Cuando llegué a la puerta delantera de Tucci a la mañana siguiente, vi una camioneta estacionada frente a la acera y oí al conductor maldiciéndose mientras descargaba las cajas de frutas y verduras, al tiempo que espantaba las moscas y los mosquitos que revoloteaban alrededor de su cabeza calva y su cara redonda y de mejillas rosadas, de la cual escurría el sudor, aunque el deslumbrante sol de mitad del verano se había escondido detrás de los rascacielos y todavía faltaban varias horas para que la anunciada ola de calor penetrara en las calles de la ciudad.
Apiladas en la acera, cerca del camión, había varias bolsas negras de plástico que contenían la basura de Tucci del día anterior —las cuales deberían haber sido retiradas por la compañía de recogida de basura al amanecer— y era alrededor de ellas por donde habían estado revoloteando los insectos, hasta que se sintieron atraídos por las frutas y verduras frescas que acababan de llegar. Me detuve un momento para contar cuántas bolsas había. Había doce bolsas. Gracias a mis charlas con Padian, sabía que las compañías de recogida de desechos podían decir cómo de bien le estaba yendo a un restaurante por la cantidad de basura que generaba, así que supuse que el hecho de acumular una docena de bolsas apoyaba la opinión de Padian de que a Tucci le estaba yendo bastante bien.
La puerta principal no tenía cerrojo, pero antes de entrar oí que el conductor de la camioneta me llamaba con una voz que tenía un acento eslavo o germánico: «Señorr, ¿usted abrirrme, porr favorr?». Luego se dirigió hacia mí, mientras empujaba un carrito de carga de dos ruedas lleno de cajas, de modo que abrí, hasta donde lo permitieron las bisagras, la puerta verde y con marco de madera del restaurante y luego me hice a un lado, mientras el tipo pasaba frente a mí y hacía un gesto con la cabeza y adoptaba una extraña expresión que yo acepté como una sonrisa. Lo seguí unos pocos pasos atrás, al tiempo que él avanzaba entre las filas de mesas vacías del comedor y luego abría lentamente las puertas giratorias de la cocina con la parte delantera del carrito.
Matt Hereford estaba sentado en un banco detrás de la barra de ensaladas y, levantando la vista de las hojas de papel que tenía esparcidas frente a él, dijo: «Hola, Hans. Te están esperando abajo». Hans apoyó el carrito contra el suelo y, después de levantar las dos cajas de arriba con las manos y sostenerlas frente al pecho, dio media vuelta y caminó unos cuantos pasos hacia el fondo, antes de bajar por una estrecha escalera de madera hasta el sótano, donde estaba localizada el área de preparación de los alimentos y resonaba en ese momento una emisora de música bailable latina.
«Bienvenido», dijo Hereford, al ver que yo me aproximaba, y se levantó para estrecharme la mano. «Me alegra que esté aquí y espero que le parezca interesante.» Hereford era un individuo delgado, de voz dulce y cabello claro, que debía de tener poco más de treinta años y cuya pálida frente era apenas un poco más oscura que el gorro de lino blanco que descansaba sobre ella y, como si quisiera darle distinción a una cara que no tenía ningún rasgo peculiar, se había dejado crecer una barba corta y puntiaguda y un bigote. Su chaqueta de lino blanco estaba impecable, casi sin arrugas, y el gorro de superficie plana que llevaba puesto parecía más un fez que el gorro alto y blando que usaba la mayoría de los chefs que yo conocía. Después de entregarme una chaqueta blanca recién lavada y un gorro similar al que él llevaba, dijo: «Espero que le queden bien». Me quité mi sombrero de jipijapa y me puse el gorro, que me quedó perfecto. Y aunque la chaqueta era bastante grande, me pareció mejor porque se deslizaba fácilmente sobre mi chaqueta beige y tenía un cuello alto que me podía abotonar sobre la garganta para proteger la corbata y la camisa de las salpicaduras de la cocina.
Hereford me hizo un recorrido por la cocina y me mostró dónde estaba la parrilla y dónde se preparaban las ensaladas y los postres. Alineados a lo largo de las paredes de azulejos blancos había fregaderos, fogones, refrigeradores y lavavajillas, y en medio de la sala había encimeras, una tabla de cortar y una estantería independiente en cuyos estantes había ollas, sartenes, platos, utensilios de cocina y también una impresora blanca de plástico que en unas pocas horas comenzaría a transmitir lo que los clientes estaban pidiendo de almuerzo, después de ser codificado en el ordenador del comedor por el equipo de camareros. Aunque no se lo mencioné a Hereford, ya había visitado esta cocina en otras ocasiones, la primera de ellas en 1977, cuando me la mostró el propietario francés de Le Premier, Robert Pascal, el primer restaurateur que hubo en ese edificio. Me parecía que Pascal debía de haber sido el dueño original de casi todo lo que veía ahora en la cocina de Tucci, excepto la impresora, y el lugar necesitaba mantenimiento y una remodelación. Los aparadores metálicos y las estanterías tenían abolladuras, los azulejos estaban rajados y los fogones estaban recubiertos de una costra.
Descendí tras Hereford por una temblorosa escalera hasta el área de preparación, la cual, igual que la cocina de arriba, tenía paredes de azulejos blancos y encimeras que obviamente no eran nuevas, pero allí se respiraba una alegría y energía juveniles que parecían acordes con la música que transmitía por la radio una de las emisoras de habla hispana. Al fondo de la sala oí las voces de tres o cuatro empleados de gorro blanco que cantaban a coro con Roberto Carlos, mientras permanecían inclinados sobre fregaderos y encimeras frotando patatas, lavando lechugas y picando zanahorias, cebollas, apio y pepinos. Arrodillado en el centro de la habitación y rodeado de media docena de cajas que estaban abiertas vi a Hans, que, con su peculiar acento pero sin que le faltara seguridad, le describía Jo que estaba empacado en ellas a un hombre alto, de hombros anchos y tez morena que estaba de pie a su lado y llevaba un delantal blanco y gorro. Hereford me dijo que se trataba del jefe de los cocineros. Su nombre era Miguel Peguero y era originario de República Dominicana. Yo había visto el nombre de Peguero en la lista de empleados de Tucci que Gerald Padian me había enviado por fax antes de venir y lo recordaba porque la descripción de Peguero decía que había formado parte de los prospectos del equipo de béisbol de los Twins de Minnesota como infielder, pero había sufrido una lesión que terminó con su carrera durante un entrenamiento de primavera hacía unos pocos años. Ahora estaba en la nómina de Tucci y no parecía descontento con el lugar donde se encontraba; lo oí reírse estruendosamente por algo que un compañero le gritó en español desde el otro lado de la sala y mantenía una expresión de interés mientras Hans permanecía arrodillado frente a él y dirigía enérgicamente la atención de Peguero hacia la espléndida selección de frutas y verduras que había en las cajas.
«Yo traerr herrmosos calabacines, ¿no?», dijo Hans y enseguida añadió: «Y también traerr herrmosa lechuga rromana… y herrmosas berrenjenas, y patatas y rrúcula, y hongos shiitake, ¿no?». Hans hizo una pausa en espera de alguna palabra o gesto de aprobación de parte de Peguero; pero este último no hizo ningún gesto hasta que se agachó y examinó de cerca el contenido de las cajas, cogiendo a veces una fruta o una verdura al azar, para levantarla al nivel de los ojos y mirarla luego detenidamente, y olería o apretarla suavemente, supongo que para comprobar que no estuviera pasada, o tal vez explorar la posibilidad de que hubiese un gusano dentro. Sólo cuando quedó satisfecho con lo que vio, Peguero cogió su bolígrafo y escribió un OK en la orden que tenía metida en el bolsillo del delantal. Había hecho el pedido por teléfono la noche anterior y Hans lo había recogido esa mañana, antes del amanecer, en el mercado del Bronx, donde el propio Hans había hecho la selección entre los distintos puestos de frutas y verduras, antes de comenzar a hacer sus entregas en Tucci y los otros restaurantes que confiaban en su criterio y aceptaban, aunque seguramente con algo de escepticismo, su tendencia a describir casi todo lo que traía como «hermoso».
«Pero estas patatas no están tan buenas», dijo finalmente Peguero, al tiempo que levantaba algunas de ellas y luego las dejaba caer de nuevo en la caja. Por un momento sostuvo una en la mano y le dio vueltas entre los dedos, como si estuviera sintiendo las costuras de una bola de béisbol.
«Entonces devolvemos las patatas», dijo Hans sin vacilar, e hizo la caja a un lado; caja que, seguramente, entregaría luego en otro restaurante, mientras describía su contenido como «hermoso».
Cuando Hans se fue, después de despedirse de Peguero y otro empleado de la cocina cuyo nombre conocía, Hereford me llevó a conocer a Peguero y me explicó que él sería mi mentor y compañero durante el resto de la mañana. Eso me gustó, porque en lugar de tener que comenzar el día hablando de cocina —un tema acerca del cual yo no había aprendido mucho de mi madre y que me importaba tan poco como a ella—, podría hablar de béisbol con Miguel Peguero, si él quería, y, afortunadamente para mí, así fue. Peguero también hablaba inglés bastante bien, mucho mejor que la mayor parte de los jugadores de béisbol sudamericanos que había entrevistado, y durante nuestra mañana juntos —mientras lo veía cortar carne, limpiar pescado y preparar suficiente lasaña como para alimentar a más de una docena de comensales— me enteré de cómo había pasado de ser un atleta discapacitado e impedido para trabajar a convertirse en un feliz miembro del equipo de la cocina de Tucci.
Peguero me contó que, hacía cuatro años, se había roto un tobillo mientras corría hacia la primera base en un campo empapado en Fort Myers, Florida, y a pesar del tratamiento médico que había recibido y los ejercicios de rehabilitación, nunca pudo recuperar la velocidad que tenía antes en el campo ni su capacidad como infielder; así que su sueño de toda la vida de convertirse en jugador de las grandes ligas terminó antes de cumplir los veintitrés años. Cuando le pregunté si, antes de su lesión, pensaba que tenía el suficiente talento para competir al máximo nivel, respondió afirmativa pero modestamente y aludió al hecho de que en las ligas menores había jugado con una serie de jugadores que serían ascendidos a la categoría reina, entre ellos su antiguo compañero de cuarto y colega, el infielder Enrique Wilson.
Pero Peguero dijo que especular sobre lo que podría haber pasado era una pérdida de tiempo e hizo énfasis en que tan pronto pudo moverse sin muletas, viajó a Nueva York con su novia dominicana y, mientras compartía un apartamento en el Bronx con unos parientes, buscó cualquier oportunidad disponible para recién llegados como él: hombres jóvenes con opciones limitadas y sin green card. Uno de los lugares donde trabajó fue la cocina de un restaurante de Manhattan en la zona Este alrededor de la calle 40, donde comenzó lavando platos. Pero al tiempo que se presentaba cada noche para fregar platos, Peguero también observaba cuidadosamente el lugar y se fijaba en los otros empleados mientras desempeñaban distintos oficios, prestando especial atención a las habilidades e ingredientes que usaban para preparar las entradas, las salsas, los platos principales, los postres y las especialidades del día. No pasó mucho tiempo antes de que Peguero se sintiera capaz de desempeñar cada tarea con mucha profesionalidad y, mientras me contaba esto, yo me lo imaginaba parado en primera base después de batear un sencillo y pensando en correr a segunda, mientras estudiaba cada gesto y cada movimiento del pitcher que estaba en el montículo.
Como el lugar donde Peguero había sido contratado como friegaplatos tenía una alta rotación de empleados, rápidamente fue promovido a oficios más interesantes y desafiantes en la barra de ensaladas y la parrilla. Tres años después, en 1996, después de trabajar por un tiempo como cocinero en un segundo restaurante, aceptó un salario mejor para trabajar directamente bajo las órdenes de Matt Hereford en la cocina de Tucci. Hereford diseñaba los menús, tomaba las decisiones referentes a los horarios de trabajo de los empleados y estaba nominalmente a cargo de todo lo que ocurría en el fondo del restaurante. Pero después de pasar algunos días allí, me parecía que los empleados veían a Peguero como su líder, aunque él nunca se imponía ni se sentía por encima de los demás. Sin embargo, obviamente era una especie de autoridad, alguien a quien acudían los demás en busca de consejo y asesoría y por lo general asentían con la cabeza en señal de acuerdo con lo que él les decía. Peguero era unos centímetros más alto que sus compañeros de trabajo, medía metro ochenta, y tenía hombros grandes, caderas estrechas, una cara larga de piel morena y grandes ojos color café que siempre estaban alerta, y se movía por el lugar y subía y bajaba las escaleras con agilidad y elegancia, sin que se notara ningún rastro de su vieja lesión.
Peguero y Matt Hereford llegaban a trabajar más o menos a la misma hora, poco después de las nueve de la mañana, pero yo tenía la impresión de que Peguero trabajaba más duro y ciertamente durante más tiempo. Hereford se iba a veces antes de servir la cena. En esa época Hereford estaba saliendo con una hermana de la prometida de Gerald Padian. Peguero pasaba la mayor parte de la mañana y la tarde en el área de preparación, empuñando un cuchillo con delicadeza y precisión mientras separaba la grasa de la carne y retiraba cientos de espinas de pescado con sus pinzas, y luego, aproximadamente a las 6.00 p. m., subía a la cocina principal para comenzar a preparar la cena; allí permanecía casi hasta la medianoche.
De pie junto a él, en la parrilla, estaban casi todas las noches el cocinero asistente, Ray Pérez, que había nacido en Brooklyn de padres mexicanos, y Lindomar de Mouvra, un brasileño que desempeñaba muchas tareas pero no se especializaba en ninguna. Trabajando en una encimera adyacente, que estaba más cerca de las puertas giratorias de la cocina, estaban el cocinero de la pasta, José Rosendo, que era originario de México, y el que hacía la pizza, Andrés Artigas, que había nacido en Uruguay. Había uno o dos empleados de la cocina que evitaron hablar conmigo; tal vez porque temían que yo los denunciara por ser ilegales, o porque no se podían comunicar en inglés. Sin embargo, había un friegaplatos que hablaba inglés bastante bien y que tomó la iniciativa de presentarse él mismo, poco después de que me presentaran a Miguel Peguero.
«Hola», dijo el hombre, y me extendió la mano derecha, después de secársela con una toalla: «Mi nombre es Manuel Bonete y soy de Ecuador».
«Ecuador», repetí yo, «ahí fue donde nació Lorena Bobbitt. Usted sabe quién es ella, ¿no?».
«Ah, sí», dijo el hombre con entusiasmo. «Ella es muy famosa en mi país.» Después de que yo mencionara que la había visto muchas veces en persona durante el juicio, el hombre me contó que Lorena había estado en Ecuador la semana anterior y que había acudido al palacio de gobierno de Quito para asistir a un almuerzo ofrecido por el presidente de Ecuador, Abdalá Bucaram.
Pocos meses después leí en el New York Times que el Congreso de Ecuador había decidido retirar al presidente Bucaram del gobierno por lo que llamaban su «incapacidad mental».
Como Gerald Padian no le había puesto límite a la frecuencia de mis visitas a Tucci, entré y salí con regularidad a lo largo del verano de 1996 y hasta el invierno de 1997. Usualmente aparecía cuando no había clientes y los empleados, que ya se habían acostumbrado a mi presencia, estaban tan ocupados con sus labores que más o menos hacían caso omiso de mí, lo cual me permitía deambular a voluntad. Mientras exploraba el vasto espacio del sótano, que tenía casi treinta metros de largo por siete y medio de ancho —y alojaba una bodega, una despensa, una oficina con divisiones de vidrio, dos baños, un guardarropa y el área de preparación de la cocina, que ocupaba la mayoría del espacio—, recordaba que esta área había sido alguna vez el dominio de una docena de caballos de tiro. Los caballos dormían y eran alimentados aquí cuando Frederick J. Schillinger usaba el edificio como almacén, a comienzos de 1907. Un montacargas transportaba los caballos hasta arriba, hasta las carretas que estaban estacionadas en lo que hoy día era el comedor principal de Tucci. El comedor había sido renovado y pintado tantas veces durante las últimas dos décadas, como resultado de los distintos restaurateurs que habían pasado por allí, que ya no quedaban muchos rastros del delicado trabajo que había hecho allí el celebrado Sam Lopata, quien diseñó el primer restaurante del edificio, Le Premier, en 1977. Aunque la crítica Mimi Sheraton condenó la cocina y los altos precios de Le Premier, elogió su diseño hasta la saciedad, calificándolo de «absoluta maravilla… un despliegue deslumbrante del esplendor del art déco en su aspecto más sensual y atractivo… tan romántico como una tarjeta de San Valentín».
Sam Lopata, que tenía en esa época treinta y cuatro años, había nacido en París durante la ocupación nazi. Su padre, un molinero, fue arrestado durante una redada en busca de judíos y no sobrevivió a Auschwitz. En 1971, después de estudiar Arquitectura en la École Nationale des Beaux-Arts en París, Lopata se trasladó a Nueva York, donde se hizo amigo después de un tiempo del restaurateur Robert Pascal, su compatriota, que le encargó el diseño del ambiente interior de Le Premier. Lopata diseñó luego varios restaurantes más en Nueva York y otras partes. En 1986 fue nominado como «Diseñador de restaurantes del año» por la revista Time. Diez años después, murió de cáncer en Nueva York, a los cincuenta y cuatro años. En el obituario del Times, el antiguo propietario del restaurante Lutèce, André Soltner —quien contrató una vez a Lopata para hacer una remodelación de Lutèce—, describió a Lopata como «un infatigable perfeccionista que se acercaba a las paredes y los suelos, las mesas y las sillas, como un artista se acerca al lienzo». Pero en 1977, el único recuerdo del estilo decorativo de Lopata en el 206 Este de la calle 63 era el techo artesonado de cinco hileras del comedor auxiliar, ubicado en el segundo piso de Tucci.
El personal que trabajaba en el comedor de Tucci estaba compuesto por cinco camareros, tres camareras, una encargada de la barra y dos mozos, que eran un par de jovencitos que llevaban las bandejas cargadas de platos desde la cocina hasta las mesas. Todo el equipo del comedor hablaba inglés perfectamente, aunque sólo dos de ellos habían nacido en Estados Unidos. Una era la mujer de la barra, una atractiva y vivaz pelirroja llamada Elizabeth Edwards, cuyo posesivo novio solía ser un asiduo visitante del bar hasta que la dirección le ordenó mantenerse alejado. El otro era un camarero corpulento de pelo oscuro llamado Andy Globus, que debía de estar llegando a los cuarenta y cuyo abuelo había sido neurocirujano y su padre publicista. Después de abandonar sus estudios en el Borough of Manhattan Community College, a comienzos de los setenta, Andy derivó hacia el trabajo en restaurantes y en 1996, antes de venir a Tucci, ya había trabajado en varios lugares. Los colegas de Andy Globus en Tucci eran al menos diez años menores que él, y entre ellos había un camarero de Rumania llamado Givan Stevans, otro camarero de Cerdeña llamado Vittorio Scarpa, un mozo de Bangladesh llamado Mohammed Matin y una camarera de Polonia, Monica Kosciolowiez, que había venido a Estados Unidos con una visa de estudiante y repartía su tiempo entre el trabajo como camarera por las noches y sus clases durante el día, en el Hunter College.
Andy Globus compartía su apartamento de la Primera Avenida con un camarero de Tucci venido de Rusia, Konstantin Avramov, un hombre alto y prematuramente calvo de veintisiete años que tenía rostro ovalado, ojos castaños, buenos modales (tanto su padre como su abuelo habían sido diplomáticos soviéticos y habían trabajado en Checoslovaquia y Austria, respectivamente) y un cuerpo con músculos bien definidos que cuidaba ejercitándose en un gimnasio durante dos horas diarias en la tarde. Konstantin Avramov había nacido en Moscú en 1970 y a los diecisiete años fue reclutado por el ejército y tuvo que prestar servicio durante dos, aunque se consideraba afortunado por el hecho de no haber sido enviado a Afganistán, que para él era comparable a la participación de Estados Unidos en la guerra de Vietnam. Después de que le dieran la baja como sargento en 1990, al año siguiente de que Rusia completara su retiro de Afganistán, Konstantin regresó a Moscú con una gran sensación de malestar y desarraigo. No tenía idea de qué quería hacer. Durante su adolescencia se había sentido bastante cómodo con el sistema político y, aunque éste no alentaba las ambiciones personales a menos que sirvieran a los intereses del sistema, él creía que el propósito del gobierno era satisfacer las necesidades básicas de la gente y ofrecerles empleo y pensión, y al menos una pizca de identificación con el gigantesco poder y estatus del Estado.
Había crecido en medio de circunstancias relativamente privilegiadas, me contó una tarde en Tucci, y recordó las comodidades y la felicidad de que disfrutaba su familia, y el hecho de que sus padres y abuelos solían ofrecer cenas para sus múltiples amigos y conocidos que formaban parte del gobierno. Su familia y los invitados se turnaban para prodigarse atenciones en sus casas, nunca en restaurantes, y Konstantin describió a su madre como una cocinera excepcional, que planeaba el menú de las fiestas con varios días de antelación. A él siempre le habían impresionado la energía social y la creatividad culinaria de su madre, su manera de preparar platos tradicionales rusos sazonados con especias asiáticas y europeas, lo cual, en su opinión, inculcó en él la curiosidad por la gente que vivía en lugares remotos.
El primer empleo que tuvo Konstantin después de salir del ejército fue como aprendiz en un hotel de Moscú, propiedad de una corporación canadiense, y ahí fue cuando empezó a sentir que su país estaba comenzando a dejar de ser una superpotencia. Muchos de sus compañeros del ejército y antiguos compañeros de escuela, que no contaban con las conexiones que tenía su familia, no podían encontrar trabajo. «Nadie nos ofrece nada», era la frase que Konstantin oía con frecuencia, y la gente también se quejaba por el alto precio de cosas que antes se conseguían y estaban a su alcance. La tienda de víveres que solía frecuentar su madre tenía ahora muchas estanterías vacías y las cenas se acabaron rápidamente. Un amigo de Konstantin comenzó a viajar regularmente a Bélgica para comprar coches de lujo que después llevaba a Rusia y vendía a los miembros de la nueva clase emergente de empresarios que estaban prosperando a consecuencia de la crisis nacional. Después de la muerte de la Unión Soviética en 1991, Konstantin renunció a su empleo en el hotel y se fue para Bélgica, a trabajar con su amigo en la empresa de venta de automóviles.
Un año después, con más dinero del que imaginó tener en la vida, voló con su amigo a Estados Unidos y llegaron al aeropuerto JFK. Después de dormir tres noches en las sillas del aeropuerto sin que los interrogara nadie del personal de seguridad, Konstantin y su compañero tomaron el metro hasta Queens y alquilaron un apartamento en un vecindario en el que había muchos residentes que hablaban ruso. Más tarde ese año, Konstantin se mudó por su cuenta a un apartamento en East Village y encontró empleo en una tienda de flores en la zona Oeste, alrededor de la calle 20, que era administrada por un polaco que no hablaba el ruso mejor de lo que Konstantin hablaba polaco, pero lograban comunicarse para trabajar juntos. Konstantin se quedó en ese trabajo durante casi tres años, tiempo durante el cual mejoró su inglés y, después de sacar seiscientos dólares de sus ahorros, se matriculó en una escuela de formación para camareros y bármanes que estaba en la Séptima Avenida, cerca de la calle 37. Su primer empleo en un restaurante fue en un bistrot francés ubicado en la Primera Avenida con la calle 37, cerca del puente Queensboro. Un año después, en 1995, atendía mesas en el restaurante del Museo de Arte Moderno, en la 53 Oeste, y en 1996 encontró trabajo en el recién abierto restaurante Tucci, donde conoció a Andy Globus y se mudó hacia el norte de la ciudad para compartir el apartamento con éste.
Aun antes de que comenzara a tener largas conversaciones con Konstantin, sentí como si el personaje del camarero ruso exiliado llamado Boris, sobre el que George Orwell escribió cerca de medio siglo antes en Sin blanca en París y Londres, fuese uno de sus parientes espirituales. Al igual que Konstantin, Boris había pasado parte de su juventud en el ejército ruso. Prestó servicio durante la Primera Guerra Mundial en el grado de capitán, hasta que su rango y su salario fueron eliminados por los comunistas durante la Revolución, tras lo cual Boris huyó a París, donde, sin recursos y obligado a veces a dormir bajo los puentes del Sena, luchó por mantenerse trabajando como camarero.
«Ah, pero yo he sabido lo que es vivir como un caballero», les decía Boris a sus colegas camareros, que en su mayoría eran italianos o alemanes, en el libro de Orwell. «Es casi imposible encontrar un camarero francés en París», escribió Orwell, aunque admitía que cuando un hombre se convierte en camarero, tiende a olvidar sus orígenes y comienza a habitar en un mundo de ilusiones. «Vive viendo gente rica todo el tiempo, atiende sus mesas, escucha sus conversaciones, los adula con sonrisas y pequeñas bromas discretas», escribió Orwell. «Tiene el placer de gastar dinero de manera indirecta… Hará grandes esfuerzos para servir una comida con estilo, porque siente que él mismo está participando de la comida.» Sobre Boris, Orwell escribió: «Aunque nunca ha ahorrado más que unos cuantos miles de francos, está seguro de que al final podrá instalar su propio restaurante y hacerse rico».
Konstantin tenía aspiraciones similares en Nueva York, las cuales me manifestó a menudo mientras nos sentábamos juntos a mediodía en el comedor de Tucci a doblar servilletas y meter los menús recién impresos dentro de forros de plástico. «Algún día tendré un gran restaurante», me aseguró, y agregó confidencialmente que ya había conocido a algunos neoyorquinos ricos que estaban ansiosos por financiarlo cuando estuviera listo para aventurarse por su cuenta. Su agradable apariencia y actitud lo ayudaban a hacer amigos con facilidad en el gimnasio y dondequiera que se moviera socialmente, y me parecía que Konstantin era el más optimista de los empleados de Tucci, También me parecía irónico que este antiguo soldado del Ejército Rojo, que había sido testigo de la caída del comunismo en su tierra natal, fantaseara con ascender en el mundo capitalista en el negocio de la comida, mientras trabajaba en este local, que había visto tantos fracasos y quiebras.
Sin embargo, Konstantin llegaba a trabajar todos los días con mucho ánimo, vestido para triunfar, con trajes estilo Armani que había comprado en rebajas. En las noches, con la cara roja y los músculos inflados debido al entrenamiento físico de la tarde, Konstantin se movía presuroso por el comedor, vestido con su traje de camarero, mientras atendía a los clientes de manera eficiente y servicial. «Realmente me gusta trabajar en Tucci», me dijo un día.
No mucho después de mi conversación con Konstantin, supe a través de una llamada telefónica de Gerald Padian que él y sus socios iban a vender el restaurante en pocos días. No debería haberme sorprendido, pero lo hizo. También me sentí desolado. Finalmente había logrado poner un pie en la puerta, gracias a mi relación con Padian, y ahora él se iba y, si yo quería continuar mi investigación, tendría que intentar congraciarme con un nuevo grupo de propietarios, liderados, según Padian, por un hombre adinerado de origen griego que venía de Fort Lee, Nueva Jersey. Había una buena posibilidad de que el señor Fort Lee no quisiera que yo andara dando vueltas por su restaurante todo el día y entonces yo volvería a donde estaba antes: a ser un cliente, esta vez del noveno restaurante que abriría sus puertas en el 206 Este de la calle 63.
«¿Hay alguna posibilidad de que la negociación se trunque?», le pregunté a Padian con una luz de esperanza.
«No, todo está arreglado y vamos a firmar los documentos en mi oficina el lunes», dijo, es decir, el 10 de marzo de 1997.
Padian había abierto Tucci trece meses antes, en febrero de 1996.
«¿Crees que Konstantin y Andy Globus y el resto del personal lo saben?», le pregunté a Padian.
«No», dijo, «y te agradecería que no dijeras nada hasta que yo se lo cuente después de la cena, el domingo por la noche».
«Pensé que tu negocio iba muy bien», dije.
«Así es», respondió Padian, pero me repitió lo que me había dicho varias veces antes: que ser responsable al mismo tiempo de la administración de una firma de abogados y un restaurante era una cosa difícil y exigía mucho tiempo. También me recordó nuevamente que sus días como soltero trasnochador llegarían pronto a su fin, pues se casaría en menos de dos meses y, como ya se estaba acercando a los treinta y cinco, creía que estaba listo para una vida de hogar. Padian siguió explicándome que como ninguno de los otros accionistas de Tucci estaba dispuesto a asumir el liderazgo del restaurante, ni tenía la capacidad para hacerlo, él había estado de acuerdo con la idea de vender el contrato de arrendamiento del local del 206 Este de la 63 al caballero de Fort Lee. Padian me prometió que seguiría en contacto conmigo y, antes de colgar, me deseó la mejor de las suertes con mi libro.
Más tarde ese día, recibí una nota de mi editor en Knopf, mi casa editorial, pidiéndome noticias acerca del progreso de mi trabajo. Mi editor había demostrado ser un hombre de infinita paciencia, pero yo sabía que, cuando un escritor va tan retrasado como yo en una entrega, se siente un poco nervioso. Así que le mandé un fax con la promesa de que, en un día o dos, le enviaría un informe escrito, y enseguida comencé a revisar mis voluminosas notas tituladas «Restaurantes - proyecto en proceso», con la esperanza de sacar de este material una sinopsis de lo que estaba tratando de lograr, para describirlo luego en un bosquejo que le enviaría a mi editor. No había revisado el material de mi investigación desde hacía un buen tiempo, y cuando comencé a analizarlo esa noche y a la mañana siguiente, abriéndome paso entre cientos de páginas de notas mecanografiadas que estaban desplegadas en las dos mesas que flanqueaban mi escritorio, me di cuenta de que había reunido cantidades de información que ya había olvidado que tema. Parte de esta información estaba en forma de datos irrelevantes y detalles acerca de Elaine’s o el Club 21, u otros restaurantes que no constituían el centro de mi interés, y también había muchas referencias a lo que otros escritores habían publicado en el pasado acerca del negocio de los restaurantes y la comida en general. Había extraído párrafos de la biografía de Joseph Wechsberg sobre el dueño de Le Pavilion, Henri Soulé, entre otros el comentario de este último acerca de que el éxito de un restaurante dependía mucho de la presencia de mujeres hermosas. Había parafraseado una observación que aparecía en una novela de Philip Roth acerca de que a los judíos les gusta cenar en restaurantes chinos porque los camareros chinos nunca pueden saber si los clientes son judíos. De un libro de Truman Capote había copiado un comentario hecho por uno de los personajes. Lady Ina Coolbirth, quien, mientras está almorzando con un amigo en La Côte Basque, comenta: «Al menos hay un aspecto en el cual los ricos, los ricos de verdad, son diferentes… Ellos saben de verduras. Otra gente, bueno, cualquiera puede manejar el roast beef, un excelente steak, la langosta. Pero ¿has notado cómo, en las casas de los muy ricos, como los Wrightsman o los Dillon, Bunny y Babe, sólo sirven las verduras más extraordinarias y la mayor variedad? Los petits pois más verdes, zanahorias infinitesimales, maíz tan tierno que parece que casi no hubiese nacido, judías más pequeñas que los ojos de un ratón, ¡y los espárragos frescos!, ¡la lechuga lisa!, ¡los champiñones rojos crudos!, ¡el calabacín!…». También incluí en mis notas tomadas del libro de Capote la siguiente objeción: «El champán sí tiene un defecto serio: cuando se toma en abundancia de manera regular, se desarrolla en el estómago una cierta acidez, cuyo resultado es el mal aliento permanente. Realmente incurable…».
Algunas de las cosas que encontré en mi pila de notas de investigación no habían sido puestas allí con la intención de incluirlas en el libro. Eran más bien un informe privado de mi estado de ánimo durante los días y meses que pasé reuniendo la información, una especie de diario que revelaba mis pensamientos e impresiones personales acerca de la gente que estaba entrevistando y los lugares que visitaba y mis continuas dudas, vacilaciones y racionalizaciones sobre el trabajo que estaba tratando de hacer.
«¿Por qué diablos sigo involucrado en asuntos de un interés tan dudoso como el edificio Willy Loman y todos esos restaurantes de estilo retro de la calle 63?», me preguntaba en un memorando y seguía cuestionándome:
«¿Acaso la falta de rumbo de mi propia vida me ha hecho compatible con las fuerzas vacilantes que aparentemente controlan ese lugar?
»Cuando comencé a hurgar en los orígenes de los propietarios del edificio, ¿estaba explorando la posibilidad, ilógica pero inexorable, de que, escondida en la historia del almacén de Schillinger, hubiese evidencia de un infortunado accidente o una desgracia que pudiera ayudar a explicar el legado de causas perdidas que heredaron más tarde los restaurateurs? Y, más aún, ¿esas revelaciones pueden señalar un tema que subyace a mi nuevo libro?
»Posible título del libro: “Alabemos ahora a los hombres tristemente célebres”».
«… No me digas.»
En otro memorando, me hacía unas preguntas difíciles y luego las respondía de una manera que me hizo sentir mejor:
«¿Por qué no estoy escribiendo este libro más rápidamente? ¿Acaso tengo un “bloqueo creativo”? No, no estás sufriendo un “bloqueo creativo”, sólo estás mostrando que tienes buen juicio al no publicar nada en este momento. Estás demostrando preocupación por los lectores al no abrumarlos con mala escritura. Más escritores deberían estar haciendo lo que tú estás haciendo: NO escribir. Hay tanta literatura mala por ahí que ¿para qué hacer más? Las estanterías de Estados Unidos están llenas de obras de segundo nivel de escritores de primer nivel. Muchos de estos escritores tienen ya un público propio y por eso los editores publican sus cosas. Ellos publican cualquier cosa que venda. Pero los escritores deberían estar bloqueados. Sería una buena cosa para la reputación de los escritores, para los costes de producción de los editores y para los niveles de lectura del público general. Debería existir un Premio Nacional del Libro que se concediera anualmente a algunos escritores por NO ESCRIBIR.»
Otro memorando dirigido a mí contenía un párrafo que creo que pertenecería a mi libro sobre los restaurantes, si alguna vez escribiera el libro, claro:
«Cada día en el mundo de los restaurantes hay una diáspora en alguna parte, el destierro de cocineros, y camareros que usan pajaritas y bármanes que se irán a la tumba sabiendo cuál es la bebida favorita de cientos de clientes, clientes que nunca supieron el apellido de sus bármanes…»
Y:
«Los besos que intercambian a mediodía los jefes de camareros y las señoras que vienen a almorzar son la manifestación más típica del afecto fingido…»
Y había otro memorando con preguntas que repetían las que aparecían en todas partes en mis archivos:
«¿Dónde está el punto central de tu historia? ¿Estás escribiendo acerca de “El edificio” o el Éxito & Fracaso de los Restaurantes de Estilo Retro situados en el edificio?
»¿Cuál es la conexión entre el edificio y sus ocupantes, aparte del hecho de que los caballos de tiro de Schillinger y los trabajadores de la cocina de Tucci ocupan el mismo suelo, pero en los extremos opuestos del siglo XX?
»¿Por qué tú, que se supone que debías estar escribiendo un libro personal, le dedicas tanta atención a ese infortunado local del 206 Este de la 63?
»¿Cuál es tu respuesta a estas preguntas?
»Respuesta: Creo que no puedo contestar directamente estas preguntas porque el asunto no tiene tanto que ver con el edificio y sus ocupantes como conmigo y mi afinidad natural (aunque a veces equivocada) por la gente y los lugares que existen en las sombras y las calles secundarias de la ciudad y otros lugares que pasan desapercibidos, en los cuales hay historias sin contar que están esperando a que yo las descubra y las desarrolle. Ah, ya sé que eso suena grandilocuente, pero teniendo en cuenta de dónde vengo: las remotas dunas del sur de Jersey, donde en lugar de leer literatura infantil leía menús y donde mi vida familiar era más feliz cuando estábamos cenando con mi estilizada madre y mi relajado y alegre padre en restaurantes mediocres, ¿es de sorprender que, después de mudarme a Nueva York, encontrara consuelo entre algunos de los restaurateurs menos publicitados y que mayor esfuerzo hacen por sobrevivir, y que me compadeciera de ellos, y más aún, que me sintiera inclinado a convertirme en su cronista? Además, debo reconocer que hay una cierta identificación personal con el edificio ubicado en el 206 Este de la 63: se ha mantenido en su sitio, al igual que yo, durante décadas de renovación urbana y tendencias cambiantes en mi vecindario y, al igual que yo, hasta ahora ha sobrevivido a la demolición. El venerable edificio no aparece en las guías del Nueva York antiguo, pero en distintas épocas a lo largo del siglo ha servido de abrigo y sustento a cientos de personas de todas partes del mundo. Fue construido por el alemán Frederick Schillinger y más tarde pasó a manos de un camionero descendiente de italianos, Frank Catalano, cuyos herederos se lo vendieron posteriormente al empresario angloamericano establecido en Florida J. Z. Morris, cuya ex esposa de Hong Kong, Jackie Ho, le ayuda actualmente con la no siempre fácil tarea de cobrarles el alquiler mensual a los distintos restaurateurs, cuyos empleados han incluido a un mozo de Bangladesh, un cocinero de República Dominicana y un camarero de Rusia que huyó de su tierra natal para dejar su huella en este edificio que con regularidad se reinventa a sí mismo y en el cual debo encontrar rápidamente una historia valiosa para presentarle a mi editor.»