y por qué era un símbolo de fracaso en la industria de los restaurantes. Yo sólo sabía que quienquiera que abriera un restaurante en el 206 Este de la 63 tenía altas probabilidades de sufrir una experiencia dispéptica. No obstante, ocasionalmente entraba allí a cenar.

Los accionistas de Fort Lee, Nueva Jersey, que le compraron Tucci a Padian y sus socios en marzo de 1997 decidieron conservar el nombre del restaurante, pero lo volvieron a pintar con tonos más brillantes. Las paredes exteriores, que eran verdes, fueron recubiertas de un color salmón similar al de aquel restaurante tan elogiado, Sign of the Dove, localizado unas pocas calles hacia el norte, y reemplazaron el toldo verde de Padian por uno rojo. En el comedor instalaron un elaborado mueble detrás de la barra del bar, y también una nueva alfombra para la escalera, y ahora había manteles blancos de lino cubriendo la superficie de mármol negro de las mesas que Padian había dejado descubiertas. Contrataron personal adicional para el servicio del comedor y subieron los precios de la comida. El chef que Padian había contratado, Matt Hereford, se quedó, aunque el jefe de cocineros, Miguel Peguero, renunció para aceptar un empleo mejor pagado en un club social de Nueva York del que Padian era miembro.

El administrador general que trajeron los accionistas de Nueva Jersey era un individuo de buen humor aunque quisquilloso llamado Larry Rosenberg. Con un poco más de cuarenta años y nacido en Brooklyn, Rosenberg era un tipo delgado, de pelo oscuro y bigote y tenía una manera bastante particular de vestirse, pues poseía un guardarropa que consistía en varias chaquetas de estilo Nehru y distintos colores, que colgaba de una tubería en el sótano de Tucci e iba rotando para cuando estaba arriba saludando a los clientes que llegaban a almorzar o a cenar. Aunque tenía formación como chef de pastelería, Rosenberg había ascendido a cargos administrativos en varios restaurantes antes de venir a Tucci y se enorgullecía al decir que no había ningún oficio del negocio que no pudiese desempeñar de manera satisfactoria: cocinaba, atendía la barra, atendía las mesas y supervisaba el personal. «En caso de necesidad, puedo hacer el trabajo de cualquiera», me dijo una noche después de mi segunda cena allí, «y así no tengo que aguantar ninguna cosa rara de la gente que trabaja para mí».

Después de sentirse ofendido por lo que interpretó como una actitud arrogante por parte de Andy Globus, uno de los camareros que se habían quedado de la época de Padian, Rosenberg lo despidió a las tres semanas. Durante los seis primeros meses que pasó como administrador de Tucci, Rosenberg despidió a media docena de empleados más, entre ellos el camarero de Rusia, Konstantin Avramov. Rosenberg se enteró a través de un mozo de que Konstantin había estado hablando en la cocina acerca de la probabilidad de abrir pronto su propio restaurante, donde les ofrecería puestos mejores a varios de sus amigos del personal de Tucci. Konstantin lo negó tan pronto como Rosenberg se enfrentó a él, pero Rosenberg lo despidió de todas maneras. Konstantin fue contratado más tarde como camarero en el restaurante Coco Marina, en el Centro Financiero Mundial. Cinco meses después de que Rosenberg lo despidiera, el mismo Rosenberg estaba buscando empleo.

Descontentos con las ganancias que estaban recibiendo por su inversión, los socios de Nueva Jersey decidieron cerrar Tucci en la primavera de 1998, un poco más de un año después de que se lo compraran al grupo de Padian. La última cena sería servida la noche del domingo 5 de abril. Yo me encontraba entre los comensales de la noche de clausura.

Mientras bebía un aperitivo en compañía de mi esposa y dos de nuestros amigos, en una mesa situada en una esquina detrás de la barra, no pude dejar de sentir pena por Rosenberg (a pesar de conocer los múltiples comentarios desfavorables que hicieron sobre él Konstantin Avramov y sus colegas), al verlo de pie en la puerta de manera rígida, vestido con su chaqueta Nehru azul marino, que lo hacía parecer un elegante y obediente capitán de barco de pie en la cubierta de una nave que se estaba hundiendo. Sus ojos oscuros estaban fijos en el suelo y hablaba con suavidad y brevemente al saludar a los clientes que llegaban, en apariencia más decepcionado que complacido por el abundante número de gente; no menos de ciento setenta comensales, lo cual era un número inusualmente alto para una noche de domingo, y que produciría al final de la velada un ingreso de 6.430 dólares. Y, sin embargo, ninguno de los accionistas de Nueva Jersey se presentó durante la última noche del restaurante, según me comentó Rosenberg después con tono de queja, para despedirse de él o de los empleados, quienes, en la mayoría de los casos, habían llegado solícitamente a cumplir con sus obligaciones la víspera de quedar desempleados.

«Ah, una parte de mí se siente aliviada de salir de aquí», me dijo Rosenberg, tras detenerse un momento después de traer la carta, «y sin embargo otra parte de mí realmente quisiera que lo hubiésemos logrado». Pero uno de los errores que reconoció haber cometido una semana antes fue advertirles a dos de sus camareros favoritos que el domingo sería la última noche de Tucci. «¿Y cómo cree usted que me pagaron?», preguntó Rosenberg, y rápidamente se contestó: «Me lo agradecieron abandonándome. Desaparecieron. Así que desde entonces estoy corto de personal y esta noche, con todo este trabajo, tengo que ayudar a los camareros y mozos y también estar en la puerta». Mientras yo asentía con la cabeza con gesto comprensivo, era obvio que muchos clientes estaban molestos por la lentitud del servicio que estaban recibiendo y se quejaban una y otra vez a Rosenberg, llamándolo a gritos desde el otro lado del salón:

«¿Dónde está el camarero?»

«¿Qué es lo que pasa aquí?»

«¿Dónde está nuestra comida?»

«¿Por qué tarda tanto?»

«Todo viene en camino», decía Rosenberg, tratando de tranquilizar a los clientes mientras se movía de un lado al otro por los pasillos, ayudando a sus camareros. «Todo está en camino.»

«Bueno, si usted no nos trae el pedido en un minuto», dijo un cliente que estaba con tres acompañantes, «nos vamos».

La actitud conciliadora de Rosenberg cambió súbitamente. Entrecerró sus ojos negros y se encaminó hacia el hombre.

«Bueno, ¿por qué no se van ahora mismo?», preguntó, con la mano derecha levantada y señalando hacia la puerta.

«Pues nos vamos», dijo el hombre inmediatamente, y se levantó y se dirigió hacia la salida con sus acompañantes.

Mientras Rosenberg los veía salir, saqué un bolígrafo de mi bolsillo y anoté en un pedazo de papel lo que acababa de ver. Rosenberg se volvió hacia mí.

«¿Quiere citar algo memorable?», preguntó.

Antes de que yo pudiera responder, adoptó una pose teatral: puso las manos en las caderas, echó la cabeza hacia atrás y, bailando por el pasillo, comenzó a parafrasear la canción que Al Jolson hizo famosa en la película de los veinte El cantor de jazz, «Toot Toot Tootsie Goodbye». Rosenberg les dio una serenata a los clientes del restaurante cantando:

Toot, Toot, Tucci goodbye

Toot, Toot, Tucci don’t cry

The cboo-choo train that takes me away from you,

No words can say how sad it makes me.

Toot, toot, Tucci…

Goodbye…[19]