Por Gay Talese
Especial para The New York Times
Selma, Ala., 6 de marzo. Hace veinticinco años, después de pedir prestado un Cadillac con alerón trasero que servía como coche fúnebre en la funeraria de su familia en este pueblo ubicado en el centro sur de Alabama y que alguna vez fue una plantación, un joven llamado Randall Miller se unió a cientos de negros como conductor voluntario de ambulancia en una marcha por los derechos civiles que debía dirigirse hacia el este, hacia la capital del Estado, Montgomery […]
Pero ahora —un cuarto de siglo después del enfrentamiento que tuvo lugar en la carretera y que fue conmemorado el fin de semana pasado con el regreso de los veteranos de la marcha— Selma deja ver un gran avance en la búsqueda de la armonía racial. No sólo armonía interracial sino también, a veces, amor interracial. El fin de semana pasado, el otrora conductor de ambulancia, Randall Miller, quien tiene ahora cincuenta y un años, se casó aquí con una mujer blanca de treinta y ocho llamada Betty Ramsey. Se casaron en presencia de veinte amigos blancos y negros, en la casa del señor Miller, situada en un barrio integrado desde el que se alcanzaban a oír las ovaciones de las miles de personas que asistían a las ceremonias de conmemoración…
Éstos eran los párrafos iniciales de la historia que escribí en mi habitación del hotel en Selma y que envié luego por fax al editor nacional en Nueva York, con la esperanza de que apareciera en el Times de la mañana siguiente. Sólo ese día por la tarde, después de comprar un ejemplar del Times en el aeropuerto de Atlanta, antes de viajar a casa, me enteré de que los editores habían publicado lo que yo había escrito exactamente y en su totalidad. Los primeros ocho párrafos aparecían desplegados en la parte inferior de la primera página, bajo un titular a tres columnas que decía: SELMA 1990: CARAS VIEJAS Y UN NUEVO ESPÍRITU.
El resto de mi artículo de dos mil quinientas palabras, que describía la ceremonia de la boda y el banquete, así como los eventos de la conmemoración de los veinticinco años que se estaban llevando a cabo en el resto de la ciudad, se extendía a lo largo de una página entera dentro del periódico. Me sería muy complacido al ver la cantidad de espacio que le dieron a mi historia, pero me decepcionó el hecho de que los editores no usaran ninguna de las fotos de la boda. El Times había enviado a una fotógrafo desde Nueva York para que trabajara conmigo. En la víspera de la boda, mientras cenaba con Randall Miller y Betty en el Tally Ho y les agradecía que me hubiesen incluido en la lista de invitados, les pregunté si podía llevar a la fotógrafo del Times, Michelle Agins. La había conocido una hora antes, en el vestíbulo del Holiday Inn; la mujer se estaba registrando cuando yo salía para el restaurante. Era una joven negra muy agradable, que había trabajado antes como fotógrafo oficial del primer alcalde negro de Chicago, Harold Washington. No sé si esto me impresionó más de lo que impresionó a Randall Miller, pero en todo caso, después de mencionárselo durante la cena, Miller dijo que no le molestaba que Agins fuera con su cámara a la boda.
Ella parecía muy contenta a la noche siguiente, mientras se movía tranquila y discretamente por la sala, fotografiando a los invitados y a las dos personas que dominaban su atención: Randall Miller, vestido con un traje oscuro con una flor en la solapa, y Betty Ramsey, que llevaba un vestido de satén blanco de diseño propio y un ramo de rosas y claveles. Después de que la pareja intercambiara sus votos, de pie frente a la chimenea, el reverendo Charles A. Lett levantó los brazos y proclamó que su unión era «un acto de origen divino». Mientras la cámara de Agins registraba la ceremonia y el banquete que siguió, yo pensaba con satisfacción que esas fotos representarían para el Times una evidencia que confirmaría lo que pensaba escribir en mi artículo. Mi intención era sugerir que incluso en esta dudad que le debía su identidad al odio racial había espacio para que los residentes negros y blancos encontraran una causa común, y que ese espacio y esa causa habían confluido esa noche en particular en esa sala donde la pareja de recién casados había brindado en medio de una reunión multirracial de invitados que tomaban champán.
¿Por qué no había usado el Times ninguna foto de la boda? En las páginas interiores, donde mi artículo mencionaba el desfile del aniversario y citaba el nombre de algunos de los prominentes manifestantes y asistentes, los editores habían puesto una foto de Agins en la que aparecían John Lewis y Hosea Williams, dos veteranos del movimiento por los derechos civiles, dando un paseo nostálgico por el puente. También publicaron una fotografía del alcalde Smitherman, de sesenta años, sentado en su escritorio delante de una fila de banderas entre las que estaba la de la Confederación. Pero en lugar de que la fotografía principal de la primera página complementara visualmente lo que yo había escrito, esa imagen mostraba a una mujer negra postrada bocabajo sobre la carretera, rodeada de policías blancos con cascos y equipados con porras, armas y máscaras de gas. Era una fotografía tomada en 1965, durante el «Domingo Sangriento», por un fotógrafo de la Associated Press. Mientras la observaba en Atlanta, me preguntaba por qué habrían elegido esta vieja imagen de una agencia de noticias, en lugar de publicar las fotografías de la boda que había tomado la fotógrafa del Times que había sido enviada a trabajar conmigo en Selma. ¿Por qué no podían mostrar una cara no racista de la ciudad para variar? ¿Por qué representar continuamente la política de la victimización?
Una semana después, me encontré con un editor del Times en una recepción en la Biblioteca Pública de Nueva York. El hombre se me acercó a decirme que le había gustado mi historia sobre la pareja de Selma.
«Pero ¿por qué no publicasteis la foto de ellos dos?», pregunté.
«Ah, algún día te lo contaré», dijo.
«No», insistí, «cuéntamelo ahora».
«Bueno», dijo, «Gerald Boyd hizo algunos comentarios negativos sobre la foto en el comité editorial».
«¿Quién es ése?»
«El jefe del equipo Metropolitano», dijo, y añadió que Boyd era un joven ejecutivo afroamericano que estaba escalando posiciones en el departamento de noticias, y que lo que había llevado al resto de editores blancos a coincidir con él había sido la falta de entusiasmo de Boyd por las fotos de la boda.
Yo habría dejado el asunto en ese punto si, unos pocos años después, no hubiese aceptado una invitación a participar en un simposio sobre la cobertura informativa del Times, patrocinado por el Centro para las Comunicaciones en Manhattan. Yo estaba sentado en la tarima, junto con los otros cuatro miembros del panel; dos puestos más allá, al otro extremo de donde estaba el moderador, se encontraba Gerald Boyd, un caballero de unos cuarenta años, que empezaba a perder el pelo, hablaba con suavidad y tenía una cara redonda, con gafas con montura de carey y un bigote delgado, vestido con un blazer azul, camisa blanca y una corbata oscura anudada firmemente contra la garganta. Sus comentarios iniciales, expresados sin prisa, con voz suave y autoritaria, fueron impresionantemente elocuentes. Hacia el final del simposio, antes de abrir la sesión a las preguntas del público, el moderador invitó a los panelistas a hacerle preguntas, y ahí fue cuando me dirigí a Gerald Boyd y le pregunté; «¿Es usted el hombre que impidió que la foto de mi historia acerca de la boda en Selma saliera en la primera página del Times?».
Boyd pareció sorprendido. Se oyó un rumor que recorrió la audiencia.
«Sí», dijo finalmente.
«¿Por qué?», pregunté en voz alta.
«Era insulsa», dijo.
«¡Insulsa!», dije.
«Mostrar a una pareja integrada en la primera página no era interesante», explicó. «La foto no mostraba nada nuevo.»
«¿En Selma?», pregunté.
Gerald Boyd me giró la cara y el moderador, tal vez al sentir la incomodidad de Boyd, cambió de tema. Se discutió sobre otros tópicos y el debate se extendió durante una hora o más. Luego, al final del simposio, después de despedirse del moderador, Gerald Boyd se dirigió derecho a la salida.