24.

Después de que la pareja se casara, el 18 de junio de 1989, y alquilara un pequeño apartamento en Manassas, John Bobbitt comenzó a hablar con frecuencia de la idea de visitar Niagara Falls, Nueva York, para que Lorena pudiera conocer a la familia que lo había criado. Después de llamar a su tío y su tía, se decidió que la pareja debería tener una boda religiosa en Niagara Falls el 4 de julio; pero John llegó a la iglesia el 5 de julio. Había confundido la fecha. Cuando el pastor describió lo indignados que estaban todos los invitados y la manera como sus padres adoptivos salieron de la iglesia directamente hacia un camping que solían frecuentar en Canadá, John sólo pudo tartamudear unas disculpas que repitió varias veces. Lorena, por su parte, estaba demasiado abrumada para hablar.

Con la esperanza de arreglar las cosas con sus parientes disculpándose personalmente, John llevó a su esposa hasta el coche y se fueron directamente a la frontera con Canadá. Pero allí tuvieron un imprevisto. Lorena no había llevado su pasaporte. Nunca se le ocurrió que pudiera necesitar el pasaporte en algún lugar de Norteamérica. Cuando los guardias de la frontera les ordenaron hacerse a un lado de la carretera, uno de los guardias los siguió y se paró junto a la ventanilla del conductor. Lorena esperaba que John explicara la situación, que hiciera algo. Pero John sólo se quedó sentado frente al volante, mirando en silencio por el parabrisas, sin encarar al guardia siquiera. Finalmente ella se agachó e informó al guardia —con el inglés más convincente que pudo y de una manera directa y franca, encantadora y persuasiva al mismo tiempo— de que se acababan de casar y que ella era la esposa venezolana de un infante de marina de Estados Unidos, y que ésta era la primera vez que estaba en la frontera con Canadá y que su luna de miel —y tal vez su matrimonio entero— se podría arruinar debido a que ella desconocía las reglas. Tenía lágrimas en los ojos. El guardia les hizo señas para que siguieran.

La tía y el tío de John los perdonaron, tal vez por deferencia con la novia. Durante la comida al aire libre, Lorena conoció a otros miembros del clan familiar de John y agradeció con sinceridad sus buenos deseos. Pero cuando la pareja emprendió el camino de regreso a Virginia, estaba silenciosa y enojada. Sin consultar con ella, John había invitado a uno de sus hermanos —un hermano que consumía drogas y llevaba jeringuillas en su bolsa de viaje— a que regresara con ellos a Virginia y se quedara en su casa una o dos semanas, durante las cuales podría dormir en el sofá que tenían en el salón. La vida sexual de la pareja, que tenía una regularidad al menos diaria, se vio reducida por los reparos de Lorena ante la idea de que su cuñado, que estaba durmiendo en el sofá, pudiera oír por la noche los ruidos que emitían al hacer el amor. John se quejó de que ella estuviera tratando de castigarlo por traer a su hermano a la casa y, en todo caso, afirmó que no le importaba si tenían relaciones sexuales o no. John la acusó de «egoísta» y «rencorosa» e incluso de «mala norteamericana». Estados Unidos le había abierto la puerta a gente que venía de muchas partes, como ella, gritó John, y ¿de dónde salía ella ahora tratando de vetar a su hermano y negarle la oportunidad de vivir un tiempo en una parte distinta del país?

Meses más tarde, durante la celebración de Acción de Gracias de 1989, después de que el tío y la tía de John decidieran viajar a Manassas para quedarse con los Bobbitt por unos cuantos días, Lorena los evitó y se mudó al apartamento de una manicura de la que se había hecho amiga en el trabajo. En diciembre, sin embargo, la compatibilidad de la pareja se había restablecido, tal vez gracias a que abandonaron su pequeño apartamento de Manassas por uno mucho más grande situado en Stafford, que tenía dos habitaciones, un comedor y un salón con un balcón que daba sobre un lago. También estaba ubicado cerca de la base del Cuerpo de Marina en Quantico, lo cual quería decir que John Bobbitt ya no tendría que viajar todas las mañanas casi sesenta y cinco kilómetros para llegar al trabajo, un tiempo de mucha tensión en el que constantemente se sentía acosado por el temor a llegar tarde y, en consecuencia, recibió varias multas por exceso de velocidad y a veces golpeó de refilón algunos ciervos y abolló los guardabarros del coche.

Durante el segundo año de matrimonio, mientras la pareja todavía estaba viviendo en Stafford, Lorena descubrió que estaba embarazada. Ella tenía veinte años y John, veintidós, y los dos estuvieron de acuerdo en que no era el momento para tener un hijo. Ella se sometió a un aborto. A Lorena le interesaba y le agradaba su trabajo y se había convertido en una de las principales manicuras de Janna Biscutti. La lista de clientes habituales de Lorena en el salón de Centreville había venido creciendo de manera constante y sus ingresos anuales, contando las propinas, sobrepasaban los treinta mil dólares, un treinta por ciento más de lo que John ganaba como infante de marina, más los trabajos que realizaba durante sus horas libres. Lorena también estaba desarrollando un vínculo estrecho con Janna Biscutti, quien representaba para ella la personificación de la norteamericana moderna. Janna tenía éxito y dinero, disfrutaba de una vida social activa, sabía esquiar bien y navegar un bote, vivía en una casa sensacional y ahora también tenía un segundo hijo, una niña, fruto de su segundo matrimonio con Nizzar Suleiman, Janna inspiraba en Lorena el deseo de querer más en la vida, y una de las cosas que Lorena comenzó a desear era una casa, no tan magnífica como la de Janna, claro, pero ciertamente mejor que el apartamento de Stafford, que, después de vivir en él durante un año, ya no le satisfacía.

Lorena convenció a su marido de que estaban desperdiciando su dinero al pagar un alquiler y que debían ser propietarios de un trozo de América. Así que pronto encontró una casa blanca con tres habitaciones y dos baños, rodeada de casi media hectárea de tierra en la zona de Yorkshire en Manassas, lo cual significaba que John tendría que levantarse otra vez al amanecer para poder llegar a tiempo a Quantico y volvería a ser víctima de los puestos de control que la policía instalaba en la carretera y del vagabundeo de ciervos perdidos. La casa de Manassas costaba ciento treinta y cinco mil dólares y la cuota mensual por la hipoteca sobrepasaba los mil trescientos, lo cual intimidaba a John; pero Lorena le explicó que ella podía hacerse cargo de la mayoría de los gastos con lo que ganaba y él dijo que trabajaría más horas en empleos extra cuando no estuviera de servicio en el Cuerpo de Marina.

Después de que la pareja se mudó, John decidió instalar una antena parabólica. No pensó mucho en el precio antes de encargarla. A John le pareció que tener una antena parabólica era lo que había que hacer; si uno es dueño de una casa con un terreno alrededor, ¿por qué no decorarlo con una antena parabólica? Había visto varias de esas antenas reposando en los jardines de las casas por donde pasaba cuando iba y venía de Quantico y a veces se había preguntado cómo sería tener una. Ahora lo sabría.

Una noche en que Lorena trabajaba hasta tarde en el salón y él estaba en casa explorando la gran variedad de canales que le ofrecía la pantalla, se cruzó casualmente con un canal pornográfico llamado Spice. John se quedó tan fascinado con la imagen de unas chicas vestidas de vaqueras que jugueteaban sin sostén en un picadero, frente a una multitud que las ovacionaba, que no oyó cuando Lorena abrió la puerta principal y entró al salón.

«Me gustaría que no vieras eso», dijo ella.

John se volvió hacia ella con una sensación de vergüenza e irritación.

«Apágalo tú misma», respondió en voz alta.

Lorena salió de la sala sin decir nada, atravesó el pasillo, se dirigió a su habitación y se encerró dando un portazo.

A la mañana siguiente, John se fue para la base al amanecer, pero cuando regresó esa noche Lorena no estaba en casa. Entonces se fue a un bar. Al regresar tarde a casa, la vio de pie en la cocina y estaba furiosa. Lorena había preparado la cena, pero la comida ya se había estropeado, dijo; con lágrimas en los ojos, explicó que lo que acababa de tirar a la basura podría haber alimentado a una familia entera durante dos días en Latinoamérica. Nunca más iba a volver a cocinar para él, siguió diciendo. Estaba cansada de hacer todo el trabajo doméstico y pagar la mayor parte de la cuentas, mientras él perdía el tiempo en casa viendo la televisión o estaba de juerga en un bar. Ésta no era la primera vez que Lorena lo acusaba de vivir de juerga. Hacía unos meses, John había conocido a una mujer que le gustaba, en un restaurante en el que trabajaba a media jornada, y poco después, durante una discusión con Lorena, John le dijo que si ella no estaba satisfecha con él, ya había conocido a una mujer que sí lo estaría.

La falta de armonía entre la pareja se había vuelto más intensa. John no sabía si se debía principalmente a los costes más elevados que implicaba la casa o a las aspiraciones de Lorena de parecerse más a Janna Biscutti. Lo que sí sabía era que se sentía frustrado. No había podido encontrar ningún trabajo extra en el que cobrara lo suficiente para compensar los elevados costes de la casa. Sus problemas para expresarse anulaban la posibilidad de conseguir un empleo como vendedor. De hecho, sus dificultades de expresión estaban aumentando el sentimiento de frustración que experimentaba en casa con Lorena. Ahora ella ganaba todas las peleas. Ella, que se había esforzado mucho por aprender inglés hacía unos años, hablaba ahora su lengua materna mucho mejor que él, gracias a sus continuos diálogos con una procesión de norteamericanas bien habladas en su puesto de manicura. Cuando Lorena hablaba de la manera brusca que caracterizaba sus conversaciones nocturnas, el único recurso que John tenía era gritar más que ella y tal vez darle un vigoroso empujón, pero últimamente ella había adquirido el hábito de empujarlo a su vez. Aunque era menuda, era muy combativa, y una vez, cuando él la empujó hacia atrás contra la nevera, la mujer reaccionó arañándolo en el cuello con sus largas uñas perfectamente arregladas.

La magnitud de su sensación de impotencia frente a los ataques verbales de Lorena quedó tristemente clara durante una ruidosa pelea que sostuvieron a finales de agosto de 1990, una pelea de la que él se retiró abruptamente para agarrar el teléfono y llamar al número de emergencias. John le pidió al departamento de policía de Manassas que fuera a su casa a resolverle sus problemas maritales. Y la policía efectivamente fue, pero no resolvió ningún problema. Sólo les hicieron algunas preguntas a él y a Lorena, que no dejaba de llorar y se quejó de que él la maltrataba, pero dijo que no quería presentar cargos. La policía revisó la casa en busca de armas y, al no encontrar ninguna, se marchó.

A finales de noviembre de 1990, después de que la pareja se enfrascara en una acalorada discusión acerca de un asunto que en tiempos menos tensos no habría pasado a mayores —casualmente esta confrontación tuvo lugar en presencia de la madre de Lorena, que había venido de visita desde Venezuela—, Lorena buscó rápidamente el teléfono y marcó ella misma el número de emergencias, con resultados similares: una visita policial, más preguntas, más búsqueda de armas letales, ninguna denuncia. En el informe del departamento de policía de Manassas anotaron: «La suegra está allí, pero no es de mucha ayuda».

En enero de 1991 John Bobbitt recibió la baja del Cuerpo de Marina. En una época de recortes militares y una relativa paz mundial, John era un elemento del que se podía prescindir con mucha facilidad. Cuando se lo contó a Lorena, ella no dijo nada. Ahora John era un hombre sin un salario fijo, en un momento en que la pareja tenía los gastos más altos de su vida. John le aseguró a Lorena que conseguiría un empleo y así lo hizo: conduciendo un taxi en Manassas y sus alrededores. John trabajaba en el turno de noche, lo cual contrastaba enormemente con su rutina en el Cuerpo de Marina, y a veces pasaban días sin que viera a Lorena o hablara con ella, lo que era perfecto. Hubo otra llamada al número de emergencias a comienzos del año, pocos días después de que él recibiera la baja del Cuerpo de Marina, y esto provocó que John agarrara a Lorena y forcejeara con ella para quitarle el teléfono y luego arrancara el cable de la pared. Pero los gritos de la pareja eran tan fuertes que alertaron a uno de los vecinos, quien llamó, a su vez, a la policía. La policía volvió a ir, como siempre, y, como siempre, se marchó sin obtener una queja formal por parte de Lorena. Sin importar lo furiosa que estuviera, sin importar el nivel de detalle con que describía a su marido como el villano de cada altercado, cuando la pelea terminaba, ella se negaba a presentar una queja formal.

A finales de febrero de 1991, John Bobbitt regresó tarde a casa de su trabajo en el taxi, encendió la televisión y sintonizó el canal Spice. John oyó cuando Lorena se quejó desde la habitación porque el volumen estaba muy alto. Le bajó el volumen al televisor y siguió mirando. Entonces, Lorena, vestida con un pijama de seda que había comprado en Victorias Secret, entró en el salón y, al ver lo que él estaba mirando, apagó el aparato. John saltó y le dio un empujón y volvió a encender el televisor. Ella regresó y volvió a apagarlo. Esta vez él le dio un empujón más fuerte, pero ella se lo devolvió. John la golpeó en el hombro con la palma de la mano y ella le dio una patada en los genitales. John saltó sobre ella y la tiró al suelo. Después de un animado intercambio de golpes y bofetadas, Lorena terminó con la cara golpeada, un labio reventado y otros moratones. Esta vez, cuando la policía respondió a su llamada, le dijeron que tenía que presentar una denuncia. Ella se negó al comienzo. Los policías tomaron fotografías de su cara y luego le exigieron que firmara el documento. Esta vez lo hizo.

Cuando John Bobbitt, a quien habían mantenido fuera de la casa, en el jardín, en compañía de otro oficial de policía, oyó que se encontraba bajo arresto, protestó airadamente. John les mostró a los oficiales los rasguños y la sangre que tenía en el cuello y los brazos e insistió en que ella había empezado todo al darle una patada en los genitales. Esa tarde John Bobbitt fue al tribunal para presentar una contrademanda contra Lorena por «agresión con lesiones».

Después de otras dos llamadas al número de emergencias ese año, que no produjeron ningún arresto ni denuncia, Lorena misma se vio envuelta en incidentes criminales que no tenían nada que ver con su marido, aunque en una ocasión fue él quien la conminó a ir no a la policía, sino a donde Janna Biscutti, a quien había estado robando varios cientos de dólares en productos de belleza que aparentemente pretendía usar en casa, o en otra parte, para atender a algunas de sus clientas sin tener que repartir la ganancia con su jefe, como era la costumbre. John descubrió los productos y, después de amenazar a Lorena con devolverlos a la oficina de Janna él mismo, la convenció para acompañarlo hasta la casa de Janna y devolver lo robado. Janna amonestó a Lorena, pero no la despidió.

A finales de junio de 1991, Lorena fue atrapada en la tienda de ropa Nordstrom’s, en McLean, Virginia, robando un vestido que costaba ciento setenta dólares. Lorena se declaró culpable ante un juez y, al ser la primera vez que cometía ese delito, la sentenciaron a cumplir cincuenta horas de servicio comunitario. Luego, en octubre del mismo año, cuando Janna Biscutti estaba revisando la contabilidad de su negocio, lo que parecía una serie de discrepancias en las cuentas de Lorena despertó sus sospechas. Lorena negó haber hecho nada malo. Pero después de una investigación más cuidadosa, Janna Biscutti descubrió que Lorena se había quedado con siete mil doscientos dólares.

«¡Me mentiste!», se oyó que gritaba Janna desde la oficina del fondo del salón de belleza, mientras las manicuras y los clientes que había en la sala guardaban silencio para escuchar. Los aullidos y gritos de Lorena se podían oír ahora en todo el local, mientras Janna le agarraba el pelo. Janna informó del desfalco a la policía, pero después de reflexionar sobre los efectos del castigo, decidió no presentar cargos. Si lo hacía, Lorena tal vez iría a la cárcel, pero Janna no tendría la seguridad de recuperar su dinero. Así que mantuvo a Lorena como empleada, pero le quitó una comisión del sesenta por ciento, en lugar del cincuenta por ciento, sobre el producto de su trabajo, hasta que le pagara los siete mil doscientos dólares. Eso le llevó a Lorena cerca de un año.

Debido a que los Bobbitt tuvieron que entregar su casa por falta de pago y Lorena y John decidieron separarse, Erma Castro permitió que Lorena regresara a su casa. John Bobbitt terminó volviendo a Niagara Falls en octubre de 1991. Durante los siguientes doce meses deambuló por el norte del Estado de Nueva York y Canadá, manteniéndose apenas mediante una serie de empleos (tales como la limpieza de desagües) que no le gustaban y tampoco conservaba durante mucho tiempo. El Cuerpo de Marina había sido el mejor sitio para él. Le hubiera gustado poder volver a alistarse, pero sabía que no era buena idea. Uno de los empleos en los que había pensado era en un departamento de policía. John sabía que muchos ex infantes de marina terminaban trabajando en la policía después de retirarse de la vida militar; pero aquel arresto que había tenido en Virginia no le iba a ayudar mucho. A donde fuera, eso le seguiría.

Sin embargo, un año más tarde, la persona que tuvo más que ver con que él terminara arrestado en febrero de 1991 —su ex amada esposa Lorena— le envió una tarjeta de San Valentín. Cuando John abrió el sobre que le llegó por correo a Niagara Falls y descubrió lo que había dentro, se sorprendió. Dentro había una linda fotografía a color de Lorena, vestida con un traje marrón que le dejaba los hombros al descubierto y un sombrero marrón con flores de seda cosidas en el ala. Sus ojos oscuros estaban fijos en la cámara y sonreía modestamente; en el reverso de la foto, Lorena había escrito: «¡¡¡Feliz día de San Valentín, John!!! - Lorena, 2-14-92».

John decidió llamarla. Sabía que era una locura, pero de todas maneras la llamó al salón de belleza. La voz de Lorena parecía muy amigable, muy distinta de la estridente voz que usaba en sus llamadas al número de emergencias. Lorena estaba ocupada con una clienta cuando John llamó, así que él la volvió a llamar, siguiendo su sugerencia. Para septiembre de 1992 John estaba de regreso en Virginia y la pareja se estaba embarcando en el resurgimiento de su relación.

John Bobbitt tenía la esperanza de que Erma Castro le permitiera vivir con Lorena en su casa durante un tiempo, hasta que los dos pudieran encontrar un apartamento para alquilar. Sin embargo, Castro se negó rotundamente; no iba a permitir que John Bobbitt estuviera bajo su techo ni una sola noche, le dijo claramente a Lorena, que había tratado (sin éxito) de argumentar que su matrimonio merecía otra oportunidad. Lorena fue más convincente en sus ruegos a la cuñada de Castro, Sondra Beltrán, que estaba casada con Segundo, el hermano de la señora Castro, pero no vivía con él. La señora Beltrán accedió finalmente a alquilarles parte de su casa (ubicada en Stafford, no lejos de la de la señora Castro) a Lorena y a John, con la condición de que compartieran la casa de manera armoniosa con ella y sus dos hijos adolescentes. Pero poco después de que los Bobbitt se mudaran, fue obvio para la señora Beltrán que no había sido muy prudente al elegir a sus inquilinos. Rápidamente la pareja comenzó a discutir a diario. John parecía especialmente malhumorado y descontento. El ex infante de marina llevaba ahora el uniforme blanco de algodón de los empleados del Burger King y ganaba cinco dólares por hora en el único lugar de la zona donde pudo encontrar trabajo estable; y aunque nunca fue abiertamente grosero con Sondra y sus hijos, parecía descargar parte de su hostilidad reprimida en el gato vagabundo que Sondra había adoptado como mascota.

Cuando Sondra estaba distraída, Bobbitt agarraba al gato con las dos manos, lo llevaba fuera y lo metía de cabeza en el buzón de correo que había en la acera. Después de cerrar y trancar la puerta de metal para impedir que el gato se escapara, Bobbitt regresaba a la casa y le decía: «Sondra, Sondra, creo que tienes correo». Sin sospechar nada al comienzo y luego furiosa, en la medida en que John insistía en seguir haciendo lo mismo, Sondra iba hasta el buzón y lo abría lentamente, con la esperanza de poder sacar suavemente a su petrificado gato, sin salir arañada y sin que el gato saltara a la calle y se atravesara en el camino de un coche. Sondra Beltrán se sintió feliz y muy aliviada cuando Lorena le dijo, en marzo de 1993, que ella y su marido se mudarían pronto.

Lorena había logrado ahorrar suficiente dinero como para alquilar un apartamento en Manassas, que estaba mucho más cerca del salón de belleza que la casa de Sondra Beltrán en Stafford. El apartamento estaba situado en un edificio moderno gris de tres pisos, en el área de Yorkshire, en Manassas. Los inquilinos tenían acceso a una piscina y un área recreativa cubierta adyacente al aparcamiento, en cuyos lados se veían pequeñas señales clavadas en el suelo que decían: QUE TENGA UN BUEN DÍA. El apartamento de los Bobbitt, que costaba quinientos setenta dólares al mes, estaba en el segundo piso y tenía un balcón con vista al aparcamiento. Tenía una sola alcoba y una sala de estar y la cocina daba al salón, separada por una encimera parecida al mostrador de un bar. Era más pequeño que cualquier apartamento que hubiesen alquilado desde aquel al que se mudaron cuando eran una pareja de recién casados, cuatro años atrás.

Cuando John Bobbitt se enteró de que un nuevo restaurante grande, Red Lobster, iba a abrir pronto un local en la calle principal de Manassas, Sudley Road, fue hasta allí y solicitó una entrevista. Anterior a la Guerra Civil, Sudley Road ya existía en este pueblo cuando fue el escenario de los dos grandes triunfos del Sur sobre el Norte en las batallas de Bull Run. Pero en los últimos años Sudley Road se había rendido a los urbanizadores y ahora era una larga, colorida y estridente fila de edificios de poca altura y carteles que cercenaban el horizonte con anuncios de Pizza Hut, Dunkin’ Donuts, Roy Rogers, Long John Silvers, Dennys, T. G. I. Fridays, Taco Bell, 7-Eleven y Mike’s Diner. Los urbanizadores habían pavimentado y conquistado los legendarios terrenos aledaños, donde había una serie de cañones confederados, junto con una estatua del general Thomas Jonathan «Stonewall» Jackson, que realizó en esta ciudad su histórica resistencia. Recientemente el gobierno federal había logrado sacar a los urbanizadores de la zona de la batalla, pero Sudley Road llevaba mucho tiempo a merced de los oportunistas grandes y pequeños. Uno de estos últimos, John Bobbitt, se dirigió a Sudley Road y solicitó empleo en Red Lobster, al igual que otras quinientas personas más. La directora de personal que entrevistó a Bobbitt lo describió en el formulario de la compañía como «limpio», «bien arreglado», «un norteamericano típico». Sólo el veinte por ciento de las quinientas personas que se presentaron serían contratadas. Una de ellas fue John Bobbitt.

Vestido con una camisa blanca y una corbata marrón a rayas (el restaurante suministraba la corbata), John Bobbitt fue asignado a un puesto de cajero que le permitía exhibir su apuesto físico cerca de la entrada, y era responsable durante un promedio de siete horas de transacciones que oscilaban entre los seis mil y quince mil dólares en efectivo y tarjetas de crédito. Después de tres semanas, un gerente que notó que Bobbitt era «un poco lento» le ofreció un nuevo puesto como «coordinador asociado». Esto significaba desde hacer ensaladas y decorar los platos hasta ayudar a los camareros a limpiar las mesas. Con un salario de seis dólares la hora y trabajando aproximadamente cuarenta horas a la semana, John se ganaba entre doscientos y doscientos cuarenta dólares, lo cual estaba bien para él. Pero el negocio no alcanzó las expectativas que tenía la gerencia y llegaron órdenes de reducir el personal y las horas de trabajo. A Bobbitt le recortaron el horario a veintidós horas, así que renunció para trabajar con un jardinero paisajista, pensando que ganaría lo mismo que en Red Lobster, pero no fue así. Cogió entonces un empleo de media jornada en un 7-Eleven y también iba por las mañanas a descargar camiones en las plataformas de Atlantic Food Services, donde sus ganancias como estibador dependían de la frecuencia con que llegaban camiones y otros vehículos. John mantuvo esta rutina durante algún tiempo, pero estaba buscando algo mejor.

Lorena siguió siendo la principal proveedora de la pareja, al igual que antes. Sus compañeras de trabajo en el salón de belleza, que se habían acostumbrado a sus quejas acerca del comportamiento de John, se sorprendieron al saber que ella había vuelto con él. Lorena respondió que le estaba dando una segunda oportunidad a su relación, aunque admitió que su matrimonio no había mejorado mucho desde la reconciliación. Tal vez se debía a la estrechez de su nuevo apartamento, o al hecho de que John se había atrasado en los pagos de su coche (Lorena no le permitía usar su automóvil), o a que Lorena creía que John estaba pasando demasiado tiempo alrededor de la piscina durante los fines de semana, exhibiendo su dominio de la natación y sus músculos a los grupos de jovencitas que generalmente se encontraban allí. Los Bobbitt sólo llevaban tres meses en su apartamento (ni siquiera habían contratado el suministro telefónico) y Lorena ya estaba insinuándole a John que los dos estarían mejor si alguno de ellos se iba a vivir a otra parte. Una clienta del salón de belleza le había dicho que John tenía un romance con una camarera que había conocido en Red Lobster, pero John lo negó airadamente, lo cual no sorprendió a Lorena. En todo caso, a mediados de junio de 1993 ella le dijo a John que pronto se iba a mudar a otra parte y él dijo que le parecía bien.

Más tarde, John se dirigió a una cabina telefónica cercana y llamó a un amigo de Niagara Falls —un estudiante de ingeniería llamado Robert Johnston, que acababa de terminar su cuarto año de estudios en la Universidad de Búfalo— y lo invitó a pasar el resto del verano en Virginia. Johnston aceptó sin vacilar y dijo que podría ir en su coche el siguiente fin de semana, para llegar probablemente el domingo 20 de junio. Johnston tenía veintiún años, era cuatro años menor que Bobbitt, y en realidad había crecido con uno de los hermanos menores de Bobbitt. Pero cuando Bobbitt había regresado a Niagara Falls después de separarse de Lorena, los dos hombres habían pasado mucho tiempo juntos por las noches, bebiendo y jugando al billar. Johnston medía metro ochenta y tenía una figura delgada, ojos azules, cabello castaño cuidadosamente peinado y los mismos rasgos bien definidos de Bobbitt. Sin embargo, era extremadamente tímido, y esa timidez era lo que había fortalecido la amistad con Bobbitt. John se sentía cómodo con la gente que era todavía más insegura que él cuando estaba en situaciones sociales. Y a juzgar por los buenos ratos que habían pasado juntos, Bobbitt sabía que el hecho de tener a Johnston en Virginia significaría más de lo mismo. A Bobbitt también le alegraba que Johnston viniera en su coche, pues había tenido que devolver el suyo propio.

Robert Johnston llegó a Manassas poco antes del mediodía del 20 de junio, pero sus golpes en la puerta del apartamento de los Bobbitt no tuvieron ninguna respuesta. Más tarde Bobbitt le contó que los había interrumpido cuando él y Lorena estaban haciendo el amor. Bobbitt le explicó que Lorena era una mujer totalmente impredecible: lo podía odiar a uno un día y adorarlo al siguiente. Cuando Johnston regresó a golpear por segunda vez, Lorena abrió la puerta. «Regresa un poco más tarde», le dijo con tono hosco; «John y yo tenemos cosas que hablar». Johnston la reconoció por la linda fotografía que ella le había enviado a John el día de San Valentín, pero en ese momento estaba desarreglada, con una camiseta arrugada y un par de pantaloncitos cortos, el pelo oscuro que le llegaba hasta los hombros se veía muy enredado y esos ojos color café, que brillaban tanto en la fotografía, ahora sólo reflejaban descontento. Johnston dio media vuelta de inmediato, sin presentarse siquiera.

Regresó a su coche, un Mustang negro modelo 1966, que estaba cargado con todas las cosas que pensó que debería tener mientras pasaba un agradable verano en Virginia, pero cuando se detuvo en el aparcamiento y se recostó contra el guardabarros, fatigado después de un viaje de diez horas, se preguntó si no debería marcharse y alojarse esa noche en un motel. Sin embargo, cuando regresó al edificio de los Bobbitt una hora después, encontró a John Bobbitt muy sonriente, esperándolo en la acera para saludarlo y ayudarlo a bajar sus cosas del coche, que incluían un pequeño televisor a color, ropa, videojuegos y una bicicleta. John le dijo que su propia bicicleta estaba en reparación, pues había sufrido unas cuantas averías dos días atrás, después de que lo golpeara de refilón un coche conducido por un emigrante de Laos, de veintiséis años. John dijo que después de que lo tirara al suelo, el conductor y una joven de Laos que venía con él se apresuraron a auxiliarlo y a disculparse y se ofrecieron a llevarlo al hospital. Pero sólo tenía unos cuantos raspones, dijo Bobbitt, y estaba contento porque la pareja había accedido a arreglar la bicicleta y a devolvérsela en unos pocos días.

Mientras Bobbitt conducía a Johnston escaleras arriba hacia el apartamento, sugirió que a la mañana siguiente podían ir a los muelles de carga de Atlantic Foods para ganar algún dinero descargando camiones; entretanto, John le sugirió que se echara una siesta en el sofá. Pero al entrar en el apartamento, Robert vio que Lorena estaba acostada en el sofá, muda, con la cara hacia la pared. En el suelo, cerca de ella, había dos cajas de cartón llenas de platos, frascos de loción y otras cosas que Robert supuso que Lorena se iba a llevar. John le había dicho por teléfono que probablemente ella ya se habría ido para cuando él llegara, pero ahí estaba, en el sofá que se suponía que le iba a servir de cama, y John no decía nada.

Más tarde esa noche, después de conocer unos cuantos bares y comer algo, Robert regresó al apartamento con John y se sintió decepcionado al ver que las cosas de Lorena todavía estaban ahí y, a través de la puerta abierta de la habitación, pudo ver que Lorena dormía en el lado derecho de la cama. John puso algunas de las pertenencias de Robert en el armario y, después de abrir el sofá cama y suministrarle un juego de sábanas y almohadas, le dio las buenas noches y se reunió con su esposa en la habitación, tras cerrar la puerta con suavidad.

Robert no durmió bien esa noche y fue abruptamente despertado al amanecer por la voz de John Bobbitt. Decía repetidamente: «¡Nos tenemos que ir, nos tenemos que ir, nos tenemos que ir!». Robert sacudió la cabeza confundido, mientras John seguía diciendo: «Trabajo, trabajo, trabajo, trabajo, nos tenemos que ir». John Bobbitt ya estaba vestido con una sudadera y una camiseta debajo, y continuó: «Atlantic Foods, vamos, vamos, vamos».

El día resultó muy productivo, pues los dos hombres recibieron de los distintos camioneros cerca de noventa dólares cada uno. Después de una tarde soleada en la piscina, John llevó a Robert por la noche a una discoteca cercana llamada Legends, donde John había trabajado unas cuantas veces la semana anterior como vigilante. El trabajo era sencillo, le explicó a Robert en el camino, pues consistía básicamente en revisar los documentos de identidad de los clientes para confirmar la edad. A John le gustaba sentarse en el Mustang de Robert y admiraba el diseño bajito de la carrocería y el rugido de su motor trucado. Se tomaron unas copas en Legends, después fueron a cenar y regresaron a casa a medianoche. Robert notó que las cosas de Lorena seguían en el suelo y que ella estaba dormida en la habitación.

En la tarde del día siguiente, martes 22 de junio, mientras John y Robert estaban de compras después de otra mañana de trabajo en el almacén, una mujer de Laos de dieciocho años se estacionó en el aparcamiento debajo del balcón de los Bobbitt con una bicicleta de diez velocidades amarrada al techo. Golpeó en la puerta del apartamento de los Bobbitt y, cuando Lorena abrió, la joven le dijo: «Estoy buscando a John».

«Pues no está», dijo Lorena fríamente y cerró la puerta.

Sin embargo, cuando la mujer regresó al aparcamiento, vio a John bajándose del Mustang de Robert y le gritó con entusiasmo: «John, ¡mira lo que te traje!». John Bobbitt vio la bicicleta y comenzó a gritar de alegría. Después de que John y Robert la desamarraran —era un estilizado modelo de carreras—, se turnaron para probar la elasticidad y consistencia del cuadro a lo largo del sendero del aparcamiento, mientras elogiaban la fineza del diseño y el estilo de la bicicleta. La jovencita permaneció junto a ellos, sonriendo. Su nombre era Dawn —iba de pasajera en el coche de su primo cuando chocaron contra John— y explicó que quería ofrecerle esta bicicleta a John para que la usara mientras la suya salía del taller de reparación. La chica también repitió lo que había dicho hacía unos días en la carretera: que ella y su primo lamentaban mucho lo que había sucedido y que habían sentido un gran alivio al ver que John no había resultado herido. Luego invitó a John y a Robert a una fiesta que iba a ofrecer durante la semana. John aceptó de inmediato y, levantando la bicicleta sobre sus hombros, exclamó: «¡Una fiesta, una fiesta! ¡Nos invitaron a una fiesta!».

Lorena observaba desde el balcón. Luego cerró la puerta y siguió empacando. Previamente había llevado las cajas de cartón y sus vestidos a un apartamento del piso de abajo que pertenecía a una mujer que conocía y se llamaba Diane Hall. Lorena no dijo nada cuando John y Robert subieron y John recostó la bicicleta contra la verja que había fuera de su puerta y Robert entró con unas bolsas de comida que había comprado para la cena de esa noche, antes de irse a tomar unas copas. Aunque Lorena había dormido con John cada una de las dos noches que Robert había pasado en el sofá cama, todavía estaba perplejo con la situación. No había incluido a Lorena en los planes de la cena. A Robert le gustaba cocinar. ¿Acaso debía invitarla?, se preguntó. Luego pensó que no. Apenas si habían cruzado un par de palabras. De cualquier forma, antes de que comenzara a preparar la comida, Lorena salió del apartamento y se marchó en su coche. Con todo, Robert seguía sintiéndose incómodo alojado en ese apartamento.

Una vez Robert y John terminaron de comer, se dirigieron a Legends. John pensó que tal vez lo podrían necesitar más tarde esa noche para vigilar la entrada, pero el propietario del bar creía que la noche no iba a ser muy buena. El dueño los invitó a un trago: Robert pidió una cerveza; John pidió su bebida favorita, un B-52 (un cóctel con Kahlúa, Bailey’s y Grand Marnier). Después de que John conversara un rato con algunos de los clientes, él y Robert se fueron a conocer otros bares de la zona: O’Toole’s, en Centreville, y luego Champions y P. J. Skidoo’s, en el condado de Fairfax.

Durante el transcurso de la noche, los dos hombres se tomaron unas tres o cuatro cervezas más cada uno y John además un segundo B-52. Poco antes de la 1.30 a. m., John y Robert salieron de P. J. Skidoo’s y ninguno de los dos dijo sentir los efectos del alcohol, pero los dos admitían que estaban cansados. Se habían levantado a las seis de la mañana a descargar camiones. Antes de regresar al apartamento, se detuvieron en un Denny’s que estaba abierto toda la noche en Sudley Road, para comer algo y tomarse una jarra de café. Cuando entraron en el apartamento eran casi las tres de la mañana. Robert se quitó sus zapatillas deportivas, se desvistió y arrojó su sombrero de Búfalo Bill a una esquina. John entró en la habitación, donde Lorena estaba dormida. Lo que John recordaría días después —cuando fue capaz de hablar con la policía acerca de las acusaciones de su esposa de que él la había violado— fue que se acostó en la cama a la derecha de su esposa y que recordaba vagamente haberla abrazado e incluso intentar quitarle las bragas con los pies. Pero insistió en que no recordaba forcejeo alguno por parte de ella, y sabía por experiencias pasadas que ella era muy capaz de arañar y dar patadas. En otras entrevistas con la policía, John admitió la posibilidad de que hubiesen tenido relaciones sexuales; pero nuevamente insistió en que, esa noche, sus deseos sexuales se veían opacados por la fatiga. En cierto momento John tuvo conciencia de que la mano izquierda de su esposa estaba acariciando su pene y supuso que estaba tratando de que se pusiera duro. Luego, de repente, un dolor agudo lo hizo enderezarse y alcanzó a ver a Lorena que, vestida con pantaloncitos cortos y una camiseta, salía rápidamente de la habitación. Al salir huyendo, Lorena pasó al lado de Robert Johnston, que estaba acostado en el sofá cama; Robert siguió durmiendo (aunque más tarde afirmaría que en algún momento la mujer le había registrado la cartera y había sacado un billete de cien dólares y que también le había robado su Game Boy de Nintendo).

Lorena bajó las escaleras descalza y atravesó el aparcamiento hasta su coche. Eran cerca de las 4.30 a. m. Logró abrir la puerta, a pesar de llevar en la mano derecha el cuchillo y, en la izquierda, la mayor parte del pene de su marido, aunque no se dio cuenta en ese momento. Lorena había oído cómo él gemía cuando le hizo un corte y luego lo seccionó de un tajo, con destreza, como si estuviera cortando una cutícula en su salón de belleza.

Después de avanzar en su coche unos cuatrocientos metros, hasta la intersección de Maplewood Drive y Old Centreville Road, Lorena se detuvo y fue en ese momento cuando se dio cuenta de que tenía el pene entre los dedos. A su izquierda, al otro lado de la calle, había un 7-Eleven con algunas luces encendidas. A su derecha vio una zona verde. Lorena arrojó el pene con la mano izquierda en esa dirección, por encima del techo del coche. El pene voló cerca de cinco metros y cayó entre el pasto y la maleza, que alcanzaba cerca de veinticinco centímetros de altura.

Luego giró el volante a la derecha y aceleró a lo largo de Old Centreville Road en dirección a Centreville mismo, siguiendo la ruta que tomaba regularmente hasta el salón de belleza, ubicado en un centro comercial. Ocho kilómetros más adelante, aparcó frente al salón, bajó del coche y arrojó el cuchillo a un cubo de basura con estructura de madera que había en la acera. Entró al centro comercial, buscó un teléfono y llamó a Janna Biscutti. Pero le respondió el contestador automático. Entonces Lorena volvió a correr a su coche y condujo casi dieciséis kilómetros hasta la casa de Janna, en Fairfax, donde sus gritos y los golpes en la puerta despertaron al marido de Janna, que estaba en el segundo piso, y lo hicieron bajar corriendo a abrirle. Lorena se derrumbó frente a él, en el suelo del salón, agitando los brazos, sollozando y diciendo cosas sin sentido. Janna bajó rápidamente en pijama y trató de consolarla, pero le tomó más de diez minutos entender lo que Lorena le había hecho a John. Janna llamó a la policía. Eran las 5.20 a. m.

El operario que contestó en la comisaría de policía —y que ya había tenido noticias del hospital acerca de la llegada del sangrante John Bobbitt— oyó a Janna decir: «Tengo aquí a la esposa… no sé si hizo lo que dice que hizo, pero ella dice que le cortó a su marido un pedazo de su anatomía».

«¿Quién es usted?»

«Soy su jefa…»

«Reténgala ahí y manténgala calmada…»

«No está calmada.»

«Bueno, hágalo lo mejor que pueda.»

«Lo estoy haciendo.»

«Sí, hágalo lo mejor que pueda. No permita que se bañe.»

«Está bien.»

«Bien, no deje que se cambie de ropa…»

«Bueno», dijo Janna, y añadió: «Él ha estado llevando mujeres al apartamento».

«Bueno, sólo quédese con ella y manténgala lo más calmada que pueda, y no permita que se duche, ni se lave las manos ni nada.»

Más tarde Janna recibió una llamada de la policía del condado, que esta vez le dio instrucciones de llevar a Lorena Bobbitt a la comisaría de policía de Manassas.

John Bobbitt recibió el corte aproximadamente a las 4.30 a. m. y nunca vio el cuchillo. Tan pronto se enderezó debido al dolor y vio a Lorena salir corriendo, John sintió un líquido que le escurría por las piernas, y no estaba seguro de si era orina o sangre. Al mirar la herida, no pudo creerlo. No había nada allí, sólo un vacío, incluso podía sentir un «vacío», explicó después, al salir del hospital. «Ya sabes, es… un dolor agudo, ah, agudo, el de la amputación… luego, luego el dolor desaparece y uno se queda en blanco, como en shock, como… uno está asustado, está, ya sabes, como, ah, ya sabes, no sabes qué… qué va a suceder. Qué va a suceder. Qué, ya sabes, qué hacer enseguida, ya sabes. Y tenía que reaccionar rápidamente, ya sabes, de manera instantánea.»

Mientras se hacía presión en los genitales con la mano derecha para tratar de detener la hemorragia, buscó con la izquierda un par de pantalones de algodón grises que había dejado en el suelo y logró ponérselos. Salió tambaleándose al salón y comenzó a darle patadas a Robert Johnston. «¡Nos tenemos que ir, nos tenemos que ir, nos tenemos que ir!»

Johnston levantó la cabeza, frunció el ceño y dijo: «Está bien», pues supuso que John Bobbitt lo estaba levantando para ir a trabajar al almacén de Atlantic Food Services. Johnston se dirigió al baño y se estaba cepillando los dientes cuando sintió que Bobbitt lo agarraba de la camiseta desde atrás y decía: «¡Nos tenemos que ir, nos tenemos que ir!».

«Está bien, ya», dijo Johnston, y cuando dio media vuelta, vio la sangre que escurría de los pantalones de algodón y caía sobre las zapatillas deportivas negras sin atar de Bobbitt. Luego vio el hilo de sangre que habían dejado en el suelo los movimientos de Bobbitt desde la habitación.

«¡Dios mío! ¿Qué sucede?», dijo Johnston y escupió la crema dental en el lavamanos.

«Me cortaron, me cortaron», dijo Bobbitt. «Tenemos que ir al hospital.»

«¡Vámonos!», gritó Johnston, al tiempo que se ponía sus zapatillas y agarraba a Bobbitt del brazo para ayudarlo a bajar las escaleras. Bobbitt, que tenía el pecho desnudo, mantuvo la mano derecha entre las piernas, mientras abría la puerta del Mustang con la izquierda y se metía dentro del coche, al tiempo que Robert Johnston arrancaba el motor.

«¿Adónde vamos?», preguntó Johnston, que todavía no conocía bien la zona.

«Izquierda», dijo Bobbitt y señaló con la mano.

Johnston salió del aparcamiento, giró el coche y, cuando Bobbitt señaló la Autopista 28, giró otra vez y se metió rápidamente en una vía de varios carriles prácticamente vacía, y aceleró, pasando frente a gasolineras y restaurantes de comida rápida, cuyos letreros de colores iluminados brillaban en medio de la penumbra de la mañana de un miércoles que todavía no amanecía.

«¿Qué ha pasado?», preguntó Robert Johnston, mientras aceleraba y mantenía las manos en el volante.

«Fue ella», dijo Bobbitt. «Ella me cortó.» Pero no dijo dónde, pues se sentía muy avergonzado y todavía no podía creer lo que le había sucedido. John recordaba preguntarse: «¿Cómo pudo arrancarlo?».

«¡Izquierda, no, derecha, derecha!», gritó Bobbitt al ver que Johnston tomaba el carril equivocado para salir de Sudley Road. Unos minutos después, con el hospital del condado de Prince William enfrente, Johnston giró a la izquierda, se dirigió directamente a la entrada de urgencias y detuvo el coche en seco al lado de dos ambulancias estacionadas. Bobbitt se bajó antes que Johnston, subió los escalones y entró en la sala de urgencias por una puerta trasera que no estaba destinada al uso del público. Johnston lo seguía, unos cuantos pasos atrás, y comenzó a gritarles a todos los auxiliares y enfermeras que veía: «Oigan, la esposa de este hombre trató de matarlo. ¡Rápido, necesita ayuda!».

«¿Dónde está?», preguntó uno de los auxiliares, y cuando Johnston miró a su alrededor, no vio a John.

Bobbitt se había metido en una sala de examen y paró en seco, atónito, pues vio a un paciente que reconoció: el conductor de Laos que había golpeado hacía unos días su bicicleta en la carretera. El nombre del muchacho era Vienkhone Khoundamdeth, o «Khone», como lo había presentado su prima Dawn en el lugar del accidente.

«Hola, Khone», dijo Bobbitt, «¿qué estás haciendo aquí?».

«Tuve un accidente de moto», dijo Khone, y se enderezó para mirar a Bobbitt, que seguía sangrando y cuyo rastro de sangre se extendía detrás de él a lo largo de varios metros.

«¿Cómo estás?», preguntó Bobbitt, que no tenía dolor. (Un médico explicó luego que Bobbitt estaba en estado de shock)

«Voy a ponerme bien», dijo Khone. «¿Qué estás haciendo tú aquí?»

«Ah», dijo Bobbitt con indiferencia, y se inclinó un poco, mientras se presionaba los genitales con las manos.

«Oiga, usted», gritó el médico de urgencias, Steven Sharpe, que entró en ese momento y se quedó mirando a Bobbitt. El doctor Sharpe, un hombre bajito y corpulento de cuarenta y tres años, de cabello rizado y ojos verdes, entrecerró los ojos a través de sus pequeñas gafas circulares para mirar la sangre en el suelo. «¡Venga aquí! Déjeme ver sus muñecas.»

«¿Para qué?», preguntó Bobbitt.

«Quiero ver dónde le cortaron», dijo el doctor Sharpe.

Ante la mirada de varios miembros del personal médico que le estaban observando directamente, John Bobbitt se bajó los pantalones y oyó las exclamaciones y murmullos que recorrieron la habitación. El escroto estaba intacto, pero en el lugar donde estaba el pene había ahora una masa informe de pedazos de piel ensangrentados.

«¿Qué sucedió?», preguntó el doctor Sharpe.

«No lo sé.»

«¿Su esposa hizo eso?», preguntó Sharpe, que había oído los gritos de Robert Johnston.

«Supongo que sí.»

«¿Necesita algo para el dolor?»

«No, no me duele.»

El doctor Sharpe corrió hasta la recepción de urgencias y marcó el número telefónico del urólogo, el doctor James Sehn, que vivía a unos cuarenta y ocho kilómetros del hospital, cerca de Middleburg, Virginia.

«Jim», dijo el doctor Sharpe, «tengo aquí un tipo al que le cortaron el pene».

Hubo un silencio al otro lado de la línea y luego el doctor Sehn preguntó: «¿Cuánto le quitaron?».

«Por lo que puedo ver, todo.»

«¿Y dónde está el pene?»

«Realmente no lo sé.»

«Voy para allá», dijo el doctor Sehn.