Mientras atravesaba el centro de Selma para tomar la autopista 80 y dirigirme al Holiday Inn, donde estaba alojado, al igual que la mayor parte de los periodistas de fuera de la ciudad que habían venido a cubrir la reunión de los veinticinco años —junto con Jesse Jackson y los otros oradores e invitados de honor—, seguí pensando en la boda y en lo coincidente que resultaba el hecho de que Betty Ramsey y Randall Miller fueran a formalizar su unión en un momento en que los activistas de los derechos civiles estaban conmemorando el malestar que había producido el «Domingo Sangriento».
La mayor parte de lo que leí en el diario de Selma esa semana acerca de la relación entre las razas se centraba en la tensión y las diferencias de opinión que hacían que las posibilidades de cooperación entre los negros y los blancos de la ciudad parecieran muy poco probables en el futuro cercano. Había un informe de la policía que indicaba que podían poner una bomba en la base del puente sobre el cual marcharían los participantes en la celebración de los veinticinco años. En una entrevista con Jesse Jackson, éste describía el puente como un símbolo del «calvario» para la gente de color y explicaba que «cargamos la cruz de la opresión y sufrimos la crucifixión para que todos tuvieran una nueva esperanza». Pero esa esperanza, de acuerdo con un concejal blanco de nombre Carl Morgan, estaba siendo minada por la oposición de líderes negros como Rose Sanders. Las acusaciones que ella hacía, y que habían recibido tanta publicidad, acerca de que en las aulas de las escuelas públicas de Selma prevalecía un sistema de clasificación racista eran una mentira, sugería Morgan, una controversia que mantenía a Rose Sanders en los titulares y les suministraba a sus amigos opositores de Smitherman un tema álgido para seguir protestando. En todas partes se decía que Sanders estaba consiguiendo fondos para crear, cerca del puente, un museo del movimiento por el derecho al voto; en él se mostrarían artefactos y recuerdos asociados con los sesenta del doctor King, los Freedom Riders y la actitud bárbara del alguacil Jim Clark. En la página editorial del diario de Selma también había una columna de un colaborador invitado, J. L. Chestnut Jr., en la cual afirmaba que él y sus padres venían recibiendo muchas llamadas amenazantes por las noches de blancos que formaban parte de una «conspiración para atacar y acosar».
Después de ver estos y otros artículos que se concentraban en el malestar y la animadversión que, según decían, caracterizaban la ciudad, me parecía aún más importante hacer énfasis, dentro de mi historia para el Times, en aquello que, al parecer, aquí en Alabama, no era digno de publicación: el hecho de que, a pesar de que todos los informes locales hablaban de hostilidad, en la Selma de hoy era posible que un hombre negro caminara por la calle del brazo de una mujer blanca sin que nadie se lo impidiera. ¿Acaso esto no decía algo acerca de un cambio de actitudes en Selma? ¿No era un paso adelante en el camino que el doctor King llamó la «salida de la oscuridad»? ¿No era un ejemplo del derecho a elegir que tenía un hombre negro? En este Estado que aún se asociaba con la notoriedad de los juicios de Scottsboro, y en esta ciudad todavía marcada por la propia persecución prejuiciada de William Earl Fikes, ¿acaso no era noticia que Randall Miller hubiese transgredido lo que en estas zonas había sido siempre un tabú?
La condena de William Earl Fikes, a partir del testimonio de unas mujeres blancas que denunciaron sus infracciones sexuales, llevó en 1934 a la creación en Selma de una organización contra los negros llamada Consejo de Ciudadanos Blancos, que, de acuerdo con el historiador J. Mills Thornton III, en su libro titulado Dividing Lines, motivó a la gente blanca a adoptar «un compromiso inusualmente agresivo y unánime con una posición racial extremista durante la siguiente década», la década que produjo el «Domingo Sangriento». Y, sin embargo, ¿qué influencias surgieron en Selma desde entonces que pudieran explicar la audacia y la seguridad con que Randall Miller cortejó a una mujer blanca? Él le hizo la corte, la enamoró y, finalmente, obtuvo una licencia para casarse con ella y, a excepción de algún que otro comentario sarcástico que circuló entre la comunidad, llevó a cabo sus intenciones sin que nadie se interpusiera en su camino. Randall Miller sedujo a la esposa de un hombre blanco en Selma y se salió con la suya. El marido de Betty regresó a Arkansas lleno de rabia y humillación, pero, hasta donde entendí después de la conversación con ella, él la culpaba a ella por lo que había sucedido y no a su enamorado, y nunca había contemplado la idea de vengarse de Randall Miller.
Seguí pensando en eso mientras cruzaba Selma en medio del tráfico del comienzo de la noche, hacia el Holiday Inn. En la región de Italia de donde eran mis ancestros, el esposo de una mujer adúltera solía conseguir un arma y dispararles a su esposa y a su amante, sin que tuviera que ir a la cárcel, porque era un «crimen de honor». Me pregunté cómo le estaría yendo al ex marido de Betty en la zona rural de Arkansas. ¿Qué pensarían sus amigos y sus vecinos de esta situación? ¿Acaso el hecho de haber perdido a su mujer por culpa de un hombre negro era doblemente humillante para el ego del señor Ramsey? ¿O tal vez eso le servía de excusa para decir que el fracaso de su matrimonio no tenía nada que ver con él, porque era obvio que Betty tenía que estar loca y fuera de control para dejar a su familia e irse a vivir con un hombre negro en Selma? Pero como no tenía ninguna intención de ir hasta Arkansas a explorar el asunto, volví a centrar la atención en mi área de interés, que era Selma.
La razón para que esta relación interracial representara una historia para mí era precisamente Selma. Ni siquiera habría considerado la posibilidad de escribir acerca de ella si hubiese ocurrido en Toledo, Sarasota, Wichita o Buffalo, ni en ningún otro lugar, incluidas ciudades del Sur como Atlanta, Birmingham, Montgomery o Memphis. En Memphis fue asesinado el doctor King en 1968 a manos de un hombre blanco, pero la ciudad nunca fue tan satanizada como lo fue Selma después del «Domingo Sangriento», aunque en aquella ocasión no resultara muerto ningún manifestante. Pero las imágenes, ampliamente difundidas por los medios, de aquellos manifestantes que se tambaleaban por acción de los gases lacrimógenos mientras las autoridades les daban una paliza eran tan fascinantes y repulsivas a la vez que después de eso Selma representó el punto más bajo de la estrechez mental nacional, el último reducto del Sur de la Guerra Civil y la intolerancia y la esclavitud implantada por los blancos. Esta ciudad que había sido identificada con el prejuicio era, actualmente, la víctima de los prejuicios de la prensa.
Incluso en ese momento, veinticinco años después del «Domingo Sangriento», había en Selma periodistas de todas partes de la nación y corresponsales de agencias de noticias de Inglaterra y Alemania, que habían venido a cubrir la conmemoración de los veinticinco años. Adicionalmente, Rose Sanders estaba recaudando fondos para consagrar el área como el terreno sagrado de un cuasi-holocausto. Entretanto, yo consideraba la posibilidad de usar el aniversario como telón de fondo para una historia acerca de un hombre negro de la ciudad que se había arriesgado a cruzar la barrera del color para entregarse a los brazos de una mujer blanca. ¿Acaso estaba malinterpretando el significado de todo esto? ¿Estaría tratando de convertir a Randall Miller en un Jackie Robinson conyugal? ¿Estaría deshonrando la celebración de este fin de semana de los activistas por los derechos civiles si, en lugar de producir una historia que les recordara a los lectores el sufrimiento que había tenido que padecer la comunidad negra antes del momento en que el Congreso aprobara la Ley de Derecho al Voto, introducía en mi historia un escenario casi totalmente opuesto, que se centraba en el amor entre razas, y tal vez eso no era tampoco lo que los editores del Times, que estaban en Nueva York, esperaban? ¿Cómo era posible que el diario local no hubiese publicado algo acerca de la pareja, en especial después de que los dos se divorciaran de sus cónyuges e hicieran públicas sus intenciones de casarse? Me parecía que si The Selma Times-Journal los hubiese buscado para hacer un reportaje, o al menos hubiese publicado una nota en la página social acerca de la próxima boda, la noticia habría sido registrada por los medios de comunicación nacionales y presentada a lo largo y ancho del país de una manera que arrojaría una luz positiva sobre Selma y daría la impresión de que la dudad, al ser el sitio de semejante ceremonia, se estaba apartando de su imagen y ya no apoyaba los principios que negaban la plena igualdad de los afroamericanos con respecto a las oportunidades y la capacidad de elegir.
Consideré la posibilidad de ir hasta el edificio del Times-Journal para interrogar a los directores editoriales sobre la razón por la cual habían hecho caso omiso de esta historia, pero tenía dudas de que me dijeran gran cosa. Quienes toman las decisiones en los medios de comunicación suelen ser particularmente reservados cuando se les pide que expliquen por qué no publicaron algo y usualmente responden que es un asunto privado. Quizás el departamento financiero del Times-Journal les aconsejó a los editores mantenerse alejados de la historia, con el argumento de que cualquier otra actitud podría ser una muestra de tolerancia por parte del departamento editorial frente a la intimidad sexual entre razas y esto podría hacer que algunas de las principales empresas que marcaban la pauta del diario le retiraran su apoyo financiero. O tal vez los editores se mantuvieron alejados por sus propias razones, pensando quizá que publicar una historia sobre el romance podría representar una ofensa para aquellos lectores que eran segregacionistas radicales, y el asunto podría terminar en que alguien arrojara una piedra o una bomba por la ventana de la casa de Randall Miller antes o durante la boda, incidente que seguramente provocaría protestas de los activistas negros y más atención no deseada por parte de los medios de fuera del Estado. Y, más aún, no había ninguna prueba de que, a diferencia de los blancos que no querían leer acerca de matrimonios entre razas, a los afroamericanos de Selma, o de cualquier otra parte de Estados Unidos, sí les gustaría leer acerca de cómo su gente se casaba con blancos.
Aunque los datos del censo nacional mostraban un sustancial aumento en los matrimonios entre negros y blancos después de que el movimiento por los derechos civiles combatiera la segregación en las escuelas y el entorno laboral —en 1960 había aproximadamente cincuenta mil matrimonios entre blancos y negros; en 1990 se estimaba que había cerca de trescientos mil—, no existía ninguna evidencia de que este creciente número de matrimonios mixtos hubiese ampliado o acelerado la aceptación general de los negros dentro del mundo social de los blancos. Y los abogados del orgullo negro tenían derecho a sentirse ofendidos por esos matrimonios, con el argumento de que no habían contribuido en nada a la causa del movimiento y, en cambio, podían conferirle credibilidad a la idea de que una manera de solucionar el racismo era ir erradicando gradualmente a la raza negra mediante la disolución de la sangre negra entre la gran corriente de sangre blanca, a través de un proceso de mestizaje repetido y prolongado. El nacimiento de millones de mulatos desde antes y después de la Guerra Civil no había logrado tener un impacto positivo en el problema histórico del racismo en Estados Unidos y, con mayor frecuencia de lo que uno se imaginaría, los separatistas negros y los segregacionistas blancos tendían a coincidir en que las relaciones maritales entre gente de color y blancos eran indeseables. Como dato curioso, tanto un líder musulmán negro, el honorable Elijah Muhammad, como el antiguo alguacil de Selma, James G. Clark, estaban aliados en este tema.
A comienzos de los sesenta, el ex presidente Harry S. Truman se pronunció en contra de los matrimonios entre negros y blancos cuando lo entrevisté como parte de mi trabajo como reportero del Times. Truman acostumbraba permitir que la prensa lo acompañara cuando visitaba Nueva York y le pidiera sus opiniones acerca de algunos temas, mientras paseaba a lo largo de Park Avenue, cerca de su hotel, después del desayuno. Como los conflictos interraciales dominaban los titulares del momento, esa mañana en particular le pregunté si pensaba que, en el futuro, los matrimonios entre razas se volverían frecuentes en Estados Unidos.
«Espero que no», dijo Truman sin dudarlo, mientras caminaba apresuradamente, en tanto que yo y otros tres periodistas tratábamos de seguirle el paso y tomar notas al mismo tiempo. «Yo no creo en eso del…», continuó. «¿Cuál es esa palabra tan extraña?»
«Mestizaje», contesté.
Sin disminuir el paso ni mostrarse impresionado por el hecho de que yo conociera la palabra, Truman se dirigió a mí y preguntó: «¿Usted querría que su hija se casara con un negro?».
«Bueno», dije después de un momento, asombrado al ver que esta entrevista se había vuelto un asunto personal, «yo esperaría que una hija mía se casara con el hombre al que ama».
«Usted no ha contestado mi pregunta», replicó Truman con tono irritado.
Yo no dije nada y seguí caminando junto a él con la mirada baja, tomando notas con mi bolígrafo en las hojas de papel dobladas que sostenía en la mano izquierda.
«Bueno», siguió diciendo con voz más suave, «ella no se va a enamorar de alguien que no sea de su color. Usted examinará al hombre con el que ella salga. Yo lo hice y mi hija se casó con el hombre indicado».
Truman se refería al asistente del editor general del Times, Clifton Daniel, que se casó con Margaret, la hija de Truman, en 1956. Cuando regresé a la redacción, me pregunté cómo manejarían esta historia y si a Daniel le molestaría que le hubiese hecho esa pregunta a su suegro. Pero no tuve noticias de Daniel ni de ningún otro editor después de entregar la historia, y a la mañana siguiente el periódico publicó todos los comentarios de Truman. Sin embargo, no estaban en la primera página sino en la parte de atrás de la sección de noticias —bajo un titular en letra pequeña que decía: «Truman se opone al matrimonio entre razas»—, y en el segundo párrafo de mi artículo algún editor o corrector había agregado una frase en la que se explicaba que, en lo que se refería a otros temas, Truman «siempre había defendido la integración».
«Yo no me quiero casar con la hija del hombre blanco. Sólo quiero quitarme al blanco de encima», le oí decir con frecuencia al escritor James Baldwin a comienzos de los sesenta, ya fuera cuando hablaba como hombre negro por la televisión o cuando estaba cenando en mi casa en Nueva York. A finales de septiembre de 1962, unos pocos días antes de la pelea de pesos pesados entre Floyd Patterson y Sonny Liston en Chicago, llevé a Baldwin hasta el campo de entrenamiento de Patterson en Elgin, Illinois, donde se conocieron. Yo estaba cubriendo la pelea para el Times y Baldwin la estaba cubriendo para la revista Nugget. Después de pasar una hora con Patterson, Baldwin le regaló dos de sus libros —Otro país y Nadie sabe mi nombre— y se los dedicó con esta nota: «Para Floyd Patterson, porque los dos sabemos de dónde venimos y tenemos una idea de hacia dónde vamos…».
Un año después, en La próxima vez el fuego, Baldwin escribió:
La única cosa que necesitan (o deberían querer) los negros de lo que tienen los blancos es el poder, y nadie mantiene el poder para siempre. La gente blanca no puede, en general, ser tomada como un modelo de forma de vida. Por el contrario, el hombre blanco mismo tiene urgente necesidad de encontrar nuevos estándares, los cuales lo liberen de la confusión y vuelvan a ponerlo en una situación en la cual disfrute de una provechosa comunión con las profundidades de su propio ser. Y repito: el precio de la liberación de los blancos es la liberación de los negros: la liberación total, en las ciudades, en los pueblos, ante la ley y en la mente. ¿Por qué, por ejemplo —en especial conociendo a la familia como la conozco—, debería yo querer casarme con tu hermana? Ése es un gran misterio para mí. Pero tu hermana y yo tenemos todo el derecho a casarnos si queremos y nadie tiene derecho a detenernos. Si ella no me puede elevar a su nivel, tal vez yo pueda elevarla al mío.