25.

Poco después de las 5.00 a. m., el agente de policía David Sawyer conducía lentamente su patrulla por una calle ancha de la zona histórica de Old Town Manassas y pasaba frente a un mirador y una placa de bronce que marcaba el área como un campo de batalla de la Guerra Civil, cuando oyó que lo llamaban a través de la radio de la policía por su número de identificación (169) y le decían que fuera enseguida al hospital del condado Prince William para entrevistar y tomar declaración a un hombre «víctima de agresión» que estaba recibiendo tratamiento en ese momento.

Pero cuando el agente Sawyer llegó a la sala de urgencias y comenzó a mirar a su alrededor, con la expectativa de hallar lo que normalmente encontraba cuando buscaba una «víctima de agresión»: un paciente que se quejaba, con la cara aporreada, ojos hinchados y una venda en la cabeza, lo único que vio fue a un hombre joven, bien parecido e ileso, que estaba sentado con una sábana blanca sobre los hombros y el tronco, conversando tranquilamente con un auxiliar de enfermería y una enfermera, mientras ellos le tomaban la presión arterial y el pulso.

«¿Dónde está mi víctima?», les preguntó el agente Sawyer.

«Es él», dijo el auxiliar, y señaló a Bobbitt con la cabeza.

«¿Y a él qué le pasa?»

«Su esposa le cercenó el pene», declaró la enfermera de manera tajante.

Sin entender lo que dijo la enfermera —a Sawyer le pareció que ella había dicho «pinkie» [es decir, el dedo meñique] en lugar de «pene»—, el agente miró la mano derecha de Bobbitt y después la izquierda y respondió: «Yo le veo todos los dedos».

«No, el pene», dijo la enfermera.

Sawyer sintió una súbita punzada en los genitales. Luego se dirigió al auxiliar y le dijo: «Muéstreme la herida».

El auxiliar levantó la sábana y después de ver la lesión de refilón, Sawyer se dio la vuelta. «Casi vomito», me diría días más tarde. Después de que el auxiliar le pusiera otra vez encima la sábana a Bobbitt, Sawyer pidió que se la volviera a quitar. No se sentía bien con su propia reacción instintiva de hacía un momento. «Recuperé la compostura, miré de nuevo y fui más profesional esta vez.» Sawyer le pidió a la enfermera que le prestara una cámara Polaroid y procedió a tomar ocho fotografías del estado de Bobbitt para incluirlas en el informe policial. Luego miró a Bobbitt directamente a los ojos, en busca de algo que explicara su aparente tranquilidad después de una situación tan abominable, y le preguntó con voz suave: «¿Qué sucedió?».

«Lo único que recuerdo es que me desperté con dolor y vi que mi esposa salía corriendo de la habitación», dijo Bobbitt, «y realmente no puedo creer que esto haya pasado, no puedo creer que haya pasado…».

Sawyer comprendió que este caso sería uno de esos crímenes llenos de complicaciones legales y trampas para todos aquellos que estuviesen envueltos en la investigación. Era lo que se conocía en la policía como un caso «bola roja», un caso grande, en el que habría mucha gente involucrada. Una de esas grescas domésticas donde él decía una cosa y ella otra, que la prensa aprovecharía, que inundaría el departamento de policía de papeleo, que requeriría de testimonios en el tribunal en presencia de los abogados de las partes y que seguramente amenazaría la carrera de cualquier agente de la ley que hiciera caso omiso del más mínimo detalle, o lo malinterpretara. Sawyer sabía que se necesitaría enseguida una orden de registro, antes de que la policía pudiera entrar en el apartamento de la víctima, así que sacó su libreta y le preguntó a Bobbitt dónde había ocurrido el incidente. Bobbitt le dio su dirección: 8174 Peakwood Court, apartamento 5, en el segundo piso, sobre el aparcamiento. Sawyer sabía exactamente dónde era eso y experimentó una sensación de alivio. ¡El crimen no había ocurrido en su jurisdicción! Sawyer trabajaba con el departamento de policía de la ciudad de Manassas, pero el apartamento de Bobbitt estaba técnicamente más allá del límite de la ciudad y le correspondía al departamento de policía del condado. Aunque la dudad de Manassas era parte del condado de Prince William, funcionaba de manera independiente y, en consecuencia. Sawyer no debería haber sido enviado al hospital, en primer lugar.

Entretanto, otros dos agentes de policía de la ciudad llegaron a acompañar a Sawyer en el hospital. Éste ya había informado a sus superiores por radio de que el crimen había ocurrido en territorio del condado y les había dado la dirección, pero él y sus dos colegas se quedaron en el hospital, listos para ir hasta el apartamento y comenzar a buscar el pene si así se lo ordenaban.

«Agentes, necesitamos ese pene», les recordó una de las enfermeras. «Los cirujanos llegarán en cualquier momento para empezar a operar.»

Unos instantes después llegó un mensaje de radio para Sawyer y sus compañeros procedente del cuartel de policía de la ciudad: «No vayan al apartamento de Bobbitt; dejen que vaya la policía del condado, es un asunto del condado». Un operario de la policía que trabajaba en el cuartel central de la ciudad (Robert Weaver) estaba hablando en ese momento vía radio con la operadora del cuartel de la policía del condado (Carolyn Walls):

Weaver: «Necesitamos a un agente que responda enseguida y vaya a recoger algo que el paciente necesita inmediatamente… Es bastante desagradable».

Walls: «¿Perdió parte de su cuerpo?».

Weaver: «Ah, no se puede decir por la radio, pero…».

Walls: «Está bien, pero ¿es una cosa?».

Weaver. «Bueno…, tienen que encontrarlo tan pronto lleguen allí».

Walls: «Está bien. Bien. Ya hay alguien en camino».

Weaver: «¿Cuánto tarda un agente en llegar allí?».

Walls: «Quince minutos».

Weaver. «Ya sabes cómo es eso de que sea en la ciudad, o en el condado…».

Walls: «Sí».

Weaver. «Es una locura, pero no hay problema…».

Walls: «Sí».

Después de que Weaver colgara, Walls recibió una segunda llamada del departamento de policía de la ciudad, esta vez de la sargento Beth Weden. «Seguramente quieran enviar a un par de agentes al apartamento», sugirió la sargento Weden, quien tuvo menos problemas que Robert Weaver para describir la lesión de Bobbitt. «A este hombre le cortaron todo el pene», le dijo Weden a Carolyn Walls, «y el hospital lo necesita cuanto antes para tratar de salvar la dignidad de este hombre».

Mientras tres agentes del condado, más un escuadrón de rescate y una ambulancia, se dirigían al apartamento de los Bobbitt, con la esperanza de recuperar el pene, otros tres agentes del condado llegaban al hospital del condado de Prince William para relevar a los tres agentes de la ciudad que habían llegado allí antes. Los agentes de la ciudad los saludaron a la entrada de urgencias y uno de ellos dijo, con una sonrisa: «Ah, tenemos un caso para vosotros, chicos. Sí, hay una víctima allí dentro, un señor de apellido Nuco. Y su nombre es Eurípides. Pero le dicen Eu. Eu-Nu-Co… Ja, ja».

Uno de los agentes del condado que acababa de llegar era Cecil Deane, que había estado hacía unas horas en el hospital interrogando al motociclista de Laos de nombre Khone, herido en un accidente. Cecil Deane estaba aquí ahora como representante de la policía del condado para tomar fotografías del pene menguado de Bobbitt. Después de que el auxiliar levantara la sábana que Bobbitt tenía encima, y justo antes de que Deane alzara la cámara Canon a color de 33 mm y enfocara hacia abajo, hacia los genitales del paciente, Deane miró a Bobbitt a los ojos y le hizo una pregunta que sabía que era inútil, pero de todas maneras la hizo: «¿Cómo se siente?».

Bobbitt encogió los hombros, forzó una sonrisa y contestó: «Tenga mucho cuidado de con quién sale».

Mientras Cecil Deane estaba tomando fotografías, su compañero Dan Harris pidió la autorización de Bobbitt para revisar el apartamento. Después de que Robert Johnston, el amigo de Bobbitt, les diera la llave. Dan Harris salió de urgencias y le entregó la llave al agente John Tillman, que estaba esperando fuera en una patrulla. Tillman condujo entonces unos cuantos kilómetros hasta el apartamento de los Bobbitt, donde se reunió con otros dos colegas que lo estaban esperando en el aparcamiento, abrió la puerta y comenzó la búsqueda del pedazo de pene perdido.

Sin pisar las manchas de sangre que había en la alfombra beige de la sala y tratando de no frotarse contra las manchas de sangre de las paredes, Tillman entró primero en la habitación y comenzó a sacudir las sábanas, pues pensaba que ése era el lugar donde sería más probable encontrar lo que estaba buscando. Pero no tuvo suerte. Luego él y los demás miraron debajo de la cama, por el suelo, y levantaron la mesita de noche. Enseguida fueron a la cocina americana, donde esperaban encontrar un pequeño trozo de carne cerca del portacuchillos que había sobre la encimera. Uno de los investigadores, Mike Perry, metió la mano en el fondo de la lavadora. Los demás buscaron en el baño, en el inodoro, en el cubo de la basura, debajo del fregadero.

«¿Ya encontrasteis algo?», se oyó que preguntaba a través de la radio el sargento William Hurley, que estaba abajo, en el coche, estacionado debajo de la entrada.

«Todavía no», dijo el agente Tillman.

«Seguid buscando», dijo el sargento Hurley.

Tillman y los otros siguieron buscando durante cinco minutos más y revisaron el armario, los cajones del escritorio y debajo del sofá cama.

«Sencillamente no está aquí», le dijo Tillman a Hurley.

«Está bien», dijo Hurley, «bajad y miremos entre los arbustos y en el aparcamiento».

Cuando los hombres bajaron la escalera corriendo y comenzaron a explorar el terreno alrededor del edificio con la ayuda de sus linternas, ya eran casi las seis de la mañana. En ese momento una inquilina de diecisiete años llamada Ella Jones asomó la cabeza por la puerta de su apartamento del primer piso y le gritó al sargento Hurley: «Buenos días, agente, ¿qué están buscando ahí?».

«Ah, estamos buscando algo que alguien pudo haber arrojado aquí», dijo Hurley. Luego oyó que la radio de su coche estaba pitando con un mensaje: Lorena Bobbitt se acababa de entregar a la policía del condado y le había dicho a uno de los tenientes que había arrojado el pene a la zona verde que estaba cerca de la intersección de Maplewood Drive y Old Centreville Road, frente a un 7-Eleven. Eso estaba a sólo unas manzanas de donde estaba ahora estacionado el coche del sargento Hurley, así que él y sus hombres pudieron reunirse en la intersección a los pocos minutos. Ya era de día, y mientras los hombres caminaban con cuidado por la zona verde, con la cabeza gacha y los ojos fijos en el suelo, alrededor de sus pies —uno de ellos recordó sus días de infancia cuando buscaba huevos de Pascua—, Hurley se quedó a un lado de la calle, un poco aislado, mientras trataba de ocultar la sensación de ridículo que sentía, así como una cierta incomodidad personal por estar a cargo de un grupo de búsqueda que estaba tratando de localizar un pene perdido.

El sargento William Hurley era un hombre bajito, compacto y de pelo oscuro, que debía de tener unos cuarenta y tantos años. Llevaba quince años en la policía y también era un cristiano recién convertido a la secta evangélica, un individuo correcto y en cierta forma anticuado al que le molestaba estar con gente que usaba un lenguaje irreverente o contaba chistes vulgares o hacía bromas acerca de las relaciones sexuales o los genitales. En un gesto muy propio de su manera de ser, aquella mañana Hurley insistió en referirse al miembro perdido como el «apéndice» y se sintió muy contrariado cuando oyó por la radio de su coche la voz de la sargento Beth Weden refiriéndose a la hombría perdida de Bobbitt de manera jocosa y desvergonzada: «A este hombre le cortaron todo el pene… Hay que salvar la dignidad de este hombre».

Hurley nunca esperó oír a un policía, y ciertamente no a una mujer policía, hablando de esa forma a través de la emisora de radio de la policía, de manera que la escucharían tal vez cientos de agentes y empleados del departamento dentro de los novecientos kilómetros cuadrados del condado de Prince William. Aunque había tratado de hacer que las agentes recién contratadas se sintieran bienvenidas en lo que alguna vez fue una fraternidad exclusivamente masculina, sospechaba que algunas mujeres creían que la mejor manera de ganarse la aceptación masculina era emular el comportamiento inaceptable de los hombres. Pues bien, el sargento Hurley pensaba de otra manera. Lo cual no quería decir que en sus días de juventud no hubiese sido ocasionalmente malhablado e indiscreto, confesión que hizo durante una de nuestras entrevistas. Pero su vida había cambiado radicalmente después de conocer a Dios en 1976, según me explicó, y como consecuencia, poco a poco fue dejando de decir groserías, de apostar, de fumar, de beber y de actuar de una manera que había llevado a su esposa Cheryl a hacer un día sus maletas y amenazar con dejarlo.

Él la persuadió para que le diera otra oportunidad de reformarse y efectivamente se reformó, según me dijo, después de conocer a un carismático predicador cristiano que lo reclutó como seguidor de la iglesia Reston Bible e inspiró en él un ánimo de rectitud que finalmente lo hizo renunciar a su trabajo como golfista profesional y solicitar un puesto como agente de policía dentro del sistema correccional del condado de Prince William. Tal como Hurley esperaba, el agente encargado de contratarlo investigó sus antecedentes y descubrió que William Hurley había sido arrestado seis veces por exceso de velocidad y una vez por conducción imprudente. Pero Hurley lo convenció de que todo lo que aparecía en la pantalla del ordenador era un reflejo desactualizado del nuevo hombre que era ahora; y así. Hurley fue aceptado de manera provisional en julio de 1978. En los quince años que habían pasado desde entonces, Hurley había honrado la fe que tuvo en él el agente que lo contrató.

Ahora el sargento Hurley estaba de pie al lado de la radio de su coche en la calle, escuchando las repetidas llamadas del personal del hospital al operario de la policía: ¿Cuál es el último informe del grupo de búsqueda? ¿Cómo de cerca están de encontrar el pene? ¿Dónde está el pene? El tiempo se está agotando… Los médicos ya están en la sala de cirugía. El paciente está esperando. ¡La operación comenzará pronto!

Acosado por su propia sensación de ansiedad, Hurley observaba mientras sus tres hombres registraban la zona verde en busca del apéndice perdido, sin ningún éxito. Hasta ese momento, John Bobbitt llevaba por lo menos hora y media separado de su pene. Hurley se preguntaba cuánto tiempo más quedaría antes de que los médicos tuvieran que coser a John Bobbin sin él. Hurley llegó a pensar que sus hombres lo encontrarían con facilidad. La esposa de Bobbitt había dicho que lo había arrojado en la zona verde de la intersección de Maplewood Drive y Old Centreville Road, un área que tenía apenas un poco más de cuatro metros cuadrados y medio, y Hurley no podía entender por qué sus hombres no lo habían encontrado todavía, a menos que la información de la esposa no fuera precisa, o un roedor hubiese huido con él antes de que llegara la policía.

Ya eran casi las 6.15 a. m. y, mientras la radio de Hurley seguía resonando con la charla que se había establecido entre el hospital y el cuartel de policía, decidió revisar el área él mismo, así que caminó lentamente a través de la zona verde con la cabeza inclinada y los ojos fijos en el suelo, adoptando la postura que solía adoptar en sus épocas de golfista cuando estaba buscando una bola que había mandado al rough. En pocos segundos lo divisó, asomando entre la maleza: un trozo entorchado de carne blanca con una punta roja.

«¡Mirad!», gritó, al tiempo que se tapaba la nariz, «¡aquí está!».

Mientras los demás corrían para verlo, una agente llamada Sindi Leo llegó en su coche patrulla a la intersección. Se trataba de una veterana que llevaba diez años en el departamento de policía, una morena bajita, corpulenta y de cara redonda que debía de tener poco más de treinta años y era conocida por su eficiencia y seguridad en sí misma en el trabajo y también por la manera directa en que reprendía a sus compañeros hombres cada vez que creía que se estaban comportando de manera machista. Aunque Sindi Leo respetaba la naturaleza refinada y rígida del sargento Hurley, con frecuencia se sentía juzgada cuando estaba en su presencia y ahora, mientras se dirigía hacia él, notó que Hurley fruncía el ceño. Realmente no me quiere aquí, se dijo a sí misma (y me lo repetiría más tarde durante una entrevista); también alcanzó a oír a Hurley quejarse en voz baja y decirles a sus hombres: «Por eso no me gustan las agentes de policía…». Sindi Leo no estaba totalmente segura de qué quería decir, pero cuando llegó hasta donde Hurley estaba junto con los otros —todos reunidos alrededor del lugar donde yacía el pene, sin musitar palabra, observando ese pequeño e indefenso pedazo de orgullo masculino que había demostrado ser tan vulnerable a la venganza de una mujer—, pudo entender que sus compañeros agentes sintieran que su llegada había sido inoportuna: había interrumpido un momento masculino.

Pero Sindi también tenía órdenes de tomar fotografías del pene tan pronto lo encontraran, así que, sin ninguna objeción por parte del ruborizado Hurley, levantó su cámara Nikon de 35 mm y sacó unas cuantas fotografías del sargento mientras éste señalaba con el dedo el lugar donde el pene había aterrizado. Una vez terminó, Hurley le pidió que fuera al apartamento de los Bobbitt para fotografiar las manchas de sangre del interior y que luego le entregara las fotos, junto con la llave del apartamento, al detective Weintz en el hospital. Cuando finalmente Sindi Leo cumplió con lo que le habían ordenado, vio que el detective hablaba con Lorena Bobbitt en presencia de Janna Biscutti. Weintz le pidió entonces a Sindi Leo que recuperara el cuchillo que Lorena había tirado al cubo de basura frente al salón de belleza de Janna Biscutti en Centreville.

«Será mejor que se dé prisa», le gritó Janna a Sindi Leo mientras se dirigía al coche patrulla. «Hoy es miércoles, día de recogida de basura.»

Para ese momento el pene ya había sido levantado del pasto por uno de los agentes, Mike Perry (un policía fuera de servicio que había estado en el Cuerpo de Marina a mediados de los ochenta). Acompañado de otros dos voluntarios de la patrulla de rescate, Perry se subió a su ambulancia y, tras poner a sonar las sirenas y encender las luces de emergencia, condujo rápidamente hacia el hospital en medio del incipiente flujo de vehículos que se dirigían a Washington. Poco antes de las 7.00 a. m., el trío atravesó las puertas giratorias de la entrada posterior del hospital y, señalando el pene que estaba guardado en una bolsa transparente de plástico que sostenía en alto otro de sus compañeros, uno de los hombres le preguntó al médico que estaba de turno en urgencias, el doctor David M. Corcoran (que había reemplazado al doctor Sharpe): «¿Es esto?».

«Supongo que sí», dijo el doctor Corcoran. Dos enfermeras se acercaron por el pasillo hacia el doctor Corcoran, con el deseo de echarle un vistazo al pene, pero los hombres de la patrulla de rescate siguieron de largo y entraron en la habitación donde estaba acostado John Bobbitt, esperando, flanqueado por sus dos cirujanos. Uno de ellos, el doctor James Sehn, llevaba allí más de media hora, pero el doctor David E. Berman acababa de llegar. Había venido lo más rápido que pudo, pero como su esposa estaba de vacaciones con los niños en Rehoboth Beach, Delaware, el doctor tuvo que alimentar y pasear a los dos perros de la familia antes de salir para el hospital. Aproximadamente a las 7.30 a. m., el doctor Berman y el doctor Sehn concentraron su atención en John Bobbitt y comenzaron lo que sería una operación de nueve horas y media de duración.

Cuando el sargento Hurley regresó a su oficina, encontró que alguien había puesto cerca de su escritorio una placa falsa hecha de aluminio que tenía la siguiente inscripción: «Otorgada al sargento Hurley - Primer puesto del Premio al Mejor TRP (Técnico en Reconocimiento de Penes)». Haciendo caso omiso de la placa, Hurley se sentó y escribió su informe para el archivo diario de la policía. Había pensado referirse a la parte lesionada del cuerpo de John Bobbitt como «apéndice», pero luego cambió de opinión, así que en su informe del miércoles 23 de junio de 1993 escribió:

Poco después de las 3.00 a. m., llegó al hospital un hombre con el pene cercenado. El sujeto declaró que su esposa se lo había cortado mientras dormía. Poco después de que él llegara al hospital, su esposa llamó para informar de que había sido violada por su marido y que le había cortado el pene después de la violación. La esposa fue al hospital. Mientras ella iba camino del hospital, el marido dio autorización para que se registrara su apartamento, en busca de la parte perdida.

Registramos el apto. con los de Rescate, sin éxito. Después de su llegada, la mujer nos dijo que cargó el pene hasta la intersección de Maplewood y Old Centreville y lo arrojó por la ventanilla. Tras una corta búsqueda, fue localizado y llevado al hospital por la patrulla de Rescate. Mientras escribo esto (7.32 a. m.), el detective Weintz está en el hospital tratando de esclarecer todo lo sucedido. El éxito de la operación que se está llevando a cabo en este momento es muy dudoso […]

Justo cuando pensaba que ya lo había visto todo.

Sgt. William Hurley