23.

Desde mediados de julio de 1993 comencé a viajar regularmente entre Nueva York y Manassas, Virginia, para entrevistar a docenas de personas que estaban directa o indirectamente relacionadas con la historia de los Bobbitt: los abogados de la pareja, sus médicos, sus asesores mediáticos, sus parientes, sus amigos, sus vecinos y sus compañeros de trabajo: las compañeras de Lorena en el salón de belleza y los cargadores que habían trabajado con John en el depósito de camiones el día antes de su desventura, a quienes se les conocía en el mundo del transporte como «estibadores». También entrevisté al sargento de policía que descubrió el pene de John entre la maleza, a la agente de policía que encontró el cuchillo ensangrentado que Lorena arrojó a un cubo de basura y al detective que dirigía la investigación.

Este último era Peter Weintz, un hombre de cuarenta y nueve años y voz carrasposa, que medía uno ochenta y siete, pesaba ciento diecisiete kilos, se fumaba cuatro paquetes de Marlboro diarios y cuya antipatía general hacia cualquier infractor de la ley lo llevó una vez a arrestar y encarcelar a su propio hijo. El hijo de Weintz, que tenía en esa época dieciséis años, había estado muy metido en el consumo de drogas y alcohol y algunas veces se había visto involucrado en robos. Después de escaparse un día con el coche de su padre y dos cajas de cerveza, fue capturado por Weintz y llevado a la cárcel. Posteriormente a que su hijo fuera liberado, el detective Weintz invirtió cerca de treinta mil dólares en su rehabilitación, la cual resultaría exitosa.

Cuando hice los primeros contactos para encontrarme con el detective Weintz, supuse que sería una entrevista difícil. Unos cuantos periodistas locales me habían dicho que no le gustaba tener tratos con la prensa. Pero a mí me pareció una persona accesible y franca y, como fue el primer agente que interrogó a Lorena Bobbitt después de que se entregara a la policía el día de los hechos, tenía una percepción clara del estado mental de la mujer y de sus íntimos recuerdos respecto a lo que ocurrió inmediatamente antes, durante y después de atacar a su marido el 23 de junio. El detective Weintz grabó lo que ella le dijo y, seis semanas más tarde, en la audiencia preliminar que tuvo lugar el 4 de agosto, a la cual asistimos docenas de periodistas en la corte del condado, Weintz le leyó en voz alta al juez Paul F. Gluchowski la transcripción de la declaración de la señora Bobbitt.

El propósito de la audiencia preliminar no era establecer la culpabilidad o inocencia de Lorena sino determinar si había pruebas suficientes contra ella para apoyar la acusación de la fiscalía según la cual la mujer había atacado a su marido «con dolo» y «con el propósito de mutilarlo, desfigurarlo, incapacitarlo o matarlo», y, por lo tanto, debería ser llevada a juicio por la comisión de un delito. El fiscal llamó a declarar a cuatro agentes de policía que presentaron cargos contra Lorena en la audiencia. El primer agente que fue llamado al estrado de los testigos, Cecil F. Deane, le mostró a la corte las fotografías que había tomado del cuerpo sangrante y vendado de John Bobbitt mientras este último reposaba en una camilla en la sala de urgencias, poco después de que Deane llegara al hospital, a las 5.15 de la mañana del 23 de junio. El segundo agente, Michael Perry, declaró haber encontrado el pedazo de pene cercenado al lado de la carretera aproximadamente a las 6.15 de la mañana, y haberlo puesto en una bolsa de cierre hermético con hielo y llevado al hospital en una ambulancia. La tercera agente, Sindi Leo, confirmó que el cuchillo de cocina con mango rojo que se exhibía en una mesa frente al estrado del juez Gluchowski era efectivamente el cuchillo que ella había encontrado, cerca de las 8.30 de la mañana, en un cubo de basura que había frente al salón de belleza en el que trabajaba Lorena Bobbitt. Y el cuarto agente, el detective Weintz, leyó Ja transcripción del testimonio de Lorena Bobbitt, obtenido en la comisaría de policía de Manassas en las horas de la tarde del 23 de junio.

Weintz la citó diciendo que su marido volvió al apartamento borracho, a eso de las tres de la mañana. Regresó en compañía de un amigo de infancia en Niagara Falls, Nueva York, que estaba durmiendo en el sofá de la sala de la pareja. Después de que su marido cerrase la puerta del dormitorio y se quedara medio dormido junto a ella durante cerca de una hora, se despertó y se quitó la ropa y, a pesar de sus protestas, le quitó a ella las bragas a la fuerza y procedió a violarla. «Yo traté de gritar o hacer algo, de empujarlo», le dijo al detective Weintz, «pero no pude porque es muy pesado para mí». Más tarde, después de que su marido volviera a quedarse dormido, ella se levantó, se puso algo de ropa y fue hasta la cocina a por un vaso de agua. Al ver un portacuchillos sobre la encimera —«yo estaba furiosa», dijo Lorena al detective Weintz—, cogió uno de los cuchillos, lo alzó en la mano y regresó con él a la habitación. «Le pregunté si se sentía satisfecho con lo que había hecho», dijo ella, «y él sólo… medio dormido o algo así… mejor dicho, no le importaron mis sentimientos… Él siempre tiene orgasmos y no espera a que yo llegue al orgasmo. Es muy egoísta. No me parece justo. Así que le quité las sábanas y lo hice».

Mientras el detective Weintz seguía leyendo la transcripción, entrecerrando los ojos a través de las gafas de aviador que enmarcaban sus ojos almendrados y descansaban sobre el puente de su nariz carnosa, Lorena Bobbitt permanecía sentada frente a él, en la mesa de los acusados, al lado de su abogado. No decía nada, aunque ocasionalmente bajaba la cabeza y lloraba, al tiempo que dejaba caer su pelo negro largo y ondulado a ambos lados de su cara, rozándole los hombros y envolviéndola como si tuviera puesta una mantilla. Era la primera vez que yo la veía. Era una mujer de constitución delicada y baja estatura (un metro cincuenta y cinco y cuarenta y tres kilos, cuarenta y cinco menos que su esposo, que medía uno setenta y siete metros); no usaba joyas ni tenía maquillaje y llevaba un vestido púrpura de diseño modesto, manga larga, cinturón y abotonado hasta la garganta. Cuando no lloraba, parecía rezar: los labios balbuceando lentamente, las manos sobre el regazo y los ojos bajos. Lorena proyectaba una imagen de inocencia y vulnerabilidad, y aunque yo recordaba que en una milésima de segundo sus pequeños dedos perfectamente arreglados y sus delicadas muñecas habían tajado la virilidad de su marido con un cuchillo, mi impresión fue que la mujer demostraría ser más tarde una testigo convincente en su propia defensa, pues sembraría en la mente de los jurados la duda acerca de que hubiese sido capaz de hacer intencionadamente lo que el fiscal la acusaba de haber hecho.

Antes de verla en la audiencia preliminar, traté de entrevistarla varias veces, pero tanto su abogado como su asesor mediático se mostraron poco colaboradores. Más tarde supe que su asesor mediático le había prometido a Vanity Fair entregarle la historia de Lorena en exclusiva y que la revista publicaría un reportaje fotográfico de ésta realizado por la reconocida fotógrafa Mary Ellen Mark, junto con un largo artículo escrito por Kim Masters. El reportaje aparecería en otoño o a comienzos del invierno, seguramente al mismo tiempo que el inicio del juicio de Lorena Bobbitt. Su asesor mediático también había llegado a un acuerdo con los productores de la cadena ABC para que fuera entrevistada en el programa semanal 20/20, a finales de septiembre. Entretanto, su abogado anunció que Lorena había recibido docenas de llamadas telefónicas y cartas de apoyo, principalmente de mujeres, que se ofrecían a contribuir a sus gastos legales y ayudarla también de otras formas. Un artículo del Washington Post —titulado «Símbolo de una rabia compartida»— la describía como si se estuviera convirtiendo en una «heroína feminista popular». El artículo citaba las palabras de la vendedora de una tienda de ropa en Washington, Rose Maravilla, de treinta y un años, que decía: «Me enfurecería que la condenaran». El artículo también mencionaba el apoyo de Evelyn Smith, una mujer de treinta y seis años de Maryland que mató a su irritable marido en 1991, fue absuelta por un jurado en 1992 y había creado hada poco una fundación para ayudar a las mujeres maltratadas. En una columna de la revista Newsweek, la escritora Barbara Ehrenreich escribió: «Si un hombre insiste en usar su pene como un arma, yo digo que, de una manera u otra, hay que desarmarlo rápidamente».

Un día antes de la aparición de Lorena Bobbitt en la audiencia preliminar, su marido fue acusado por un gran jurado del cargo de abuso sexual marital y, mientras esperaba el anuncio de la fecha del juicio, fue puesto en libertad provisional mediante el pago de una fianza de cinco mil dólares. Su abogado, que lo acompañó mientras lo fichaban y le tomaban las huellas, habló más tarde con la prensa e hizo énfasis en que su cliente no estaba de acuerdo con la versión de Lorena. «El único hecho que no está en discusión es el hecho de que ella cometió contra mi cliente el abominable delito de la mutilación», dijo el abogado; y el asesor mediático de Bobbitt repitió la misma declaración que había sido distribuida a la prensa previamente en nombre de John Bobbitt: «Al contrario de lo que afirman algunos reportajes y de las desesperadas excusas de mi esposa Lorena, yo no la ataqué la noche en cuestión… ella tendrá que responder por sus actos en un tribunal penal». Los médicos de Bobbitt, que le habían dado de alta del hospital hacía un mes, explicaron que estaba orinando sin catéter, pero que seguía sin sensibilidad debajo del corte. Uno de los médicos me dijo en privado que le habían dado a Bobbitt un ejemplar de la revista de pornografía Chic, con la esperanza de que se excitara con las fotografías de las mujeres desnudas en poses eróticas. Pero hasta ahora eso no había ocurrido. Mientras John Bobbitt iba y venía del edificio del tribunal, un reportero del Potomac News notó que caminaba dando «pasos largos». De todas maneras, hasta ahora, su esposa le iba ganando en lo que se refería al apoyo público en general.

Sidney Siller, el fundador de la Organización Nacional para los Hombres, un grupo de trece mil miembros que comenzó su labor en 1983, le dijo a un reportero del Washington Post que John Bobbitt carecía de gente que lo apoyara abiertamente porque los hombres «no se manifiestan ni expresan su apoyo de la misma manera en que lo hacen las mujeres». Alvin S. Baraff, director de la firma consultora MenCenter, que tuvo su comienzo en Washington en 1984, definió la campaña a favor de Lorena para el reportero del Post como «el último golpe asestado a los hombres» y añadió: «Creo que están abogando por una verdadera delincuente. Esta mujer no merece ningún apoyo. Este caso es otro indicio de discriminación inversa y prejuicios de género».

Aunque hasta ahora llevaba menos de dos semanas en Virginia reuniendo información y sabía que mis impresiones preliminares podrían verse alteradas en la medida en que mi estancia se prolongara y me enterara de más cosas acerca del caso —el cual fue calificado por el columnista Charles Krauthammer de «venganza políticamente correcta»—, yo pensaba que al menos parte de las dificultades que sufría la imagen de John Bobbitt en su relación con el público y la prensa tenía que ver con su incapacidad para defenderse verbalmente de manera eficaz, debido a que lo aquejaba una enfermedad congénita que le hacía repetir sus palabras una y otra vez, frecuentemente de manera apresurada y confusa. John era hijo de una mujer de origen polaco que tenía problemas mentales y vivía en Niagara Falls, Nueva York, y su padre, que era de Oklahoma y provenía en parte de una familia aborigen, abandonó a la familia cuando John tenía cuatro o cinco años. También me parecía que la apariencia física de John Bobbitt —su torso de levantador de pesas, su pelo cortado al rape, su quijada cuadrada, sus ojos almendrados, sus brazos llenos de tatuajes y esa atractiva pinta de obrero blanco y fuerte, que en el pasado llamó la atención del sargento de reclutamiento que lo llevó al Cuerpo de Marina en 1987— era lo que daba credibilidad a los esfuerzos que estaban haciendo los abogados defensores de su esposa por encasillarlo ante los medios como un salvaje de cara bonita y tendencias militaristas, que se había portado con su diminuta esposa de una manera tan abominable que ella finalmente le había dado su merecido. Cuando Bobbitt estaba desempleado, lo cual ocurrió con frecuencia después de salir de la Marina, pasaba la mayor parte del tiempo gastándose el dinero de bar en bar, en compañía de otros obreros blancos, jóvenes y poco educados como él. Si se hiciera una encuesta nacional que buscara identificar la categoría de hombres que despertaba menos simpatía entre los norteamericanos, probablemente estos individuos encabezarían la lista. Contrariamente a los negros, que podían atribuirles sus fracasos a los prejuicios raciales, estos blancos, que con frecuencia eran considerados mera «escoria» y que, a diferencia de las minorías, carecían de defensores políticos, no cumplían los requisitos para recibir trato preferencial por cuenta de la discriminación positiva, ni de la consideración social del grueso de la población, ni tenían excusa alguna aparente. Eran una especie de inadaptados en peligro de extinción, antiguos búfalos americanos que carecían de las condiciones para sobrevivir en el clima rápidamente cambiante y muy técnico de la década de los noventa, en medio de una nación que atravesaba por un período en el que cada vez se necesitaba menos de los músculos, excepto en los deportes de contacto físico, y en la cual la naturaleza misma de la masculinidad tradicional como valor y única definición con frecuencia se debatía, se ponía en duda e incluso se declaraba lingüísticamente pasada de moda, por lo menos por parte de los hombres y mujeres jóvenes de las clases medias y altas y pertenecientes al ámbito académico, la política, el derecho y los medios, que componían la generación de los noventa. Al constituir la principal influencia de las políticas y la opinión nacionales, estos profesionales no sólo se burlaban de los hombres de clase baja como John Bobbitt, sino que buscaban recrear y modernizar sus actitudes y su moral, y sin duda estaban convencidos de que, a menos que él pudiera probar lo contrario en la corte, John Bobbitt era exactamente igual a como su esposa decía que era.

Lorena Bobbitt fue ovacionada por una multitud de mujeres cuando salió del tribunal al término de la audiencia preliminar. Sin embargo, la evidencia presentada contra ella por el fiscal acusador fue considerada suficiente por el juez Gluchowski para obligarla a enfrentarse a un juicio los siguientes meses; entretanto, salió bajo fianza. Sonrió discretamente al pasar junto a los curiosos y las cámaras, caminando del brazo de las dos amigas que habían permanecido a su lado a lo largo de toda esta situación y que la habían ayudado desde que vino a vivir a Estados Unidos a estudiar al Northern Virginia Community College en 1987.

Una de sus acompañantes era su empleadora en el salón de belleza, una atractiva rubia de treinta y cinco años llamada Janna Biscutti, que había contratado inicialmente a Lorena seis años atrás para que le ayudara a cuidar a su pequeño hijo durante algunas horas a la semana. Lorena tenía entonces diecisiete años y no hablaba muy bien inglés. Llevaba sólo unos pocos meses en Virginia y se alojaba en la casa de unos inmigrantes latinoamericanos, después de haber dejado a su propia familia en Venezuela. Lorena nació en Ecuador en 1969 y se fue a vivir a Venezuela a los cinco años con sus padres y una hermana y un hermano menores. Su padre encontró trabajo en Caracas en un laboratorio que hacía prótesis dentales. Después de graduarse en secundaria en Caracas, Lorena llegó a Estados Unidos para inscribirse en un instituto público de educación superior en Virginia, y su mayor esperanza era convertirse algún día en dentista.

Cuando no estaba asistiendo a clases en el instituto, Lorena trabajaba como niñera en la enorme casa de Janna Biscutti en Fairfax, Virginia. Janna, que había nacido en Louisville, Kentucky, y cuyo nombre de soltera era Janna Abell, había hecho una considerable fortuna al montar varios sitios de manicura en los suburbios de Washington D. C. Una vez que decidió que ya no quería convertirse en cirujana plástica ni en dermatóloga, y después de retirarse de dos universidades en Kentucky y de una tercera en Tennessee, Janna abrió su primer salón a los diecinueve años en Vienna, Virginia, en 1977. Ese mismo año se casó con Errol Biscutti, un ingeniero civil australiano-italiano que había venido a Estados Unidos con su familia desde niño y medía uno noventa. Un año después de casarse y usando ahora el apellido de su marido, Janna Biscutti abrió un segundo salón en Georgetown, Virginia, y luego un tercer salón en Great Falls, Virginia, en 1980. Janna dejaría a su marido en 1984, pero se quedaría con la custodia de su único hijo, Kyle Biscutti, que tenía cuatro años en 1988, cuando Janna contrató a Lorena para que fuera la nana del niño. Janna también le enseñó a Lorena a conducir, en un Mercedes 300-D automático que le servía para llevar y traer a Kyle de sus actividades preescolares. Después de que Lorena trabajara durante un poco más de un año como niñera y mejorara su inglés —para lo cual le sirvió ver regularmente en televisión el programa para niños Barrio Sésamo en compañía de Kyle, en la casa de Janna—, Janna la liberó de sus obligaciones con el niño (debido a que Kyle se fue a vivir por un tiempo con su padre en California) y luego, meses más tarde, la contrató para trabajar en un salón de belleza.

Entretanto, Lorena conoció al cabo primero John Bobbitt en una sala de baile que estaba cerca de la base del Cuerpo de Marina en Quantico, Virginia. Bobbitt había sido transferido hada poco desde Okinawa. Él tenía veinte años y ella, dieciocho. Ella era virgen y nunca había salido seriamente con nadie, al tiempo que la experiencia romántica de John Bobbitt se limitaba por entonces a quedar con las chicas de las tabernas en el lejano Oriente. Después de salir juntos durante menos de ocho meses y tener un noviazgo que consistió básicamente en verse durante los fines de semana y compartir comida rápida en un centro comercial, John y Lorena decidieron casarse. Esta decisión reducía la ansiedad de Lorena acerca de su permanencia en Estados Unidos, debido a que sólo tenía visado de estudiante, y para John Bobbitt las ventajas del matrimonio incluían salirse de la hacinada barraca en que vivía para mudarse a un apartamento y extenderle a su esposa el servicio médico del que disfrutaba de manera gratuita por el hecho de ser militar. Sin invitar a la familia ni a los amigos para que los acompañaran en una apresurada ceremonia civil que tuvo lugar en Stafford, Virginia, el 18 de junio de 1989 John y Lorena comparecieron ante un juez que los declaró marido y mujer.

Cuatro años más tarde, poco antes de las 5.30 de la mañana del 23 de junio de 1993, Lorena condujo rápidamente hasta la casa de Janna Biscutti en Fairfax, Virginia, y al llegar comenzó a golpear con fuerza en la puerta principal, al tiempo que llamaba al timbre repetidamente, hasta que el segundo marido de Janna —un banquero nacido en Arabia Saudí y especialista en hipotecas llamado Nizzar Suleiman— abrió la puerta. Fue Suleiman quien despertó a su esposa, que estaba dormida en el segundo piso. Después de que Janna bajara y finalmente entendiera lo que Lorena Bobbitt decía en medio de sus balbuceos y su histeria acerca de lo que había hecho con un cuchillo de cocina, Janna llamó inmediatamente a la policía y acompañó a Lorena hasta la comisaría, tal como lo haría seis semanas después, el 4 de agosto, cuando Lorena acudió a la audiencia preliminar.

La otra acompañante de Lorena en la corte —y la primera persona que le brindó un hogar tras su llegada a Estados Unidos— era una mujer corpulenta de cincuenta y nueve años, de cabello oscuro y apariencia conservadora, llamada Erma Castro, quien, al igual que Lorena, había nacido en Ecuador, pero residía permanentemente en Virginia y era ciudadana americana desde hacía casi veinte años. Erma vivía con su marido, José Castro, que era ingeniero, y con sus dos hijas adolescentes en un barrio de los suburbios recientemente construido, y trabajaba como administradora en una institución que atendía las necesidades de los habitantes inmigrantes del área y sus hijos. Se encargaba de ayudar a estas familias a llenar documentos oficiales y a menudo se ofrecía para servir de traductora de la gente hispanohablante que tenía dificultades para leer instrucciones escritas en inglés.

A comienzos del otoño de 1987, mientras Lorena se preparaba para ingresar en la institución de educación superior de Virginia, Erma Castro la conoció a través de una amiga común y poco después le ofreció la posibilidad de irse a vivir gratuitamente a su casa, si prometía mantenerse al día con sus estudios y darles un buen ejemplo a las hijas de Castro, que eran unos años menores que Lorena. Erma estuvo contenta con ese arreglo durante al menos un año. Pero después de que Lorena conociera a John Bobbitt y comenzara a salir con él, en octubre de 1988, la actitud de Erma Castro cambió rápidamente. No tenía una buena impresión de John Bobbitt, con quien había hablado unas cuantas veces cuando había ido a su casa, y le preocupaba lo que pudiera pasar con Lorena por salir con él.

Pude enterarme de los sentimientos de Erma Castro, aunque nunca me comuniqué directamente con ella —nunca devolvió mis llamadas telefónicas ni respondió a mis cartas y tampoco me recibió cuando aparecí en su lugar de trabajo sin cita—, gracias a que tuve acceso a la transcripción de una entrevista anterior al juicio que ella se vio obligada a darle por ley al abogado de John Bobbitt a finales del verano de 1993, con el fin de que este último accediese a una información que le permitiera defender mejor a su cliente en el caso de abuso sexual marital que estaba próximo a tener lugar. De entre las personas que testificarían más tarde en la corte de Manassas, Castro no fue la única en ser llamada a presentarse individualmente en la oficina del abogado de John Bobbitt, en Alexandria, Virginia, para hacer las entrevistas previas al juicio. Este grupo incluía a Janna Biscutti, a Nizzar Suleiman y a la misma Lorena Bobbitt. En realidad, tales entrevistas eran, en efecto, declaraciones formales y la gente citada allí tenía la obligación de decir la verdad, bajo juramento. Tenían derecho a llevar a sus abogados para que les brindaran orientación, pero el abogado defensor de John Bobbitt era quien dirigía el interrogatorio en esta instancia y las leyes del perjurio se aplicaban en su oficina de Alexandria tal como si el testigo estuviera siendo interrogado en un tribunal. Durante la entrevista estaba presente una taquígrafa que registraba cada palabra, y después de cada testimonio se hacía una transcripción oficial. Así, después de obtener copias de estas declaraciones, tuve un relato tan preciso como era posible y disfrutaba de la misma información que manejaban las personas más cualificadas para comentar la mutilación de John Bobbit y explicar por qué y cómo había ocurrido el incidente.

Erma Castro fue la persona que presintió con mayor claridad la incompatibilidad que terminaría por acabar con la relación entre John Bobbitt y Lorena; y, tal como declaró en su testimonio, desde el principio instó a Lorena a alejarse del musculoso infante de marina. Castro era una matrona latinoamericana tradicional, una señora arraigada en siglos de aprensión frente a futuros pretendientes. Si alguna vez sus hijas hubieran llegado a despertar el interés de un hombre como John Bobbitt —un hombre que balbuceaba, de clase social baja y bajos ingresos, mal preparado para sostener a una esposa y una familia, pero que aun así buscaba en las mujeres el placer sexual—, Castro habría cerrado cada puerta y cada ventana de su casa, había impedido que sus hijas recibieran llamadas telefónicas y nunca las habría perdido de vista. Castro reconoció ante el abogado de Bobbitt que sus hijas a menudo decían que ella era «anticuada», pero Erma Castro dijo que después de que Lorena hizo caso omiso de su consejo y se casó con John Bobbitt —y luego fue maltratada por él y terminó arrestada por la policía por cercenarle el pene—, llamó a sus hijas y afirmó: «Eso es lo que pasa cuando uno no hace caso de lo que dicen la mamá o los papas o [cuando] algún amigo, alguna persona mayor, les dice quién es una buena influencia. Y les dije que vieran eso como un ejemplo que nunca deberían olvidar… Y que, si no querían escuchar consejos anticuados, al menos deberían respetar los mandamientos que Dios nos da. Porque Dios nos da la libertad de pensar y de elegir entre lo bueno y lo malo y la decisión es de uno. Sólo les digo que miren lo que pasa cuando la gente joven no escucha, cuando no quiere escuchar a sus padres».

Después de que el abogado le preguntara si Lorena había hablado alguna vez con ella sobre su vida privada antes de irse a vivir con John Bobbitt, Castro contestó: «Soy una persona muy conservadora y no me gusta hablar sobre eso, pero una noche Lorena vino hasta mi cama y me dijo: “Señora Castro, ¿puedo hablar con usted?”. Yo dije: “Sí, Lorena, ¿qué sucede?”. Lorena comenzó a llorar. Entonces le dije: “Lorena, cálmate, dime qué sucede”». Castro recordó que Lorena parecía dubitativa mientras buscaba las palabras y que le costó trabajo hacerla hablar porque lo que Lorena quería preguntar (y le tomó algún tiempo averiguarlo) era un asunto vergonzoso para las dos. A Castro no le resultaba menos incómodo hablar de eso ahora, en esa declaración, mientras era interrogada por un desconocido, aunque fuera un abogado frente al cual había jurado decir la verdad y nada más que la verdad. Finalmente dijo que lo que Lorena le había preguntado era: ¿es correcto que una pareja de casados tenga sexo anal?

Castro respondió: «¿Estás loca? ¡No, eso nunca se hace! ¡Y no dejes que lo haga aunque te lo pida!». Aunque Lorena prometió seguir su consejo, Castro le dijo una vez más: «¡No dejes que los hombres hagan eso!».

Pero, a pesar de todas las buenas intenciones de Lorena, la discusión perturbó a Erma Castro. Aunque inicialmente había admirado el coraje de esa jovencita al venir sola a estudiar a Estados Unidos, comenzaba a tener dudas sobre si quería seguir siendo la tutora de Lorena. «La acogí en mi casa porque tenía muchas ganas de convertirse en una profesional», le explicó Castro al abogado, y añadió que, durante el primer año que Lorena pasó en la universidad, fue una estudiante que sólo obtenía A y B, pero «cuando comenzó a salir con John, sacó una F». Lorena no sólo «se veía con él a mis espaldas», siguió diciendo Castro, sino que el hombre nunca parecía tener dinero cuando salían. Cuando iban a comer hamburguesas, pizzas o helado, Lorena era la que pagaba las cuentas, con el dinero que ganaba como niñera de Janna Biscutti. Castro se enteró de esto a través de una de sus hijas y eso acabó con el poco respeto que sentía por John Bobbit como un hombre apropiado para Lorena. «Era un irresponsable», concluyó Castro al hablar con el abogado; John Bobbitt carecía de la amabilidad y la generosidad con la que los hombres enamorados tratan tradicionalmente a sus novias, «al menos al comienzo». Castro se preguntaba qué haría John Bobbitt con el dinero que recibía del Cuerpo de Marina y por qué Lorena toleraba que él fuera tan tacaño cuando salía con ella. ¿Acaso Lorena estaría tratando de comprar su afecto, pues lo veía como una manera de solucionar su permanencia en Estados Unidos mediante un matrimonio? Castro había visto una vez en un programa de televisión a una joven rusa que admitió haberle pagado a un norteamericano para que se casara con ella, con el fin de garantizar su residencia en Estados Unidos, y se le ocurrió que tal vez Lorena tuviese la misma idea. Pero cuando se enfrentó a ella, Lorena inmediatamente lo negó y dijo, por primera vez: «Ay, señora Castro, yo lo amo, yo lo amo». Después de oír eso, Castro se sintió todavía más alarmada, le dijo al abogado; tenía en sus manos a una chica apasionada que creía que estaba enamorada, pero que era demasiado joven e ingenua para saber qué era el amor; una chica que probablemente pronto iba a perder la virginidad (si no la había perdido ya) a manos de ese tacaño norteamericano que aparentemente le había robado el corazón por dejarla usar su chaqueta del Cuerpo de Marina. Castro creía que debía compartir sus preocupaciones enseguida con la familia de Lorena en Venezuela, así que los llamó y habló con la madre de la joven. «Le dije que Lorena tenía un novio, que eso no me gustaba y que tenía miedo de que pasara algo», le relató Castro al abogado; y cuando este último le preguntó cómo había reaccionado la madre de la chica, Castro contestó: «Se puso a llorar».

Sin importar la opinión tan negativa que Erma Castro tenía de John Bobbit, Lorena siguió saliendo con él y viendo sus defectos bajo una luz positiva. Bobbitt siempre solía llegar tarde cuando iba a la casa de los Castro al anochecer para recoger a Lorena —al igual que solía llegar tarde la mayor parte de las mañanas cuando informaba a su sargento en los garajes de la base, según admitió—, pero Lorena interpretaba su tardanza como una muestra de su espíritu independiente. Y también le parecía agradable el hecho de que él tuviera un problema para hablar —que apresurara las palabras y repitiera todo lo que decía dos o tres veces—, pues como ella todavía estaba aprendiendo a comprender el inglés, con frecuencia tenía que pedirles a los angloparlantes que por favor le repitieran lo que acababan de decir. Con John Bobbitt eso nunca fue necesario.

John también era muy sincero y abierto a la hora de contar cosas sobre sí mismo y no se mostraba reticente ante la idea de hablar acerca de su dolorosa infancia en Niagara Falls. No pareció molestarse un día que, después de golpear en la puerta de los Castro con la intención de ver a Lorena, quien salió fue Erma Castro, y tras hacerlo pasar, lo invitó a sentarse en la sala y comenzó a bombardearlo con un interrogatorio: ¿en qué trabajaban sus padres ahora? ¿Cuánto tiempo llevaban en Estados Unidos? ¿Qué hacían sus hermanos? ¿Cuánto tiempo pensaba quedarse en el Cuerpo de Marina? Si no podía inscribirse de nuevo en el Cuerpo de Marina después de la finalización de su contrato de cuatro años, ¿qué pensaba hacer?

John contestó abiertamente cada una de las preguntas de Erma Castro. Dijo que tenía hermanos que consumían drogas, que su madre tenía problemas mentales y que su padre, un bebedor mezquino y miserable que solía ser mecánico de motos, había abandonado a su esposa y a sus tres hijos cuando John tenía cerca de cinco años. John recordaba que su padre solía guardar varias motocicletas en el salón de su apartamento del segundo piso y que una vez, mientras el edificio era consumido por el fuego, su padre había corrido escaleras abajo con sus motocicletas para llevarlas a un lugar seguro, antes de preocuparse por el bienestar de su familia. John confesó que había sido mal estudiante en la escuela, debido a una limitación que más tarde fue diagnosticada como déficit de atención, y que, como la condición mental de su madre se fue deteriorando mientras que John estaba en la escuela, él y sus dos hermanos fueron a vivir a la pequeña casa de uno de sus tíos maternos, que residía cerca, en Niagara Falls. Su tío y la esposa de éste tenían tres hijos, así que John y sus hermanos crecieron en un ambiente en el que abundaban la compañía masculina y la competitividad, y la habitación que compartían no era muy distinta de las barracas que conocería más tarde en el Cuerpo de Marina. Excepto por el hecho de ser un destacado levantador de pesas y nadador —le dijo a Castro que tal vez era el mejor nadador de los marines que había instalados en Quantico—, no era capaz de alegar ningún otro talento o logro particular.

Erma Castro no lo interrumpió cuando John Bobbit siguió contándole de su vida, aunque ya sabía suficiente. Sabía que si Lorena seguía saliendo con ese hombre, tendría que irse a vivir a otra parte. Entretanto, Castro permaneció sentada en su sala frente a Lorena y John, asintiendo ocasionalmente con la cabeza o forzando una sonrisa, mientras John continuó hablando sin ton ni son. Otras veces, cuando Castro parecía confundida o preocupada por lo que John estaba diciendo, levantaba una ceja y miraba a Lorena con desconcierto. Pero Lorena, sentada cerca de su novio con la cabeza gacha, parecía totalmente absorta en la contemplación de los pliegues de la inmensa chaqueta con forro de lana del Cuerpo de Marina que él le había puesto antes sobre sus delgados hombros.