Durante los casi cincuenta años que he vivido entre los millones de neoyorquinos cuyos orígenes y creencias espirituales representan a la mayor parte de las nacionalidades, razas, religiones, lenguas y excentricidades del mundo, he tenido una relación estrecha con muy pocos de los cuatrocientos mil residentes de origen o ascendencia china, circunstancia que atribuyo tanto a su tradicional reticencia e aislamiento como a la sabiduría oriental y el criterio que puedan demostrar al mantener su distancia conmigo.
De hecho, soy amigo de sólo dos neoyorquinos chinos. Uno es el doctor Allan Jong, un psiquiatra delgado, con gafas y voz dulce, que tiene más o menos mi edad y ejerce su profesión en Park Avenue, y es uno de los casi treinta hijos de un comerciante cantonés itinerante que tuvo tres esposas y una docena de concubinas. El otro es Jackline Ho, una mujer menuda, impresionantemente atractiva y aventurera que ya mencioné antes, vive cerca de mí en un ático, tiene además casas en las colinas de Hong Kong y en el distrito Kona de Hawai, y se la ve con frecuencia en cenas y restaurantes acompañada de dos hombres de los que está divorciada: su primer ex marido, un homosexual, y el segundo, un heterosexual.
Jackline Ho y el doctor Jong nunca se han visto, ni yo he tratado de organizar ningún encuentro, pues creo que lo último que necesitan en Nueva York estos dos asiáticos asimilados es que alguien los presente. No sólo supuse que no eran compatibles —el doctor Jong es reservado, refinado y sagaz; la señora Ho es muy segura de sí, mundana y caprichosa—, sino que me parecía que ellos preferían asociarse en su vida social y profesional casi exclusivamente con neoyorquinos no chinos y esto parecía coincidir con la elección de pareja que los dos hicieron al casarse. Los maridos de Jackline Ho son ambos blancos, protestantes y anglosajones nacidos en Estados Unidos, aunque difieren en su orientación sexual, y las dos esposas del doctor Jong son ambas norteamericanas y judías.
«Vivía obsesionado con las judías», escribió su primera esposa, la escritora Erica Jong (cuyo apellido de soltera era Mann), en su exitosa novela Fear of Flying. El principal personaje masculino del libro (el esposo de la heroína) es el doctor Bennett Wing, un psicoanalista de origen chino que «prácticamente nunca suda» y tiene «dedos largos y delgados», «no tiene pelo en las pelotas» y posee un «adorable movimiento de cadera cuando hacemos el amor». Aunque soy consciente, desde luego, de que las obras de ficción son producto de la imaginación del escritor, me parecía que, conociendo al doctor Allan Jong como lo conozco, incluso sin ropa —a menudo nos bañamos juntos después de jugar al tenis en el club cubierto Seventh Regiment Armory en Park Avenue—, el personaje ficticio del doctor Bennett Wing en Fear of Flying tenía un enorme parecido físico con mi compañero de tenis, el doctor Allan Jong, quien sé que no tiene pelos en los testículos, posee dedos largos y delgados, tiene un marcado movimiento de caderas cuando corre por la cancha de tenis y prácticamente nunca suda, a pesar de que trata con tenacidad de contestar cada bola.
Me hice amigo de Jackline Ho cerca de veinte años después de conocer al doctor Jong. Conseguí su número telefónico en Nueva York por medio de su segundo esposo, el heterosexual, en 1995, tres años después de su divorcio. Este marido era J. Z. Morris, el promotor inmobiliario alto y rubio de cuarenta y cinco años que vivía en Sarasota y había adquirido en 1973 el edificio situado en el número 206 Este de la calle 63. Él creía que la señora Ho podría ayudarme en lo que yo estaba tratando de escribir después de abandonar el material de los Bobbitt, a finales de 1994, cuando reviví mi interés por escribir una novela que se desarrollaría en el edificio de ladrillo de cinco pisos ubicado en el número 206 Este de la calle 63, el cual había identificado en privado como el «Willy Loman de los edificios de Nueva York». J. Z. Morris lo había convertido gradualmente en una propiedad moderna, en la cual los tres pisos superiores estaban alquilados a personas que los usaban para oficinas, estudios o salas de exhibición, mientras que los dos pisos inferiores y el sótano estaban destinados a alojar un restaurante de dos pisos, algunos de los cuales a estas alturas ya habían ido y venido. Durante los trece años de matrimonio de Jackie Ho con J. Z. Morris, que comenzaron en 1979, ella ocasionalmente ayudó a su esposo a supervisar la propiedad y con relativa frecuencia asumía personalmente (debido a que su apartamento estaba a sólo unos pasos y ella no era nada tímida en materia de negocios) la tarea de perseguir y amonestar a aquellos inquilinos que regularmente se atrasaban con el alquiler. Luego de divorciarse de manera amigable de Morris en 1992 —tan amigable que él siguió quedándose en casa de ella cuando venía a Nueva York y también era bienvenido como invitado en Hawái y Hong Kong—, la mujer continuó ayudándole a administrar el viejo edificio del número 206 Este de la calle 63. Lo que yo esperaba obtener de ella para mi libro, que tenía el título provisional de El edificio, era información interesante acerca de los inquilinos a los que había conocido durante los años que llevaba cobrando el alquiler y administrando la propiedad: datos y anécdotas que pudieran enriquecer la investigación que yo ya había hecho y que pudieran hacer más entretenida mi narración, ya que yo pretendía describir este lugar como si se tratara de un cine de múltiples salas, una estructura de cinco pisos creada a partir de dramas de la vida real, comedias, romances y misterios. Cuando pensaba en el futuro, a menudo me recordaba que si hurgaba lo suficiente y entrevistaba a suficientes personas, tal vez podría encontrar allí, en esa dirección, ubicada sobre esa calle sombreada y secundaria del centro de Manhattan, una historia que cubriera todo el siglo XX.
Imaginaba que mi historia podía comenzar durante la época de los caballos y las calesas de Frederick J. Schillinger, y avanzar luego a la era motorizada de Frank Catalano (quien, como recordarán, les compró el almacén a los herederos de Schillinger y reemplazó por camiones los coches tirados por caballos que Schillinger usaba para las mudanzas) y progresar finalmente hasta el periodo de la reconstrucción y la modernización personificada por J. Z. Morris y Jackie Ho, y su diverso y cambiante reparto de inquilinos, entre los cuales había un agente de viajes, un fotógrafo independiente, un grabador, un diseñador italiano de zapatos para mujer, una familia de gitanos que adivinaban la suerte, una firma de abogados de dos socios y una procesión de propietarios de restaurantes que nunca parecían sobrevivir económicamente en esta dirección durante mucho tiempo. No menos de nueve restaurantes habían abierto y cerrado sus puertas en el número 206 Este de la calle 63 desde que J. Z. Morris renovó el edificio. Yo había sido cliente de cada uno de ellos, comenzando con Le Premier en 1977, y al ser un sentimental de los restaurantes y un cliente fácil de complacer, me entristecía y me desconcertaba la frecuencia con que quebraban.
Como dije antes, mi viejo amigo Nicola Spagnolo, el tercer restaurateur que probó suerte en el 206 Este de la calle 63, cerró Gnolo en la primavera de 1985, después de una historia de ocho meses que casi lo lleva a la bancarrota. El local de dos pisos estuvo desocupado durante los siguientes quince meses. En el invierno de 1986, sin embargo, fue alquilado por un optimista y audaz amante de la comida, de nombre Marvin Safir, primo de un conocido mío del Times, el columnista William Safire, quien le agregó a su apellido una e final porque pensó que eso facilitaría la pronunciación que prefería: safair, en lugar de seifar. Su primo Marvin tenía casi sesenta años cuando abrió el cuarto restaurante en la dirección de la calle 63, al cual llamó Moons porque su apodo de infancia era «Moon». Marvin había tenido antes dos pequeños y meritorios restaurantes, uno en el lado Oeste y el otro más hacia el norte, en el lado Este, pero en ese momento de su vida Marvin Safir quería un comedor más espacioso para poder rivalizar con el exitoso Club 21, que tenía tres pisos y estaba en la calle 52 Oeste. Marvin había sido cliente del 21, pero creía que nunca había recibido por parte de sus camareros y propietarios el trato deferente que sí conocía muy bien el hombre con el cual siempre se comparaba: su difunto padre, Leo Safir, un exuberante casanova que sabía disfrutar de los placeres de la vida y confeccionaba batas para hombres, conocido en la industria del vestido como «el Barón de la Bata». Aunque la decoración de Moon’s imitaba la del Club 21 (paneles de madera oscura, brillantes adornos de bronce), y aunque contrató a un distinguido chef que había cocinado en la Casa Blanca para el presidente Gerald Ford, el restaurante Moons nunca logró atraer el suficiente número de clientes como para sostener sus altos costes operativos y competir con 21. El restaurante cerró después de dos años, en 1988, tras perder más de dos millones de dólares. «El negocio de los restaurantes», dijo uno de los socios de Marvin Safir, «es un oxímoron».
El quinto restaurante que abrió sus puertas en el 206 Este de la 63 lo hizo durante la temporada de vacaciones de 1988. Se llamaba John Clancy’s East y era una sucursal en la parte norte de la ciudad del restaurante especializado en comida de mar John Clancy’s, que era aclamado por la crítica y financieramente solvente y cuyo comedor de dos pisos estaba ubicado en la calle 10 Oeste en Greenwich Village y había abierto sus puertas en 1981. El fundador del restaurante y la persona de quien había recibido el nombre era un introvertido ex cocinero del Cuerpo de Marina de Estados Unidos durante la guerra de Corea, que prefería trabajar en la cocina mientras su extrovertido socio, Sam Rubin, permanecía de pie cerca de la entrada para saludar a los clientes y acompañarlos hasta las mesas. Como los dos socios se parecían físicamente —los dos eran altos, con barba y calvos— y Clancy insistía en distanciarse de la clientela mientras preparaba la comida, la mayor parte de los clientes suponían que el único dueño del restaurante y del nombre era Sam Rubin. Cuando John Clancy se retiró parcialmente en 1984, Rubin se convirtió, en efecto, en el único propietario. Luego adquirió el uso legal del nombre y lo empleó en 1988, cuando se expandió en la parte norte con John Clancy’s East, ubicado en el número 206 Este de la calle 63. La persona que convenció a Rubin de hacerse con ese espacio moribundo que había sido Moon’s fue un amigo suyo y colega en el negocio de los restaurantes llamado Michael Schwartz, un neoyorquino elocuente y bien parecido que tenía poco más de cincuenta años y se sentía tan optimista acerca de la aventura de la calle 63 que se ofreció a financiarle y ayudar personalmente a Rubin en el montaje y la operación.
Michael Schwartz había crecido en una familia que desde hacía mucho tiempo era dueña y administradora de restaurantes en el área de Wall Street y se enorgullecía de ser un astuto inversor en propiedades relacionadas con el negocio y un experimentado administrador de todos sus aspectos. El emprendedor abuelo de Michael Schwartz, Sigmund Schwartz, era un austro-húngaro que llegó a Nueva York en la década de 1880 y, cuando trabajaba como camarero a media jornada de un restaurante en la calle Chambers, se hizo famoso por elogiar frente a sus clientes otro restaurante cercano en el cual también trabajaba como camarero y en el que tenía una pequeña inversión. En 1902, después de ampliar su inversión, Sigmund Schwartz tuvo el dinero suficiente para abrir un restaurante enteramente de su propiedad en la calle Church. En 1927, su hijo Henry abrió un segundo Schwartz no lejos de allí, en la calle Broad. En 1967, el nieto, Michael Schwartz, lanzó Michael Uno en la calle Trinity y posteriormente abrió Michaels en Broadway y Michaels en la calle John.
Pero después de que Michael Schwartz firmara un contrato con J. Z. Morris para alquilar el local para John Clancy’s East, Schwartz demostraría no ser más experto que Marvin Safir en montar una empresa productiva en el 206 Este de la calle 63. Schwartz y su socio, Sam Rubin, estaban igual de perplejos por la situación, lo mismo que el crítico gastronómico del New York Times en esa época, Bryan Miller, cuya crítica de 1989 sobre el restaurante comenzaba diciendo: «John Clancy’s, uno de los mejores restaurantes de comida marina en Greenwich Village, abrió recientemente una nueva y espléndida sucursal en el número 206 Este de la calle 63 llamada John Clancy’s East. Una reciente visita demostró que al pescado no le fue muy bien al migrar hacia el norte. Esto es desconcertante, porque la chef, Lynn Aronson, solía dirigir la cocina en el centro…». Sin embargo, la veterana crítica Mimi Sheraton salió en defensa de la cocina de la chef en John Clancy s East y se refirió al restaurante en su popular boletín diciendo que era «prácticamente lo que el médico recetó», y Sheraton añadía: «En ninguna otra parte se puede encontrar un filete de trucha ahumada más grueso y con un sabor a madera más delicado, adornado con un copo de crema batida salpicada de rábano picante, o langostinos más grandes y crujientes servidos con puré de pimientos rojos dulces. Gravlax aromatizado al eneldo, el salmón crudo y marinado casi hasta la transparencia… igualmente buenas son las almejas, cocidas en un caldo de tomate e hinojo delicioso hasta la última gota». No obstante, John Clancy’s East no logró atraer suficientes clientes para sostenerse más allá de 1991. Al disolver la sociedad con Sam Rubin, Michael Schwartz recordó un comentario que le había hecho su difunto padre hacía mucho tiempo: «No hay respuestas en el negocio de los restaurantes».
El sexto restaurante que funcionó en el 206 Este de la 63 abrió en 1992 bajo los auspicios de una mujer negra y vivaracha de treinta y nueve años llamada Yvonne Bell, conocida popularmente como «Lola» Bell, quien se especializaba en comida caribeña. Nacida en Nueva York, hija de padres venidos de Jamaica, Lola Bell aspiraba a labrarse una carrera como cantante y bailarina, pero en su adolescencia trabajó como camarera con el fin de poder mantenerse entre audición y audición. Como ninguna de sus audiciones produjo una experiencia que le brindara satisfacción profesional, Lola siguió trabajando en restaurantes y con el tiempo se convirtió en la anfitriona y administradora de un lugar cerca de la parte sur de Broadway y el edificio Flatiron. Allí saludaba alegremente a los clientes y los llevaba a la mesa de una manera que los hacía sentir muy bienvenidos y deseados. También se distinguió por vestirse de manera suntuosa, con batas de colores encendidos y lentejuelas, y aretes y brazaletes de brillantes que reflejaban la luz, y solía cubrirse el pelo corto de su pequeña cabeza con alguna de sus múltiples pelucas teatrales. Rápidamente Lola comenzó a atraer multitudes de clientes habituales, entre los cuales se encontraba Geoffrey Holder, el celebrado bailarín, director y coreógrafo de Broadway, frente a quien había dado alguna vez una audición infructuosa. «Tú no necesitas estar en el escenario», le dijo, al referirse a su trabajo en el restaurante. «Éste es tu escenario.»
En 1985 Lola entró en las grandes ligas del mundo de los restaurantes al adquirir el respaldo financiero para abrir Lolas, en el número 30 Oeste de la calle 22. El restaurante no sólo incluía sus especialidades: pollo frito caribeño con especias, curry de langostinos y pollo, jamón glaseado a la miel con judías de careta y col rizada, sino que los domingos Lola le agregó lo que llamó gospel brunch. Entre el mediodía y las tres de la tarde, mientras los clientes comían, un grupo de hombres y mujeres negros que formaban parte del coro de su iglesia amenizaban el rato. El hecho de que los cantantes recibieran comentarios favorables en las columnas de los diarios atrajo más clientes. Pero al mismo tiempo que Lolas lograba el éxito comercial, surgieron desacuerdos administrativos entre Lola Bell y sus socios, problemas que no lograron solucionar y llevaron a su salida de Lolas en 1992, después de lo cual aceptó la ayuda financiera de Michael Schwartz (quien se encontraba entre los clientes de su brunch dominical) para alquilar el local que había desocupado John Clancy’s East en el 206 Este de la 63. Lola rebautizaría el lugar como Lolabelle.
Lola cambió la vieja decoración, pero sobre todo le infundió al comedor su acostumbrado encanto y exuberancia, sus especialidades culinarias caribeñas y, los domingos, su gospel brunch. También decidió entretener a sus comensales, dos o tres noches por semana, con los sonidos de músicos de reggae, conjuntos de jazz o solistas. Lola creía que la posibilidad de tener éxito en la calle 63 se vería reforzada si había música en vivo, de manera que ocasionalmente usó el segundo piso y a veces también el primero para presentar Lolabelle como una combinación de restaurante y club nocturno. Como no pensaba abrir el restaurante a la hora del almuerzo entre semana —ninguno de los cinco restaurantes que habían funcionado antes en esta dirección habían logrado atraer una clientela de almuerzo lo suficientemente grande como para compensar los costes del funcionamiento al mediodía—, Lola contaba con aumentar el volumen del negocio por la noche para obtener beneficios después de cubrir gastos, entre los cuales estaban los catorce mil dólares de renta mensual para J. Z. Morris, casi tres mil al mes por la electricidad, dos mil por la mantelería, mil quinientos por el agua, ochocientos cincuenta por el transporte privado, tal vez treinta mil en comida y licor, más cerca de diez mil dólares por semana en salarios para el personal de la cocina y el comedor. Sin embargo, Lola al principio estaba convencida de que Lolabelle pronto tendría éxito.
Pero eso no sucedió. El negocio comenzó de manera prometedora; sin embargo, a lo largo de 1993 y 1994 fue declinando lenta pero constantemente. La multitud de clientes que llenaban el Lolas del centro no acudió en las mismas cantidades a Lolabelle. La calidad de la comida era la misma, los precios eran los mismos, las voces de sus cantantes de gospel dominicales eran las mismas, pero las ganancias generadas en Lolabelle no eran ni remotamente las mismas. Después de poco más de dos años en el 206 Este de la 63, Lolabelle dejó de existir.
Cinco meses después de que Lolabelle cerrara —entretanto, Lola Bell firmó un contrato para ser la presentadora de un programa sobre comida en la televisión—, un séptimo restaurante se preparaba para hacer su debut en el 206 Este de la 63. Era Napa Valley Grill. Este restaurante contaba con la financiación de un joven banquero de inversión en Nueva York y amante de la comida llamado Michael Toporek, quien se enamoró del norte de California durante sus estancias en la zona vinícola y buscaba transferir a la calle 63 parte del ambiente y sabor californianos.
Antes de abrir el restaurante, Toporek gastó extravagantes sumas de dinero en la transformación y renovación del espacio interior. Les ordenó a sus obreros abrir un hueco cuadrado a un lado del segundo piso, para que las enormes plantas tropicales que planeaba instalar arriba colgaran hasta abajo y fueran visibles para los clientes del comedor principal en el primer piso. Decoró los dos pisos con cómodas sillas forradas en seda verde y mesas cubiertas con finos manteles y trajo una vajilla decorada con motivos florales. Al fondo del primer piso, junto a la puerta que llevaba a la cocina, gastó treinta y cinco mil dólares en la construcción de un horno circular de leña hecho de ladrillo, que tenía dos metros de altura. En la calle, sobre la entrada, reemplazó el toldo beige que decía LOLABELLE por un toldo alegre que mezclaba el amarillo, el rosa y el violeta y decía napa valley grill en letras de imprenta.
En una nota impresa incluida entre los menús la noche de la inauguración, Michael Toporek explicaba: «Mientras estábamos viajando por el valle de Napa el año pasado y disfrutando de la buena comida y el vino que ofrece la región, mi esposa y yo oímos una historia interesante que contribuyó a inspirar el concepto que hay tras este restaurante. Nos contaron que un conocido productor cinematográfico tiene una viña en su jardín, donde también hay un horno de leña y una parrilla al aire libre. Una de sus maneras favoritas de pasar la tarde es invitar a algunos amigos y disfrutar de un buen vino de su propia viña, de una espléndida pizza preparada en el horno de leña y de buena comida asada a la parrilla. Lo que nosotros esperamos crear aquí es un lugar donde la gente se pueda relajar y sentir cómoda, al tiempo que disfruta de una buena comida y un buen vino con amigos, como si estuvieran sentados en nuestro jardín».
Una enorme multitud se reunió en Napa Valley Grill para asistir a la fiesta de inauguración el 21 de marzo de 1995. Sin embargo, durante el verano y el otoño de 1995 hubo muchos menos clientes. Y luego, un frío día a finales de noviembre, cuando pasaba frente a Napa Valley Grill durante un paseo de media tarde —sólo dos días después de haber cenado allí por última vez—, vi la puerta principal cerrada con candado, el comedor vacío y un cartel que decía se alquila pegado a la ventana. Me sorprendió enterarme de la desaparición de Napa Valley Grill porque, a pesar de su corta existencia de sólo ocho meses, había cumplido satisfactoriamente con mis expectativas sobre lo que debía ser un restaurante de barrio agradable. El servicio era amable y eficiente, la presentación de la comida era atractiva y su maître solía hacerme un guiño cómplice cada vez que yo llegaba sin reserva durante una noche particularmente agitada, para indicarme que me sentaría antes que a cualquier otra persona que estuviera esperando primero pero que no tuviera el estatus de ser un cliente habitual.
Inmediatamente traté de contactar con Michael Toporek en su apartamento en la Avenida York, con la esperanza de conocer sus opiniones sobre lo que había podido salir mal en Napa Valley Grill. Sin embargo, no me devolvió las llamadas ni respondió mis cartas y nunca más lo volví a ver caminando por los alrededores de la calle 63 Este. Días después uno de sus amigos me dijo que se estaba ocultando de sus acreedores, y agregó: «Como propietario de un restaurante, Michael cometió un error garrafal: se enamoró de su restaurante. Tardó cinco meses en arreglarlo y gastó una fortuna en detalles. Todo lo que compró era de la mejor calidad, el mejor acabado, pero cuando finalmente abrió el restaurante, ya estaba muy endeudado para continuar. Sus acreedores rodeaban su casa todo el tiempo como un enjambre de insectos y exigían el pago de las obras que habían hecho, de la comida y las bebidas que habían entregado, de los recibos de servicios atrasados y otros costes». Después de llamar a J. Z. Morris a Sarasota, también supe que Michael Toporek solía atrasarse con el alquiler mensual, y cuando Toporek veía a Jackie Ho acercándose, trataba de eludirla escondiéndose en la cocina y bajando luego a través de la escalera posterior a la bodega del sótano.
En enero de 1996 un nuevo grupo de inversores llegó al 206 Este de la calle 63 y, después de pasar algunas semanas redecorando el lugar y preparándose para la inauguración del octavo restaurante en ese sitio, quitaron de encima de la puerta principal el toldo tricolor de Napa Valley Grill y lo reemplazaron por un toldo verde que llevaba el nombre de Tucci. El nombre hacía honor a un pueblo del norte de Italia donde había nacido la prometida del nuevo chef, un neoyorquino de origen portugués llamado Cliff Pereira, que había conocido a su amiga piamontesa Marguerita dos años antes, cuando los dos trabajaban en la cocina de Le Madri, en la calle 18 Oeste. Pero los posteriores conflictos del chef con los inversores de Tucci (un consorcio de cinco hombres constituido por dos abogados, un fabricante de gabardinas retirado y dos publicistas conocidos por su trabajo en el anuncio televisivo de Miller Lite «Sabe genial y llena menos») provocaron su renuncia en junio de 1996, poco más de cuatro meses después de que Tucci abriera sus puertas.
Vi a Cliff Pereira varias veces antes de que se marchara y quedé impresionado con su encantadora personalidad. Lo veía como uno de los múltiples chefs neoyorquinos conscientes de la publicidad y el poder de los medios cuya mayor aspiración era participar en Food Network. Le gustaba salir de la cocina después de terminar de servir el último plato y, vestido con su gorro blanco y exhibiendo una amplia sonrisa, pasearse por el comedor de Tucci, mientras saludaba a los comensales y les pedía su opinión sobre la cena que les había preparado. Mi sensación era que los dueños del restaurante —uno o dos de ellos solían sentarse por las noches cerca de la puerta a saludar a los clientes— habrían preferido que su chef permaneciera en la cocina, adonde creían que pertenecía, en lugar de hacer apariciones públicas en el comedor y aceptar ocasionalmente los elogios con una venia. Pero no había manera de detenerlo. Él era producto de una época en que los medios presentaban el negocio de los restaurantes como una industria creciente y glamurosa y los chefs eran exaltados como artistas culinarios con poder de atracción y el potencial de extender su influencia más allá de las puertas giratorias de la cocina. The New York Times Magazine publicó un artículo titulado «El chef como magnate», que contaba la historia de un ambicioso ex ayudante de cocina llamado David Bouley, quien a los quince años estaba lavando platos después de la escuela en un restaurante de Connecticut y a los cuarenta y cuatro era un millonario que posaba para la portada del Times a la manera de los magnates de los estudios de Hollywood, vestido con una camisa vaquera azul y gafas oscuras, hablando por el móvil mientras tomaba el sol. El artículo de Times Magazine señalaba que David Bouley era chef y copropietario del restaurante Bouley, que abrió en la calle Duane en el centro de Manhattan en 1987. Allí, la excepcional cocina y presentación de David Bouley atrajeron pronto a una multitud de clientes y celebridades del negocio del entretenimiento y en pocos años el local tuvo una calificación de cuatro estrellas y comenzó a producir una ganancia bruta de cerca de nueve millones de dólares al año.
A lo largo de los ochenta y los noventa se hicieron muchas fortunas con el negocio de la comida no sólo en Nueva York sino en todas partes del país, bajo el liderazgo personalizado de otros «chefs magnates», entre los que se encontraban Wolfgang Puck de Los Ángeles, Paul Prudhomme de Nueva Orleáns y Charlie Trotter de Chicago. Ahora el ciudadano norteamericano medio comía fuera de casa cerca de cuatro veces por semana y chefs neoyorquinos tan magnéticos como Charlie Palmer y Jean-Georges Vongerichten atraían individualmente a tantos clientes que cada uno tuvo que crear cuatro menús distintos y asesorar la cocina de cuatro restaurantes diferentes bajo su égida, lo cual contribuyó al crecimiento numérico de los restaurantes con servicio completo en Nueva York, que pasaron de trece mil en los ochenta a diecisiete mil en los noventa, con un crecimiento similar en el resto de la nación. Pero mientras yo continuaba reuniendo información acerca del negocio de los restaurantes, seguía preguntándome por qué, en medio de tanta prosperidad y crecimiento y en un momento en que el público veía los restaurantes cada vez más como una necesidad nocturna, en los restaurantes que yo frecuentaba en el número 206 Este de la calle 63 sólo había decepción e inestabilidad constantes.
¿Qué era lo que pasaba allí? ¿Sería que el lugar tenía un maleficio, como me había dicho Nicola Spagnolo? ¿Acaso la destitución del chef de Tucci, Cliff Pereira, por parte de los propietarios era sólo el último ejemplo del criterio directivo equivocado que había caracterizado a este local, que podía ser llamado la tumba de los restaurateurs y la catacumba de los cocineros a corto plazo? Yo sabía que la mayor parte de los propietarios y administradores de esos efímeros restaurantes del 206 Este de la 63 había funcionado exitosamente durante largos periodos en otros lugares, y no había nada en la apariencia externa de esta calle que sugiriera que invertir ahí fuera una mala idea. El edificio identificado con el número 206 estaba ubicado en el costado sur de la 63 Este, sólo unos pocos pasos al este del pesado tráfico de peatones que circulaban por la Tercera Avenida, y más abajo de Tucci, por la misma calle pero más cerca de la Segunda Avenida, estaba el restaurante Bravo Gianni, que llevaba más de doce años de prosperidad en el número 230 Este de la 63, tras abrir sus puertas en 1983. Más aún, estos dos restaurantes eran los únicos establecimientos públicos en los que se podía comer en la calle 63 entre las avenidas Segunda y Tercera, una zona residencial densamente poblada y bordeada de altas torres de apartamentos habitados por clientes potenciales que, en mi opinión, podrían sostener la existencia de al menos media docena de restaurantes sólo en esta calle.
Pero hasta ahora, en lo que tenía que ver con el 206 Este de la 63, el sitio parecía estar embrujado. Sin embargo, yo sabía por mi investigación que la ubicación particular de un restaurante no era relevante para su supervivencia, prueba de ello era el éxito de Elaine’s. Aún más inconveniente que la de Elaine’s, como dije antes, es la ubicación del restaurante Rao’s, en la calle 114, cerca de East River, pero cantidades de personas gastan grandes sumas de dinero en taxis y limusinas para ir a cenar a este pequeño restaurante italiano que lleva más de cien años en Harlem Este y no acepta tarjetas de crédito e incluso desalienta a los clientes que quieren hacer su propia selección del menú. El agresivo hijo del propietario, que hace las veces de jefe de camareros, anuncia las especialidades de la noche de una manera tan persuasiva que la gente no se atreve a contradecirlo. He visto a jefes de la Mafia obedeciendo al hijo del propietario de Rao’s. El restaurante siempre está lleno de gente ruidosa, el volumen de la música es demasiado alto y los clientes se ven obligados a sentarse en incómodos bancos y sillas de madera. Y, sin embargo, conseguir una reserva en Rao’s es difícil aun si uno llama con semanas de antelación. Los viejos clientes de Rao’s se han apropiado de todas las mesas del restaurante durante todas las noches de la semana, inspirados seguramente por el espíritu de aquellos asistentes a la ópera de San Carlo, en Nápoles, a comienzos del siglo XIX, que tenían un palco y andaban con un manojo de llaves que les permitían dejar sus sillas patas arriba cada vez que no las estaban usando.
La moda tampoco tiene nada que ver con el éxito a largo plazo de un restaurante. En la Avenida Lexington, al sur de la calle 61, hay un lugar absolutamente bien establecido llamado Gino, que ha funcionado con éxito durante más de cincuenta años, mientras se mantiene en una especie de cápsula del tiempo creada en la época de la posguerra, en los cuarenta. El menú diario de Gino presenta los mismos platos que ofreció su chef el día de la inauguración en 1945 y el restaurante se aferra a una política inmodificable de no aceptar reservas ni tarjetas de crédito, ni camareros que usen pendientes (a propósito, los camareros de Gino son probablemente los hombres de clase media más rectos de Nueva York; cada vez que se muere o se retira alguno de ellos, es reemplazado por un camarero que se le parece mucho tanto en la actitud como en la apariencia física). La decoración de Gino tampoco cambia: su preferencia por las flores artificiales y su empapelado rojo tomate, cuyo dibujo exhibe varias filas de cebras que van corriendo mientras esquivan cientos de flechas. A la mitad de las cebras que hay en la pared les falta una raya cerca de la cola. Como al artista local que hizo el diseño original del papel en 1945 se le olvidó agregar una raya en las ancas de una de las dos cebras que dibujó saltando juntas en la misma dirección (un boceto que serviría como prototipo para todos los pares de cebras que aparecen en el papel), a la mitad de las cebras que hay en las paredes de Gino les falta una raya debido a la negligencia del artista. Sin embargo, cada vez que Gino se ve obligado a cambiar el empapelado, lo sustituye por una réplica exacta, una que presenta invariablemente a la mitad de las cebras con una raya de menos.
Poco después de que los socios de Tucci reemplazaran a Cliff Pereira por un chef muy complaciente llamado Matthew Hereford —entretanto, Pereira fue contratado para dirigir el café de Giorgio Armani, ubicado en el primer piso de la tienda de este diseñador en la Avenida Madison, cerca de la calle 57—, me asaltó el temor de haber pasado mucho tiempo dándoles vueltas a los infortunios de los restaurantes ubicados en el 206 Este de la calle 63. Sentí que estaba perdiendo la perspectiva como escritor porque había pasado demasiado tiempo reuniendo información sin hacer una pausa para evaluarla. ¿Qué pretendía hacer con todo ese material? ¿Cuál era mi historia?
Como frecuentemente los escritores no saben qué es lo que están escribiendo hasta que lo escriben, en el verano de 1996 decidí hacer un alto en mi investigación durante un tiempo y tratar de escribir un artículo de revista acerca de los restaurantes proclives a los problemas que habían funcionado en el 206 Este de la 63 y que, lamentablemente, se habían vuelto parte de mis problemas. Publicar algo me subiría rápidamente la moral, pensé, y también me ayudaría a determinar finalmente qué parte del material era digno de un libro, si es que algo lo era. Así que me senté en mi escritorio durante varios días a revisar mis notas y esbozar lo que suponía que sería un artículo de cerca de tres mil palabras. Después de arrojar a la basura varias páginas llenas de frases y párrafos que no quería que nadie leyera, escribí:
Durante casi veinte años he cenado regularmente en Nueva York en un restaurante de barrio que con la misma regularidad abandona el barrio y despide a sus empleados y cierra con candado la puerta principal del local situado en el edificio de ladrillo identificado con el número 206 Este de la calle 63, entre las avenidas Segunda y Tercera, a lo largo de distintos periodos, mientras que el polvo cubre la barra y sus propietarios digieren sus pérdidas.
Luego, después de unos cuantos meses, o a veces después de más de un año, otro restaurante con un nombre nuevo y nuevos propietarios abre sus puertas en la misma dirección, y usa la misma cocina y algunas de las mismas ollas viejas, pero por lo demás, se cuida con esmero de alejarse de cualquier mal sabor o impresión desfavorable que puedan haber quedado en el paladar o la memoria de aquellos individuos que han comido allí antes. Hay una nueva carta y nuevos camareros. Hay mesas y sillas y lámparas recién compradas. Las paredes de ladrillo del interior son raspadas o tal vez pintadas con colores diferentes y adornadas con azulejos nuevos, nuevos candelabros, cuadros y espejos que tratan de desviar cualquier reflejo del pasado. También hay predicciones por parte de los nuevos propietarios de que ellos sí tendrán éxito en ese lugar, donde sus predecesores fracasaron. Y hay comensales veteranos como yo que, atraídos por la curiosidad tanto como por el hambre, regresan una y otra vez para saborear las distintas especialidades preparadas por la procesión de chefs que desde 1977 han encontrado empleo temporal en los dos pisos y el sótano de este edificio de ladrillo de cinco pisos que hasta ahora ha sido el escenario de ocho restaurantes distintos y docenas de socios […]
Sin embargo, antes de terminar el artículo recibí una llamada de un amigo de Cliff Pereira, que me dijo que Tucci —que llevaba apenas cinco meses de funcionamiento— sería vendido pronto. Eso me pareció difícil de creer, pues el restaurante parecía estar operando al máximo de su capacidad durante las muchas noches en que yo había estado allí, y ahora me aterraba la idea de dejar a un lado lo que estaba escribiendo para hacer una investigación adicional. Llamé por teléfono a Gerald Padian, un abogado de treinta y cuatro años que era uno de los cinco accionistas de Tucci. Estaba ocupado cuando llamé, pero poco después me devolvió la llamada y me confirmó que posiblemente iban a firmar un acuerdo para salir del restaurante. Padian me propuso que nos viéramos a lo largo de esa semana y sugirió que para ese momento tendría más que contarme.
Gerald Padian era el socio que más me gustaba de los cinco accionistas de Tucci y, dicho sea de paso, también era el que había mostrado más disposición para cooperar conmigo y con mi trabajo y parecía genuinamente interesado en oír mi recuento de las infelices historias de los restaurantes que habían precedido a Tucci en el 206 Este de la calle 63. Desde el momento en que lo conocí, en la inauguración de Tucci, se mostró amigable y servicial y, como los dos éramos ávidos aficionados a los deportes, más tarde pasamos mucho tiempo conversando después de la cena, mientras veíamos los partidos de béisbol de los Yankees y otros eventos en la televisión que había instalado encima de la barra de Tucci.
Gerald Padian era un católico nacido en el Bronx. Un tipo corpulento que medía metro ochenta, tenía el pelo negro brillante, ojos verdes, cara redonda y pálida y una quijada grande que con frecuencia había salido lastimada en el ring de boxeo durante sus años de estudiante de colegio, cuando era pugilista, y en las peleas de borrachos en las que ocasionalmente se involucraba cuando trabajaba mezclando hormigón y como obrero, con el fin de ayudarse a pagar sus estudios en la Escuela de Derecho Fordham. Su abuelo paterno, Michael Padian, había sido boxeador profesional durante un tiempo corto en Irlanda, su tierra natal, y después de venir a América y establecerse como trabajador con familia, Michael había enseñado a boxear al padre de Gerald y más tarde al mismo Gerald. El abuelo materno, de origen hispano-francés, había sido el dueño y administrador de una taberna ubicada en la calle 116 Oeste y a Gerald le gustaba recordar que la taberna había aparecido en algunas escenas de El prestamista, una película protagonizada por Rod Steiger.
El bufete de Gerald Padian estaba en la calle 56 Este, siete calles al sur de Tucci. Por las noches, cuando le tocaba el turno de supervisar el funcionamiento del restaurante, Padian normalmente llegaba a Tucci vestido con su pinta de abogado: trajes oscuros, camisas blancas, zapatos relucientes y corbatas de seda que nunca eran llamativas pero que a veces llevaba flojas. Yo creía que Padian seguía siendo un obrero de corazón, que se había resignado a usar chaqueta y corbata como parte de su uniforme como funcionario de los tribunales. Y aunque él minimizaba el hecho de que era rápido con los puños, me dio la impresión de ser un individuo que regularmente veía venir situaciones desagradables que tenía que afrontar.
Un día, antes del amanecer, cuando estaba en el tercer año de la escuela de Derecho, Padian iba caminando por los alrededores del Lincoln Center, hacia la biblioteca Fordham, donde pensaba estudiar para un examen, cuando fue abordado por un joven negro que le dijo: «Oiga, ¿me permite un momento?». Padian no respondió y siguió caminando. Luego el hombre lo alcanzó y le repitió la pregunta cara a cara, con tono más urgente: «¿Me permite un momento?». Este tipo es raro, pensó Padian, y está a punto de asaltarme, así que lo agarró rápidamente por la garganta y los hombros y, después de darle un fuerte empujón, lo lanzó dando tumbos de espaldas a la calle.
Padian siguió hacia la calle 60 Oeste con la Avenida Amsterdam con paso rápido. De repente quedó cegado por la fuerte luz de unas lámparas de carbón, pisó un cable eléctrico que atravesaba la acera y vio frente a él a un grupo de hombres que estaban atareados con sus cámaras cinematográficas y sus equipos de sonido. «¡Corten!», gritó uno de los hombres con irritación, y luego Padian reconoció al director Woody Allen, que lo miraba con el ceño fruncido y decía groserías en voz alta. Padian había interrumpido una escena que Allen estaba filmando para Historias de Nueva York. El joven negro, un asistente de producción que se suponía que debía evitar que los peatones interrumpieran a los cineastas, llegó en ese momento al lado de Padian y le dijo con tono sarcástico: «¡Muchas gracias! Yo sólo le estaba pidiendo un momento de su tiempo para evitar que irrumpiera en el set cuando las cámaras estaban rodando». Padian estaba demasiado avergonzado para decirle algo al hombre o a Woody Allen, aunque este último seguía insultándolo. Entonces Padian se retiró lentamente del set y siguió su camino hada la biblioteca.
Después de graduarse en la Escuela de Derecho Fordham en 1988, Padian fue contratado como abogado asociado en el departamento de litigios de Weil, Gotshal & Manges, una firma grande, conocida principalmente por su experiencia en casos de bancarrota y derecho empresarial. Entre sus jóvenes colegas había un tipo graduado de Fordham de origen armenio llamado Richard Tashjian. Después de trabajar juntos durante cuatro años en Weil, los dos se fueron para establecer su propia firma, Tashjian & Padian, especializada en litigios comerciales. Uno de sus primeros clientes fue el propietario del club nocturno Café Society, ubicado en la calle 21 con Broadway, quien se declaró en quiebra en 1992. Padian y Tashjian trataron de encontrar inversores externos que pudieran abrir allí otro club nocturno, pero en lugar de eso se encontraron con un individuo millonario que estaba dispuesto a gastarse un millón y medio de dólares en convertir el club en un restaurante. Padian y Tashjian lo ayudaron con los asuntos legales y también invirtieron fondos propios para participar en la sociedad. El restaurante se llamaría Metronome y el chef al que contrataron para dirigir la cocina era Cliff Pereira. Tres años después, cuando Padian y Tashjian ya habían cortado todo vínculo con Metronome y llegado a un acuerdo con J. Z. Morris para alquilar el local desocupado por Napa Valley Grill en el número 206 Este de la calle 63, Padian llamó a Pereira para invitarlo a trabajar con la sociedad de cinco hombres que lanzarían Tucci.
Aun antes de la inauguración, en febrero de 1996, se hizo evidente que Padian era el socio más decisivo de los cinco que conformaban la sociedad que creó Tucci, pues tenía una clara visión de cómo manejar el negocio de manera rentable y evitar los errores que había cometido el propietario del Napa Valley Grill, Michael Toporek, quien se había «enamorado de su restaurante» y terminó debiéndoles cerca de quinientos mil dólares a sus acreedores. El lugar de Padian sería una trattoria bastante informal, de alta rotación. Contrataría menos camareros y ayudantes de cocina de los que Toporek había contratado para el Napa Valley Grill, lo cual disminuiría la nómina semanal de doce mil dólares a menos de nueve mil. El menú de Padian reduciría los precios de la comida y la bebida, de manera que un cliente de Tucci se gastara de media entre veinticinco y treinta dólares en una cena con aperitivo y una copa de vino, lo cual significaba aproximadamente diez o quince dólares menos que la cuenta media del Napa Valley Grill. Padian aumentó la capacidad del comedor principal al traer mesas muy pequeñas, que medían ciento cincuenta y cuatro centímetros cuadrados, y como resultado el comedor podía albergar a setenta y cinco clientes, en un espacio que antes alojaba a un máximo de sesenta. Y como las tablas de las mesas estaban hechas de un atractivo mármol compuesto, Padian decidió no cubrirlas con manteles de lino. La lavandería cobraba noventa y ocho centavos por lavar cada mantel y, al suprimir ese gasto, Padian calculaba que podrían ahorrarse unos cuantos miles de dólares mensuales. Padian vendió a muy buen precio la esbelta y costosa barra diseñada en madera de cerezo de Toporek y puso en su lugar una barra antigua que compró por menos de dos mil dólares en un almacén de Harlem, la cual provenía de un hotel que había quebrado en las Montañas Pocono, en Pensilvania. Padian subastó las sillas tapizadas en seda de Toporek y las reemplazó por asientos de madera sin cojín, lo cual, en su opinión, reduciría el nivel de comodidad de los clientes de Tucci y fomentaría una rotación de comensales mayor y más rápida.
(Meses más tarde, después de que Tucci abriera sus puertas y los muebles del Napa Valley Grill fuesen subastados, Michael Toporek estaba cenando con unos amigos en un restaurante en Sag Harbor, Long Island, cuando se encontró sentado en una silla tapizada en seda que le resultó cómoda y en cierta forma familiar. Cuando la miró por debajo para examinarla, se dio cuenta de que estaba sentado en una de las sillas que él había comprado para el Napa Valley Grill.)
A finales de junio de 1996, pocos días después de enterarme de que Tucci pronto sería vendido, me reuní con Gerald Padian en las oficinas de la firma Tashjian & Padian, en la calle 56 Este. La recepcionista me saludó por mi nombre, debido a que me había visto en otras ocasiones, y me hizo señas para que siguiera hacia la oficina de Padian. Cuando entré, él estaba sentado detrás de su escritorio, finalizando una llamada telefónica. En la pared de atrás del escritorio había una inmensa foto enmarcada de Muhammad Ali levantando los puños enguantados sobre el cuerpo caído de Sonny Liston. Después de colgar, Padian se levantó para estrecharme la mano y me invitó a tomar asiento. Charlamos un rato acerca de los Yankees y luego cambió rápidamente de tema y me hizo de improviso una pregunta que me cogió por sorpresa: «¿Te gustaría comprar Tucci?».
Pensando que estaba de broma, me quedé en silencio.
«No, es en serio», dijo. «A ti te gusta el negocio de los restaurantes, como me has contado en miles de ocasiones, y creo que de verdad serías bueno para eso.»
Yo admití que, durante la infancia, a menudo había soñado con ser dueño de un restaurante.
«Bueno, pues llegó la hora», dijo Padian, y agregó que Tucci estaba a punto de volverse un negocio bastante exitoso. El hecho de bajar los precios de la comida y las bebidas había sido una buena idea, en su opinión, pues había atraído más y más clientes cada noche, y luego describió al nuevo chef como un empleado de primer nivel que estaba ansioso por seguir trabajando con la misma dedicación en la cocina. Padian continuó explicando que la única razón por la que se sentía tentado de renunciar al restaurante era porque su práctica legal había crecido de repente y cada vez le resultaba más difícil funcionar eficazmente como abogado todo el día y, por la noche, trabajar como dueño de restaurante. Padian admitió que su personalidad controladora tal vez había contribuido a que dedicara mucho tiempo a dirigir Tucci, a la vez que sus socios parecían muy contentos con la idea de que él les hiciera el trabajo. Pero esa situación tenía que cambiar, dijo. Quería pasar más tiempo con su prometida (con quien planeaba casarse en los próximos meses) y además ahora tenía que hacer más viajes de negocios fuera de la ciudad, especialmente a la casa de J. Z. Morris en Indiana para atender asuntos relacionados con el padre multimillonario de Morris.
Mientras Padian me contaba todo eso, recostado en su silla y con los pies sobre el escritorio, su teléfono no dejaba de sonar y, aunque se disculpaba por cada interrupción, rápidamente se inclinaba para contestar todas las llamadas. Yo estaba sentado frente a él, pensando en la posibilidad de convertirme en propietario en el mundo de los restaurantes. Me pregunté qué precio tendría Padian en mente y si lo que me estaba ofreciendo eran sus acciones o si toda la sociedad tenía intenciones de vender Tucci. Me intrigaba la idea de cumplir mi fantasía de infancia y al mismo tiempo escribir sobre el negocio de los restaurantes desde adentro, tal como lo había hecho con tanto éxito George Orwell en Sin blanca en París y Londres. Pero también pensé que, al estar tan familiarizado con la historia de los restaurantes que habían funcionado en ese local, si me convertía en inversor estaría tan preocupado por la supervivencia económica de Tucci que nunca encontraría el tiempo ni la energía para escribir ni una letra. Los escritores son famosos por descubrir cosas que los distraigan de su trabajo.
Recordé una historia sobre un colega del Times de nombre Meyer Berger, quien después de quejarse de manera interminable ante su esposa por su incapacidad para terminar un artículo para una revista, la oyó decirle una mañana que lo iba a dejar solo en el apartamento por el resto del día y que cerraría la puerta con llave al salir y se llevaría también la llave de él. La esposa le dijo que cuando regresara, en la tarde o al anochecer, esperaba que hubiese terminado su artículo y agregó que no tenía nada más en que pensar, pues ella ya se había ocupado de todas las tareas domésticas: había lavado los platos del desayuno, le había preparado el almuerzo y había limpiado el apartamento; hasta las ventanas habían sido lavadas, de lo que se había encargado un día antes una compañía especializada. Ocho horas después, cuando la esposa regresó, encontró a su marido sonriente y aparentemente complacido de tenerla en casa. Sin embargo, descubrió que aunque no había escrito ni una página, todas las piezas de plata que tenían estaban organizadas en la mesita auxiliar o en el aparador, relucientes y recién pulidas.
Me preocupaba que invertir en Tucci no sólo me distrajera de mi escritura sino que me privara del placer que siempre había sentido al comer en restaurantes y frecuentar distintos lugares con regularidad. Estaría confinado en un solo lugar, noche tras noche. Estaría tan restringido como había estado mi amigo Sidney Zion cuando dirigió Broadway Joes y ya no pudo seguir siendo un hombre que andaba por la ciudad y se aventuraba a entrar y salir de distintos bares y restaurantes de Nueva York, que era lo que más le gustaba. Otro residente de Nueva York llamado Warner LeRoy, un imponente caballero al que le gustaba usar caras chaquetas bordadas de diseñador y chalecos de damasco y que tenía mucha más experiencia y habilidad en el manejo de los restaurantes que Sidney Zion —LeRoy había fundado establecimientos de comida tan espléndidos como Maxwell’s Plum y Tavern on the Green— me dijo una vez en una entrevista que había dos reglas que debía seguir todo dueño de restaurante para tener éxito. La primera regla, dijo LeRoy, era evitar tomar alcohol. (Cuando mencionó eso, pensé en lo mucho que bebía Marvin Safir, uno de los dueños de Moons en el 206 Este de la 63, quien perdió dos millones de dólares, lo que llevó a uno de los socios de Moon’s a comentar: «El principal problema de Moon’s era que Marvin Safir era su mejor cliente».) La segunda regla, de acuerdo con LeRoy, era que el propietario de un restaurante nunca debía parecer aburrido cuando estaba con sus clientes. Eso era más fácil de decir que de hacer, admitió LeRoy, porque a veces los mejores clientes de un restaurante son personas con ínfulas de grandeza, que hablan demasiado y están acostumbradas a que las escuchen, incluso cuando no son interesantes. Esas personas no tienen conciencia de que son aburridas, siguió diciendo LeRoy, y sin embargo, el oficio del restaurateur es no hacérselo saber nunca; de hecho, siendo una persona inclinada a la diplomacia, LeRoy dijo que cada vez que estaba conversando con gente aburrida solía asentir con la cabeza para animarlos a seguir, y a veces levantaba una ceja como una fingida indicación de tener mucho interés. Las capacidades histriónicas de Warner LeRoy probablemente estaban relacionadas con su historia familiar. Su abuelo comenzó Warner Bros., y su padre produjo y dirigió El mago de Oz.
Pero como potencial propietario de Tucci, ¿qué podía resultar útil para mí de la charla con Warner LeRoy? No mucho, pensé. Yo no quería abstenerme de mi tradicional martini seco de antes de la cena y tampoco quería rodearme casi todas las noches de un círculo social de clientes, en especial de aquellos que eran presuntuosos y tediosos. Y así, cuando Gerald Padian colgó y retomó nuestra conversación con la pregunta: «¿Ya tomaste una decisión acerca de Tucci?», le respondí: «Lo siento, pero creo que será mejor que me mantenga fuera de eso. Ya tengo suficientes problemas cuando trato de escribir acerca de los restaurantes y…».
«Ah, pero tú serías bueno en este negocio», me interrumpió Padian. Al ver que yo no decía nada, continuó con voz más suave: «¿No quisieras pensarlo al menos un poco?».
«Está bien», dije, «lo pensaré, pero también quisiera conocer un poco más acerca del negocio, y tal vez pasar algún tiempo husmeando en la cocina».
«Bien», dijo rápidamente Padian. «Lo arreglaré. ¿Cuándo te gustaría ir?»
«Cualquier día», dije.
Padian se estiró para alcanzar el teléfono y habló durante un momento con el chef de Tucci, Matt Hereford. Después de colgar, Padian se recostó en la silla y sonrió. «Estás contratado», dijo. «Puedes ir mañana por la mañana, a las diez en punto. Estarás trabajando con el chef y los cocineros a lo largo del día. Ayudarás en la barra de ensaladas, en la de pasta y en la parrilla. Te tendrán preparado un uniforme. Y te prometo que no tendrás que lavar platos.»