22.

Antes de mi visita a Alabama para la reunión de ex alumnos, tuve contactos frecuentes con la nueva editora de The New Yorker, Tina Brown, una rubia de cuarenta años, nacida en Inglaterra y educada en Oxford, que me recordaba a mi maestra de Inglés de la secundaria: una sargento atractiva, recta y exigente, que constituyó con frecuencia el centro de mis fantasías eróticas de adolescente y fue la primera mujer que encarnó en mi vida la magnífica combinación entre el atractivo sexual y el poder profesional.

Para no ser injusto con Tina Brown, debo explicar que, en su caso, estas dos cualidades estaban acompañadas de una actitud refinada y un sutil sentido del humor y también de la capacidad de influenciar a la gente mediante la mezcla de unos cuantos halagos y un estilo de mando que nunca llegaba a ser tan rígido como para parecer irracional. Además, pienso que Brown era particularmente persuasiva y seductora cuando trataba con hombres adinerados o que poseían otros atributos y tenían más o menos la misma edad de su padre, George Hambley Brown, un productor de cine al que ella adoraba y que, a su vez, la apoyó y la animó incondicionalmente a lo largo de su meteórica carrera en el mundo de las revistas, la cual comenzó en Londres como editora de Tatler cuando tenía veinticinco años.

Dos años después, en 1981, se casó con un hombre veinticinco años mayor que ella, el celebrado editor del Times de Londres, Harold Evans, quien, seis años antes, cuando ella se enamoró de él, llevaba varias décadas de matrimonio con una mujer con la que tenía tres hijos. Otro hombre importante en la vida de Tina Brown y que tenía la misma edad de Harold Evans, cincuenta y dos años, era Samuel I. Newhouse, el empresario americano de las comunicaciones, quien con el mayor de los gustos perdió millones de dólares mientras financiaba la carrera de Tina en Nueva York, primero al nombrarla editora de Vanity Fair, en 1984, y luego al transferirla en 1992 a The New Yorker. A pesar de sus derroches en producción editorial y promoción y de los altos salarios y dietas que les otorgaba a sus escritores, fotógrafos y otros colaboradores, Tina en efecto aumentó el valor de las propiedades de Newhouse al sumar a su nombre un cierto grado de reconocimiento y darles un diseño que resultaba más atractivo para un mayor número de lectores y patrocinadores publicitarios. Tina fue llamada la «Reina del Chisme» por Judy Bachrach, autora de una biografía sobre Tina Brown y Harold Evans, y el escritor y antiguo editor de The New Republic, Andrew Sullivan, creía que Brown vivía fascinada por «el enloquecido culto a la contemporaneidad», y añadía que era «una mujer de su época, intensamente sincronizada con la delirante ensoñación de los noventa y las vanidades publicitarias que ésta fomenta y de las cuales muchos somos víctimas». Aunque atraía una gran atención por parte de los medios de comunicación en Estados Unidos, al igual que lo había hecho antes en Inglaterra, sus detractores rara vez parecían perturbarla hasta el punto del desaliento. «Los perros ladran», decía Tina, «pero la caravana sigue».

Yo la conocí a ella y a Harold Evans en Nueva York a finales de los ochenta, en una fiesta organizada para celebrar la publicación de las memorias de Evans, Good Times, Bad Times, en las cuales, entre otras cosas, hablaba sobre las desagradables experiencias que había tenido con el dueño del Times de Londres, Rupert Murdoch, quien lo despidió en 1983, un año después de convertirse en propietario del diario. Esto fue menos de dos años después del matrimonio de Evans y Brown, y dos años antes de que la pareja se estableciera en Nueva York, ella como la decana de Vanity Fair, aunque tenía sólo treinta años, y él como un veterano de las salas de redacción, con cincuenta y cinco años, un pasado glorioso y un futuro incierto.

Sin embargo, en 1990 él fue elegido por S. I. Newhouse para desempeñar el cargo de presidente y editor general de la división de interés general de Random House, y con el paso de Tina a The New Yorker en 1992, Tina y Harold se convirtieron a los ojos de todo el mundo en la pareja más influyente en la capital del mundo de las comunicaciones. A Nan y a mí nos gustaba asistir a las cenas que la pareja ofrecía en su residencia del lado Este, ocasiones que reunían a individuos de los mundos del entretenimiento, la publicidad, la moda, las finanzas y la política. Y un día, mientras almorzaba con Tina Brown durante el verano de 1993, sentado junto a ella en su mesa esquinera del Hotel Royalton, en la calle 44 Oeste, a pocos minutos de la sede de The New Yorker, tuve el placer y el honor de oírla expresar su deseo de que me convirtiera en colaborador estable de la revista. Podría tener mi propia oficina en The New Yorker, dijo Tina, y ser identificado como «escritor de planta», título que le otorgó a Norman Mailer cuando trabajó con ella en Vanity Fair.

Lo que me llamaba la atención de la propuesta de Brown era que, al menos durante el año que duraría el contrato con The New Yorker, representaría un alivio para mi ridícula vida como prolífico autor de manuscritos inconclusos. A pesar de todo el tiempo que había pasado familiarizándome con personalidades del mundo de los restaurantes como Nicola Spagnolo, Elaine Kaufman y Robert Pascal, y a pesar de la profundidad con que me había sumergido en la historia del edificio «Willy Loman» que atraía la mala suerte, en el número 206 de la calle 63 Este —y de toda mi investigación en el tema de Alabama—, no tenía nada a lo que pudiera llamar propiamente libro en proceso.

Me pregunté si parte del problema no era la elección de escribir sobre gente y lugares que cambiaban muy poco a lo largo de periodos prolongados y sobre los cuales era difícil sacar conclusiones. ¿Qué se podía concluir, por ejemplo, de la compleja situación que se vivía hoy en Selma? También era posible que estuviese dándoles demasiadas vueltas a las cosas y dilatando excesivamente el trabajo porque tendía a ver cada tema desde diferentes ángulos y puntos de vista, una visión prismática que, según se dice, es común entre la gente de Italia. Alguna vez leí una novela histórica de Peter Nichols sobre el cardenal italiano Fabrizio Ruffo, un combativo sacerdote leal a la monarquía española de los Borbones en Nápoles que lideró un levantamiento popular a finales del siglo XVIII contra las fuerzas invasoras de Napoleón, y uno de los personajes del libro se lamentaba diciendo: «Nosotros los italianos ya hemos sufrido bastante con la capacidad de ver demasiadas facetas a la vez».

Si trabajaba para Tina Brown, no tendría esa opción y tampoco tendría mucho tiempo para rumiar. Me volvería parte de una revista semanal de ritmo acelerado, dirigida por los probados instintos de Brown y su criterio juvenil, pero con no poca experiencia. Sin embargo, Tina le había dado a la revista un enfoque más de actualidad y «moda» y yo no estaba seguro de encajar, en especial si me mandaba a hacer perfiles de gente que acababa de entrar en el foco de la atención pública o respondía de alguna manera a la definición actual de celebridad. A mediados de los sesenta, un año después de retirarme del Times, disfruté de la posibilidad de trabajar para el editor de Esquire, Harold Hayes, bajo las condiciones de un contrato de un año, pero Esquire era una publicación mensual y creo que con Hayes tenía más espacio y tiempo del que Tina Brown me daría, aunque me daba cuenta de que podía estar equivocado en esa apreciación. No obstante, también era cierto que cuando escribí para Esquire acerca de gente famosa, por lo general se trataba de gente que ya había tenido su momento estelar o que estaba pasando por los momentos difíciles que implica el éxito. De hecho, cuando comencé a verme con Tina Brown había contemplado la idea de escribir más acerca de los momentos de oscuridad y fracaso, pero como suponía que nada podía ser menos interesante para ella, no me atreví a comentárselo. Y también tuve dudas respecto a la idea de convertirme en uno de sus escritores de nómina, pues pensaba que no era muy buena idea hacer a los sesenta y un años lo que tal vez ya había hecho mejor a los treinta y uno. Además, me motivaba la idea de poder salir de mi estado de indecisión y descontento escribiendo acerca del descontento y la decepción de otros, y creía que debía hacerlo inmediatamente y sin complicarme mucho, mediante un libro corto que podría ser mi homenaje a Sin blanca en París y Londres de Orwell, o mejor mis propios «Perfiles del descorazonamiento» o «Manual de vida de un perdedor». El libro trataría acerca del fracaso, la perseverancia y más fracaso. Desde luego, ése no era un tema muy atractivo para un editor, pero pensaba que habiendo tantos libros en el mercado que hablaban sobre el éxito y cómo volverse rico y cómo ganar, sería instructivo leer sobre gente que tal vez había desarrollado un talento único para perder, o llevar los negocios a la quiebra, o portarse de manera que conducía inevitablemente a embargos hipotecarios y bancarrotas, separaciones conyugales y divorcios, delitos y crímenes.

Entre la gente sobre la que había estado leyendo en la prensa durante el verano anterior había una pareja de individuos que fueron identificados por la revista Time como «la pareja más desavenida de América»: John y Lorena Bobbitt, cuya incompatibilidad alcanzó proporciones épicas a comienzos de una mañana de junio de 1993 cuando, después de que John pasara la noche bebiendo y supuestamente violara a Lorena al llegar a casa, ella se vengó levantándose de la cama, yendo a la cocina a buscar un cuchillo y rebanándole la mayor parte del pene mientras él dormía. Como estaba interesado en el tema ya mencionado de los fracasados, y teniendo en cuenta que pocas personas representaban el tema con la distinción de este ex infante de marina de Estados Unidos de veintiséis años —quien, después de perder su miembro masculino durante dos horas, quizás había perdido también para siempre el placer de su uso cabal a pesar de los ingentes esfuerzos que hicieron los cirujanos para reimplantárselo—, estaba ansioso por reunirme con John Bobbitt antes de tratar de entrevistar a su impetuosa esposa de veinticuatro años. Pero mi interés por ella aumentó después de que supe que, aunque había nacido en Ecuador y había sido criada en Venezuela, Lorena Bobbitt (cuyo apellido de soltera era Gallo) afirmaba que parte de las raíces de su familia estaban en el sur de Italia.

En la madrugada del miércoles 23 de junio de 1993, Lorena cercenó dos tercios del miembro de su marido. Lo hizo poco después de las 4.30 a. m., con un cuchillo de cocina de treinta centímetros, que llevó con ese propósito hasta la habitación de su apartamento en Manassas, Virginia, una comunidad de veintiocho mil habitantes situada unos cuarenta y ocho kilómetros al oeste de Washington D. C. Al darse cuenta de que involuntariamente lo llevaba en la mano izquierda después de salir corriendo del apartamento para huir en su coche, más tarde arrojó el pene por la ventanilla a una zona verde que había a la orilla de una carretera rural. De no haber sido encontrado allí, una hora y cuarenta y cinco minutos después, por un agente de policía que inmediatamente se lo llevó a su dueño y a sus médicos en el hospital (protegido entre hielo), el pene podría haber sido devorado por los ratones de campo o llevado al siguiente condado por un pájaro carroñero hambriento.

Aunque la historia del pene cercenado causó inmediata sensación en el área de Washington y sus alrededores, por alguna razón no recibió mucha atención de la prensa de Nueva York, debido a lo cual no tuve conocimiento de ella sino veinte días después de ocurridos los hechos. La primera vez que leí acerca de eso fue el 13 de julio, en una página interior del Times, en una columna de la sección sobre ciencia escrita por el especialista médico del periódico, el doctor Lawrence K. Altman. La columna se concentraba en las habilidades quirúrgicas que habían empleado el 23 de junio en Manassas los dos cirujanos que habían pasado más de nueve horas en la sala de cirugía, mirando a menudo a través de un microscopio, mientras procedían a volver a unir lentamente, puntada a puntada, los pequeños tejidos y vasos destrozados del maltratado pene de John Bobbitt. A las 5.03 a. m. un amigo de John Bobbitt lo llevó al hospital y lo acompañó hasta el departamento de Urgencias. El personal médico que presenció la llegada de Bobbitt se sorprendió de que no se hubiese desangrado hasta morir. La columna del doctor Altman del Times relataba que el paciente entró caminando, con una sábana ensangrentada envuelta en la mano, con la cual se cubría los genitales, y que las «dos arterias principales y la vena que conducen la mayor parte de la sangre desde y hacia el pene se habían contraído de manera espontánea formando rápidamente un inmenso coágulo de sangre sobre el muñón». El urólogo y el cirujano plástico a los que despertaron en sus casas para que fueran con urgencia al hospital a realizar juntos la operación peniana fueron, respectivamente, el doctor James T. Sehn y el doctor David E. Berman. El doctor Sehn fue el primero en llegar y quedó impresionado al comprobar el estado de Bobbitt, que yacía en una cama. De acuerdo con el Times, el doctor Sehn dijo: «Era un espectáculo horrible. Él estaba acostado sobre la espalda y sólo había un coágulo donde debería haber estado el pene». Como la policía todavía no había localizado el miembro de Bobbitt cuando el doctor Sehn y su colega, el doctor Berman, comenzaron los procedimientos preoperatorios, y como nadie sabía si lo encontrarían, los cirujanos tuvieron que considerar, en interés de la supervivencia del paciente, coserlo sin el pene. «Los cirujanos coserían el muñón con el mismo tipo de procedimiento que se usa en los casos de cáncer de pene», explicaba la columna de Altman. «Después de esa clase de operación, el hombre orina sentado». A pesar de que esto no fue necesario —gracias a un sargento de la policía con ojo de águila que vio el pene entre la maleza a las 6.15 a. m. y lo llevó inmediatamente al hospital—, no existía garantía de que Bobbitt volviera a tener una erección completa. «Como los nervios fueron cortados, a la fecha el hombre no tiene ninguna sensación en la porción reimplantada del pene», decía Altman. «Pero sus médicos dijeron que hay altas posibilidades de que la sensibilidad regrese.»

La historia me dejó atónito. La releí varias veces. Si el optimismo expresado por los cirujanos de Bobbitt no se cumplía totalmente, me pregunté, ¿qué clase de vida le esperaba a ese otrora guerrero de veintiséis años? ¿Sería expulsado después de esto del mundo de machos con el que probablemente se había identificado cuando se inscribió en el Cuerpo de Infantería de Marina? ¿Acaso su esposa, que había justificado su acción ante la policía como pago adecuado por la habitual conducta inadecuada de su esposo, se ganaría los aplausos de quienes luchaban a favor de las mujeres maltratadas, o la admiración de multitud de esposas que tenían un matrimonio miserable y terminarían comparando el acto sangriento de Lorena Bobbitt con la presentación de la cabeza de Holofernes en una bandeja?

Incluso antes de que Lorena Bobbitt hiciera lo que hizo, los medios estaban ya muy pendientes del tema de la actitud y la conducta de los hombres hacia las mujeres. Había habido muchas historias acerca del senador Robert Packwood, acusado de acosar a veintiséis mujeres. En la televisión se habían visto las audiencias del Congreso acerca de las acusaciones de Anita Hill contra Clarence Thomas. Habían pasado el escándalo sexual de la Marina de Estados Unidos, conocido como «Tailhook», y varios informes más acerca de militares norteamericanos, entre ellos varios oficiales de alto rango que se enfrentaban a cargos por conducta sexual inapropiada hacia sus colegas mujeres dentro del servicio y también hacia mujeres civiles. Me parecía, además, que corría una época en la que los sentimientos de patriotismo de los civiles hacia los militares no estaban en su punto más alto, pero tal vez eso era comprensible. Si estos tiempos hubiesen sido distintos, si a comienzos de los noventa Estados Unidos se hubiera encontrado defendiéndose de fuerzas extranjeras que lo amenazaban, en lugar de desmilitarizándose en medio de una economía de paz segura y estable, no se habrían dado los recortes federales de presupuesto que impidieron que reclutas como John Bobbitt se volvieran a alistar, lo cual, con el tiempo, terminó por convertirlo, gracias al cuchillo de su esposa, en un veterano con heridas de guerra pero obtenidas en el frente doméstico. Tal como lo mostraría con claridad el testimonio de Lorena Bobbitt ante las autoridades, sus frustraciones maritales alcanzaron el punto más álgido después de que su marido fuera dado de baja del Cuerpo de Infantería de Marina, en 1991.

Aunque ella ganaba todo lo que podía como manicura en un centro comercial de Virginia, su esposo comenzó a perder (o a perder interés en) un empleo tras otro. No fue capaz de mantener trabajos como transportista de muebles, jardinero, conductor de taxi, descargador en un depósito de camiones, vigilante de un bar, empleado de un 7-Eleven y camarero en un restaurante ubicado cerca de la casa que los Bobbitt ocuparon durante menos de un año, entre 1990 y 1991, y que tenía una altísima hipoteca. Una de las dificultades de John Bobbit como camarero era su lentitud para manejar la pantalla del ordenador en la que aparecía el menú del restaurante, y que transmitía los pedidos que los clientes hacían en el comedor hasta la impresora que había en la cocina. Sea como sea, después de que le dieron la baja y perdió el salario que recibía regularmente como empleado del ejército, demostró no ser de mucha ayuda para su esposa a la hora de pagar las cuentas. No obstante, me parecía que perder parte de su pene era un precio muy alto, no importa bajo qué circunstancias, y no pude menos que sentir lástima y compasión por este joven hombre, ni dejar de pensar en los muchos otros sobre quienes había leído u oído que sus genitales habían sido víctimas de terribles experiencias, infligidas por otro, o por las razones que fueran.

Pensé en Jake Bames, el personaje de Fiesta, la novela de Hemingway, que queda castrado después de sufrir una herida de guerra, y en el personaje del cuento «God Rest You Merry, Gendemen», también de Hemingway, que se lleva una cuchilla de afeitar al pene con el fin de calmar sus deseos sexuales. En la novela El mundo según Garp, de John Irving, una mujer casada arranca involuntariamente de un mordisco el pene de su amante mientras le hace una felación una noche, en el asiento delantero de un automóvil que está estacionado en la entrada de su casa, cuando el descuidado marido de la mujer choca también involuntariamente con el coche al regresar a casa. La escritora africana Bessie Head escribió hace años una historia en la cual una mujer corta el pene de un conocido que la había acosado persistentemente. La revista Ms. reimprimió luego esta historia. Y en la novela Germinal, de Émile Zola, escrita en 1885, un grupo de mujeres francesas ventila su rabia durante una protesta de trabajadores abalanzándose sobre el cadáver de un odiado tendero, monsieur Maigrat, y, después de desmembrarlo, desfilan por el pueblo con su pene en un palo. En Tailandia, durante los setenta, hubo una situación real en la cual cerca de cien mujeres se vengaron de sus maridos infieles cortándoles el pene por la noche. El doctor Altman mencionaba esto en su columna del Times y añadía que «se intentó hacer reimplantes en cerca de dieciocho casos, pero en general los resultados fueron bastante pobres». También había leído en alguna parte acerca de un episodio que tuvo lugar en Tokio, hace muchos años: una mujer que primero estranguló a su amante y luego lo emasculó, episodio que fue mencionado posteriormente como parte de la inspiración para crear aquella película japonesa de 1976 tan aclamada por la crítica, El imperio de los sentidos.

Aunque era consciente de que recordaba relativamente pocos de los miles de casos inscritos en los anales de la realidad y la ficción en los que el pene se convierte en un objeto, no podía pensar en nadie que superara los esfuerzos que hizo el fallecido escritor inglés D. H. Lawrence por describir los caprichos y vicisitudes del órgano masculino de una manera que resulta al mismo tiempo inteligente, explícita y desvergonzada. Me refiero a la décima y última novela de Lawrence, El amante de Lady Chatterley, la cual terminó en 1928. La novela cuenta la historia de la atractiva Lady Chatterley y su marido impotente (paralizado a causa de una lesión recibida mientras prestaba servicio en el campo de batalla francés durante la Primera Guerra Mundial) y el viril guardabosques de su marido, que vive en la propiedad de la pareja. El guardabosques no sólo satisface a Lady Chatterley durante sus visitas furtivas sino que permanece a su lado después de que ella queda embarazada y abandona a su esposo, su casa y su clase social.

Esta obra, que Lawrence mismo calificó de «novela fálica», rápidamente fue prohibida por obscena en su tierra natal y también en Estados Unidos y otras naciones. Un crítico se refirió a ella en Inglaterra como «la verborrea más perversa que ha mancillado la literatura de nuestro país. En las cañerías de la pornografía francesa no se puede encontrar nada que represente un paralelo a su vulgaridad».

Sentía vergüenza de volverse hacia ella debido a que estaba desnudo y excitado. Levantó su camisa del suelo y se la puso por delante, mientras se acercaba a ella.

«¡No!», dijo ella, cuyos brazos hermosos y esbeltos todavía se extendían desde sus pechos colgantes. «¡Déjame verte!»

Él dejó caer la camisa y se quedó de pie, quieto, mirándola. A través de la ventana baja, un rayo de sol iluminó sus muslos y su vientre plano y el falo erecto que se levantaba oscuro y ardiente desde la pequeña nube de pelos de un color rojo encendido. Ella se sorprendió y se asustó.

«¡Qué extraño!», dijo lentamente. «¡Qué extraño se ve ahí! ¡Tan grande! ¡Y tan oscuro y seguro! ¿Así es?»

El hombre bajó la vista […]

«¡Tan orgulloso!», murmuró ella, inquieta. «¡Y tan majestuoso! […] Pero en realidad es hermoso. Como si fuera otro ser […]»

«¡Échate!», dijo él. «¡Échate! ¡Quiero correrme!»

Ahora tenía prisa.

Y después, tras quedarse quietos un rato, la mujer tuvo que volver a destapar al hombre […]

«¡Y ahora está pequeñito y suave como un diminuto botón de vida!», dijo ella, mientras tomaba entre su mano el pene pequeño y suave […] «¡Y qué hermoso es tu pelo de aquí! ¡Muy, muy diferente!»

«¡Ése es el pelo de John Thomas, no el mío!», dijo él.

«¡John Thomas! ¡John Thomas!», dijo ella, y besó rápidamente el suave pene, que comenzaba otra vez a agitarse.

Italia fue el lugar donde Lawrence encontró a los impresores que quisieron imprimir su manuscrito. No leían inglés, pero después de que él les explicara verbalmente lo que Lady Chatterley y su amante aparecían haciendo en las escenas de alcoba de la novela, uno de los impresores comentó espontáneamente: «Nosotros lo hacemos todos los días». Impresos en papel italiano color crema del que venía en rollos, los primeros ejemplares de esta edición clandestina de unos cuantos miles de libros (que pronto entraron de manera ilegal en Inglaterra, en Estados Unidos y a todas partes) tenían una fina encuadernación y estaban firmados por el autor. A estas ediciones les seguiría una variedad de ediciones piratas. Algunas eran reproducciones que habían sido copiadas fotográficamente y tenían encuadernaciones baratas y páginas borrosas. Otras eran volúmenes de tapa dura y color negro, que estaban diseñados para asemejarse a los libros de himnos o a las biblias y, por lo general, eran más caras que la edición italiana original, que costaba diez dólares y Lawrence había autografiado dos años antes de su muerte, en 1930.

Pasarían casi treinta años antes de que su polémica novela pudiera venderse legalmente en Estados Unidos. En 1959 un juez federal, influenciado por la definición menos restringida de obscenidad que había fijado la Corte Suprema dos años antes en el caso de Roth vs. Estados Unidos (Samuel Roth era un hombre que traficaba con pornografía y estuvo preso en Nueva York por vender durante años El amante de Lady Chatterley y otros libros prohibidos por la ley), anuló la prohibición contra el último libro de Lawrence. Pero, en realidad, la liberación de la novela se inició gracias a los esfuerzos que hizo en la corte una editorial de Nueva York, Grove Press, que presentó y ganó una demanda contra la Oficina Postal de Estados Unidos, que hasta ese momento se había atribuido absoluta autoridad para prohibir el envío por correo de libros «sucios» y otros materiales objetables. El triunfo legal de Grove Press fue celebrado de inmediato por los abogados de la libertad literaria como una victoria nacional contra la censura y una confirmación de la Primera Enmienda.

Se me asignó la tarea de cubrir esa historia en 1959, siendo periodista de planta del Times, y después del anuncio del juez federal, asistí a una fiesta en las oficinas de Grove Press donde todos los invitados recibimos ejemplares gratis de El amante de Lady Chatterley, después de lo cual leí la novela por primera vez. En años posteriores la releí dos veces y en 1980 resumí su historia literaria en un capítulo de mi libro La mujer de tu prójimo, en el cual incluí mi opinión personal y mi evaluación de lo que D. H. Lawrence había logrado:

A pesar de hablar de adulterio, Lawrence estaba convencido de que había escrito un libro positivo acerca del amor físico, un libro que podría ayudar a que la mentalidad puritana se liberara del «terror del cuerpo». Él creía que varios siglos de confusión habían «impedido la evolución de la mente», haciéndola incapaz de sentir «la reverencia que el sexo se merecía y el debido respeto por la extraña experiencia del cuerpo». Así que creó en Lady Chatterley una heroína sexualmente despierta, que se atrevió a retirar la hoja de parra de la entrepierna de su amante y a examinar el misterio de la masculinidad.

Aunque desde hace tiempo se considera que exponer a la mujer desnuda es una prerrogativa tanto de los artistas como de quienes se dedican a la pornografía, por lo general el falo siempre se oculta o aparece de manera borrosa y nunca se muestra cuando está erecto. Pero la intención de Lawrence era escribir una «novela fálica» y, con frecuencia en el libro. Lady Chatterley se concentra totalmente en el pene de su amante y lo acaricia con sus dedos y con sus pechos; lo toca con sus labios, lo toma entre sus manos y lo observa mientras crece, introduce la mano por debajo para acariciar los testículos y sentir su consistencia extraña y suave; y mientras Lawrence describe su asombro, sin duda miles de lectores masculinos de la novela sienten cómo se agita su propio órgano sexual y se imaginan el placer que produce el fresco contacto de Lady Chatterley contra sus ardientes órganos tumefactos, y experimentan a través de la masturbación el placer indirecto de ser su amante.

Como la escritura erótica suele conducir a la masturbación, ésa ya era razón suficiente para que la novela de Lawrence fuese considerada polémica; pero, adicionalmente, Lawrence explora a través del personaje del guardabosques la sensibilidad y la distancia psicológica que suelen sentir los hombres hacia su pene: ciertamente éste parece tener una voluntad propia, un ego que supera su tamaño, y con frecuencia suele ser motivo de vergüenza debido a sus necesidades e infatuaciones y a su naturaleza impredecible. A veces los hombres sienten que su pene los controla, que los lleva a la deriva, que los hace suplicar por las noches los favores de mujeres cuyos nombres prefieren olvidar por las mañanas. Ya sea por insaciable o inseguro, el pene exige constante prueba de su fuerza, lo cual introduce en la vida de un hombre complicaciones indeseables y le atrae rechazos frecuentes. Sensible pero resistente, disponible tanto por las noches como durante el día, con un mínimo de estímulo, el pene ha cumplido su labor con determinación, aunque no siempre con habilidad, durante una eternidad de siglos, por siempre buscando, sintiendo, expandiendo, explorando, penetrando, vibrando, languideciendo y deseando más. Sin esconder nunca su lascivia, es el órgano más honesto de los hombres.

También es un símbolo de la imperfección masculina. Carece de equilibrio, es asimétrico, flácido y, con frecuencia, feo. Exhibirlo en público es «indecente». Es muy vulnerable aunque esté hecho de piedra y los museos del mundo están llenos de figuras hercúleas que exhiben penes desportillados, recortados o totalmente cercenados. Los únicos penes intactos parecen ser algunos desproporcionadamente pequeños que tal vez crearon aquellos escultores que no querían intimidar los diminutos miembros de sus mecenas […].

Día a día el pene es sometido a imágenes que exudan sexo en la calle, las tiendas, las oficinas, los carteles publicitarios y los anuncios de televisión: está la mirada lujuriosa de una modelo rubia que aprieta un tubo de crema; los pezones que se marcan sobre la blusa de seda de la recepcionista de una agencia de viajes; las voluminosas nalgas forradas por un par de vaqueros ajustados que suben por la escalera mecánica de unos grandes almacenes; el aroma perfumado que emana de la sección de cosméticos: almizcle fabricado a partir de los genitales de un animal para excitar a otro animal. La ciudad ofrece una versión moderna de una danza tribal de la fertilidad, un safari sexual, y muchos hombres sienten la presión de tener que probar repetidamente sus instintos de cazadores. El pene, que a menudo se ve como un arma, también es un lastre, la maldición masculina. Ha convertido a algunos hombres en incansables libertinos, voyeuristas, exhibicionistas, violadores […] Su libertinaje cuando se está en posiciones de poder ha provocado escándalos políticos y ha hecho caer gobiernos. Infelices a causa de él, unos cuantos hombres han decidido deshacerse del pene. Pero la mayoría, al igual que el guardabosques, admite que no pueden matarlo deliberadamente. Aunque, en palabras de Lawrence, el pene puede tipificar el «terror del cuerpo», aun así está arraigado en el alma masculina y, sin su potencia, el hombre no puede vivir realmente. Por carecer de él, Lord Chatterley perdió a su esposa frente a un hombre de un nivel social inferior […].

Después de terminar La mujer de tu prójimo, varias veces quise escribir más acerca del pene, pero sólo se me presentó la oportunidad cuando leí la columna del doctor Altman sobre John Bobbitt. Entonces pensé en Tina Brown y en cómo podría persuadirla de que me enviara a Manassas, Virginia, a representar a la revista The New Yorker en las futuras apariciones de John y Lorena Bobbitt ante la corte. Habría dos juicios separados en presencia de jurados. En un juicio, Lorena tendría que defenderse del cargo de «lesiones personales dolosas», que sería presentado por el fiscal del condado. En el otro, el mismo fiscal representaría la posición de Lorena, según la cual su marido era culpable de «abuso sexual marital». Pero, en mi opinión, el pene de John Bobbitt también estaría bajo juicio y esperaba que las decisiones judiciales que se tomaran en Manassas contribuyeran a aclarar lo que creía que todavía no estaba claro, a pesar de toda la cobertura que le daban los medios a la llamada guerra entre los sexos. En una época en que los derechos y las exigencias de las mujeres estaban en expansión, ¿acaso el pene de un hombre casado no tenía derecho a disfrutar de ningún privilegio dentro del estado legal del matrimonio? O, para explorar aún más la pregunta: ¿disfrutaba el pene de un hombre casado de alguna libertad de maniobra o alguna concesión sexual que le pudiera estar negada al pene de un joven soltero, o al de un individuo mayor y divorciado que no se hubiese vuelto a casar? Si la situación marital del individuo no es relevante en este caso, entonces sería justo preguntar, desde la perspectiva de un pene, ¿cuál es el sentido de casarse? ¿Para qué tomarse toda la molestia de contratar a un juez de paz y acceder a regirse por las medidas restrictivas del código marital y aun así correr el riesgo de ser cortado en la cama por el cuchillo de cocina de una esposa y arrojado luego entre la maleza desde la ventanilla de un coche?

Pensaba que los penes de los hombres casados recibían un tratamiento mucho mejor durante la época en que llegué a la edad adulta, a mediados del siglo XX. De hecho, la mayor parte de los hombres de mi generación veían muchos beneficios en el matrimonio, entre ellos el acceso casi sin esfuerzo a (y la abundancia de) lo que los manuales sobre el matrimonio preferían llamar en esa época «coito» y que, en circunstancias normales, estaba a disposición de cada individuo en su propia casa, de manera expedita y conveniente, por lo general al alcance de un abrazo y durante la mayor parte del día y de la noche, excepto cuando no estaba disponible. Debo admitir que sería engañoso dar la impresión de que en los cincuenta los maridos asumían que disfrutaban de un estatus que les permitía el sexo a discreción mientras vivieran con una esposa bajo el mismo techo. En esos días se entendía, como supongo que se ha entendido desde la época en que las parejas vivían juntas en cavernas, que una mujer poseía el irrefutable derecho a sufrir de «dolor de cabeza» o estaba excusada por cualquier otra razón de participar, de vez en cuando, en la intimidad sexual con su compañero. Pero no recuerdo que ninguna mujer de mi generación interpusiera una demanda legal contra su marido por «abuso sexual marital» mientras vivía de manera voluntaria con él. Y, sin embargo, eso era exactamente lo que había hecho Lorena Bobbitt. Más aún: tal como ella misma reconoció frente a las autoridades legales, Lorena tuvo relaciones sexuales consensuadas con su marido, en su alcoba, justo dos días antes de que supuestamente él cometiera actos que tipificaban el «abuso sexual marital» y la impulsaran a quitarle el pene.

Al destacar la reacción de Lorena Bobbitt ante lo que ella consideraba un comportamiento imperdonable por parte de su marido, no estoy negando la posibilidad de que muchas mujeres de mi generación también hubiesen sido víctimas frecuentes de «abuso sexual marital», pero las mujeres de mi época, tal como indiqué antes, no se sentirían inclinadas a publicarlo. En esos días las esposas rara vez discutían de su vida privada con otras personas y también se entendía de manera tácita que las mujeres que tenían altos estándares morales ni siquiera pensaban mucho en el sexo. Los hombres solían catalogar a esas mujeres de «frígidas». Esta palabra no forma parte del léxico de los noventa, pero en la generación inmediatamente anterior se usó mucho y no tenía una connotación necesariamente peyorativa. Los hombres veían a las mujeres frígidas como una especie de criaturas íntegras y virginales, que estaban a punto de despertar eróticamente gracias a los hombres que las contemplaban. Se pensaba que esas mujeres eran esposas potencialmente confiables y eran más apreciadas que aquellas relativamente «disolutas», que habían sido animadoras en secundaria y salían con atletas famosos, o que más tarde en la vida trataban de escapar de las convenciones trabajando como azafatas. Como en los cincuenta, antes de la aparición de la píldora anticonceptiva, las chicas solteras no repartían los favores sexuales con la misma generosidad con que lo hicieron las jeunes filies de la generación siguiente, no era raro que, a mediados de siglo, los hombres vieran con buenos ojos la perspectiva del matrimonio, como una manera de poner fin a sus necesidades nocturnas insatisfechas, a sus errores de cálculo y sus coqueteos no correspondidos, y a las incomodidades físicas de tener sexo con sus novias en el asiento de un coche aparcado en un bosque (mientras los mosquitos zumbaban alrededor y los curiosos observaban desde los árboles y los patrulleros golpeaban ocasionalmente en el parabrisas con el ceño fruncido a la luz de sus linternas cegadoras). Se suponía que el matrimonio marcaba para las parejas no casadas el final de esas experiencias tan desagradables. Se suponía que les ofrecía una alternativa que los liberaba de la necesidad de pedir prestados los apartamentos de los amigos para usarlos como nidos de amor y concertar encuentros amorosos en hoteles y moteles de mala muerte, lugares en los que ningún hombre libidinoso que se respetara se registraba con su nombre verdadero.

El pseudónimo que usé algunas veces al registrarme en ese tipo de hoteles y moteles —en aquellas ocasiones en que podía convencer a mi novia de la universidad de que pasara la noche conmigo para asistir a partidos de fútbol u otros eventos que se realizaban lejos del campus— era «Johnny Lindell», mi jugador favorito de los Yankees de Nueva York a mediados de los cuarenta. También fue el primer jugador que me dio un autógrafo, cuando yo tenía doce años y viajaba diariamente en bus para ver el entrenamiento de los Yankees en Atlantic City, durante la primavera de 1944 y 1945. Creo que en los dos años que duró mi romance de Alabama, garabateé el nombre de Johnny Lindell en aquellos libros de registro, junto con varias direcciones inventadas, unas cinco o seis veces.

Unos años después, mientras estaba en el ejército y acuartelado en Fort Knox, Kentucky, recuerdo que una vez usé el nombre de otro jugador de los Yankees, Jerry Coleman, para llenar la tarjeta de registro de un motel situado cerca del aeropuerto de Louisville, donde pasé la noche con una azafata que había conocido en el vuelo desde Nueva York. Aunque admiraba las capacidades atléticas de Jerry Coleman, nunca traté de conseguir su autógrafo y sólo lo conocí personalmente cuando se retiró y trabajaba como locutor deportivo. Alguien nos presentó en una ceremonia de homenaje a los jugadores retirados en el Yankee Stadium, a mediados o finales de los sesenta, y yo impulsivamente decidí contarle a Coleman lo que había hecho en Louisville. Pensé que le parecería divertido. Pero después de oír mi historia, súbitamente apretó los labios, se puso rojo y, sin decir nada, dio media vuelta y se alejó. Nunca volví a verlo. Quedé sorprendido y avergonzado por lo que sucedió, pero hasta ahora no he tratado de buscarlo ni de disculparme, porque no sé exactamente qué fue lo que le molestó. Se me ocurrió que la reacción de Coleman tal vez estuviera relacionada con la manera como debió de sentirse, como beisbolista, cada vez que un compañero de equipo le pedía prestado su bate favorito y hacía un home run. O tal vez Coleman sintió que el hecho de que yo me registrara con su nombre ponía en riesgo su reputación personal de alguna manera, aunque me parecía que eso no tenía mucho sentido, pues su nombre era muy común —con seguridad había muchos hombres que se llamaban igual en la guía telefónica de cada ciudad de Estados Unidos—, y no podía entender por qué mi confesión tardía sobre lo que había hecho en Louisville a mediados de los cincuenta podía molestar a Coleman cuando se lo conté cerca de diez o quince años después.

Cualesquiera que fueran las reservas de Coleman, éste era un momento en que la mayor parte de los norteamericanos estaba disfrutando de (e insistiendo en su derecho a disfrutar de) un acceso sin precedentes a las libertades y opciones relativas a la manera como conducían su vida privada y ejercían sus derechos constitucionales tanto en espacios abiertos como en recintos públicos. Eran los años en que los manifestantes a favor de los derechos civiles estaban popularizando el lema «Venceremos», y los que protestaban contra la guerra de Vietnam promovían la máxima «Haz el amor y no la guerra», y las leyes y los estándares morales de la nación estaban cambiando hasta el punto de que, lo que en un pasado no tan distante había sido motivo de persecución y socialmente abominable, ahora era legal y constituía un anhelo y una costumbre frecuente de miles de personas. Fueron los tiempos en que las mujeres liberadas organizaron manifestaciones para quemar sostenes, y bailarines de ambos sexos se atrevieron a salir desnudos y de frente en los escenarios de teatros reconocidos, y los comediantes que se presentaban en los clubes nocturnos pudieron usar palabras que en los cincuenta hicieron que Lenny Bruce terminara esposado. Durante finales de los sesenta y comienzos de los setenta, numerosas estudiantes universitarias pagaron parte de sus matrículas y su dosis de marihuana trabajando en salones de masaje, lugares donde los clientes masculinos se podían quitar toda la ropa y, tapados con toallas, se acostaban sobre la espalda para recibir lo que se consideraba la spécialité de la maison: una masturbación manual o lo que los folletos promocionales de los salones denominaban más discretamente como «alivio manual». Ésas eran épocas muy felices para los penes de costa a costa.

Pero no toda la permisividad de este periodo sería aceptada y considerada como un comportamiento social deseable por parte de los jóvenes norteamericanos de las décadas que siguieron. «Cuando Estados Unidos no está librando una guerra, el deseo puritano de castigar a la gente tiene que satisfacerse en casa», escribió la novelista Joyce Carol Oates, y yo acepté esa idea como una manera de explicar el creciente espíritu de rectitud y corrección que pareció recorrer gran parte del país desde los ochenta y hasta bien entrados los noventa. Esta tendencia restrictiva también puede haber reflejado la reacción de la nueva generación ante lo que percibían como los excesos de la época de sus padres: las drogas, el sexo, las protestas, la marginalidad. O tal vez expresaba también los temores y preocupaciones de la nueva generación ante las difundidas advertencias sobre la existencia del herpes genital y el sida. Ésa fue una época en que las feministas organizaron campañas contra la pornografía porque degradaba a las mujeres, y los escuadrones de la moral pública de los departamentos de policía allanaron negocios de la industria del sexo que atendían a una clientela casi exclusivamente masculina: clubes de striptease, espectáculos pornográficos y salones de masaje. En 1972, al menos treinta salones de masaje funcionaban abiertamente en las principales calles de la ciudad de Nueva York, y casi el mismo número en Los Ángeles y otras ciudades grandes. Pero en 1992, ya fuera porque estuviera en la Costa Este u Oeste, o viajando por cualquier otra parte del país, no pude encontrar ni uno solo. Ya no eran épocas felices para los penes.

Los programas de estudios sobre la mujer proliferaban en las universidades y se encontraban muy bien representados por profesoras que ridiculizaban los conceptos de Sigmund Freud sobre la envidia del pene y los postulados de Jacques Lacan sobre el pene como un «significante universal» y las teorías de los biólogos y neurólogos que sugerían que, por lo general, las diferencias físicas entre hombres y mujeres producían patrones de comportamiento sexualmente identificables. Tales conceptos eran desdeñados por la mayor parte de las mujeres, por considerarlos sesgados, falocéntricos y sexistas, de modo que se hicieron ajustes lingüísticos para adaptarse al nuevo sentido de lo correcto: la palabra inglesa chairman, por ejemplo, con la que se designa a la persona que preside una reunión, una junta o un comité, se convirtió en chairperson, y ya no se hablaba de «sexo» sino de «género». Cada día se veía más cabello femenino debajo de los cascos de los obreros de la construcción, las gorras de los agentes de policía y los cascos de combate de los soldados. Los diseñadores del equipo militar estaban contemplando la posibilidad de crear uniformes que permitieran que las mujeres soldado que estuvieran en el campo orinaran de pie. Las estilizadas jovencitas que trabajaban uniformadas como azafatas de las aerolíneas y alguna vez llenaron los cielos con el aura amigable de su atractivo fueron reemplazadas en los pasillos de los aviones por «auxiliares de vuelo» mixtos, que eran contratados con base en la calidad de su desempeño y no por lo bien que quedaban cuando hacían el trabajo. Mucho de lo que solía describirse como masculino ahora era machismo y tal vez implicaba una dosis de abuso. Con tantas mujeres altamente educadas y motivadas establecidas en la profesión legal como fiscales y jueces, no era muy probable que el comportamiento masculino inapropiado volviera a excusarse, o se le restara importancia, basándose en el viejo adagio de que algunas veces «los hombres siempre serán hombres». Y con la mayor participación de mujeres jóvenes en los departamentos de noticias de los medios impresos y la televisión, como editoras y reporteras, creció la cobertura y el interés por historias que las generaciones anteriores de editores, compuestas principalmente de hombres blancos, habrían desechado o despreciado por considerarlas fruto del chisme o la insinuación, o muy difíciles de probar. En los sesenta, los intereses extramaritales de John Kennedy, Robert Kennedy y Martin Luther King Jr. no habían sido considerados dignos de un titular por los editores de los principales medios. En general, estos editores creían que individuos de tanta prominencia tenían derecho a disfrutar de su vida privada, siempre y cuando eso no interfiriera en su eficacia como líderes; y los editores que no pensaban así solían trabajar para alguno de los tabloides más vulgares. Sin embargo, en los noventa, ya no siempre era discernible lo que separaba el criterio periodístico de los editores de los principales medios del de sus colegas sensacionalistas. Gran parte de lo que solía considerarse como un «escándalo» ahora era «historia social», y los profesionales del periodismo de alto o bajo nivel eran igual de agresivos a la hora de investigar historias sobre las andanzas de los políticos y los personajes de perfil alto que tenían que ver con acoso sexual, violaciones ocasionales y violaciones maritales.

Nunca había oído hablar de la violación marital hasta que me crucé con el artículo del doctor Altman en el Times acerca de los Bobbitt y, como ese día iba a almorzar con Tina Brown, supuse que ella también lo habría leído y querría saber más acerca del incidente y cómo se resolvería en los tribunales, de manera que decidí agregar esta historia a la lista de propuestas e ideas que iba a discutir con ella. Pero, después de reunirme con ella en su mesa del Hotel Royalton y pedir lo que íbamos a almorzar, le pregunté por su opinión sobre el artículo y me contestó: «Todavía no he tenido tiempo de mirar el periódico. ¿De qué se trata?».

«Es sobre un hombre a quien su esposa le cortó el pene después de que él supuestamente la violara y sobre los dos cirujanos que lo operaron y le volvieron a implantar el pene.»

«Huy, qué historia tan horrible», dijo Tina Brown.

«Todo está en el Times de hoy», dije, y la insté a leerlo cuando regresara a su oficina. También sugerí que ésa podría ser la base de un gran artículo en la revista The New Yorker porque mostraba el nivel de hostilidad al que podían llegar algunas mujeres y ampliaba el álgido debate acerca de la guerra de géneros y, además, les recordaría a los hombres lo vulnerables que eran sus penes.

«Ay, por favor», me interrumpió Tina Brown, al tiempo que hacía a un lado su ensalada. «Esa historia realmente me está revolviendo el estómago.»

Así que abandoné el tema y discutimos otras ideas durante el resto del almuerzo. Pero a la mañana siguiente le envié una carta por fax:

Querida Tina:

Gracias por el maravilloso almuerzo de ayer, y en unos días prometo tener más cosas que decir acerca de las ideas que discutimos. Una de esas ideas —la que te revolvió el estómago dos veces— me sigue pareciendo fascinante. Es la historia acerca de la esposa furiosa que le cercenó el pene a su marido. ¿Finalmente lo leíste en la página tres del Times del martes?

Ayer hablamos de la rabia que predomina entre hombres y mujeres, una diferencia de opinión que sigue latente después del enfrentamiento entre Anita Hill y Clarence Thomas. Este último caso, que involucra a una esposa (manicura de profesión) que le corta el pene a su marido (¡un antiguo infante de marina!), es una historia que me encantaría investigar. Este verano será el juicio y me gustaría cubrirlo para The New Yorker como parte del artículo, si soy capaz de convencerte de que tengo un enfoque interesante […].

Este caso promete ser una tribuna en la que se ventilará mucha de la ira que transpiran las alcobas norteamericanas en estos días y, si yo hago la investigación y escribo el artículo, creo que podemos tratar el asunto de una manera digna y literaria, al mismo tiempo que captamos todos los detalles sórdidos y fascinantes que caracterizaron el trabajo que hizo Capote en The New Yorker, en A sangre fría.

Un día después, Tina Brown respondió:

Querido Gay:

Está bien, estás contratado para hacer el artículo sobre la cortadora de penes. Hice una encuesta en la oficina y tenías toda la razón: los hombres gruñeron y se retorcieron y balbucearon sobre sus miedos atávicos. El juicio será fenomenal para ti, en la medida en que dramatiza de manera tan drástica, tal como tú dices, el ambiente particularmente violento que se respira en la guerra de los sexos. Si el artículo llegara a tocar esos grandes temas, podría crecer mucho más, y llegar a convertirse en un libro corto. Estoy entusiasmada (…) Me encanta trabajar contigo.

Un abrazo,

Tina