27.

Cuando fui a Manassas por primera vez para mi trabajo con The New Yorker, en julio de 1993, estaba establecido que el caso contra John Bobbitt por «abuso sexual entre cónyuges» se presentaría ante un jurado en septiembre y el caso contra Lorena Bobbitt por «lesiones personales dolosas» sería escuchado en noviembre. Aunque casi doscientos representantes de los medios de comunicación pretendían asistir a estos dos eventos en un edificio donde la sala más grande sólo podía alojar a cuarenta y dos espectadores, yo esperaba tener un buen puesto gracias a la promesa de un importante funcionario del condado, cuya amistad había comenzado a cultivar poco después de llegar a Virginia. Se trataba de un individuo que decía haber leído y admirado mi libro acerca de la mafia (Honrarás a tu padre) y a quien comencé a invitar a cenar con frecuencia en el restaurante más caro de Manassas.

Pero, unos pocos días antes de la fecha en que debía comenzar el primer juicio, el juez anunció un aplazamiento que se hacía a solicitud de la oficina del fiscal. Aparentemente un testigo clave de la fiscalía, un médico forense al que le habían pedido que analizara microscópicamente parte de la evidencia que la policía había reunido en la habitación de los Bobbitt, no podría testificar durante el periodo establecido para el primer juicio; así que el juez pospuso el juicio hasta noviembre y pasó el juicio de Lorena a enero de 1994.

No quedé nada contento con esto, pues cambiaba mi enfoque del artículo, el cual debía entregar en septiembre. Había pensado comenzar con una descripción de la sala del tribunal llena de gente durante la apertura del primer juicio, y pensaba concentrar mi atención en Lorena Bobbitt cuando la mujer pasara al estrado y comenzara a testificar en contra de su marido, que a su vez estaría sentado en el puesto de los acusados, a sólo unos metros de ella. Entre los espectadores de la sala habría miembros de la familia de él, de Niagara Falls, quienes lo habían apoyado de manera incondicional desde el incidente: sus padres adoptivos, sus hermanos y cuñadas, sus tíos, sus tías y su primo de veintiséis años, Todd Biro, que estuvo en la sala de recuperación el día siguiente al ataque y le preguntó a John en voz alta: «¿Qué quieres que hagamos, John?». Todd Biro ya les había dicho a algunos miembros de la familia lo que tenía en mente. Él estaba a favor de una represalia personal. Se veía a sí mismo acechando a Lorena por las calles de Manassas y deshaciéndose de ella de la manera más rápida y discreta posible. Pero John Bobbitt, que yacía acostado sobre la espalda en la cama del hospital, se volvió hacia su primo y dijo: «Todd, no hagas nada».

Me enteré de esta conversación durante una de las entrevistas que le hice a John Bobbitt a mediados del verano y me sorprendió que él hubiese preferido adoptar una actitud contenida, en lugar de clamar venganza contra su esposa después de lo que ella le había hecho el día anterior. Pero una semana antes de que supuestamente comenzara el juicio de septiembre, sus comentarios acerca de Lorena fueron decididamente más hostiles y supongo que también estaba preocupado por la posibilidad de que el jurado pudiera decidir el caso a favor de Lorena. Si lo encontraban culpable, John Bobbitt podría ser sentenciado a pasar hasta veinte años en prisión.

Ahora, sin importar lo que el jurado pudiera concluir, ni cómo siguiera el juicio, yo tenía ganas de escribir sobre el asunto y centrar toda mi historia en la sala del tribunal, el único lugar que reuniría a todos los individuos involucrados en el juicio de manera tangencial o directa: la pareja en conflicto, sus abogados, sus asesores, sus seguidores, sus detractores, quienes los juzgaban, el juez y los medios. Me interesaba de manera muy particular oír de primera mano el testimonio de Lorena, a quien Alan Hauge me había impedido entrevistar, pero cuya aparición en la corte me suministraría la primera visión que tenía de ella sentada en la misma habitación con su marido. Así, me sería posible observar y registrar cualquier incomodidad que cada uno pudiera producir en el otro y, sin duda, durante el careo los dos tendrían que soportar una gran cantidad de presión de parte del abogado de la parte contraria. Si todo iba de acuerdo con el plan, mi artículo estaría publicado días antes de la aparición de Lorena en 20/20 (que saldría al aire la noche del viernes 24 de septiembre) y de su entrevista en Vanity Fair.

Sin embargo, el aplazamiento del primer juicio ordenado por el juez significaba que ya no podría usar la sala del tribunal como escenario de mi artículo si quería cumplir con la fecha de entrega y tener el artículo en la oficina de Tina Brown a tiempo para que lo incluyeran en el número que estaría en los quioscos el lunes 20 de septiembre. Así las cosas, pasé muchas horas en la habitación del motel organizando mis notas y luego comencé a escribir lo que sería un artículo de diez mil palabras titulado «Incidente en Virginia». El texto comenzaba con un fragmento de una novela francesa que había leído hacía años (la ya mencionada Germinal, de Émile Zola), seguido de una parte de la declaración que Lorena Bobbitt le dio al detective Peter Weintz el día de la mutilación.

INCIDENTE EN VIRGINIA

Por Gay Talese

La Mouquette empezó a quitarle los pantalones, ayudada por la de Levaque, que levantaba las piernas. Y la madre Brulé, con sus cuarteadas manos de vieja, le abrió los muslos, empuñó aquella virilidad muerta, y en un esfuerzo que le arqueó el espinazo y le hizo crujir los brazos, trató de arrancarla de un solo tirón. Pero la piel flácida resistía; tuvo que empezar otra vez, hasta que acabó quedándose con aquel jirón de piel velluda y ensangrentada que agitó en el aire, con una carcajada de triunfo.

«¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!»

Multitud de voces chillonas saludaron con imprecaciones el horrendo trofeo.

«¡Ah, bribón! ¡Ya no te meterás más con nuestras hijas!»

Zola, Germinal (1884)

«No le importaron mis sentimientos Él siempre tiene orgasmos y no espera a que yo llegue al orgasmo. Es muy egoísta. No me parece justo. Así que le quité las sábanas y lo hice.»

Tomado de la grabación de la declaración

de Lorena Bobbitt al detective Weintz,

Manassas, Va., 23 de junio de 1993.

Esta semana, la nación que aborrece oficialmente el sexo y la violencia pero que nunca se cansa de ellos tendrá el placer de asistir a través de la televisión al morboso relato de la historia del miserable matrimonio de Lorena Bobbitt, quien, después de afirmar que fue sexualmente agredida en su lecho matrimonial por su marido ex infante de marina, obtuvo su venganza mediante un cuchillo de cocina de treinta centímetros y mango rojo (comprado en el Ikea de Woodbridge, Virginia), con el cual seccionó dos tercios del pene de su esposo dormido, después de lo cual huyó en su coche con el miembro en la mano y avanzó cuatrocientos metros antes de arrojarlo a la orilla de la carretera y seguir hasta la casa de una mujer para la que trabaja como manicura.

El que el marido no sólo haya sobrevivido a la experiencia sino que su pene haya sido recuperado y reimplantado, menos de diez horas después, por dos cirujanos de un hospital cercano, es tal vez menos asombroso que el hecho de que el señor y la señora Bobbitt estén a punto de firmar, cada uno por su parte, un contrato con asesores mediáticos que están ansiosos por venderle a la industria del entretenimiento sus versiones encontradas […] Este siglo que alcanzó la madurez con el doctor Freud y sus ideas acerca de la envidia del pene puede terminar con un ex infante de marina y su defectuoso miembro, que no despierta ninguna envidia, pagando una sentencia de veinte años de prisión por abusar de una esposa especialmente habilidosa con los cuchillos.

[…] Así como en épocas pasadas las mujeres eran acusadas de brujas y seductoras, rasgos que muchos hombres piadosos pensaban que se cultivaron en el Jardín del Edén, desde entonces se ha vuelto corriente acusar a los hombres de todas las desgracias de las que se quejan las mujeres y considerar al pene (cuando no lo toman literalmente) como la fuente del problema. ¿Por qué otra razón las mujeres de la novela de Zola se sentirían obligadas a arrancarlo del cuerpo del difunto y avaro señor Maigrat, un tendero que retuvo el pan durante los levantamientos populares posteriores a la Revolución? ¿Acaso el señor Maigrat no merecía que esa perversa extensión de su personalidad fuese cercenada y puesta en un palo por la madre Brulé, y que desfilara en medio de los gritos de alegría de mujeres que lo acusaban de ser una «bestia diabólica»? ¿Acaso la señora Bobbitt no era una persona igualmente iracunda y oprimida cuando seccionó, aunque sólo temporalmente, esa arma masculina que Lawrence reconoció, en El amante de Lady Chatterley, como «el terror del cuerpo», que hacía que los hombres fuesen incapaces de tener «el adecuado respeto por el sexo»?

Si estas cavilaciones parecen irrelevantes frente a los futuros casos relativos a la pareja Bobbitt, hay que anotar que el 4 de agosto el fiscal de Virginia, Paul Ebert, quien dirigirá los casos contra los dos, marido y mujer, les señaló a los múltiples reporteros que estaban cubriendo la audiencia preliminar de la señora Bobbitt: «Nunca había visto un caso que despertara tanta atención […] si ella hubiese cortado otra cosa, o lo hubiese matado, dudo mucho de que todos ustedes estuvieran aquí hoy […]».

Mi artículo continuaba con la descripción de los antecedentes familiares de John y Lorena Bobbitt: cómo se conocieron, por qué se casaron, la incompatibilidad de caracteres que motivó una serie de llamadas a la policía y que llevó finalmente a la mañana de la mutilación. No me disgustó el artículo que envié a la oficina de Tina Brown por fax, la mañana del jueves 9 de septiembre, pero como estaba tan cansado después de escribir toda la noche, es probable que mi satisfacción fuese producto de haber cumplido con la fecha de entrega. Eso me recordó mis días de juventud como periodista de un diario, cuando escribía bajo presión, dando lo mejor de mí, mientras me daba cuenta de que sería capaz de hacerlo mejor si hubiese más tiempo. Después de enviar la última página, llamé a la operadora de la centralita del motel y le pedí que no pasara ninguna llamada a mi habitación. Quería, y creía que me había ganado el derecho a hacerlo, dormir sin ser molestado durante el resto de la mañana y parte de la tarde.

Cuando desperté, eran casi las 4.00 p. m. Noté que habían metido un sobre por debajo de la puerta. El sobre contenía un fax de Tina Brown.

Querido Gay:

Traté de llamarte por teléfono, pero la recepcionista dijo que no estabas recibiendo llamadas, y como tengo que salir un par de horas, quería escribir mis pensamientos con claridad, pues sé la cantidad de tiempo y energía que has invertido en este trabajo.

Lamentablemente, creo que, después de todo, era una tarea imposible […] Tal vez porque no tuviste acceso a la esposa, o quizás porque el infante de marina simplemente es un tipo opaco y estúpido […] No siento que sepa nada más acerca de esta pareja de lo que sabía después de leer los periódicos […] Mi instinto me dice que esto puede terminar siendo el esbozo inicial del material de algo que luego tendrías que desarrollar y explorar en un libro […]

Quedé sumamente contrariado. No sólo había arruinado la oportunidad de que me publicaran en el New Yorker sino que había decepcionado a la editora que había expresado con frecuencia admiración por mi trabajo en el pasado, y en esta ocasión había sido yo quien había fallado al tratar de desarrollar una historia que yo mismo había elegido. Sin embargo, creía que todavía tenía tiempo de redimirme, así que inmediatamente le mandé un fax en respuesta:

Querida Tina:

¿Me permitirías intentar hacer una versión revisada, con la esperanza de tenerla lista para la edición del 20 de septiembre? […] Aun si tiene sólo diez páginas, un artículo anterior al juicio sobre los temas acerca de los cuales hemos hablado y lo que esta pareja puede decirnos sobre los Estados Unidos de hoy […] asunto sobre el que no leemos gran cosa. Dices que no te enteraste de muchos datos que no hubieses oído antes; bueno, ¡pues la mayor parte de todo eso lo supiste por mí! Además, soy el único que ha tenido acceso al varón emasculado, un símbolo contemporáneo […] una parte de ese gueto blanco sobre el que no leemos: esa escoria blanca y llena de tatuajes de las ciudades del interior, que se refugia en lugares como el Cuerpo de Marina de Estados Unidos (donde aprenden disciplina y obtienen estatus de machos y seguridad financiera, salvo que, una vez reciben la baja, a menudo terminan como él, trabajando en Burger King, 7-Eleven, etcétera)

¿Cuál es el enfoque en lo que respecta a ella? Se trata de una chica de centro comercial, una chica materialista, una latina ambiciosa que vio en el hombre una manera de casarse con Estados Unidos, un vehículo hacia la Tarjeta Verde, etcétera […]

A la mañana siguiente llegó esto de parte de Tina Brown:

Querido Gay:

Le di vueltas a lo que dijiste durante todo el camino hasta la oficina y creo que sería una absoluta locura que trataras de convertir ahora el artículo en una columna corta y exigua. Sería un esfuerzo titánico, que no aportaría ganancia alguna […]

Un abrazo, Tina

Dos semanas después, mientras todavía pensaba en cómo salvar la situación, acompañé a John Bobbitt a la casa de sus padres adoptivos en Niagara Falls y me reuní con varios miembros de la familia la noche del viernes 24 de septiembre para ver 20/20. Antes de que el programa comenzara, John Bobbitt predijo que las lágrimas correrían por las mejillas de su esposa mientras se quejaba con el corresponsal de ABC acerca de su matrimonio, y así fue. Pero también pensé que Lorena probablemente había despertado una gran simpatía entre la audiencia y yo mismo respondí favorablemente a una imagen que la mostraba sentada en una silla tapizada en la sala de Janna Biscutti, supuestamente leyendo un libro de pasta dura que tenía abierto frente a ella. Una toma en closc-up mostró claramente en la pantalla el título del libro. Era A los hijos, uno de los libros de mi autoría que yo le había enviado.

Querida Tina:

Pasé el fin de semana en Niagara Falls, Nueva York, en la casa de John Bobbitt y su familia, viendo el programa 20/20 de la cadena ABC, en el cual Lorena Bobbitt le habló a la nación sobre el hombre y esposo tan horrible con el que estaba casada; y creo que ver la reacción de John Bobbitt y sus familiares, sentados en el salón de su casa mientras emitían el programa de ABC, me ha brindado un buen escenario […] muchos escenarios que se pueden incluir en este próximo artículo que tengo en mente […]

Como el juicio de John Bobbitt (por «abuso») será el próximo 8 de noviembre, es posible que no sea mala idea publicar algo antes de tal juicio. Lo que me permitiría hacer uso pleno de mi investigación y hablar de lo que el público no sabe, incluso a pesar de la cooperación de Lorena Bobbitt con ABC y del artículo en Vanity Fair […]

Finalmente, el 5 de octubre Tina Brown le puso punto final a nuestra correspondencia acerca de los Bobbitt.

Mi muy querido Gay:

[…] He llegado a sentir que realmente deberíamos decirle adiós a esta saga peniana y encargarte algo más gratificante. De una forma curiosa, todo el despliegue me ha dicho todo lo que necesito saber y el éxito del artículo depende ahora de tantas cosas indefinibles que es posible que no sea realizable: la suerte de que alguno de estos personajes espantosos e incoherentes sea digno de una representación dramática, o que tú encuentres de alguna manera un símbolo psicológico que justificara nuestro voyerismo, o que pudiéramos lograr convertir esto en una metáfora de la guerra entre los sexos, etcétera, etcétera […] ¡Qué diablos, Gay, sencillamente es demasiado difícil! Tratemos de inventarnos algo nuevo que sea más digno de tus esfuerzos.

Un abrazo, Tina

En un gesto de generosidad que endulzó hasta cierto punto su decisión, Tina Brown me permitió asistir a los juicios como corresponsal del New Yorker. Aunque no les conté a mis colegas en Manassas que mi artículo había sido cancelado, la verdad es que, sentado día tras día en la corte entre los miembros de la prensa, me sentía diferente. Sentía que ahora era más un observador que un reportero. Escuché con atención los alegatos, pero rara vez tomé notas. Sabía que si algún día quería describir los juicios en un libro, tal como había sugerido Tina, sería relativamente fácil obtener todas las transcripciones y leer los viejos recortes de periódico que hablaban de los juicios.

El caso de «abuso sexual entre cónyuges» contra John Bobbitt comenzó al inicio de la tarde del lunes 8 de noviembre, después de una mañana en la cual se interrogó a muchos posibles candidatos para el jurado, que finalmente quedaron reducidos al número requerido. Nueve jurados eran mujeres, y tres, hombres. Eso no era un buen augurio para John Bobbitt, en mi opinión, pero los resultados probarían que estaba equivocado. Después de un juicio que duró tres días, durante el cual el jurado encontró que gran parte del testimonio de Lorena era contradictorio y poco convincente —las jurados dudaban especialmente de la fiabilidad de sus recuerdos—, John Bobbitt fue absuelto.

Su madre adoptiva, que estaba sentada en primera fila, se puso de pie abruptamente después del anuncio del presidente del jurado y gritó: «¡Ah, sí!». John Bobbitt se levantó, elevó el puño en el aire y luego se volvió para abrazar a su abogado, Gregory Murphy. El fiscal, Paul Ebert, expresó su decepción. «Yo la creía a ella», dijo en una conferencia de prensa. No tenía dudas de que Lorena había sido violada, reiteró, pero también creía «que lo que ella hizo en respuesta no tenía justificación». Lorena, que se había ido a casa durante las cuatro horas que duró la deliberación del jurado, recibió la noticia a través de una llamada de móvil que le hizo Janna Biscutti a la salida de la corte. Lorena escuchó en silencio y luego rompió en llanto. Su asesor mediático, Alan Hauge, no quiso hablar con la prensa, aunque el fallo anulaba sus oportunidades de obtener suficiente dinero para financiar una película que girara en torno a la historia personal de Lorena. Ese proyecto se basaba en la suposición de que el personaje de Lorena sería presentado de manera heroica: una mujer que se había defendido justificadamente de un marido violador, y esa caracterización de John Bobbitt podría ser refutada ahora por su abogado, a la luz de la absolución.

De acuerdo con un miembro de jurado al que entrevisté después del juicio, la absolución se abrió camino gracias a que el jurado le concedió mucha importancia al testimonio del médico que dijo no haber hallado ningún signo de violencia sexual cuando examinó a Lorena en el hospital. Otro miembro explicó: «Si alguien la hubiese oído gritar, o tuviese algún tipo de moratón, eso habría sido una evidencia más sustancial». Un tercer miembro me dijo que, además del relato tan poco convincente que había hecho Lorena acerca de lo ocurrido, ella había proyectado una imagen insegura cuando se sentó en la silla de los testigos: no miró directamente al jurado ni a su marido mientras rendía testimonio; se sentó en la silla casi de lado y usó su largo cabello oscuro como una especie de velo con el cual ocultó la cara. Parecía estar escondiéndose.

Con seguridad, Lorena cambiaría todo esto cuando apareciera próximamente ante un jurado en el juicio por «lesiones personales dolosas» que comenzaría el lunes 10 de enero de 1994. Lorena pidió que su abogado, James Lowe, reforzara el equipo legal; a éste se sumarían Blair Howard y Lisa B. Kemler. Kemler le dio valiosos consejos a Lorena acerca de cómo debía presentarse en la corte: la postura, la ropa que debía usar, el corte de pelo.

«Lorena es otra persona», comentó un reportero cuando ésta entró en la sala del tribunal con sus abogados el primer día. «Está totalmente transformada.» Lorena tenía su largo pelo recogido, lo cual la hacía parecer más blanca, debido a que la cara ya no se veía ensombrecida por rizos que le caían alrededor. Con un crucifijo colgando del cuello, se sentó junto a sus abogados en el banquillo de los acusados y, cuando le llegó el turno de rendir testimonio, miró a los jurados a los ojos y habló con más claridad y menos timidez de lo que lo había hecho en el primer juicio. Aun antes de subir al estrado, Lisa Kemler describió a Lorena en su alegato inicial como una mujer impresionable y de carácter voluble, una esposa desesperada y temerosa a la que su horrible marido impulsó a portarse de manera horrible. Cuando empuñó un cuchillo contra su marido, Lorena se encontraba guiada por un «impulso irresistible», dijo Kemler, una morena delgada que llevaba un traje sastre oscuro y hablaba al jurado con mucha seguridad en sí misma. «Señoras y señores», dijo al concluir, «lo que tenemos aquí es la vida de Lorena Bobbitt yuxtapuesta al pene de John Bobbitt. La evidencia mostrará que, en su mente, ella sentía que no podía escapar de su pene, que eso era lo que le causaba el dolor más grande, el temor más grande y la humillación más grande. Y yo les aseguro que, al final de este caso, ustedes llegarán a una conclusión, y esa conclusión es que una vida es más valiosa que un pene».

Desde luego, el fiscal de cincuenta y seis años Paul Ebert estaba en desacuerdo con todo eso. Había perdido el primer caso contra John Bobbitt y, en un esfuerzo por no volver a perder, estaba aprovechando el talento de una abogada rubia y elocuente de treinta y cinco años que trabajaba en su oficina. Se trataba de Mary Grace O’Brien, quien respondió a las palabras iniciales de Lisa Kemler con su propia presentación del caso. «Esto no es un asunto de defensa propia», dijo O’Brien. «No se trata de locura y ciertamente no se trata de elegir entre una vida y un pene. Éste es un caso que habla de rabia. Es un caso que habla de venganza. Y es un caso que habla de represalia.» Después de dar un paso hacia el banquillo de los acusados y fijar sus ojos azules en Lorena, la abogada O’Brien dijo tajantemente: «Lo que ella hizo no tiene excusa, no puede ser perdonado y ¡no se puede justificar!».

Durante los ocho días que duró el juicio, cuarenta y dos testigos fueron llamados a comparecer ante un jurado conformado por siete mujeres y cinco hombres. Uno de los testigos de la defensa era un auxiliar de vuelo de Continental Airlines que debía de estar llegando a los treinta y se llamaba Michael Dibblee. Junto con su novia, otra auxiliar de vuelo de United Airlines, Dibblee tenía alquilado el apartamento que estaba junto al de John y Lorena Bobbitt en la época del incidente. La noche del 22 de junio, Dibblee regresó a su casa después de un vuelo internacional. Tras dormir unas cuantas horas, se despertó antes del amanecer debido a lo que pensó que eran ruidos indicativos de actividad sexual, que provenían de la alcoba de los Bobbitt, al otro lado de la pared.

Dibblee estaba acostumbrado a oír a la gente tener relaciones sexuales, pues a menudo pasaba la noche en habitaciones de hotel durante los viajes más largos, pero gracias al Nytol por lo general lograba descansar aun en medio del ritmo retumbante del golpeteo de la cabecera de una cama contra la pared en la habitación adyacente, provocado por una pareja que estaba haciendo el amor. Pero los sonidos que provenían de la habitación de los Bobbitt en la madrugada del 23 de junio eran «diferentes de cualquier otra cosa que hubiese escuchado antes», dijo Dibblee en una declaración previa al juicio y en entrevistas a la prensa. Explicó que Lorena estaba «gritando» de una manera que le transmitía la idea de que estaba experimentando poco placer y mucho sufrimiento. Era posible que estuviera sufriendo abusos sexuales.

En consecuencia, Michael Dibblee era un testigo potencialmente valioso en la defensa de Lorena. Podía darle credibilidad a su afirmación de que su esposo la había violado y maltratado en la madrugada del 23 de junio. En el primer juicio, el jurado no la habían creído, en parte porque no había informes que mencionaran que se hubiesen oído gritos o indicios de lucha que provinieran del apartamento de los Bobbitt antes de la mutilación. El hecho de que Dibblee no hubiese divulgado esa información a tiempo para ser usada en el primer juicio no había ayudado a la causa del fiscal, Paul Ebert. Cuando Ebert le preguntó después a Dibblee por qué no le había contado a la policía nada sobre los gritos cuando lo interrogaron poco después del incidente, Dibblee contestó que no le habían preguntado si había oído algo; la policía parecía interesada principalmente en sus impresiones acerca de los Bobbitt y, como él viajaba tanto, Dibblee sólo pudo decir que no sabía mucho sobre sus vecinos de al lado. Saludaba ocasionalmente a Lorena en la escalera que compartían, o en el aparcamiento, y a veces veía a John Bobbitt en la piscina, nadando, tomando el sol o tratando de coquetear con algunas de las bañistas, entre las cuales se encontraba una vez la propia novia de Dibblee, quien respondió a los flirteos de Bobbin con inmediata indiferencia.

Al subir al estrado de los testigos en el juicio de Lorena, Dibblee le explicó a uno de los abogados de la defensa, James Lowe, que la noche del 22 junio había regresado de un vuelo procedente de París y, al llegar a su apartamento, se sentía fatigado y se acostó rápidamente. Su novia, Loma, ya estaba dormida.

«Ahora bien, en la madrugada del 23 de junio, ¿oyó usted algo?», preguntó James Lowe.

«Sí, señor, algo escuché», dijo Dibblee, y mencionó que los Bobbitt parecían estar «teniendo sexo», salvo que, cada tantos segundos, Lorena «lanzaba un grito». Dibblee dijo que su novia siguió durmiendo tranquilamente a pesar del ruido, pero que él continuó despertándose intermitentemente, mientras trataba de asegurarse de que lo que estaba oyendo al otro lado de la pared era «sólo una pareja haciendo el amor».

«¿Pensó usted que se trataba de relaciones sexuales normales?», preguntó Lowe, con la insinuación de que podría haber sido un acto sexual obligado.

Antes de que Dibblee pudiera responder, el fiscal, Paul Ebert, se puso de pie, frunció el ceño mientras clavaba la mirada en Lowe y le dijo en voz alta al juez Herman A. Whisenant: «Protesto, Su Señoría […]».

«Se acepta», dijo el juez sin vacilar.

Ebert se sentó satisfecho, pero todavía parecía molesto por la línea de argumentación del abogado defensor. Paul Ebert rara vez reprimía sus sentimientos en la corte, o en cualquier otra parte en este lado de Virginia, donde había nacido y se había criado y donde, desde que se había convertido en el fiscal del condado veintiséis años atrás, era reconocido como una gigantesca fuerza a favor de la rectitud, aunque no siempre a favor de la justicia con compasión. Ebert era un tipo grande y rubio al que le estaban empezando a salir canas, tenía los ojos azules y la piel enrojecida de los hombres que pasan mucho tiempo al aire libre; su oficina estaba decorada con patos tallados en madera y fotografías de la vida silvestre y había revistas de caza por todas partes. Hasta ahora había logrado condenar a la pena de muerte a siete convictos (un récord para un fiscal de Virginia) y, junto con sus trece asistentes, durante el año anterior había procesado 2.416 casos nuevos, lo cual implicaba un aumento del cincuenta y cinco por ciento con respecto a la década previa. Un abogado externo de nombre Daniel Morissette, que se enfrentó infructuosamente a Ebert en un caso de homicidio, dijo que Ebert usualmente «destruía a los acusados» durante el contrainterrogatorio.

Cuando llegó el momento de interrogar a Michael Dibblee, Ebert se levantó lentamente de su asiento, alisó las arrugas de la parte trasera de su traje oscuro con sus inmensas manos y caminó parsimoniosamente hasta el estrado de los testigos.

«Señor Dibblee», comenzó a decir, hablando de manera despreocupada y con un ligero acento sureño, «usted dijo que oyó a alguien teniendo relaciones sexuales y que usted ha oído ruidos similares, excepto porque, en este caso, ¿tal actividad carecía de ritmo?»

«Como el que había oído antes en habitaciones de hotel, señor», dijo Dibblee.

«Ahora bien, ¿sería correcto afirmar que en las otras ocasiones en las que usted ha oído a una pareja teniendo relaciones sexuales, esas personas hacían algún ruido, ruidos fuertes?».

«Sí, señor.»

«¿Las dos partes?»

«Más la mujer que el hombre», dijo Dibblee.

«¿Y la mujer podía gritar?», preguntó Ebert.

«Sí, señor.»

«… Y sería correcto decir que, de acuerdo con su experiencia, ¿la gente siempre grita cuando tiene relaciones sexuales?»

«No, señor, supongo que no. Estoy seguro de que ha habido ocasiones en que una pareja ha tenido sexo en una habitación de hotel contigua a la mía y yo no los he oído.»

«Pero hay gente que grita cuando tiene sexo, ¿usted ha oído eso?»

«Sí, señor, lo he oído.»

«Ahora bien», continuó Ebert, «entiendo que usted supone que estaban teniendo relaciones sexuales».

«Sí», aceptó Dibblee.

«Pero ¿usted no los vio teniendo relaciones?»

«No, señor.»

«Usted oyó gritos.»

«Sí, señor.»

«Y según su opinión, donde se oían esos gritos, las personas estaban teniendo relaciones sexuales.»

«Correcto», dijo Dibblee, y asintió con desenfado.

«Cuando usted tiene relaciones sexuales», preguntó rápidamente Ebert, «¿su pareja grita?».

Dibblee se puso rojo. Hasta ese momento había sido amable y colaborador y había respondido con la cortesía que empleaba en los aviones; pero en ese instante perdió la compostura y, volviéndose hacia el juez Whisenant, preguntó en un tono alterado y casi temblando de la indignación: «Señor, ¿tengo que responder a eso?».

«Con la venia de la corte», interrumpió Ebert, «él fue quien trajo a colación este tema».

El juez estuvo de acuerdo con Ebert y le ordenó a Dibblee que respondiera.

«… Ocasionalmente», dijo Dibblee con timidez.

«¿Qué dice?», preguntó Ebert, como si no alcanzara a oír.

«Dije: ocasionalmente.»

«¿Todas las veces?».

«No, señor», dijo Dibblee y se movió con incomodidad en la silla, «no todas las veces».

«¿Y usted obliga a su novia a tener sexo?»

«No, señor, ¡no lo hago!», declaró Dibblee.

«¿Pero ella grita, sea obligada o no?»

«¿Acaso esto le resulta tan excitante como para que me esté haciendo ese tipo de preguntas?», preguntó Dibblee, mientras fulminaba al fiscal con la mirada.

«¿Qué dice?», gritó Ebert, que no estaba acostumbrado a que lo desafiaran.

«¿Acaso esto le resulta tan excitante como para que me haga este tipo de preguntas?»

«¡Conteste la pregunta, señor!», insistió Ebert y al mismo tiempo le hizo señas al juez, quien se volvió hacia Michael Dibblee.

«Señor Dibblee», dijo el juez Whisenant con voz suave pero formal, «simplemente responda la pregunta».

«¿Puedo oír otra vez la pregunta?»

«La pregunta es», dijo Ebert: «¿su novia grita sea obligada o no a tener sexo?».

«Su Señoría», dijo Blair Howard, uno de los abogados de Lorena, al tiempo que se ponía de pie: «Protesto… Eso es totalmente irrelevante».

«Con la venia del tribunal», dijo Ebert, «… no es testigo de la defensa y, en consecuencia, ruego al tribunal que amoneste al señor Howard y lo haga sentar».

Mientras que Blair Howard se sentaba, su colega James Lowe se puso de pie para decir: «Su Señoría, creo que estamos llegando a un punto en el que investigar la vida sexual del testigo es un poco demasiado para el interrogatorio…».

«Con la venia del tribunal», interrumpió Ebert, «el propósito mismo del testimonio de este hombre es establecer que oyó a alguien teniendo relaciones sexuales, aunque no lo vio. Con base en los ruidos que oyó, él supuso que estas personas estaban teniendo sexo. Y creo que tengo derecho a preguntar cómo llegó a esa opinión o conclusión. Y fueron ellos los que lo mencionaron, no yo».

«Está bien, señor», dijo el juez Whisenant, «voy a permitir esa pregunta porque ése era el propósito del interrogatorio directo. El testigo fue llamado para testificar acerca de lo que estaba pasando. No hubo ninguna objeción a esa pregunta. Adelante, señor». El juez asintió y miró a Dibblee para que contestara a Ebert.

«… Sí», dijo Dibblee cabizbajo, «en ocasiones mi novia grita cuando estamos teniendo relaciones».

«¿Por lo general?», preguntó Ebert.

«Eso varía, señor.»

«¿Varia?», preguntó Ebert. «¿Y sería correcto decir que cuando ustedes dos tienen relaciones sexuales ella grita con frecuencia?»

«Sí», respondió Dibblee, y añadió: «Supongo que sí».

«Hasta donde usted sabe, ¿su novia grita lo suficientemente fuerte como para que la oigan otras personas del edificio?»

«No sabría decirlo.»

A esta altura Dibblee parecía casi resignado. Aquella mañana había entrado en la sala del tribunal con un aura de prestigio al ser considerado un fuerte testigo de la defensa, pero una vez subió al estrado fue avergonzado y humillado y, cuando Ebert finalmente terminó, Dibblee suspiró con alivio. Después de que el juez le diera las gracias por su testimonio, Dibblee abandonó la sala y se dirigió al vestíbulo. En el camino lo alcanzó un reportero del Washington Post y la noticia del día siguiente decía que se le veía «afligido». Dibblee le dijo al reportero que iba a ver a su novia, que estaba en casa viendo el juicio por televisión. La cadena de televisión de la Corte estaba realizando una cobertura completa del proceso judicial. La cadena tenía una audiencia nacional de cerca de catorce millones de espectadores.

La procesión de testigos de la defensa que siguió a Dibblee en el estrado tuvo más éxito que él en su intento por expresar su apoyo a Lorena y hacer énfasis en que el matrimonio con John Bobbitt la había deprimido, deshumanizado y le había producido mucho sufrimiento físico. Lynn Acquiviva, una clienta del salón de belleza en el que trabajaba Lorena, recordaba haberla visto en el trabajo «muy aporreada» en la parte superior y los lados de la cabeza. Otra clienta, Roma Anastasi, describió a Lorena como una persona que siempre estaba «tensa, nerviosa y muy triste». Una antigua vecina de Lorena, Mary Jo Willoughby, recordó que a veces Lorena estaba «… histérica…, llorando, simplemente temblando». La administradora asistente del edificio de apartamentos en que vivían los Bobbitt, Beth Ann Wilson, le dijo al jurado que «Lorena parecía intimidada por John, tenía dificultades para mirarlo». Una de las hijas de Erma Castro no sólo denunció a John Bobbitt ante el jurado sino que les presentó algunas de las fotografías que había tomado en 1991 con una cámara Polaroid en las que se veía el cuerpo golpeado de Lorena después de que tuviese una pelea con su marido y buscara refugio en la casa de los Castro. Esas fotos formaban parte de las pruebas presentadas por los abogados de Lorena.

Más de una docena de testigos declararon a favor de Lorena antes de que ella misma subiera al estrado en la tarde del tercer día del juicio, el miércoles 12 de enero. Durante dos horas y media ese día, y casi todo el día siguiente, Lorena contestó las respetuosas preguntas de su abogado James Lowe, que esperaba presentarla ante el jurado como una jovencita virtuosa que había sido criada en el seno de una familia latinoamericana que seguía las enseñanzas morales de la Iglesia católica.

«¿Cuál es la opinión de su familia acerca de las relaciones sexuales prematrimoniales?», preguntó Lowe.

«Mi familia no las permitiría», dijo Lorena.

«¿Cuál es la opinión de su familia acerca de que una pareja de novios salga sin ninguna compañía?»

«Mi familia no lo permitiría.»

«¿Tuvo usted alguna cita a solas con un hombre antes de venir a Estados Unidos?»

«No, no la tuve.»

«¿Cuál es la opinión de su familia sobre el aborto?»

«Mi familia no lo permitiría.»

«¿Sobre el divorcio?»

«Mi familia no lo permitiría.»

«¿Hubo antecedentes de violencia en su familia durante su infancia y adolescencia?»

«No, no.»

«¿Cómo cree usted que se deben resolver las diferencias dentro de una familia?»

«Mis padres cerrarían la puerta o sencillamente discutirían el asunto. Hay que resolver los problemas hablando. No gritando, ni insultando, ni con violencia.»

Lorena dijo que conoció por vez primera los gritos y la violencia con su esposo y añadió que John se enfurecía con facilidad. Recordó una ocasión en que ella estaba preparando la cena de Acción de Gracias en su nueva casa de Manassas, durante el segundo año de matrimonio. Su madre los había venido a visitar desde Venezuela y su esposo estaba sentado en el salón, viendo un partido de fútbol americano por televisión. Sin consultar, Lorena decidió cambiar de canal para ver el desfile del Día de Acción de Gracias de Macy’s, al tiempo que le explicaba a su esposo que lo había hecho porque a su madre seguramente le agradaría más ese programa que el fútbol. La reacción de John fue levantarse de la silla de un salto, empujarla al otro extremo del salón y salir corriendo de la casa para subirse al tejado y arrancar la antena.

Lorena recordaba que John también se había comportado violentamente y la había maltratado un día en que tuvieron una discusión sobre el tipo de árbol que debían comprar y poner en su casa durante la época de Navidad. Él quería un pino. Ella prefería un árbol de plástico.

«Para mí, el árbol de plástico es una tradición», le explicó a James Lowe. «En Sudamérica no se puede tener un pino. No hace frío. Así que supongo que era un asunto que significaba mucho para mí, porque durante toda mi infancia tuve un árbol de plástico.»

«¿Y cómo se arregló el asunto?»

«Él me agarró la cara con fuerza y dijo: “No me digas qué hacer”, y luego me amenazó», dijo Lorena. «Y me volvió a decir: “No me digas qué hacer”. Me dio una bofetada y luego me levantó la falda.»

«¿Eso la hizo sentir excitada?», preguntó James Lowe.

«No», dijo ella. «Yo me escapé. Salí huyendo.»

Después James Lowe le pidió a Lorena que describiera la madrugada del 23 de junio de 1993, cuando ella se levantó y fue hasta la cocina, después de que su marido supuestamente la violara y se volviera a dormir.

«Sólo traté de calmarme un poco», dijo, «y me serví un poco de agua de la nevera y… la única luz que estaba encendida era la del refrigerador, y entonces vi el cuchillo…».

«¿Recuerda usted haberlo cortado?», preguntó Lowe.

«No, no lo recuerdo. No, señor, no recuerdo eso…»

Durante el contrainterrogatorio, conducido por Mary Grace O’Brien, la asistente del fiscal, Lorena siguió siendo interrogada acerca de lo que recordaba sobre la madrugada del 23 de junio.

«¿Usted no recuerda haberle cortado el pene a su esposo?», preguntó O’Brien,

«No, señora. No lo recuerdo.»

«¿Es su testimonio que la última cosa que recuerda es estar en la cocina, con un cuchillo en la mano?»

«Sí, señora. Yo estaba en la cocina con el cuchillo en la mano…»

«Después del tiempo que ha pasado, ahora que usted está más tranquila, ¿sigue sin recordarlo?»

«Señora, en realidad es muy difícil revivir esa situación, incluso ahora. Realmente quisiera poder olvidarla.»

«Apuesto a que sí», dijo O’Brien con sarcasmo.

«Sí, señora», dijo Lorena con lágrimas en los ojos. «Quisiera poder olvidarme de todo eso…»

El contrainterrogatorio de O’Brien continuó durante más de una hora y se ocupó de muchas etapas de la vida de Lorena: su infancia en Latinoamérica; cuando se estableció en Virginia bajo la tutela de Castro; su trabajo para Janna Biscutti como niñera y manicura; cuando inició la relación con John Bobbitt y el hecho de que hubiese aceptado casarse fuera de la Iglesia, a pesar de afirmar que era una católica practicante («Fue idea de él», le dijo Lorena al jurado). Pero O’Brien seguía regresando a la pregunta principal en este caso: ¿cuál era el estado mental de Lorena cuando cortó el pene de su marido en la madrugada del 23 de junio? ¿Acaso estaba tan traumatizada y deprimida como para dejarse dominar por lo que sus abogados llamaban un «impulso irresistible» de ira e intenso dolor? ¿O había atacado a su esposo de forma dolosa? Si el jurado la encontraba culpable de «lesiones personales dolosas», es decir, con el ánimo y la voluntad de infligirle un daño a la víctima, podría ser sancionada y condenada a cumplir veinte años en prisión. En opinión de Mary Grace O’Brien y Paul Ebert no cabía duda de que Lorena sabía lo que estaba haciendo y se había acercado a John Bobbitt de manera calculada y maliciosa. «Se trata de un hombre que estaba dormido en su propia cama», le dijo O’Brien al jurado; «estaba indefenso». En lugar de usar un cuchillo, siguió diciendo O’Brien, Lorena debería haberse marchado del apartamento, después de la supuesta violación, y haber ido directamente a la policía para presentar una denuncia.

Pero el abogado de la defensa Blair Howard no estuvo de acuerdo con O’Brien cuando llegó su turno de hablar. Lorena no había podido pensar con claridad en el momento de la mutilación, explicó Howard al exponer su alegato de conclusión, el jueves 20 de enero, el séptimo día del juicio. «Esta mujer está enferma», dijo, señalando con la cabeza a Lorena, que estaba sentada en el banquillo de los acusados y conservaba la serenidad mientras los ojos de todo el jurado estaban sobre ella. «Esta mujer ha sido despojada de toda dignidad, de toda confianza en sí misma», continuó diciendo Howard, con un tono suave que invitaba a la compasión. «Fue maltratada por el hombre al que amaba, el hombre para el cual trataba de ser una buena esposa, el hombre al que era fiel. Y como resultado de todo ese maltrato, necesita mucha ayuda. Necesita la ayuda de ustedes. Y yo diría que con su veredicto, señoras y señores, ustedes pueden otorgarle de nuevo un poco de amor propio para que pueda salir de este tribunal con la cabeza alta y no suspirando y llorando. Ella ha vivido una experiencia horrorosa. Pero en el fondo de mi corazón yo sé que ustedes harán lo correcto. Y eso se debe a que la justicia, señoras y señores, es para todos. Para los débiles y para los fuertes. Gracias.»

Cuando Blair Howard se sentó, ya era media tarde y, a pesar de que el juez Whisenant despachó rápidamente a los jurados a la sala de deliberación, el día terminó antes de que llegaran a un veredicto. Lorena abandonó el edificio de los tribunales poco antes de las 6.00 p. m., acompañada de sus abogados y sus amigas Janna Biscutti, Erma Castro y las dos hijas de esta última. Lorena salió al viento helado y recorrió la acera llena de nieve hasta el estacionamiento, entre los saludos de cientos de manifestantes latinoamericanos que llevaban pancartas que decían no estás sola y que gritaban una y otra vez: «Lo-Re-Na… Lo-Re-Na… Lo-Re-Na». No llevaba sombrero, iba vestida con un abrigo oscuro de lana y en los brazos sostenía un oso de peluche y un ramo de flores que alguien le había dado. Aunque sonrió ante las cámaras y les mandó un beso, se negó a hablar con la prensa mientras avanzaba lentamente entre la multitud, custodiada por dos agentes de policía y sus amigas.

«A veces las mujeres tienen que tomarse la justicia por su mano», me dijo una periodista ecuatoriana que estaba junto a mí. Su nombre era María Gómez y estaba cubriendo el juicio para una cadena de televisión de Quito. «Lo que Lorena hizo fue muy valiente», dijo Gómez mientras veíamos a Lorena subirse al coche de Janna Biscutti y marcharse. Estacionados a lo largo de las aceras de las calles que rodeaban el edificio de los tribunales había casi veinte camiones con antenas y entre la masa de curiosos había vendedores que ofrecían chocolates en forma de pene y camisetas que decían EL AMOR DUELE Y MANASSAS, VA. - UN CORTE EXCEPCIONAL[17]. No obstante, a comienzos de la semana la oficina de información local había distribuido un boletín de prensa en el que se le recordaba al público que la mutilación de los Bobbitt no había tenido lugar dentro de la ciudad de Manassas, sino en territorio del condado de Prince William.

Al día siguiente, viernes 21 de enero, el vestíbulo del edificio de los tribunales y sus corredores estaban otra vez llenos de curiosos y periodistas que hacían cábalas sobre el veredicto del jurado. A lo largo de la mañana y buena parte de la tarde, los miembros del jurado permanecieron en la sala de deliberación, revisando y discutiendo la relevancia de las pruebas. En cierto punto la discusión se volvió tan acalorada que el alguacil tuvo que golpearles en la puerta y pedirles que se controlaran.

A las 4.00 p. m., el jurado envió un mensaje al juez Whisenant pidiéndole que aclarara el significado de «impulso irresistible». Después de que el juez así lo hiciera, el jurado pasó otra hora discutiendo. Aproximadamente a las 5.00 p. m., llegaron a una decisión. Los guardias informaron entonces a los periodistas y otras personas reunidas en el corredor de que el jurado había llegado a una decisión, y rápidamente la gente se formó en fila para entrar en la sala, que se llenó en segundos. Después de que apareciera el juez Whisenant y llegaran las siete mujeres y los cinco hombres que constituían el jurado, el asistente de la corte dijo con una voz estentórea: «Miembros del jurado, ¿ya llegaron a un veredicto en este caso?».

«Sí», contestaron a coro.

«¿Es un veredicto unánime?»

«Sí.»

«Que el acusado se ponga de pie», dijo el asistente. Lorena se levantó de su silla en el banquillo de los acusados. Llevaba una falda negra, una blusa de seda blanca y un crucifijo colgado al cuello, y su postura era perfecta. Sus tres abogados permanecían cerca, mientras el asistente procedió a leer en voz alta una hoja de papel que había sido preparada por el presidente del jurado:

«… Nosotros, el jurado, hallamos a la acusada, Lorena Lenore Bobbitt, inocente del cargo de lesiones personales dolosas del que fue acusada en el llamamiento a juicio, por razones de demencia».

Enseguida se oyeron exclamaciones en la sala. Lorena permaneció inmóvil, sin mostrar qué estaba sintiendo. Finalmente se volvió hacia su abogada Lisa Kemler, que estaba a su derecha, y preguntó: «¿Eso es bueno?».

«Sí», dijo Kemler con una sonrisa. «Estás libre.»

John Bobbitt no estuvo en la corte ese último día, pero sus padres adoptivos, que aparecieron esa noche por televisión en el show de Larry King, dijeron que John estaba «estupefacto» por la decisión del jurado. Sin embargo, la vicepresidenta ejecutiva de la Organización Nacional para las Mujeres, Kim Gandy, aplaudió el fallo. «Nos alegra que el jurado rechazara el retorcido argumento de que una mujer maltratada deba terminar encerrada en la celda de una prisión», dijo.

En el New York Times del día siguiente, un editorialista preguntaba:

¿A qué conclusión deben llegar los norteamericanos tras el veredicto del caso Bobbitt? Algunos opinarán que es justo, una justificación de la venganza en contra del abuso, y tal vez el veredicto realmente haga que algunos hombres violentos se lo piensen dos veces antes de atacar de nuevo. Pero la violencia no puede ser la respuesta a la violencia.

El caso Bobbitt es la historia de un matrimonio violento y enfermizo que cruzó la raya. Tal vez Lorena Bobbitt atravesaba por un estado de locura temporal, como creyó el jurado. O motivada por la rabia, el cansancio y el sufrimiento, tal vez sabía lo que estaba haciendo pero ya no le importaba […]

Regresé a casa, en Nueva York, pensando que a mí tampoco me importaba ya, aunque no podía olvidar con facilidad el hecho de que había invertido seis meses en esta historia y no tenía mucho que mostrar, excepto dos gruesas carpetas llenas de notas y mi artículo de diez mil palabras que Tina Brown no quiso publicar en The New Yorker, Después de archivar ese material cerca de mi escritorio —y marcarlo: «Los Bobbitt, investigación en proceso (1993-1994)»—, pensé que algún día en el futuro próximo lo volvería a leer y recordé lo que Tina Brown había dicho acerca de que la historia podría ser digna de un libro corto.

Sin embargo, pasaron los años y nunca llegué a hacerlo.